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Su desinformación era casi absoluta. En el living de la planta baja había un equipo de música con radio, pero obviamente no podía encenderla; el walkman, sin auriculares, no le servía, y los Blinder no recibían el diario. La única publicación que llegaba con regularidad a la casa era Selecciones del Reader’s Digest, que alguna vez había hojeado de pie en el dormitorio de los Blinder sin que nada de lo que leyó le llamara en lo más mínimo la atención.

Sabía quién era el presidente porque lo había oído nombrar, pero hacía tanto tiempo de eso que no estaba seguro de que el hombre siguiera en su cargo. En la casa había tres televisores: uno en el living de la planta baja, otro en el dormitorio de la señora Blinder y otro en el cuarto de Rosa. El señor Blinder encendía siempre el televisor del living y lo único que miraba eran partidos de fútbol argentinos y europeos. La señora Blinder miraba películas en su dormitorio, y Rosa telenovelas y toda clase de programas de chimentos, pero él nunca se había sentido seguro escuchando televisión detrás de las puertas, porque el audio le hubiera impedido oír a Rosa si salía, o a la señora Blinder, así que las únicas noticias que había captado sobre el mundo exterior eran las que venían del televisor del living.

Allí sólo excepcionalmente el señor Blinder miraba otra cosa que fútbol. En una de esas ocasiones María se enteró de que los Estados Unidos habían atacado Irak y que en un country de la Provincia de Buenos Aires una mujer de clase alta había sido asesinada, quizá por uno de sus familiares, sin que los investigadores consiguieran descubrir al asesino. La guerra y el crimen del country —con las interminables discusiones y conjeturas que despertó— eran los únicos asuntos que para el señor Blinder habían tenido en mucho tiempo más atractivo que el fútbol.

Tal vez el señor Blinder era abogado, o médico, y leía el diario en su oficina o su consultorio. Si no era así, podía decirse que el señor Blinder le había dado la espalda al mundo, reduciéndolo a una serie de estadios de fútbol televisados. ¿A qué le dio la espalda él? A la casa, a Rosa.

Pasaba la mayor parte del día (y toda la noche) encerrado en su cuarto. Con el cortaplumas que le había robado a Ricardo empezó a tallar y a construir barcos y aviones y algunos animales con fósforos y en jabón. Eran pequeñas esculturas de cinco a diez centímetros de alto en las que trabajaba durante días y que una vez terminadas ocultaba en el desván.

Se dejó crecer la barba y el pelo y la uña del dedo índice de la mano derecha, con la que se ayudaba en sus esculturas sobre jabón. De tanto en tanto salía para acercar la cara al aire y la luz —una pirámide de vidrio en el centro del piso—, y allí se quedaba un rato con los ojos cerrados, como si se tratara de una pantalla solar. Susceptible, mudo, desnudo.

Después de meses de desnudez, sin la fricción permanente de las telas ásperas y de mala calidad que había usado toda su vida, tenía la piel más suave que nunca. La sensibilidad de los dedos no podía ser mayor. ¿Cuántos millones de golpes y pequeños cortes en las manos se había hecho a diario en las distintas obras en las que había trabajado? ¿Cuántos kilos de polvo de cal y tierra había aspirado? Mientras usó botas o zapatillas tenía en los talones una dureza que era como otra suela; desde que andaba descalzo, pisando siempre pisos de cerámica, maderas enceradas y alfombras, la dureza se había angostado hasta casi desaparecer.

Reprimió las conversaciones imaginarias con Rosa, pero soñaba frecuentemente con ella. Una noche soñó que iban los dos a Mar del Plata y otra noche que volvían, como si en el mundo del sueño, a pesar de la continuidad entre un sueño y otro, las vacaciones debieran esfumarse y sólo quedaran los viajes. De la misma forma, su vida sexual se había limitado al máximo. Una noche soñó que hacía el amor con Rosa, pero en los próximos sueños Rosa apareció siempre haciendo el amor con Israel. Israel llevaba un águila tatuada en tamaño real sobre la espalda, con las puntas de las alas plegadas rozándole las nalgas.

Gradualmente, la ira dio paso a la decepción, y finalmente la decepción hizo girar la perilla del deseo, apagándolo: dejó de masturbarse, tanto en el sueño como fuera de él. (Sí, una vez soñó que se masturbaba. Nunca había soñado algo así).

