19

—Rosa, soy yo…

—Ah, María…

—¿Todo bien?

—Qué sé yo…

—¿Qué tenés?

—De todo.

—Contame.

—No, dejá.

—¡Dale, contame, mi amor, no seas tonta! ¿Qué te pasa?

—¿Dónde estás?

—No empecemos…

—Estuvieron acá los hijos de los señores con los chicos, no sé si te conté la otra vez que hablamos, pero… —Rosa se interrumpió.

—¿Pero?

—Nada, eso todo bien. No sé qué te iba a decir…

—¿Tuviste algún problema?

—¿Con quién?

—Con ellos. O con alguno de ellos, no sé…

—No…

—Por cómo lo decís pareciera que sí. ¡No me vas a decir que alguno se tiró un lance!

—¿Conmigo?

—Sí…

—¿Y quién se me va a tirar un lance?

—No sé, qué sé yo, eso lo sabrás vos…

Rosa hizo un silencio.

—¿Sí? ¿Se te tiró un lance alguien? —insistió María. Rosa le cambió de tema.

—¿Sabés qué te quería contar? Que el otro día estaba acá afuera y de golpe me di vuelta y… no me vas a creer, vas a pensar que estoy loca… me pareció que había alguien acá arriba, en una pieza, en el piso de más arriba, una persona…

−Y bueno —dijo María después de una pausa—, capaz que era alguien de la casa…

—Sí, puede ser —dijo Rosa, de pronto desanimada−. Yo subí enseguida y no había nadie… Había una rata, ¿sabés? ¡Uy, me olvidé que tengo que poner el veneno!

—¿Por una rata vas a poner veneno?

—Me dijo la señora. Está bien. Si hay una es porque hay más. Yo es la primera vez que veo una. Cuando entré a trabajar acá pensaba que estaba todo lleno de lauchas, pero no. Ésta es la primera que veo. No, miento, vi otra una vez. Pero hace tanto… María, ¿no vas a venir? ¿En qué andás?

Esta vez fue María el que cambió de tema:

—¿Y el gordo ése que me contabas la otra vuelta que te andaba persiguiendo? —le preguntó.

Ahora le cambió de tema Rosa:

—¡Ah, no sabés: la otra vuelta daba ocupado el teléfono y yo subí a ver si lo había dejado mal colgado y toqué el teléfono y estaba tibio! Tibio, como si lo hubiera estado usando alguien… como si alguien lo hubiera estado usando justo hasta que yo llegué…

A María se le puso la piel de gallina. Echó un rápido vistazo a su alrededor en busca de un trapo o un paño con el cual sostener el auricular a partir de ahora, por prevención, por si después de cortar la comunicación a Rosa se le cruzaba por la cabeza la sospecha de que era él quien le hablaba y subía a ver si el teléfono estaba tibio o no. Pero no había nada con lo que pudiera envolver el auricular. La casa parecía tan desnuda como él. Por primera vez desde que vivía allí notó que los materiales principales en la mansión eran el mármol, la madera y el metal. Las únicas fibras a la vista eran las de las alfombras y las cortinas. Todo lo contrario de su casa, en la que había trapos y pedazos de tela por todas partes…

No tuvo más remedio que sostener el auricular con dos dedos, con el índice y el pulgar, como si el teléfono de pronto quemara o le diera asco.

—¿No estarás un poco paranoica?

—Sí, puede ser… No sé, me pareció…

—Hace tanto calor si lo pensás…

—Pero acá no. Acá el calor llega en otoño. ¿Sabés que en el mar… lo leí el otro día en la Selecciones… sabés por qué el agua de mar está fría de día y caliente de noche?

—¿Por qué?

—Porque el sol calienta el agua de día. Pero tarda. El sol está ahí todo el día calentando y calentando y el resultado se aprecia a la noche. Y a la noche lo mismo. De noche el agua se va enfriando despacito, despacito, y el frío lo sentís de día.

—¿Fuiste a Mar del Plata alguna vez? Qué increíble, nunca te lo había preguntado…

—No. ¿Vos? Yo tampoco te lo había preguntado…

—Sí, yo fui una vez, hace bastante. Es lindo.

