Cuando llegó Álvaro, María estaba oculto en la ante cocina siguiendo la charla de Esteban y Rosa. Eran las once de la noche. Los Blinder habían terminado de cenar y tomaban café en el living mientras los más pequeños jugaban al Tetris en una computadora portátil.
Esteban se había instalado en la cocina. Cada vez que Rosa volvía del comedor (iba y venía retirando los platos sucios y poniendo la mesa para el brindis de medianoche), Esteban cruzaba unas palabras con ella.
María siguió las dos situaciones de cerca, deslizándose desde la antecocina (donde escuchaba sin ver la conversación de Esteban y Rosa) hasta el primer piso (desde donde oía y también veía, al menos en parte, la escena de los Blinder). Sabía que entre Esteban y Rosa había una cierta complicidad, producto de algo que había ocurrido tiempo atrás, cuando Esteban tenía once o doce años de edad; el asunto es que ahora el chico era más grandecito y parecía abocado a la tarea de convertir esa complicidad en unión. Y Rosa lo estimulaba, riéndose por lo bajo y festejándole cada comentario.
A pesar de los celos, María se quedó con la escena de los Blinder. Álvaro concitaba toda su atención. Lo odiaba. Álvaro estaba milagrosamente sobrio y al principio a María le costó reconocerlo: su voz parecía la voz de otro.
Lo primero que hizo Álvaro fue servirse un coñac.
—¿Comiste? —le preguntó su madre.
—Como un animal —respondió Álvaro.
Dijo que había cenado en la casa de un grupo de Alcohólicos Anónimos y contó riéndose que lo habían perseguido alrededor de la mesa para quitarle la petaca. Lo habían conseguido. Y ahora, por lo visto, empezaba a desquitarse: en menos de diez minutos había bebido dos copas de coñac; las protestas de su madre y de su hermana se disolvieron hasta apagarse por completo entre la primera y la segunda copa. Lo conocían. No había nada que hacer.
Media hora después, Álvaro ya había recuperado su tono de voz habitual y discutía sobre fútbol inglés con frases cortas y un énfasis de hooligan que no molestaba a Ricardo pero sí a su padre. El señor Blinder se mantenía con la boca cerrada y la vista perdida en algún punto entre su hija y su esposa, que miraban un álbum de fotos.
Las doce. Nochebuena. Todos se levantaron y enfilaron hacia el comedor. Álvaro fue zigzagueando hasta la mesa; Ricardo descorchó una botella de champagne mientras su esposa despertaba a la nena, que se había quedado dormida. Esteban reapareció apenas un minuto antes de las doce, siguiendo a Rosa, que traía una bandeja con las copas. La señora Blinder la invitó a brindar con ellos; después podía hacer lo que quisiera.
—Quedé en ir a festejar un poco con la Claudia… —dijo Rosa.
—Si querés llamar a tu madre para saludarla… —ofreció el señor Blinder.
—Sí, gracias, señor. Enseguidita la llamo.
María aprovechó el brindis para ir a la cocina a servirse la cena. Esta vez fue generoso: se llevó unas cuantas empanadas, una buena porción de carne al horno, papas, jamón, pan y una banana. No había comido nada en todo el día. Un momento antes de retirarse vio sobre la mesada un par de botellas de vino vacías junto a media docena de botellas sin abrir. ¿Rosa notaría que faltaba una? Le pareció que no; agarró la botella y se dirigió a la mansarda. En la mano izquierda llevaba la botella; en la derecha, un plato con todo lo demás, incluido un cuchillo y un tenedor.
Ya en su cuarto arrancó el corcho con el cuchillo, bebió del pico de la botella un pequeño trago, se hizo un buche y lo tragó.
—Feliz Navidad —le dijo a la rata, y bebió un trago más largo.
Después se dispuso a comer. En el plato había una montaña de comida en desorden: el jamón había quedado debajo de la carne, con una empanada en el medio y las papas por encima de la banana, fruto del apuro. Retiró la feta de jamón y se la llevó a la boca. Le costó tragar. Tenía hambre, pero la presencia de Álvaro le cerraba la garganta. En la medida en que estuvo en su campo de visión, no le había quitado los ojos de encima; lo miró tan fijamente desde la sombra que le extrañó que Álvaro no lo percibiera.
