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Aquella «recaída» (aquel llamado por teléfono en el que no pudo más que nombrarla y, después de un silencio que no quería decir otra cosa que «¿…?», cortar) ocurrió el 7 de junio. No hubo ninguna razón que lo empujara a llamarla. Fue, más bien, una distracción.

Realmente estaba en otro estado. Su cuerpo lo expresaba todavía mejor que su alma o su psicología: lleno de fibras como nervaduras, sumergido en un halo de fuerza contenida, con brevísimos temblores allá y aquí, arriba y abajo, como salpicaduras nerviosas, como explosiones en miniatura. El contraste entre su aspecto y algunas de sus actividades (la lectura de best seller, la talla en jabón) no podía ser más grande. Intelectualmente estaba años luz detrás de un niño promedio, pero también de la sabiduría; estaba en la inversión del guante, en los extremos de lo mismo, en la redundancia de lo que se toca y no se toca (dos ubicuos, pétalo y mariposa). Justo él, que un año atrás hubiera podido jactarse de tener calle…

Todo su arte cabía en una canoa de jabón (sin remos ni remeros). No obstante, había construido una doble invisibilidad, la propia y la de los otros, y todo a fuerza de (casi no puede escribirse) despecho. El crimen lo empujó a esconderse, pero el despecho lo hizo monje.