Hasta fines del verano no volvió a llamarla. Durante esos meses se recluyó (lo que no es poco decir, tratándose de un hombre recluido como él) en un mundo de actividades en miniatura. La gimnasia, la lectura y más que nada las incursiones nocturnas en busca de alimentos eran todavía grandes acciones; suspendió sus paseos, dejó de interesarse por los movimientos en la casa, evitó adrede oír las conversaciones de los Blinder y puso todo su empeño en no saber nada sobre la vida de Rosa, como si quisiera olvidarla.
Estaba herido. La imagen que se había hecho de Álvaro violándola lo torturaba… El hecho de que Esteban hubiera estado a punto de salirse con la suya (quizá por segunda vez) y de que «el tipo», «el grandote», siguiera llamándola y probablemente encontrándose con ella en la calle, lo lastimaba, pero más lo lastimaba el tono con que Rosa le había hablado en su última charla, un tono seco que lo excluía a conciencia.
¿Por qué le había hablado así?
Es cierto que él no le decía dónde estaba, pero también es cierto que ella sospechaba que estaba preso y que él la llamaba y le juraba que la quería. ¿Su voz y sus promesas no le alcanzaban, no valían nada sin su presencia? ¿Por qué era capaz de amar a Cristian Castro sin haberlo visto nunca y no a él? Estaba seguro de que si Cristian Castro se le aparecía de pronto para decirle «Mantente fiel a mí durante veinte años y vendré por ti al final de mi carrera», ella le hubiera sido absolutamente fiel.
No podía hacerle preguntas claras y directas, pero ella no había dado nunca ninguna muestra de su intención de confiarle los secretos de su vida privada. En cierto sentido, lo engañaba. Decía que estaba enamorada de él, pero no le había dicho una sola palabra sobre el acoso de Álvaro, sobre la seducción de Esteban y sobre las pretensiones del «grandote». Todo lo contrario: las había esquivado prolijamente. Que él estuviera preso, como ella suponía, ¿era razón suficiente para que en apenas un puñado de meses tuviera al menos tres pretendientes, incluido un violador?
Le dolía no poder decirle que estaba viviendo con ella… Una tarde, finalmente, se dio cuenta de cuál era la causa del tono de Rosa que tanto lo había ofendido: Rosa le había hablado así porque se había ido habituando a esas charlas misteriosas con él, no porque ya no lo quisiera o no le importara. Pero entonces, justo cuando se disponía a perdonarla, haciéndole un nuevo llamado, vio por la ventana del primer piso a Rosa con Israel.
Sintió tanto odio al reconocerlo que, de no ser porque Israel llevaba puesta una de sus camisetas de rugbier, María se hubiera forzado a sí mismo a creer que no era Israel sino otra persona. La camiseta, en cierto sentido, lo agarró de los pelos y lo obligó a ver la realidad: Israel, su enemigo, aquel idiota provocador al que mucho tiempo atrás había golpeado delante de Rosa, era «el tipo», «el grandote». Su actitud, la actitud de los dos, allí parados en la puerta de la entrada de servicio, no dejaba lugar a dudas: había romance. Las sonrisas, la manera pudorosa de mirarse o de bajar la vista…
María apretó los dientes y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Israel le dio a Rosa un beso en la mejilla y se apartó diciéndole algo, seguramente «Te llamo» o «Hablamos después», de acuerdo al gesto de la mano, con los dedos meñique y pulgar extendidos sobre la cara. Rosa asintió. Después cerró la puerta con llave y caminó unos metros mirando al suelo, pensativa. María quiso creer que Rosa pensaba si lo que estaba haciendo era correcto… Rosa debió haber resuelto que sí, porque de pronto se sonrió y recorrió la distancia que la separaba de la cocina con una carrerita adolescente.
Fue horrible, la peor de las traiciones. Ahora, al mismo tiempo que lo entendía todo, no lo podía creer. Decidió desaparecer, desaparecer en el interior de su propia desaparición ante Rosa. No la odiaba. Pero la relación con Israel era algo que no podría perdonarle jamás. A partir de entonces realmente se encerró. No quiso saber nada más sobre ella.
Días atrás, Rosa había echado veneno para ratas en los cuartos de la mansarda. Eran unos granos facetados, como sal gruesa azul, distribuidos en montañitas por los rincones. Él los había recogido y arrojado en la rejilla del baño un par de días después, para dar la idea de que la rata se los había comido, pero durante los días que vivió con veneno en el cuarto no había sentido nunca su olor. Ahora lo sentía. No quedaba un solo grano de veneno a la vista, pero su olor lo inundaba todo.