Eso fue el 21 de diciembre. En los tres días siguientes María se enteró de varias cosas: que Loli y Ricardo vivían en Londres, que ninguno de los dos fumaba (sí lo hacía el chico de quince, Esteban, aunque nunca tenía cigarrillos), que los otros chicos apenas hablaban español y, volviendo a Esteban, que se llevaba muy bien con Rosa. En un viaje anterior, cuando Rosa hacía apenas meses que trabajaba en la mansión, Esteban se había hecho muy amigo de ella. En esa época Esteban tenía doce años y nadie con quien hablar (en ninguno de los dos hemisferios), y había encontrado en Rosa a su primer confidente. Al parecer le había revelado un secreto íntimo. María nunca supo de qué secreto se trataba, pero aquello los había unido todavía más que la amistad.
—¿Y cómo te encuentras? —le dijo Esteban un día a Rosa, los dos a solas en la cocina.
—Bien, ¿y vos?
—Estupendo. ¿Sabes?, quería que lo supieras —dijo Esteban. Era argentino y vivía en Londres, pero había pasado la mayor parte de su corta vida en España—: no he dejado de pensar un solo día en ti.
—¿Tú? —dijo Rosa, de pronto contagiada—. ¿En mí?
—Claro.
—¿Por?
—No te rías. Es verdad: he pensado en ti cada día de mi vida.
—Me das gracia…
—Vamos, ¿es que a ti no te ha ocurrido lo mismo?
—¡Hablás como un galán!
—Simpática.
—¡No, te lo digo de verdad! Hablás igualito que un galán…
—Si quieres… Silencio.
Un momento después Esteban dijo, gravemente:
—Claro que también he pensado en morirme. Pero no te alarmes: no has sido tú quien me ha salvado; he sido yo mismo, y porque en esos momentos he tenido el buen tino de pensar en ti.
—Qué poeta que sos… —comentó Rosa.
—He publicado.
—¿Sí?
—No, broma. Pero lo estoy escribiendo. Estoy escribiéndolo todo, cada pequeño detalle de lo que ha ocurrido entre nosotros, cada pequeña…
—¡Decime que no es verdad! —interrumpió Rosa. Esteban se besó los dedos en cruz.
Rosa sonó indignada:
—¡Me vas a hacer echar!
—Te haré famosa.
Silencio.
—Es un chiste, ¿no?
—Tú dime si te has acordado de mí, y yo te digo si es una broma o no.
Silencio.
—Si sabés que sí —dijo Rosa por fin—. Ahora decime vos: ¿es un chiste?
Silencio.
—¿Es un chiste?
—¿Me creerías si te digo que sí?
Silencio.
Después, risitas.
María ni lo vio ni lo oyó, pero se hubiera jugado la cabeza a que Esteban y Rosa acababan de abrazarse. Un momento después ya estaban los dos riéndose y hablando a otra velocidad, sin impostaciones ni dramatismo.
María estaba sumamente intrigado. ¿Qué había ocurrido entre los dos? La serenidad y la seguridad en sí mismo que transparentaba Esteban le habían hecho pensar (más que el sentido de lo que decía) que se trataba de un chico demasiado inteligente para su edad. Pronto pensaría, también, que en una panorámica de las verdaderas intenciones del chico con Rosa la amistad no se vería más grande que un maní. Pero los celos vienen después. Por el momento estaba muy ocupado procesando información.
En principio, la convivencia (así la llamaba María, a pesar de no haber sido invitado) se había vuelto sumamente difícil. Debió extremar sus cuidados. En la medida en que ahora había más gente en la casa, acciones tan simples y esenciales como ir al baño o a la cocina requerían de una dosis de atención agotadora. Ya ni siquiera dormía bien, por temor a que a alguno de los chicos más pequeños se le ocurriera investigar la casa. La casa les daba miedo y, por lo tanto, los tentaba. Incluso la rata parecía estresada. La falta de sueño, la alimentación fuera de horario, la atención casi continua… era demasiado. Cada hora parecía un siglo. ¡Y por lo visto iban a quedarse hasta después de Año Nuevo! Para colmo —y esto era lo peor de todo—, seguía sin saber qué había ocurrido entre Álvaro y Rosa.
No lo supo hasta la tarde del 24 de diciembre. Entretanto había llevado a cabo algunas acciones felices a futuro (porque disfrutarlas ahora significaba ausentarse de lo que verdaderamente importaba): le había robado los auriculares del walkman a Esteban y se había atrevido a llevarse de la cocina una de las botellas de champagne compradas para las fiestas; hacía mucho que no bebía, ni siquiera recordaba haber probado alguna vez champagne. Esa tarde, la tarde del 24, los Blinder y sus huéspedes habían salido en masa a comprar regalos para las fiestas, así que María volvió a sentirse a sus anchas, al menos durante unas horas, las suficientes para estar de nuevo cerca de Rosa. La vio planchar, tender las camas, lloriquear, cocinar, retorcerse los dedos —desde la llegada de los familiares de los Blinder no se masturbaba— y, por fin, discar un número al teléfono.
