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El amor tiene cara de mujer… Ella, La gata… El fugitivo… Combate… Viendo a Biondi… eran algunos de los programas por los que, en distintas épocas, peleaban sus padres. No eran meras discusiones por ver quién miraba qué, sino verdaderas peleas. Discusiones eran al principio; después, casi siempre, llegaban los gritos y muchas veces los empujones. Su padre escuchaba discos de Pérez Prado. Su madre, de Leonardo Favio. Su madre fumaba. Su padre, no. Su madre trabajaba. Su padre no. Un sí para su padre: le gustaba cocinar. Pero su madre odiaba los guisos en los que su padre ponía tanto empeño.

La televisión, la música, el trabajo, la cocina, cualquier cosa era motivo de pelea. El defecto (si podía llamarlo así) estaba en que las peleas no eran una manera particular de estar juntos, como en esas relaciones en las que el amor ha tomado la forma de una descompresión permanente. Las peleas de sus padres eran pura intolerancia, un destilado de antipatía mutua. Se odiaban y punto.

Su padre dormía mucho, de noche y de día. Su madre era insomne…

Hacía años que no veía a ninguno de los dos, pero al menos sabía dónde estaba él… si es que era realmente su padre. ¿Qué importancia tenía eso ahora?

Entonces, con los ojos vidriosos (de odio, no de dolor), vio a la rata.

¿Era la misma rata, su amiga, su compañera?

María estaba inmóvil junto al aire y luz, con una mejilla casi apoyada sobre una de las paredes de vidrio. Abrió los ojos porque sintió que alguien (algo) lo miraba y la vio. La rata estaba a tres o cuatro metros de él. Se mantenía a cierta distancia de la pared, y no pegada al zócalo, como si por el sólo hecho de verlo a él hubiera, evolucionado o saltado a un estadio intermedio entre las de su especie y el hombre.

De hecho, la rata lo miraba como un perro. María creyó ver incluso que meneaba sutilmente la cola. Pero ¿era ella?

¿Había sobrevivido al veneno? ¿O había muerto y ésta era la esposa, que venía a agradecerle su amistad? Se miraron un buen rato, los dos inmóviles. Hasta que, de pronto, la rata dio un paso hacia él. Un pequeño pasito de rata humanizada.

—«Sí, soy yo», pareció decir.

María pensó que debía ser mucho más fácil para una rata reconocer a un hombre que para un hombre reconocer a una rata.

Dejó caer un brazo, apoyó suavemente una mano en el suelo, con la palma hacia arriba, invitándola a acercarse. Pero entonces la rata dio media vuelta y huyó a toda velocidad.

María volvió a cerrar los ojos.

Sí, en el fondo era una suerte que su madre no hubiera querido verlo más. Ni a su padre falso ni a él, por más suyo que fuera.