12

La escena de Álvaro manoseando a Rosa se había superpuesto al milagro de Tus zonas erróneas de tal manera que desde hacía días miraba la tapa del libro sobre la cama con la sensación de no haberlo leído nunca. Desde entonces no pensaba en otra cosa que en Álvaro.

Una mañana estaba cortándose el pelo en el baño cuando oyó unos ruidos extraños en la planta baja. Se alarmó: sabía que los Blinder y Rosa acababan de salir. Era una de las poquísimas ocasiones en que no quedaba nadie en la mansión. Los Blinder se habían ido apurados, dejando en el aire una estela de perfume; Rosa los había acompañado hasta el garaje y, después de que el auto saliera, había cerrado el portón del lado de afuera: seguramente iba a hacer algún mandado… María oyó un gruñido, un choque sordo, y se le erizó el pelo recién cortado. ¿Quién estaba en la casa? Recogió rápidamente unos rulos que habían caído al suelo. Los envolvió en una hoja de papel de diario y se la guardó en un bolsillo.

Bajó lentamente, empuñando la tijera. Desde el segundo piso alcanzó a ver a Rosa: retrocedía hacia la sala seguida por Álvaro. ¿En qué momento habían llegado? ¿Cómo no los había oído entrar? Álvaro alcanzó a Rosa en la galería.

—Álvaro, por favor… —rogó ella.

—Un minuto… —Álvaro la mantenía agarrada del uniforme con una mano, como si acabara de atrapar a una ladrona después de una larga persecución por la casa. Estaba sin aire.

María bajó otro piso por la escalera principal hasta el hall de recepción y se ocultó detrás de una pared junto a la galería, a metros de ellos. Asomó la mitad de un ojo y vio que Álvaro soltaba a Rosa y aspiraba una gran bocanada de aire.

—¿Por qué te me escapás así?

—Por favor…

—¡Basta con tanto por favor! ¿Qué te pasa, me tenés miedo?

—Sí, señor.

—Decime Álvaro… si recién me decías Álvaro… ¿Y por qué me tenés miedo, si se puede saber?

—No quiero…

—¿No me querés decir?

—No, sí le digo. Pero no quiero lo que…

—¿Lo que quiero yo?

Rosa asintió. Álvaro hizo un chasquido con la lengua, la agarró de la cintura y trató de besarla. Rosa echó la cabeza hacia atrás y se sacudió a un lado y a otro tratando de soltarse, pero Álvaro la sujetaba con fuerza. Había hundido la cara en el cuello de Rosa y la besaba con un gesto espasmódico, como un vampiro.

Sin pensarlo, María salió de su escondite; estaba a espaldas de Álvaro, a cuatro o cinco metros de distancia. Ya había dado el primer paso hacia él con la tijera en alto cuando de pronto Rosa consiguió soltarse, giró y echó a correr hacia la biblioteca.

María retrocedió.

Álvaro se irguió y se pasó una mano por la nuca. Por un momento se quedó allí parado respirando agitadamente. Parecía dispuesto a dejarla ir. Después sacó una petaca del bolsillo interior del saco, una pequeña petaca forrada en cuero, dio un largo trago, se secó los labios con el dorso de una mano, volvió a guardarla y se entretuvo un momento revisando unos papeles sobre un mueble. Finalmente se dirigió hacia la biblioteca.

María lo siguió. La biblioteca era un ambiente enorme repleto de libros de lomos oscuros, desde el suelo hasta el techo. No había allí ningún lugar donde Rosa pudiera ocultarse, pero Álvaro entró llamándola en voz baja, como si jugara a las escondidas. Caminó lentamente hacia la puerta que comunicaba con el living y de allí pasó al comedor.

—¿Rosa? —llamaba.

La buscó en el antecomedor y en el office, y por último empezó a bajar la escalera de servicio. María iba siempre un ambiente detrás; sólo entraba a un lugar cuando Álvaro salía. Estaba tranquilo. Toda su atención estaba puesta en no perderle pisada sin ser descubierto. No podía dejarse ver. Sabía que si Álvaro lo veía tendría que matarlo. Lo hubiera matado con gusto, pero eso sería también el fin para él. ¿Qué haría si Álvaro encontraba a Rosa y volvía a atacarla? Era evidente que Álvaro la buscaba para atacarla, pero ¿qué haría él cuando eso sucediera? Cabía la posibilidad de que no la encontrara: Rosa conocía la casa y sus recovecos tan bien como él. No obstante, lo mejor que Rosa podía hacer para evitar la violación era salir; si era inteligente, saldría de la casa hasta que el señor y la señora Blinder estuvieran de regreso.

Entonces María oyó el golpe de una puerta que acababa de cerrarse. Por un instante se sintió confundido; después supo que se trataba de una puerta en la planta baja. ¿Rosa había hecho lo que él pensaba que tenía que hacer para escapar de Álvaro? No. No era la puerta de calle. Era la puerta de su dormitorio. María apretó los dientes, enojado: Rosa se había metido en el peor lugar. Y Álvaro sin duda también la había oído. María se lo imaginó sonriendo… Álvaro se detuvo en el último escalón; sacó la petaca y bebió un par de tragos. Después salió al pasillo.