Dejó el plato a un lado y se empujó hacia atrás con los talones sobre la cama hasta que la espalda quedó apoyada en la pared. Se sentía mareado. Un cosquilleo de electricidad que bajaba desde sus hombros y otro que le subía desde la cintura se encontraron en la boca de su estómago, como si ése fuera el sitio que habían elegido la furia y el relax para chocar. Entrecerró los ojos.
Después oyó una bocina, las voces de unos chicos en la calle, y sintió que había pasado mucho tiempo desde el instante en que cerró los ojos. Estaba aturdido. El odio que había sentido aquella tarde por el capataz era nada en comparación con el que ahora sentía por Álvaro, y se preguntó cómo era posible que se hubiera quedado dormido. Recordó haber dejado bajo el placard un triángulo de jamón para la rata… Había bebido apenas un par de tragos de vino… Sacudió la cabeza, se levantó y bajó rápido hasta el primer piso.
No tenía idea de la hora, pero debía ser tarde: en el comedor no había nadie, las luces de la planta baja estaban apagadas. Corrió hasta el cuarto de Rosa. No se atrevió a abrir la puerta, pero oyó o creyó oír su respiración y supo que dormía.
Era una noche cerrada; desde afuera no se filtraba la más mínima luz. María avanzó de memoria por la sala, se asomó al dormitorio de los Blinder, que jamás cerraban completamente la puerta, y entrevió dos bultos inmóviles en la cama, muy apartados el uno del otro.
El reloj de la cocina indicaba las tres y veinte de la mañana. Volvió al living. Estaba cansado, como si las horas que había dormido lo hubieran agotado. Se dejó caer en un sillón.
En la última visita de Álvaro, María lo había escuchado decir que hacía seis meses ya que no fumaba. Pero había olor a cigarrillo en el aire. Se inclinó lentamente hacia adelante y palpó varias colillas en un cenicero sobre la mesita ratona. Estaban consumidas hasta el filtro, menos una; la agarró y, palpándola con la punta de los dedos, como un ciego, notó que aún restaban dos o tres centímetros de cigarrillo y que no había sido apagado sino abandonado; el cigarrillo se había consumido y apagado solo: el papel estaba liso y sin fisuras. Se lo llevó a los labios.
No pensaba encenderlo allí; se lo llevó a los labios sólo para sentir su forma, pero lo que sintió fue una náusea: el filtro aún estaba húmedo con la saliva de Álvaro. Lo dejó caer, asqueado, separando los dedos de golpe.
Y entonces oyó una aspiración pesada, casi un ronquido. Se irguió, se paralizó. Alguien dormía en el sillón de enfrente. Estaba a menos de cinco metros de él, al otro lado de la mesa ratona, despatarrado y con la cabeza inclinada hacia la izquierda. Sobre el respaldo del sillón, a la derecha de su cabeza, colgaba un abrigo; una de las mangas del abrigo se apoyaba sobre su pierna.
María se levantó milímetro a milímetro y avanzó hacia el sillón; la aguja del minutero del reloj de la cocina se movía más rápido que él.
Era Álvaro. María contuvo la respiración. Que se tratara de Álvaro le pareció tan obvio que estuvo a punto de irse, pero decidió darse otra oportunidad: se inclinó hacia adelante y le puso las manos en el cuello. Álvaro sacudió los hombros como si algo menor lo molestara, una mosca, una corriente de aire frío.
María aumentó la presión. Entonces Álvaro abrió los ojos y vio que un extraño completamente desnudo le apretaba el cuello. La combinación de sueño, alcohol y extrañeza le arrancó una sonrisa. Intentó ponerse de pie, pero María se le sentó sobre las piernas, inmovilizándolo, y aumentó la presión sobre su cuello.
—Hola —le dijo.
Presionó con tanta fuerza que oyó un ruido de huesitos que se rompen.
Le llamó la atención la docilidad de Álvaro, su nula resistencia, como si en el trance de morir hubiera optado por creer que se trataba de un sueño. Después de un momento, incluso, Álvaro cerró los ojos y su cara desapareció. María supuso que la cara de Álvaro debía haberse puesto tan morada que se confundía con la oscuridad. Recién entonces lo soltó.
Transpiraba. Una gota de sudor cayó desde la punta de su nariz; le temblaban las manos, los brazos. Ahora que lo había matado, lo odiaba todavía más.
