—Hola, ¿Rosa?
¡Cuánto hacía que no pronunciaba su nombre! Ni él mismo lo podía creer. Rosa, del otro lado de la línea, sonó tan sorprendida como él.
—¿María?
—Sí, yo.
—Dios mío…
—¿Cómo estás?
—¿Dónde estás?
—Perdoname que no te haya llamado en todo este tiempo, pero quería proponerte algo… —dijo. Hizo una pausa y en el silencio de la casa a ambos lados de la línea oyó la respiración agitada de Rosa, como un aleteo—. ¿Te gustaría verme?
—¿Qué pasó? —preguntó Rosa.
Por un instante María no supo si la pregunta estaba referida a su invitación, como si el hecho de que él quisiera verla debía necesariamente significar que algo malo había ocurrido, o si no era más que la misma vieja pregunta ansiosa que había hecho desde el principio.
Decidió que se trataba de esto último y una delicada brizna de tristeza le azotó sanguinariamente la espalda: ¿por qué, a pesar de todo lo que había sucedido, Rosa seguía como varada en el mismo lugar? ¿Lo único que le importaba era eso?
—Mirá, Rosa, antes que nada —le dijo—: hace rato que te lo quiero decir y siempre, por una cosa o por otra, me olvido. Hay un libro que se llama Tus zonas erróneas. Quiero que lo leas. Buscalo en la biblioteca de la mansión, seguro que tus patrones lo tienen. Tus zonas erróneas, se llama. En la tapa hay un hombre medio inclinado, dibujado con palabras. Te lo quería decir. Qué suerte que me acordé. Ese libro te va a ayudar en cualquier cosa que necesites. Ahora vamos a lo nuestro…
—María, ¿estás bien? Hablás distinto…
—¿Escuchaste lo que te dije? ¿Querés que nos veamos?
—¿Me lo decís de verdad?
María asintió. Pero Rosa no pudo verlo, así que repitió:
—¿Me lo decís de verdad?
—Si —dijo María—. ¿Querés que nos veamos?
—¿Qué pasó?
Habían vuelto al principio. En ese punto, María aprovechó el carácter circular que venía tomando el diálogo para repasar su plan. Y lo hizo desde el comienzo. Su negativa a enterarse de lo que ocurría en la casa era tan grande que sabía incluso menos de lo que era imposible ignorar. Pero una tarde, cinco días atrás, oyó a la señora Blinder que decía:
—¡Rosa, Dios mío!
Esa frase desató su curiosidad.
Bajó. Hacía meses que no bajaba al primer piso durante el día.
Diez minutos después volvió a subir. Se encerró en su cuarto y se quedó largo rato acuclillado en un rincón. El corazón le latía con fuerza. Esos diez minutos le habían bastado para recoger una serie de indicios y datos (fragmentos visuales, frases sueltas) con los que ahora articulaba un panorama de los sucesos principales de los últimos tiempos, como quien mete una mano en el agua y agarra un puñado de tierra o arena para analizar después la composición del suelo.
Lo que había descubierto hizo que el muro de protección que había levantado entre él y la casa se fisurara de golpe:
A) Rosa estaba embarazada.
B) Israel no quería hacerse cargo.
El segundo punto lo llenó de odio. El primero, de dolor. Rosa embarazada…
Él mismo la había visto. La señora Blinder estaba de pie frente a Rosa. A la señora Blinder la veía entera, pero Rosa quedaba cortada verticalmente por el marco de la puerta y lo único que veía de ella era precisamente su panza; con una mano la acariciaba a una velocidad de comensal satisfecho más que de madre. Quizá le daba vergüenza, o tenía miedo de lo que fuera a decir la señora… Era una panza mínima, pero estaba allí. De eso no había ninguna duda.
La señora Blinder giró sobre los talones, le dio la espalda y volvió a girar para ir hacia ella, nerviosa. Rosa dejó escapar un sollozo. La señora Blinder la abrazó.
