No había sentido ningún remordimiento, pero tampoco alivio. Todo lo contrario: estaba molesto. Le hubiera gustado hablar con Rosa, decirle que el asesino era él y que lo había hecho por ella. No esperaría que Rosa lo aplaudiese, pero le hubiera encantado ver en su cara (por encima de una expresión de espanto) el alivio que no sentía él. Era una fantasía irracional más que delirante, producto de su condición de fantasma; privado como estaba de hablar, de ser visto y hasta de hacer ruido, sus fantasías se llevaban todo por delante. Si no estuviera viviendo oculto en la mansión pero igualmente hubiera matado a Álvaro, ni se le cruzaría por la cabeza decirle que había sido él. Y ahora, encima, tendría que cuidarse de hablarle por teléfono: no se le había ocurrido que alguien podía llamar a la segunda línea si la primera daba ocupada.
Por el momento no había mucho que hacer. Durante dos o tres días a su regreso del cementerio, los Blinder suspendieron los paseos por la ciudad y limitaron al mínimo las salidas de la casa. ¿El señor Blinder había retado a Rosa por ocupar la línea telefónica, por el descuido de la segunda línea descolgada? Probablemente no, aunque era difícil saberlo con certeza, en la medida en que la presencia casi permanente de los Blinder en la casa lo obligó a mantenerse alejado de la planta baja y también, por momentos, del primer piso, donde a los más chicos se les había dado por jugar, principalmente a las escondidas.
De cualquier manera, hizo un par de incursiones a distintas horas del día y no percibió en los Blinder ningún signo de dolor. La muerte de Álvaro, más que afectarlos, pareció compactarlos: andaban en bloque, siempre cerca el uno del otro, como si el espacio se hubiera encogido. Hasta que una especie de acuerdo espontáneo y repentino no los devolvió a su ritmo habitual −como si el duelo fuera una formalidad con la que acababan de cumplir− lo más entretenido que hicieron fue pasar horas y más horas sentados en los sillones de la sala mirando televisión, todos ausentes, todos pensativos. Excepto los chicos, nadie hablaba.
Fueron dos días largos y tediosos. La ansiedad no lo dejaba leer… ¿Por qué Rosa había dicho que creía que a Álvaro lo habían matado? Hizo gimnasia… ¿Quién era el grandote que la llamaba por teléfono? Descubrió que el walkman no funcionaba… Sintió el impulso de estrellarlo contra el suelo, pero lo dejó sobre la cama y se levantó.
Apartó dos centímetros una hoja de la persiana, arrimó un ojo a la abertura y se puso a mirar hacia afuera. Eso lo tranquilizaba. Cada vez que miraba hacia afuera se sorprendía con el hecho de que en ese recorte de la realidad, como llamaba al exterior, pudiera ver toda la realidad. Un panorama de no más de treinta metros de largo, desde el edificio con balcones de acrílico amarillo hasta la esquina al otro lado de la calle, le bastaba para percibir el ánimo general, al menos el de la clase alta; para entrever el nivel de desempleo, de acuerdo al aumento o disminución de cartoneros y vendedores ambulantes; para conocer los últimos lanzamientos de la industria automotriz; para estar al tanto de las novedades en el mundo de la moda; para saber la hora y la temperatura y hasta para enterarse de algunas actividades en la planta baja: quién entraba, quién salía, si había llegado un nuevo encargo al Disco… De noche, en los vidrios de los autos estacionados frente a la casa, veía el reflejo de las luces de la cocina. La temperatura en el interior de la casa era siempre más baja que en la calle, pero se hacía una idea aproximada de la temperatura «real» por la forma en que iba vestida la gente, además de ubicarse en el tiempo de acuerdo a la actitud o al apuro que llevaban. Inesperadamente vio a Rosa: cruzaba el jardincito lateral en dirección a la puerta de calle.
Le gustó verla. Sintió que se animaba; su cara se iluminó como si acabara de aspirar una burbuja de aire infantil. Pero había algo en Rosa que no estaba bien… Caminaba despacio, pensativa, con los brazos cruzados…
La palabra es exactamente ésa: pensativa. Rosa apoyó la frente en las rejas y movió apenas la cabeza mirando a izquierda y derecha de la vereda. No daba la impresión de esperar a alguien sino de buscarlo. Quizá, teniendo en cuenta que estaba pensativa, lo suyo no fuera más que una idea, una idea de María. Rosa había encogido los hombros. Una brisa suave pero continua mantenía inclinada su pollera, sin agitarla. Debían de ser las seis o siete de la tarde: el dorado brillante del atardecer hacía que su pelo pareciera más negro que nunca.