—Me violó.
—…
—Rosa.
—…
—Que me violó.
—…
—Álvaro.
—…
—Sí.
—…
—¡Y sí, me violó! ¡Cómo que cómo me violó! ¡Me violó!
—…
—Yo sabía que…
—Nada, me defendí, pero qué sé yo, me agarró y…
—…
—No, por suerte. Por lo menos eso. Me tapó la boca nomás y… Es fuerte, borracho y todo. No pude hacer mucho que digamos…
—…
—A nadie, a vos nomás.
—…
—Pst, qué denuncia voy a hacer, con la plata que tienen éstos. Además…
—…
—No, no la voy a hacer.
—Es que…
—…
—¡No…!
—…
—Ya hacía rato que me venía buscando y vos sabés, yo…
—…
—¿Estás loca? ¿Cómo les voy a decir una cosa así? ¡Les digo eso y me echan!
—…
—¿Y adónde voy?
—…
—Escúchame, Claudia, yo te cuento que el tipo viene y me viola ¿y a vos lo único que te importa es la parte legal? ¿Lo que me pasa a mí no te importa?
—…
—¿Y entonces?
A María le temblaban las manos. ¡El hijo de puta de Álvaro había violado a Rosa! Tuvo ganas de llorar, pero estaba tan furioso que logró contenerse. La furia le impidió también escuchar el resto de la conversación. Rosa cortó y en el acto el teléfono empezó a llamar. Rosa atendió.
—¿Hola? —dijo. Todavía tenía en la voz el tono tembloroso de la conversación anterior.
La persona que hablaba del otro lado lo notó.
—Nada, nada —dijo Rosa.
—…
—No, en serio, nada.
—…
—No, está todo bien…
—…
—Bien, acá ando…
—…
—Sí, ya me preguntaba si no…
—…
—¿Cuándo?
—No sé, porque llegaron familiares y me parece que voy a andar como loca…
—…
—Como bola sin manija, sí.
—…
—¿Y vos cómo andás, todo bien?
—…
—Bueno, pero es verdad lo que te digo. No te digo que no, pero… Otro día a lo mejor…
Era «el tipo». María ya lo venía sospechando, pero ahora, con ese «Otro día a lo mejor», estaba seguro. Rosa lo ponía en stand by por efecto de su último llamado, pero al mismo tiempo no le daba un no definitivo, lo que significaba que el tipo no era un tipo cualquiera, sino «el tipo». Le gustaba, era «la segunda oportunidad» que le daba la vida y, por las dudas —ya que María seguía siendo la primera pero se hacía negar—, le dejaba siempre un lugarcito.
«Lo único que le falta ahora —pensó María— es que le cuente que la violaron y ahí ya tenemos un amor». Se lo dijo de repente, sin pensarlo, brillantemente, sin sentir que lo sentía, sin resentimiento y sin reírse. Y entonces la oyó decir:
—Un problemita…
—…
—Acá, personal.
María se la vio venir, temió lo peor. ¿Tantas ganas tenía Rosa de contarle a los demás que la habían violado? Él sentía repulsión por los violadores; no le parecían nada en particular, no opinaba nada sobre ellos: simplemente le daban asco. Pero no entendía que la víctima, y Rosa más que ninguna, fuera incapaz de sobreponerse a la indignación y, en su afán de protección, hacerla explícita, en lugar de callarse y capitalizar su fuerza para utilizarla en la venganza. Ésa era para él la diferencia esencial entre el hombre y la mujer. La mujer cuenta lo que va a hacer y espera que otro lo haga.
María pensó que Rosa era muy inteligente, pero no quería competencia en este asunto: de Álvaro se quería encargar él. Por eso le molestaba que lo contara, porque al contarlo le creaba un competidor y al mismo tiempo lo dejaba a él en desventaja: María tenía muchísimas posibilidades menos de hacer justicia. El tipo estaba en la calle y podía interceptarlo directamente o fingir un choque casual y molerlo a golpes. Él no. Él estaba forzado a esperar. Por otra parte, odiaba que Rosa hablara de sexo con otro.
¿Quién era? ¿Qué podía hacer para averiguarlo? Era una buena oportunidad para llamarla (estaba solo). Subió en busca del teléfono inalámbrico y discó el número de la casa. Ocupado. Le llamó la atención, porque Rosa había cortado. Volvió a discar. Ocupado. ¿El tipo había llamado de nuevo? ¿Lo había llamado Rosa? Quizá estaba atendiendo un llamado cualquiera…
Mientras esperaba a que Rosa terminara de hablar, se entretuvo revisando las pertenencias de Loli y Ricardo. No encontró nada que le llamara la atención: pasaportes, ropa, más ropa… En un cajón de la mesita de luz encontró un cortaplumas; se lo guardó. En una cartera de American Airlines descubrió un fajo de billetes. Los contó: eran 4500 dólares.