Probablemente era la primera vez que la abrazaba, porque Rosa dio un paso atrás, sorprendida o asustada. Las dos quedaron fuera de su campo de visión.
Bajó unos cuantos escalones más y asomó cuidadosamente la cabeza. Sí, estaban abrazadas. En realidad sólo la señora Blinder la abrazaba; los brazos de Rosa colgaban a los costados.
—¿Quién es el padre?
—No le puedo decir, señora…
La señora Blinder se separó y, sin soltada, la miró a los ojos. Estaba de pronto muy seria, como si Rosa le estuviera jugando una mala pasada.
—Rosa —le dijo—, podría haberte dicho que hicieras tu bolsito y te mandaras mudar, ¿no?, y sin embargo acá estoy. Quiero ayudarte.
—Si usted me lo pide, yo me «lo saco»…
—¡No vuelvas a decir una cosa así delante de mí! ¿Está claro? —dijo la señora Blinder persignándose.
—Sí, señora. Igual yo no hubiera…
—Muy bien, empecemos de nuevo. ¿Quién es el padre?
—Israel, señora.
—¿Quién es Israel?
—El muchacho de acá a la vuelta, señora… el del 1525 - 4.º A.
—¿Quién vive ahí?
—Israel, señora. Seguro que lo conoce, él me dijo que se saludan siempre que se ven y que una vez habló con usted. ¿Se acuerda de un novio que tenía yo, María?
—¿María?
—José María. Yo le decía María. Israel me dijo que una vuelta le habló a usted por aquel asunto de la policía, que vino a ver si…
—¿¡Israel Vargas!?
—Sí, señora.
—Increíble…
La señora Blinder dio media vuelta y pasó frente a la escalera en dirección a la sala caminando muy despacio, pensativa. María retrocedió y alcanzó a escapar de milagro. Un segundo después pasó Rosa. Seguramente la señora Blinder le había hecho una seña indicándole que se acercara.
—Muy bien, tenemos que hablar con él —dijo la señora Blinder—. Supongo que se hará cargo…
María no escuchó más. Retrocedió paso a paso, como una sombra sólida, y se encerró en su cuarto. El muro acababa de ser derribado.
La cabeza le daba vueltas. No lo mareaba haberse «ausentado» durante tanto tiempo: lo aturdía el regreso. Rosa embarazada… y nada menos que de Israel. Si al menos la señora Blinder la hubiera echado… Después de todo él hacía mucho tiempo que ni pensaba en ella… Hubiera preferido despertarse una mañana con la noticia de que Rosa ya no estaba allí, antes que enterarse de que estaba embarazada.
Había trabajado a conciencia para olvidarla y en el proceso se había convertido en otro. Era mejor. Del antiguo María conservaba la agilidad —aunque ya no era tan fuerte ni tan robusto—; lo demás había cambiado. Se había mejorado a sí mismo. Era más espiritual: podría haberlo soportado. El fin de su permanencia en la casa ya no era evitar ser encarcelado. Ni siquiera pensaba en eso. Evaporarse hubiera sido lo justo. ¡Y bastó con que pusiera un pie en esa cima de indiferencia para que viniera un embarazo a desbarrancarlo! La rabia y el dolor subieron por su cuerpo como alambres. Se sintió indignado, asqueado, y al mismo tiempo temeroso. ¿Sabía realmente algo sobre sí mismo y sobre la casa?
La señora Blinder, por ejemplo. ¿Qué sabía sobre ella? No sabía más que lo que imaginaba. La prueba era que la señora Blinder se había mostrado cariñosa, comprensiva y hasta justiciera con Rosa, y no fría y despiadada. Esa noche, incluso, después de contarle la novedad a su esposo (que sí era frío y despiadado), la señora Blinder defendió a Rosa con una serie de argumentos conmovedores, aunque inservibles, y una garra ante la que su esposo no tuvo más remedio que aflojar:
—Hacé lo que quieras.
