9

A mediados de noviembre empezó realmente la primavera. Afuera —lo veía en la calle, en el jardín— había empezado antes, sólo que le llevó un tiempo hacerse sentir también en la casa. La mansarda y el tercer piso seguían siendo húmedos y oscuros, pero la temperatura se había elevado allí adentro en las últimas semanas a razón de un grado por día, hasta que por fin pareció nivelarse con la de afuera.

María se sintió más cómodo y a gusto; dormía un poco más, la comida tenía más sabor, se demoraba en la ducha… Hasta sus paseos por la casa eran más largos. Y esto porque había reverdecido también su confianza: Álvaro y la policía no habían vuelto a aparecer, el señor y la señora Blinder pasaban más horas del día afuera y su dominio del tercer y segundo piso era ya casi completo, en todo sentido. Desde hacía mucho tiempo distinguía claramente el sonido de los pasos de los habitantes de la casa; ahora sabía también la dirección, el apuro y hasta lo que llevaba en mente cada uno de ellos. Conocía sus rutinas, sus caprichos, sus respiraciones, reconocía sus modos de abrir o de cerrar las puertas, sabía quién acababa de apoyar su copa en la mesa… y todo como un ciego, porque nunca o casi nunca los había visto.

Se había metido en el cuarto de los Blinder en dos o tres ocasiones, así que también tenía una imagen física y un perfil intelectual de ellos. Había espiado en sus placard, había visto siempre un ejemplar distinto de la Reader’s Digest en la mesa de luz del señor Blinder y el diario en la mesita de la señora, cada vez con una copa de whisky vacía encima. Rita Blinder bebía en la cama, y muy probablemente en cualquier otro lugar, como su hijo. Y, por último, descubrió que a Rosa la había empezado a llamar un hombre.

Ese descubrimiento coincidió con otro, al que llegó en su afán por interceptar las comunicaciones de Rosa. La sola idea de que Rosa besara a otro hombre lo lastimaba. Impulsado por los celos, una tarde en que Rosa acababa de recibir uno de esos llamados, María subió corriendo las escaleras y levantó el auricular del teléfono del tercer piso. Pero no oyó otra cosa que el tono de línea. Bajó de nuevo a toda velocidad. Rosa seguía hablando. Eso quería decir que en la casa había dos líneas.

En ese momento no le importó seguir la conversación de Rosa. Con un mar de risitas sugestivas de fondo, pensó que había hecho un descubrimiento extraordinario. «¡Tengo teléfono!», se dijo. Era tan ridículo que resultaba emocionante. Podía hablar con Rosa, podía llamarla y hablarle sin que ella siquiera sospechara que él estaba a metros de allí.

Volvió al tercer piso, agarró la guía telefónica y buscó el número de los Blinder. Había siete.

Empezó por el primero. Discó el número, y mientras el teléfono sonaba al otro lado de la línea, se dio cuenta de que no tenía la menor idea de lo que iba a decir. Cortó. Se había dejado llevar por un impulso, pero ¿había algo que pensar? Hizo un intento: pensó.

Sintió un burbujeo en todo el cuerpo. Un burbujeo que no había comenzado precisamente en la cabeza. Después levantó el auricular y volvió a discar el primer número de la lista.

Ocupado.

Colgó y volvió a discar.

Otra vez ocupado. No lo podía creer. ¡Estaba a dos pisos de distancia de su novia y le daba todo el tiempo ocupado!

Dio ocupado durante media hora o más. María estaba dispuesto a esperar (tenía todo el tiempo del mundo: nunca nadie tan interesado en algo tenía a la vez tanto tiempo como él), pero escuchó el sonido de la puerta de calle que se abría y las voces del señor y la señora Blinder que acababan de entrar (discutiendo). Así que agarró la guía y el teléfono (era un teléfono inalámbrico, una medialuna de acrílico transparente con todos los cables y chips a la vista, un aparato que parecía haber llegado a la casa desde otro planeta) y lo llevó a su cuarto.

Cerró la puerta y volvió a discar.

Ahora el teléfono llamaba. (Genial).

El teléfono sonó siete veces antes de que una voz de mujer lo atendiera del otro lado.

—¿Hola?

María cortó en el acto.

No le había parecido la voz de Rosa. «Bueno —se dijo—, tampoco sé si estoy llamando a mi casa». En efecto, podía no ser el número de sus Blinder. Si había tenido la suerte de acertar con el primero, eso era algo que sólo iba a saber en la medida en que preguntara por Rosa y le pasaran con ella. Así que volvió a discar.

Mientras el teléfono llamaba, se preguntó qué diría si era la señora Blinder la que atendía… Esta vez la mujer atendió al segundo llamado, antes de que María alcanzara a responderse.

—Sí, buenas tardes —dijo atropelladamente—. ¿Podría hablar con Rosa?

—¿Qué Rosa?

Cortó.

No era.

Sintió alivio de que no fuera el número correcto, un alivio tan irracional en sí mismo que discó el próximo número frenéticamente, como si de pronto hubiera entrevisto que esa actitud frente al teléfono le bastaría para modificar de una vez y para siempre toda su estructura genética.