Y entonces, sorpresivamente, Rosa se dio vuelta y miró hacia arriba, hacia la ventana. María no tuvo tiempo de apartarse. Quedó inmóvil, con la cabeza trabajando a la velocidad del rayo. Si se alejaba de la ventana, Rosa percibiría el movimiento y lo descubriría.
Durante unos segundos que a María le parecieron horas, Rosa mantuvo la vista en la ranura entre las dos persianas. ¿Lo había visto, lo estaba mirando? Por su actitud le pareció que no: seguía con los brazos cruzados. En su cara no había el más mínimo gesto de asombro. Seguramente, pensó, no alcanzaba a distinguirlo en la oscuridad del cuarto y estaba reprochándose el olvido de una ventana mal cerrada. Sin embargo, la mirada de Rosa apuntaba directamente a su ojo… No estaba por debajo o por encima de su ojo, sino fija en él.
Rosa despegó los labios, dejó caer los brazos, como si acabara de advertir algo tremendo, y entró caminando rápido a la casa. María echó un vistazo al cuarto: no había ningún cambio, estaba todo tal cual lo había encontrado el primer día. Agarró el walkman, los auriculares y el libro del doctor Dyer, salió, cerró la puerta y corrió a esconderse en el desván. Rosa apareció en la mansarda un minuto después. Había subido corriendo y estaba agitada. Fue directamente al cuarto de María. Pero no entró con el impulso con el que había llegado hasta allí: los últimos metros hasta la puerta los recorrió aminorando el paso (adentro, desde ya, no soplaba ninguna brisa, aunque su pollera seguía inclinada), como si quisiera detenerse y no pudiera.
Puso una mano en el picaporte y abrió la puerta muy despacio. Se detuvo. Por un instante dio la impresión de olfatear el aire del cuarto, estirando apenas la cabeza hacia adentro. Todavía del lado de afuera miró hacia atrás, como si alguien pudiera estar observándola. Después, finalmente, entró.
Fue hasta la ventana paso a paso, mirando a un lado y a otro, incluso arriba y abajo, y cerró la persiana. María notó cierto apuro, un apuro sin temor, un apuro de alivio, un regreso a la normalidad. «No era nada». Pero estaba a punto de irse cuando de pronto algo la hizo gritar. Soltó un alarido tan agudo que se oyó en la planta baja.
La voz del señor Blinder llegó a la mansarda con un segundo de retraso:
—¿Pasa algo?
Rosa salió del cuarto dando saltitos inconexos. Parecía estar quemándose los pies.
—¡Una rata! —chilló, y se lanzó corriendo escaleras abajo.
Enseguida subió Ricardo, siguiendo a los chicos. Era la primera vez que iban a la mansarda. Ricardo parecía desconcertado, no tenía la menor idea del lugar en el que Rosa había visto la rata ni de lo que haría si él también tenía la desgracia de verla, pero los chicos, estimulados por el asco de los mayores —y más que nada de su padre, ya que el señor y la señora Blinder no daban señales de vida—, corrían allá y aquí con una familiaridad de reencarnadas.
María temió que descubrieran el desván; si lo hacían, sería difícil contenerlos. Afortunadamente, Ricardo hizo un gesto enérgico y chistó ordenándoles que se quedaran quietos. Los chicos obedecieron.
—Estaba ahí —dijo Rosa, que acababa de regresar.
Sonaba tranquila: el asunto ya no le importaba en lo más mínimo. Pasada la primera impresión, había vuelto a subir quizá porque el señor o la señora Blinder le habían pedido que lo hiciera, no porque tuviera interés en atrapar a la rata. Además era muy probable que no fuera ésa la primera rata que veía en la casa.
—¿Dónde? —preguntó Ricardo.
Rosa señaló el cuarto.
—Pero se fue… —dijo con desgano—, salió para allá…
—¡Chicos, chicos! —dijo Ricardo llamando a sus hijos, que ya corrían hacia el lugar que indicaba Rosa vagamente: una excusa para huir.
María había cerrado la puerta y seguía la escena por el ojo de la cerradura. La perspectiva hacía que el campo de visión le sobrara, pero tenía que adivinar lo que Rosa y Ricardo se decían.
—Bueno, si es así… —dijo Ricardo encogiéndose de hombros.
—Ya va a aparecer… —dijo Rosa.
Ricardo no dijo nada más. Hizo una seña a los chicos y los tres empezaron a bajar la escalera en fila india. En mitad del trayecto, Ricardo, repentinamente animado, adelantó las garras, soltó un gruñido y corrió detrás de sus hijos, que aceptaron el juego y lo ganaron de antemano: eran mucho más veloces que él.
Rosa cerró la puerta del cuarto, se guardó la llave y los siguió.