Pesó el fajo en la mano, como si fuera un ladrillo. Tenía que trabajar años para ganar ese dinero; lo curioso era lo poco que pesaba el trabajo de años. ¿Qué hacía, se lo quedaba? ¿Cómo reaccionarían los Blinder, pensarían que en su ausencia había entrado un ladrón o se echarían la culpa entre ellos? No podía arriesgarse: lo más probable es que culparan a Rosa. La echarían. ¿Y él? ¿Podría vivir en la mansión sin Rosa? ¿O no le quedaría más remedio que salir? No, no sería capaz de pasar un solo día en la mansión sin Rosa. Y al mismo tiempo hubiera debido quedarse, porque si la echaban y él salía y lo atrapaban iría preso, por lo cual tampoco la vería. La cárcel debía ser un lugar infinitamente peor que la mansión, de eso no tenía ninguna duda.
Los dólares le dieron rabia. Nunca había tenido un dólar en la mano y ahora que tenía cuatro mil quinientos no le servían para nada. Volvió a discar. Seguía ocupado. Fue a ver qué pasaba.
Bajó molesto con Rosa, pisando con todo el pie, como si fuera a decirle que por favor cortara de una vez. Pero Rosa ya no estaba en la cocina. María se asustó; estaba seguro de encontrarla allí —se había dejado guiar por la suposición de que el tono de ocupado se corresponde necesariamente con una persona que utiliza la línea…, se había confiado—, y al no encontrarla temió que ella le apareciera de pronto por detrás, sorprendiéndolo.
Echó un rápido vistazo fotográfico a la cocina y se alejó a los saltos, repasando durante la huida los detalles de lo que había registrado y recién ahora veía: botellas de champagne, pilas de servilletas en la mesada, el horno encendido (Rosa volvería de un momento a otro) y el teléfono mal colgado.
«¡Pst!», hizo.
Por un instante (en mitad de un salto, en el aire) consideró la posibilidad de volver y colgar correctamente el auricular. El horno encendido quería decir que Rosa no estaba demasiado lejos de la cocina, aunque, pensándolo bien, el horno es uno de esos artefactos que dan tiempo al cocinero (la otra cara de la licuadora). Imposible saber por dónde andaba Rosa en ese momento… Así que, por las dudas, desistió. De todas formas, se mantuvo cerca de allí: quería enterarse lo antes posible del momento en que Rosa se daría cuenta de que el teléfono había quedado mal colgado. Tenía que hablarle hoy sí o sí.
Entró a uno de los baños de la planta baja. Estaba desnudo, así que fue directamente a sentarse en el inodoro. Se quedó allí con la actitud aburrida de quien espera a alguien para redondear un trámite, pero después de unos minutos estiró una pierna, empujó la puerta con un pie, entrecerrándola, y empezó a hacer fuerza.
Era un buen momento para pensar.
Recordó que de chico era un líder. Y se dio cuenta de que nunca hasta ahora había entendido por qué. Era un chico callado y, por lo tanto, misterioso. Nada más que eso. No tenía ninguna otra virtud. En esa época ni siquiera tenía una cuarta parte de la agilidad de ahora. Pero sus amigos y conocidos lo respetaban y le temían.
Hablar es un problema si uno tiene algo que decir. Pero tenerlo todo sin haber dicho nada es magia, y hay que ser mago para disfrutar de la función. María, por el contrario, vivía desconcertado, incómodo. Sabía que ante la menor duda sería descubierto y expulsado, basureado. Era un líder falso. Había sido un adicto falso. ¿Sería también un…? Cuidado: alguien acaba de entrar.
María salió del baño y, por una milésima de segundo, se encontró frente a frente con la señora Blinder. Ella no alcanzó a verlo, pero cuando él retrocedió y se metió en el dormitorio, tenía una imagen completa de la ropa que la señora llevaba puesta y hasta del color de las piedras del collar.
Se escondió detrás de la puerta. La señora Blinder entró, encendió la luz, levantó la tapa de un baúl al pie de la cama, sacó algo y volvió a salir. Unos segundos después entró de nuevo. Esta vez se sentó en la cama, puso las palmas de las manos sobre las piernas y miró a izquierda y a derecha, sin ninguna razón aparente: no elongaba el cuello, no buscaba nada… Después se levantó, fue hasta la ventana, miró las cortinas, las agitó como insuflándoles aire y terminó sentándose a un escritorio, donde quedó inmóvil durante unos cuantos minutos. María pensó que las personas que son vistas sin que lo sepan parecen locas.
