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Una noche se llevó de la biblioteca el libro Tus zonas erróneas, del doctor Wayne W. Dyer. Fue una revelación. Sintió que el libro le servía (algo que nunca le había ocurrido con las novelas, que solamente lo entretenían). Y en la medida en que ya no debía preocuparse, al menos en lo inmediato, por los llamados del tipo, ya que con el último llamado que él mismo le había hecho a Rosa la relación entre ella y el tipo se había enfriado otra vez, se dedicó a leer. Leyó con una dedicación y una concentración que no se conocía.

Todo era verdad. No había frase, o idea, o estadística, o comentario, o dato, que no resonara en su conciencia como una verdad. Cada vez que abría el libro (algo que hacía muy pocas veces al día, ya que casi nunca lo cerraba), tenía la sensación de encender una luz, la luz. Estaba maravillado. Y al mismo tiempo el libro lo hacía sentir completamente estúpido: no podía creer que no se hubiera dado cuenta antes de que las cosas eran así, o que funcionaban de esa manera.

La aplicación que había puesto en el dominio de la casa (de la que ya conocía hasta sus detalles más nimios, incluido el bidet de uno de los baños del segundo piso, un bidet cuyo diseño no le permitía a uno mantenerse sentado en el borde para secarse los pies con una toalla, o cualquier otra acción ajena a su función específica, porque entonces uno caía, se deslizaba hacia adentro, como si el bidet tendiera a tragárselo) se dirigió de pronto a su propio interior, donde las revelaciones en grageas del libro burbujeaban de una manera especial. Era tal su deseo de sacarle provecho a todo que la lectura se volvió tortuosa. Leía frases como «hay hombres que manejan los olvidos con malicia, como quien da puñaladas», preguntándose qué quería decir exactamente «manejar los olvidos con malicia», adónde apuntaba el doctor Dyer con «manejar los olvidos», e incluso qué era «manejar».

En unas hojas de papel en blanco que había tomado del escritorio anotó las frases más importantes. Retrocedía en la lectura, se demoraba, pero también avanzaba. Diez días después, cuando lo terminó, se sentía distinto, enriquecido, justificado.

Esa noche llevó a cabo la acción más osada desde que vivía en la mansión: salió de la cocina… salió al aire libre… La salida duró apenas un momento, lo suficiente para echar un rápido vistazo a su alrededor. Pero mirando por primera vez en mucho tiempo la calle con los pies en el suelo (y el cielo sin estrellas), se le ocurrió una idea que duplicaba la osadía: cruzar la puerta reja, hacer una rápida copia de la llave, tocar el timbre, abrazar a Rosa, acostarse con ella, despedirse, volver a entrar… Conocía la casa al dedillo, sus sonidos, sus movimientos… No había nada que le impidiera hacerlo.

De regreso en su cuarto, le contó la idea a la rata. Y de pronto oyó un murmullo de forcejeos en la planta baja; estaba tan excitado con la idea que se dio cuenta de que venía oyendo el forcejeo desde unos cuantos minutos atrás. Bajó corriendo.

Álvaro manoseaba a Rosa. La perseguía de la cocina al pasillo y del pasillo a la sala. A María la indignación lo puso al borde de la invisibilidad: por un instante se creyó capaz de salir de su escondite para defender a Rosa sin ser visto por ninguno de los dos.