Contra su voluntad, fue inevitable que le llegaran algunos datos sobre las distintas actividades en la casa. Eran muescas de datos, en realidad, y muescas menores —porrazos, largas horas de silencio absoluto, algún llamado en voz alta—, con los que articuló a pesar suyo un panorama a vuelo de pájaro sobre la marcha del matrimonio Blinder (de mal en peor) y el estado de ánimo de Rosa (bueno). Esos datos lo irritaban, porque la más mínima información disparaba preguntas horribles: ¿Rosa veía todos los días a Israel? ¿Estaba enamorada? ¿No le importaba que Israel fuera un muchacho de clase alta, que a lo mejor no quería otra cosa que acostarse con ella, que la pareja no tenía futuro, que ella iba a sufrir? ¿No pensaba que a lo mejor Israel se reía de ella en el club, contándole a otros brutos como él los detalles del «bocadito que se comía» en el barrio?

Lo mismo con su futuro laboral. Una mañana había oído una discusión a los gritos del señor y la señora Blinder: tenían problemas económicos graves. La mansión estaba en venta desde hacía años. Pero, a menos que la comprara algún país para instalar allí su sede diplomática, era, por su altísimo valor, prácticamente invendible. ¿Sabía Rosa que su lugar de trabajo estaba en venta? Una vez, en un bar, a la salida del cine, habían hablado de la cantidad de países nuevos que surgen de golpe en el mapa. Rosa no podía entender cómo era posible armar un país nuevo de la nada, con territorio, habitantes, leyes, bandera, himno y presidente. «De la nada no —le había dicho él—: se autonomizan. El territorio y los habitantes ya están, lo único que tienen que hacer es componer un himno y elegir un presidente». ¿Rosa tenía en cuenta que en algún momento podía venir gente a comprar la mansión para la embajada de un nuevo país? ¿Qué sería de ella, entonces? ¿Y de él?

Ya se había hecho esa pregunta otras veces. Siempre que empezaba pensando en ella, terminaba pensando en él. Pero Rosa tenía buenas referencias, sin duda; podía conseguir trabajo en cualquier otra mansión, o incluso aquí mismo, en la embajada del nuevo país, aunque en ese caso pasaría a ser extranjera. ¿Los extranjeros pueden trabajar en la embajada de un país extranjero? ¿Y si la empleaban los padres de Israel? Eso sería terrible. Rosa podía quedar embarazada de Israel y repetir su propia historia…

Más de cuatro décadas atrás la madre de María trabajó como empleada doméstica en la casa del intendente de gobernador Castro. Y se decía en voz baja —aunque el susurro había llegado hasta él— que su hijo era hijo del intendente.

El hombre al que María llamó siempre «papá» era rubión, pecoso y de baja estatura, nada que ver con él. Tampoco se parecía a su madre. Cuando le llegó el rumor ya era grandecito y el intendente había muerto años atrás, así que no pudo ir a verlo y comparar. Durante años el tema lo angustió, pero no se atrevía a mencionarlo. De tanto en tanto, en el pueblo, se cruzaba con una anciana pituca que lo miraba distinto: se notaba que la anciana iba como ausente hasta que lo veía a él. Entonces parecía despabilarse. Era la viuda del intendente.

El mismo día que su madre se fue con otro, María se metió en la pieza del padre y le preguntó. No se lo preguntó directamente: primero entró y se quedó ahí parado sin decir nada.

Un momento después, el padre —que estaba tirado en la cama mirando televisión— desvió la vista y lo miró:

—¿Por qué lloras? —le dijo.

María lloraba porque su madre se había ido. Pero le contestó que lloraba porque había oído que no era su hijo. El padre se apoyó sobre los codos.

—¿Quién dice eso? —preguntó enojado.

—Los chicos. Dicen que yo era hijo del intendente… ¿Es verdad?

—No.

—¿Y por qué entonces…?

—Decile a los chicos que se dejen de hablar pavadas —interrumpió el padre, y apoyó de nuevo la espalda sobre la cama.

No había vuelto a pensar en eso. Recordó la escena a propósito de Rosa, pero también porque cumplía años: cuarenta y uno.

No estaba seguro de la fecha exacta. Había entrado a la mansión el 26 o 27 de septiembre, así que ese día podía ser tanto el 9 de abril como el 10. Su cumpleaños era el 9 de abril…

Destapó el champagne que había robado en Navidad y que había ocultado en el desván y bebió una tercera parte de la botella dando pequeños sorbos, sin ninguna solemnidad, con la mirada perdida en la pared.

Empezaba a hacer frío. Recordó lo que le había dicho Rosa sobre la temperatura del mar… Hacía ya más de dos semanas que el frío se había instalado en la ciudad. La gente iba abrigada y caminaba más rápido. Los árboles del jardín empezaban a soltar las hojas. El pasto había dejado de crecer y, a lo largo de un sendero que desde allí arriba se veía como un hilo negro, las hormigas se apuraban con sus cargas celestes, gigantes, amarillas y rojas.

No había visto nada de todo eso, pero sabía que era exactamente así.