Se quedó un buen rato sentado sobre las piernas de Álvaro reprochándose no haber tenido la serenidad suficiente para decirle que el que lo mataba era el novio de Rosa. Después, finalmente, se levantó y fue a sentarse en el sofá. Estaba agotado.
«—Bueno —se dijo—, ¿y ahora?». Podía abrir la puerta de la cocina y la puerta de calle y quedarse con las llaves, de manera tal que los Blinder pensaran que el asesino había ingresado a la casa en algún momento de la noche, un ladrón. Pero en ese caso sería lógico que faltara algo de valor en la casa quizá los dólares de Ricardo, quizá las joyas de la señora Blinder… Lo desechó enseguida: meterse en el dormitorio de Ricardo para robar los dólares era demasiado arriesgado, lo mismo que ir a buscar las joyas de la señora. No tenía información suficiente sobre las relaciones de Álvaro con su familia o fuera de ella para apoyarse en un móvil de tipo pasional, y además nadie hubiera creído durante más de un minuto que Ricardo o el señor Blinder (porque había sido un hombre, sin duda) hubieran sido capaces de matarlo; ni Ricardo ni el señor Blinder tenían la fuerza suficiente para ahorcado, por más borracho que estuviera Álvaro. De todas formas, nadie tenía la menor sospecha de su presencia en la casa, nadie lo buscaría. Lo más probable era que la policía se forzara a sí misma a creer cualquiera de las dos posibilidades que él dejara planteadas, tanto si abría las puertas como si no las abría. Pero en los dos casos revisarían minuciosamente la casa, quizá incluso se quedarían allí durante algún tiempo, con lo cual él moriría de hambre o de sed, si es que no era descubierto antes; quizá los Blinder decidieran abandonar la casa para instalarse en un hotel, o en la casa de amigos, aterrados o asqueados por el crimen. ¿Y qué sería entonces de Rosa… y de él?
Todo esto ocupó su mente por el tiempo de un suspiro. En realidad, desde que se dejó caer en el sofá y hasta que se puso otra vez en movimiento, cinco o seis minutos después, no hizo otra cosa que reponer el aire y la fuerza: sabía lo que iba a hacer, no necesitaba pensar en nada; tenía una idea y, a juzgar por la rapidez con que se le secó la transpiración del cuerpo, era una idea brillante.
Subió a su cuarto.
Al oírlo entrar, la rata saltó desde la cama y se desplazó perezosa, confianzudamente, hacia el placard. María agarró el plato de comida que unas horas atrás había dejado sobre la cama y volvió a salir.
Tuvo todavía el aplomo para desviarse de su camino y entrar a la cocina a ver la hora. Había tenido la impresión de que amanecía, pero eran las cinco de la mañana; el cielo se había despejado y había un poco más de luz, sólo eso. Tenía tiempo de sobra hasta el amanecer. No obstante, se sintió perplejo por el desfase entre su percepción del tiempo y el tiempo real; hubiera jurado que todo había sucedido en apenas minutos.
Dejó el plato en la mesita ratona, cargó a Álvaro, lo arrancó del sillón y lo acostó boca arriba en el sofá. Había oído hablar en la televisión sobre el peso de los muertos, pero Álvaro le pareció de lo más liviano. Se sentó a su lado, agarró un pedazo de carne del plato y se lo llevó a la boca. Lo masticó. Después escupió la carne masticada sobre su mano, la introdujo en la boca de Álvaro y con dos dedos la empujó hasta el fondo de la garganta.
Repitió la operación hasta que no quedó más carne en el plato. Entonces añadió las empanadas y un poco de jamón y de pan.
Lo había rellenado como a un pavo.
Lo único que restaba esperar era que, si al día siguiente había alguna duda sobre la causa de la muerte de Álvaro (asfixia por regurgitación) y alguien decidía hacer una visita al grupo de Alcohólicos Anónimos con los que había cenado en Nochebuena, coincidiera el menú.
Por lo demás —y era una suerte que fuera así—, María ya no tenía absolutamente nada de hambre. Estaba satisfecho. Se levantó, agarró el plato (asintió con la cabeza al ver que aún, por las dudas, le quedaba la banana) y desapareció en la oscuridad.