Lo atendió otra mujer.

—Buenas tardes, ¿podría hablar con Rosa?

—¿Quién habla?

—Un amigo… un amigo de Rosa. ¿Ella está?

—Acá no hay ninguna Rosa…

Cortó.

Discó el número siguiente.

—Buenas, ¿está Rosa?

—Equivocado. —Era otra mujer.

Pensó que, por lo visto, esa noche había alguna razón para que todas las Blinder estuvieran cerca del teléfono y cortó. Discó el próximo número. Mientras el teléfono llamaba, se sintió de pronto inmerso en el mundo del azar. Había cruzado las piernas, como hacía antes de instalarse en la casa cada vez que escuchaba los resultados de la lotería en la radio. Ahora, incluso, tenía un pálpito…

—¿Hola?

Otra mujer.

—¿Hola? —repitió la mujer.

María hizo una pausa. ¡Era ella! ¡Era Rosa!

Rosa, impaciente, cortó.

María volvió a discar.

Discaba con un dedo de la mano derecha, que se mantenía firme. Pero la mano izquierda (sobre la guía telefónica, con el dedo índice apuntando al número) temblaba.

—¿Hola? —dijo Rosa.

—¿Rosa? —preguntó María.

—Sí, soy yo. ¿Quién es?

Rosa sonaba indiferente, formal, como si después de hablar con «el hombre que la llamaba», cualquier otra voz que no fuera la de «él» era invariablemente para los Blinder, y eso —el resto del mundo— era algo que no le interesaba en lo más mínimo.

María lo sintió. Había estado en alguna ocasión con Rosa en el momento en que alguien llamaba preguntando por los Blinder: conocía ese timbre, su forma, las volutas de indiferencia de su voz, que por contraste lo perlaba de importancia. Ya no eran celos ahora, sino dolor. Un dolor exclusivo.

—María, yo —dijo, con un tono de haber sido echado del mundo nada más que con una moneda en la mano y un teléfono cerca.

—¿Quién? —preguntó ella.

—María, Rosa. Soy yo. ¿Cómo andás? ¿Hola? Rosa ¿estás ahí?

—¿María?

—Sí, yo. ¿Qué contás?

—¿María?

—Sí…

—María, ¿sos vos?

—Sí, sí…

—María, por Dios, jurame que sos vos…

María se besó los dedos en cruz. Estaba emocionado.

—Jurame —repitió ella.

—Te lo juro. Pausa.

—María…

—Te sorprende…

—¿Dónde estabas? ¿Qué te pasó?

—Uh, eso es… —hizo gesto de «largo de contar».

—No lo puedo creer… —exclamó Rosa, y María la escuchó llorar.

—Perdoname que no te llamé antes, pero… Llanto.

—Rosa, mirá, las cosas se dieron de una manera que… Llanto.

Silencio. Rosa dijo:

—¿Qué pasó?

—Es largo…

—Decime.

—Quería decirte que yo siempre… vos me entendés. Te quiero. Que no me olvido.

—¿Estás en tu casa?

—Rosa…

—¿Dónde estás? ¿Por qué hablás así bajito?

—Eso no te lo puedo decir…

—¿Estás bien? ¿Qué pasó? Dicen que mataste al capataz de la obra donde…

—No.

—¿Por qué dicen, entonces? ¿Qué hubo, mi amor?

—Qué lindo que me digas eso, «mi amor».

—Se me escapó…

—Ojalá se te escapara a cada rato.

—Se me escapa, pero como no supe nada más de vos…

—¿Estás saliendo con alguien?

—¡No! ¿De dónde sacás eso?

—Te pregunto…

—Para nada. Estoy sola, como siempre. ¿Y vos? ¿Cuándo vas a venir? ¿Por qué te fuiste así?

—Ya te voy a contar…

—¿Entonces es mentira lo que dicen de vos?

—¿Qué maté a ese tipo?

—Sí…

—Claro.

—¿Dónde estás, María?

—Te voy a tener que cortar, Rosa, estoy en un teléfono prestado…

—¿Por eso hablás bajito?

—Sí. ¿Y vos? ¿No hay nadie que te arrastre el ala?

—Eso ya me lo preguntaste. Y no.

—¿Te acordás de mí?

—A cada rato.

—Yo también.

—¡Esperá, no cortes!

—¿Cómo te diste cuenta de que te iba a cortar?

—Te conozco. Decime algo, María… No sé nada…

—Te dejo.

—¡No, esperá!

—Mañana te llamo de nuevo.

—¡No cortes!

—Perdoname, pero…

−¡Esperá!

—Te quiero.

—¡María!

—Chau, mi amor, mañana te llamo. Me encantó hablar con vos —dijo María y cortó.

Sentía el corazón en todo el cuerpo.

Aguardó unos minutos hasta que estuvo otra vez en dominio de sí mismo y bajó a devolver el teléfono. Después, ya de regreso en el cuarto, se acostó boca arriba en la cama y repasó mentalmente las cosas que se habían dicho. En cierto momento oyó un ruidito a su derecha. Giró la cabeza en dirección al placard. Hizo una pausa.

—La llamé —le contó a la rata.

Sonreía.