Al otro día, por lo visto, la señora Blinder fue a hablar con Israel. Rosa la esperaba ansiosa. A su regreso la señora Blinder le pasó un brazo por la cintura y la llevó fuera de la vista de María diciéndole:
—Vamos a tener que hacernos cargo nosotras. Por empezar…
En ese momento María tomó la decisión. Por la noche se vistió, bajó llevando los zapatos en las manos, agarró la llave de la cocina, abrió la puerta, salió, volvió a cerrarla del lado de afuera, se puso los zapatos, atravesó el jardincito lateral hasta la puerta reja, la abrió, salió, volvió a cerrarla del lado de afuera, cruzó la calle y se perdió en la oscuridad. Estaba seguro de que nadie lo había visto.
Debían ser las tres de la mañana y hacía mucho frío. Las calles estaban desiertas. De tanto en tanto algún auto pasaba a lo lejos. María tuvo la sensación de haber estado caminando por allí mismo el día anterior… aunque a otra hora.
No tomó conciencia de que estaba afuera hasta que entró a la cerrajería. De algún modo, estar afuera no era tan importante después de todo. Lo que importaba era estar adentro. Incluso (en un barrio desconocido para él) le resultó curioso el hecho de haber ido directamente a la cerrajería más cercana, una cerrajería que estaba abierta las veinticuatro horas, como si hubiera terminado por conocer el barrio desde el interior de la mansión.
Un hombre mayor de edad con aspecto de maleante retirado lo miró de reojo permanentemente mientras le hacía una copia de la llave. María le sostuvo la mirada. (Entre ellos, las chispas de la llave). Finalmente María volvió a la mansión. Del otro lado de la puerta reja se quitó los zapatos y repitió las mismas cuidadosas acciones que había realizado para salir, con una breve demora en la cocina para elegir su cena.
Eso fue el 12 de agosto. El resto era un plan simple. Al otro día, 13 de agosto, la llamaría por teléfono y le diría que quería verla. Sólo podía salir de la mansión durante la madrugada, así que debería hacerlo ese mismo 13 de agosto, pasar la noche en la calle hasta encontrarse con Rosa −durante la mañana o la tarde− en algún lugar a convenir, despedirse y regresar a la mansión en la madrugada del 14. Sabía muy bien lo que le iba a decir. Fin de la circularidad.
—No me des más vueltas, Rosa. ¿Querés que nos veamos, sí o no?
—Sí.
—¿Entonces?
—Entonces ¿dónde querés?…
—¿El hotelito del Bajo?
—No me parece, María. Ahora las cosas son… —se interrumpió.
—¿Distintas? —completó María, triste.
Rosa hizo una pausa y, tal como era su costumbre cada vez que le hacían una pregunta difícil, cambió de tema:
—¿Querés que nos encontremos en La Cigale?
—¿Qué pasa ahora con el hotelito, por qué no querés? ¡No te voy a morder…!
—No, ya sé que no me vas a morder —se rió Rosa (sin ganas)—. Lo que pasa es que…
—Nada. Te espero en la puerta.
—¿De La Cigale?
—Del hotelito.
—¿No querés en La Cigale?
—No. No quiero en La Cigale. No quiero que nadie nos vea. Te espero en la puerta del hotelito a las… decime vos.
—A las cinco.
—¿Tan tarde? —dijo María, pero enseguida se dio cuenta de que para él era lo mismo cualquier hora: de todas maneras iba a tener que pasar el resto del día en la calle hasta la noche—. Está bien, a las cinco en punto —agregó—. Te espero en la puerta. Hasta mañana.
—¿María?
—¿Sí?
—No, nada…
Se hizo una pausa.
—Hasta mañana —repitió María.
Rosa le preguntó:
—¿Estás bien?
—Yo sí, ¿y vos? —dijo María.
—Yo también.
—Me alegro… Pausa.
—Bueno, hasta mañana…
—Hasta mañana, mi… —se interrumpió brevemente María.