Hasta que entró el señor Blinder y todo volvió a la normalidad.
El señor Blinder se paseó allá y aquí con ganas de soltar un insulto (pero conteniéndose como un caballero) mientras la señora Blinder giraba lentamente la cara hacia él.
—¿Pasa algo? —le preguntó.
—Y me lo preguntás… —dijo él.
Ella parpadeó. Sabía que el tono era de pelea y, aunque no había entendido a qué se refería él con ese «y me lo preguntas», aceptó el reto:
—¿Te molesta? —le dijo.
El señor Blinder se detuvo y la miró.
—Sí, claro que me molesta.
—¿De qué hablás? —se sinceró de pronto la señora Blinder.
—El baño —dijo él.
—¿Qué hay con el baño?
—¿Y me lo preguntás?
La señora Blinder hizo una pausa. Desvió la vista a un costado y enseguida volvió a mirarlo:
—¿Qué es, una muletilla eso ahora? —dijo—. Te pregunto qué pasa con el baño. ¿Qué pasa?
—Andá a ver vos si querés —dijo el señor Blinder con un tono entre irónico y harto.
La señora Blinder no se movió. Lo único que hizo fue despegar la vista de la cara de su esposo y fijarla en un punto cualquiera en la pared, pensativa. Después se levantó y salió del dormitorio. Cuando volvió daba la impresión de haber presenciado un crimen.
—¿¡Pensás que eso lo hice yo!? —dijo.
—¿Por qué, fui yo? —respondió irónicamente el señor Blinder.
La señora apretó los puños.
—¿Te volviste loco? —le dijo.
—Dale, Rita, andá, tirá la cadena y vamos a dormir, que es tarde —dijo él, y se sentó en la cama y empezó a quitarse los zapatos.
La señora Blinder dio tres pasos hacia su esposo.
—Primero, yo no fui. Segundo, nada de «vamos a dormir»: son las siete y media de la tarde y tenemos visitas. Te vas a dar una ducha y vamos a comer. ¿De dónde sacás que yo pude haber dejado en el baño una cosa así?
—Rita, hasta ahora te lo decía en broma, pero si insistís, vas a terminar haciéndome enojar. Tirá la cadena y cambiemos de tema.
—¡Te digo que yo no fui!
—OK, fui yo. ¿Podés ir a tirar la cadena?
—¡No! —dijo la señora Blinder y se cruzó de brazos.
—¿Por qué gritás? —dijo el señor Blinder arrugando la cara con desprecio, como si la voz de su esposa le resultara insoportable.
—Marcos, si estás molesto por lo de hoy con Ricardo, no te la agarres conmigo, no tenés derecho. Y menos con un argumento como ése —dijo la señora Blinder señalando hacia el baño—. Somos grandes.
—No quiero discutir…
—¡Yo sí! ¡Ahora yo sí quiero discutir!
—Discutí sola entonces. Si querés discutir conmigo, primero andá y tirá la cadena. Me quiero bañar.
—Insólito.
—Lo mismo digo.
—¿Qué tenés con Ricardo, qué te pasa? ¡Es el esposo de tu hija! Hace nueve años que está con ella, no es un recién caído del cielo. Lo conocés. Sabés cómo es. El otro… ese sí que era un tarambana…
—Pero es el padre de los chicos…
—¡De uno solo!
—El mejor… —dijo en voz baja el señor Blinder.
—Qué injusto que sos —le reprochó su esposa—: los chiquitos son tus nietos también…
—¡Si yo de ellos no digo nada! ¡Lo que no me gusta es enterarme de que le niegan al chico así! Me molesta. ¿Qué querés que le haga? Esteban lo quiere, es el padre y necesita verlo… tiene derecho…
—Es drogadicto.
—¡Mentira! —saltó el señor Blinder—. ¡Lo quieren embarrar! ¡Hans es incapaz de probar la droga!
—Vamos, Marcos… estuvo preso, y en Holanda. ¡Mirá que hay que tener encima un lindo cargamento para ir preso por drogas en Holanda!, ¿eh?
—Le hicieron una cama.
—Eso dice él…
—Yo le creo. Es política. La política es igual en todo el mundo.
La señora Blinder hizo un silencio sugestivo.
—Lo soltaron. Por algo es —dijo el señor Blinder. Durante la dictadura había repetido la teoría del «por algo será»; ahora, en democracia, decía «por algo es». La irresponsabilidad como entelequia superior de la mente.
La señora Blinder no tenía más ganas de discutir. Salió del dormitorio y ya no volvió, pero el señor Blinder y María oyeron que tiraba la cadena. María estaba seguro de que la señora Blinder le había dado el gusto a su esposo por hartazgo, pensando que era imposible tratar con un hombre así. También estaba seguro de que el señor Blinder la odiaba, aunque no tanto como ella a él.