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En la mansarda había siete dormitorios a lo largo de un pasillo en L, un estudio, un cuarto de juegos (convertido en desván), un cuarto de plancha, un lavadero y dos baños, además de un hall enorme y de una salita desierta que María alguna vez había oído llamar «África». Así que no tuvo ningún inconveniente en instalarse en otro dormitorio (aunque cuando Rosa cerró la puerta y se llevó la llave, él sintió por un instante que había quedado «en la calle»).

Eligió el último dormitorio a la izquierda. Apenas reuniera el valor suficiente para entreabrir de nuevo las persianas, vería que estaba mucho más cerca de la esquina que antes; por el momento se dedicó a inspeccionarlo: tenía las mismas dimensiones que el anterior, la misma cama, ubicada en el mismo lugar y con el mismo colchón. Se sentó, lo probó, levantó la vista… No había placard sino un armario, un mueblecito de circunstancia apoyado contra la pared junto a la cama, con tres cajones vacíos y una vieja calcomanía del sello discográfico de Los Beatles, Apple, pegada en la puerta, seguramente de una mucama de avanzada, por aquella época…

Si la rata había hecho con Rosa lo mismo que había hecho con él la primera vez que la vio (describir un círculo, dando la impresión de que escapaba, pero volviendo al punto de partida), era probable que ahora estuviera encerrada en el cuarto. ¿Por qué Rosa se había llevado la llave? Ninguno de los seis dormitorios restantes estaba cerrado con llave. ¿Por qué había cerrado ése? Sus padres, en los últimos meses de matrimonio, habían vivido en cuartos separados, y cada vez que alguno de ellos salía de la casa, cerraba la puerta de su dormitorio con llave. No tenían nada que ocultar: lo hacían más que nada como una forma de acentuar su rechazo por el otro. El problema era que en su casa había sólo dos cuartos, el de sus padres y el suyo, donde se había instalado su madre, de manera tal que cuando era ella la que salía de la casa, él no podía entrar a su propio cuarto. A veces volvía tarde. María amanecía en su cama, porque ella lo llevaba hasta allí de noche, alzándolo del sillón de caña del comedor donde se había quedado dormido. Otras veces, si se hacía demasiado tarde, su padre se apiadaba de él y lo invitaba a esperar en su cama, pero eso ocurría en contadas ocasiones y siempre lo despertaba para que se fuera de allí cuando escuchaba que la puerta de calle se abría.