María decidió no bajar por allí: la escalera de servicio era estrecha y oscura y cabía la posibilidad de que Álvaro volviera sobre sus pasos para dar un rodeo y salir al encuentro de Rosa en la cocina, cerrándole el paso a la calle, con lo cual María se lo hubiera encontrado de frente, sin ninguna chance de ocultarse. Así que subió un piso, corrió por un pasillo en L, bajó por la escalera principal hasta la planta baja y reapareció en el ala de servicio desde el otro lado. Pero Álvaro ya no estaba allí.

María se acercó a la puerta del cuarto de Rosa. Silencio. Apoyó la oreja en la puerta. No oyó nada, pero algo le decía que Rosa y Álvaro estaban adentro. Se agachó para mirar por la cerradura. No había nadie.

Se apartó y avanzó por el pasillo en puntas de pie, deteniéndose ante cada puerta hasta que llegó a la escalera. Subió, desconcertado. No estaban por ninguna parte… ¿Dónde se habían metido? Y entonces oyó voces desconocidas, la voz de una mujer y de unos chicos en la planta baja… Los chicos acababan de entrar y corrían a un lado y a otro. La mujer los retó, pero los chicos siguieron corriendo y gritando hasta que intervino un hombre, a quien el señor Blinder pidió calma. Ahora se oía el llanto de un chico. María, que al oírlos entrar había retrocedido hasta apoyar la espalda en la pared, dio un paso adelante y alcanzó a ver a una mujer rubia y a un hombre joven que atravesaba el vestíbulo de entrada arrastrando unas valijas.

Había visto a la mujer en una foto: era la hija de los Blinder. El hombre seguramente era su esposo, y los chicos sus hijos. Uno de los chicos debía tener alrededor de quince años. Los otros, una nena y un varón, parecían bastante menores que él, de entre seis y ocho años.

La señora Blinder llamaba a Rosa; a cada minuto que pasaba sin que Rosa apareciera, sonaba un poco más enojada. El hombre dejó las valijas al pie de la escalera: era evidente que habían venido a pasar un tiempo en la casa y que pensaban instalarse en el primer piso. Entonces María oyó la voz de Rosa que acababa de entrar.

No podía verla desde donde estaba, pero la oía con toda claridad; parecía agitada.

—¡Señora Loli, qué gusto…!

—¿Qué tal, Rosa?

—Muy bien. ¡Qué grandes que están los chicos, por Dios! ¿Aquél es Esteban?

—¿Dónde estabas? —la señora Blinder.

—Esteban, vení a saludar a Rosa… —llamó Loli.

—Estaba en el jardín, señora. No la oí llegar…

La señora Blinder dijo:

—Andá preparando el cuarto de huéspedes. —Giró hacia su hija—: ¿Querés que los chicos duerman acá? —se refería a la planta baja.

—Sí, mejor.

—Buenas tardes, señor Ricardo —dijo Rosa saludando al esposo de Loli.

María no oyó ninguna respuesta, por lo que supuso que Ricardo había respondido al saludo con una sonrisa o con un gesto. Enseguida oyó a Esteban:

—Hola, Rosa.

—Mirá un poco lo grande que estás…

—Tanto tiempo…

—¿Cuántos tenés ya? ¿Quince?

—Catorce.

—Así que hace que no te veo… —pensó Rosa en voz alta.

—Dos años —dijo Esteban.

Los más chiquitos también se acercaron a saludarla. Hablaban en inglés. Ni María ni Rosa entendieron nada de lo que decían. Esteban tradujo:

—Tomy quiere comer milanesas. Rita pregunta si la vas a llevar a pasear.

Se hizo un silencio. Rosa debió mirar a la madre o al padre de Rita —la nena se llamaba igual que la señora Blinder— en busca de aprobación antes de prometer que sí. Esteban añadió:

—Le hablé yo de tus milanesas.

—Claro que te voy a hacer… —dijo Rosa.

En ese momento María oyó un «Hola, hola, hola» que pretendía sonar fluido: Álvaro.

El señor y la señora Blinder se mostraron sorprendidos de la presencia de Álvaro en la casa. Lo dijeron. Álvaro no les dio ninguna respuesta; inmediatamente fue a saludar a Loli y a Ricardo. Ni ellos ni los chicos parecían contentos de haberlo encontrado allí. Loli le preguntó si estaba durmiendo: tenía cara de haberse despertado recién, y el señor Blinder comentó en voz alta, aunque con intención de murmullo, que esperaba que no se hubiera acostado en su cama. Por lo visto Álvaro solía acostarse —borracho— en la cama de sus padres —él mismo lo había visto una vez— y eso molestaba al señor Blinder.

Pero María sabía perfectamente que Álvaro no había estado durmiendo… ¿Por qué la hermana le había dicho que tenía cara de dormido? Álvaro empezó a decirle a su padre que no estaba durmiendo, que en realidad estaba en… Pero María no pudo escuchar el resto de la respuesta: Rosa subía la escalera arrastrando una de las dos valijas, así que María no tuvo más remedio que alejarse de allí. Estaba seguro de que Rosa había abandonado inmediatamente la sala apenas Álvaro entró.