—Me imagino que te habrás sacado una foto con esos dos osos que hay ahí en la entrada al balneario…

—Lobos son. Lobos de mar. No, no me saqué, no tenía máquina. Porque no fui de vacaciones: fui a trabajar. Hicimos un edificio de treinta pisos, treinta y cinco, no me acuerdo. Una maza. ¡Hacía un calor! ¡Parecía un hormiguero lo que veía yo de arriba!

—¿Y los domingos? ¿También trabajabas los domingos?

—No, los domingos sí, me iba al balneario. Pero de abajo no parece tanta gente. Te acostumbrás.

—¿Y tengo razón yo, el agua estaba fría o no?

—A veces. Un domingo sí, otro no. ¿Sabés a quién lo vi un día?

—¡A Cristian Castro!

—No, ojalá. A Juan Leyrado. Tenía gorrita, anteojos, panza, ojotas, remera, qué sé yo, parecía un marciano, pero lo reconocí igual. Y otra vez lo vi también a Adolfo Bioy Casares, no se si lo ubicás…

—No…

—Un escritor. Qué raro que no sepas quién es, es un escritor muy famoso. Yo lo vi en un montón de fotos.

—No me doy cuenta…

—Me dio lástima. Al tipo lo ves y te das cuenta de que es un caballero, un dandy, un señor. En serio te digo: es un intelectual. Ahora, si no me equivoco, murió… Pero esa vuelta estaba ahí sentadito en una carpa, mirando a la gente, todo vestido, con un sombrero, tenías que ver. A cien metros ya te caía bien. Y va que yo paso al lado y lo miro y el tipo me mira y se saca el sombrero y me saluda.

—¿Te conocía?

—¡No, qué me va a conocer! ¡Onda! Me miró y se sacó el sombrero, te juro por Dios. A partir de ese momento lo amé. No me gusta hablar así pero es la verdad: lo amé. Y después me quedé pensando… ¿No te parece que el Estado se tendría que hacer cargo de los escritores y del futuro de sus hijos también? Digo yo: ¿qué le cuesta al Estado ponerles medio palo verde en el banco a sus artistas para que escriban tranquilos sin pensar en el futuro? ¿Qué es medio palo verde para el Estado? Nada, una moneda. Y hacé la cuenta. El Estado les da una moneda y ellos le dan una obra. ¿No te parece?

—Sí, qué sé yo. También una está acá deslomándose todo el día y…

—Pero no es lo mismo, mi amor: nosotros somos trabajadores.

—Y bueno, con más razón: ¿por qué el gobierno le va a dar la plata a los artistas para que bailen a la noche en un escenario y no nos va a dar nada a nosotros los trabajadores que bailamos de sol a sol y encima nadie nos aplaude?

—Rosa, no quiero discutir…

Silencio.

—Algún día me gustaría llevarte a Mar del Plata… —dijo María.

Otro silencio.

—¿Hola? —dijo María.

—¿Dónde estás?

—Eso ya me lo preguntaste mil veces, Rosa. Te digo que no te puedo decir. Conformate con saber que estoy acá… que te quiero igual que siempre y… vos sabés cómo son las cosas.

—No, no sé.

—Contame del grandote. ¿Quién es?

—Nadie, no importa, basta.

—¿Estás enojada?

—No.

—A mí me parece que sí.

—¿Estás preso?

—No.

—No puedo creer lo que me estás haciendo… Me estoy empezando a cansar.

—¡No digas eso, mi amor!

—¡Pero José María, qué querés que diga, si no me das ninguna explicación!

—No me digas José María: me siento como si no me conocieras. Además, vos tampoco me das ninguna explicación a mí…

—¿Sobre qué no te explico yo a vos?

—Te pregunto por el grandote y nada, no me decís nada. ¿Quién es?

—Vos vení a verme y yo te digo quién.

—Sos buena negociadora, ¿eh? Tendrías que ser abogada vos.

Silencio.

—Retirá eso de que te estás cansando de mí.

—Yo no dije que me estaba cansando de vos. Entendiste mal. Te dije que me estoy empezando a cansar de toda esta novela que me hacés.

—Yo también. ¿Querés que cortemos?

—¿Vos querés cortar?

—Te pregunto a vos…

—Si querés cortar, cortá —dijo Rosa después de una pausa.

Y después de una pausa, ofendido, María cortó.