18

El 3 de enero, mientras Ricardo y Rita hacían las valijas y los más chicos miraban televisión, Esteban entró al cuarto de Rosa.

El tono de Rosa al verlo entrar fue de sorpresa. Le pidió que saliera, pero Esteban dijo algo en voz baja, una frase larga que sonó como un siseo y con la que pareció convencerla de que lo dejara estar allí. Siguió un silencio. Después, susurros, alguna que otra risita y un refregar de suelas en el piso, como si Esteban hubiera corrido a Rosa por el cuarto y acabara de darle alcance…

Por un momento Rosa fue la única que habló. Parecía haberse multiplicado:

—¡Esteban!

—¡No, Esteban, puede entrar alguien…!

—Quedate quieto…

—Quedate quieto, Esteban…

—¡No!

—¡Pero te digo que no!

—Mirá que sos, ¿eh?

Ahora hablaba Esteban y Rosa callaba:

—Me marcho.

—Pensé que… pues…

—OK. Lo siento.

Silencio.

—¿Estás molesta conmigo? —Esteban.

—No… —Rosa.

—¿Seguro? —Esteban.

Rosa asintió con la cabeza.

—Pues yo sí estoy molesto contigo, y mucho −dijo Esteban. Rosa levantó la vista hacia él.

Esteban dijo:

—¿Te crees que no sé que estás noviando con ese estúpido grandote repleto de hoyuelos?

—No tiene nada que ver, Esteban. Además…

Silencio.

—¿Además qué?

—Nada.

—¡No, vamos, dilo, dilo! ¿Yo soy demasiado joven para ti? ¿Eso ibas a decir? Pues el año pasado no lo parecía así…

—Fue un juego.

—¡Claro!

—De verdad te digo.

—Mi psicólogo no piensa que haya sido un juego…

—¿¡Le contaste al psicólogo!?

—Obvio. Y no tienes idea de lo que he debido suplicar para que no hable con mis padres.

—Uy…

—El tío me lanzó un rosario de términos legales. Te aseguro que aún siento en la espina dorsal el sudor helado que me corrió aquella vez. Con el psicólogo, digo. No contigo. Contigo fue…

—¿Por qué le contaste?

—¡Porque le pago, claro!

—Qué locura…

—No te persignes, eso no va a ayudarnos. Puedo asegurarte que este año vuelvo a Londres mucho peor que el año pasado. Desde que estoy aquí no he pegado un ojo… Oye, Rosa, no quiero presionarte, no quisiera que entiendas que te cuento estas cosas para obligarte a nada. ¡Es que tenía una ilusión tan grande con…!

—No llores…

—OK. Olvidémoslo. No es tu culpa. Mis problemas de conducta, mis arranques de furia, mis pesadillas… ¿qué tienes tú que ver con eso? Fui yo el que se dejó. He sido un tonto…

—Esteban…

—Me voy. Nos vemos el año próximo. Espero haberme olvidado de ti para entonces…

—¿Tu papá y tu mamá dónde están?

—Preparan las valijas…

—¿Los señores ya volvieron?

—¿Mis abuelos?

—Sí.

—No, todavía no han regresado.

—Tenemos que hacerlo muy rápido.

—Como tú digas, mi amor.

—Pero antes prometeme algo: el año que viene cambiamos de tema.

—Prometido.

—Jurámelo por Dios.

—Lo juro por Dios.

—Vení, parate acá…

Entonces María oyó las voces de los más pequeños que se acercaban y apenas si tuvo tiempo de ocultarse. El corazón le latía con fuerza, con eco, como si tuviera dos corazones en lugar de uno.

Los chicos avanzaron corriendo por el pasillo. Daban grititos histéricos. Inmediatamente Esteban salió del cuarto ajustándose el cierre del pantalón; estaba pálido, asustado. Los chicos se lo llevaron por delante. No parecieron sorprenderse por haber chocado de pronto con su hermano mayor, sino ansiosos por librarse de él y seguir corriendo. Pero Esteban los agarró de un brazo y los sacudió con violencia. Estaba a punto de ordenarles que se fueran de allí cuando de pronto apareció Ricardo. Venía imitando un rugido, con las manos abiertas como garras y una mueca de monstruo en la cara.

Esteban lo vio y le sonrió:

—¡Los atrapé! —dijo, disimulando.

Ricardo irguió la espalda y dejó caer los brazos.

—¿Qué hacés vos acá? —le preguntó.

—¿Es que no puedo dar un paseo por la casa? —respondió Esteban.

Ricardo pensó un segundo.

—Vengan todos, terminó el juego —dijo después—, nos vamos.

—¿Ya? —preguntó Esteban.

—Sí, ya —le dijo su padre. Era una orden.

Esteban se unió a sus hermanos con un soplido de mal humor y un gesto de interruptus muy severo en toda la cara.

Ricardo los siguió con la vista mientras los tres pasaban a su lado en dirección a la escalera. Después salió tras ellos, cerrando la marcha como un animal que arrea a sus crías.