A la mañana del día siguiente, cuando volvía del baño trayendo un jarro con agua para el mate, vio la puerta de su cuarto abierta de par en par. Se le heló la sangre. Retrocedió hasta el desván, a diez o doce metros de distancia frente al cuarto. Desde allí vio a Rosa que abría la ventana. No llevaba puesto el uniforme de mucama: estaba vestida con un jean y una remera y tenía una franela sobre un hombro. Junto a la puerta había una aspiradora.
Se sintió perdido. Había cometido el error de salir del cuarto sin llevar su bolso con él, como había hecho siempre excepto en las noches. El bolso estaba debajo de la cama y apenas Rosa pasara la aspiradora por allí lo descubriría. Pero eso no era todo: además había dejado un libro en el suelo. ¡Y el hueso de la pata de pollo!
Tenía que impedir que Rosa pasara la aspiradora. Por el momento se había puesto a limpiar los vidrios. María no lo pensó dos veces: salió del desván y corrió en puntas de pie a toda velocidad hasta donde estaba la aspiradora, quitó el adaptador del enchufe y regresó al desván. No había terminado de entrar cuando Rosa salió del cuarto.
Si Rosa hubiera tenido al menos una mínima sospecha de que María se ocultaba en la mansión, en ese momento lo habría visto. Pero no la tenía. Así que alzó la aspiradora y la llevó hacia el cuarto sin registrar lo que había visto durante una fracción de segundo: una mano aferrando la hoja de la puerta del desván y el perfil de una cara con un ojo clavado en ella.
María estaba agitado como si hubiera corrido una gran distancia. El corazón le latía con fuerza. Mientras trataba de normalizar la respiración, vio a Rosa que volvía a salir del cuarto y se ponía a mirar el suelo buscando algo… El plan había resultado. Rosa se palpó los bolsillos del pantalón, hizo un gesto y bajó en busca del adaptador. María volvió al cuarto. El libro, que él había dejado a un costado de la cama, estaba ahora encima de ella, así que optó por no tocarlo; era evidente que Rosa lo había levantado del suelo y lo había puesto allí, sin que eso le llamara la atención. Agarró el bolso de debajo de la cama, pero no vio el hueso de la pata de pollo por ninguna parte. Se agachó y lo buscó desesperadamente allá y aquí, pensando que Rosa lo había pateado sin darse cuenta. No lo encontró. Oyó la voz de Rosa que decía:
—¡Acá arriba, señora, limpiando!
Silencio.
—¡Sí, señora, enseguida! —dijo Rosa, y esta vez su voz sonó mucho más cerca que antes.
María ya no tenía tiempo para seguir buscando el hueso. Salió del cuarto y corrió hasta el desván. Entró, cerró la puerta, apoyó la espalda contra la pared y se deslizó hasta quedar sentado en el suelo, con el bolso apretado contra el pecho. Un instante después cambió de posición, o mejor dicho de actitud: dejó el bolso a un lado y pasó del dramatismo al ensueño. Imaginó que Rosa encontraba el hueso, que se lo decía a la señora Blinder, que dos o tres policías subían a la mansarda y la revisaban hasta encontrarlo. Enseguida le ponían las esposas y lo arrastraban escaleras abajo.
En el rellano del primer piso el señor Blinder, que estaba esperándolo, se adelantaba de pronto hacia él y lo abofeteaba sin que los policías hicieran nada por impedirlo. En la planta baja pasaba junto a la señora Blinder, que retrocedía mirándolo fijo. Rosa aguardaba en la puerta de calle, negando en silencio, con la cara llena de lágrimas. El señor Blinder los detenía de pronto:
—¡Por ahí no! —decía—. Sáquenlo por allá —y señalaba la puerta de servicio.
Rosa debía acompañarlos. Iba delante y durante el trayecto se daba vuelta a cada paso, como si no creyera en lo que veía.
—¿Por qué? —le preguntaba.
—Qué sé yo, tantas cosas −le decía él−. ¿Vos estás bien?
—¿Por qué? −repetía Rosa.
Él se encogía de hombros. Ella abría la puerta reja y les daba paso. Un momento antes de que lo subieran al patrullero, Rosa alcanzaba a preguntarle, como una madre:
—¿Qué comías?
Salió del ensueño cuando se le acabó el agua del jarrito. El mate era la mejor adquisición de las últimas semanas. En realidad se trataba de una taza de café; había descubierto varias bombillas en uno de los cajones de la cocina y le pareció que nadie iba a notar la falta de una. Rosa tomaba mate a diario, así que siempre había un paquete de yerba a mano. Por el momento María tomaba mate frío, aunque pronto empezaría también a calentar el agua… Salió de su ensueño, entonces, y advirtió que en ningún momento había oído el sonido de la aspiradora. Se asomó y miró hacia su cuarto. La puerta estaba cerrada.
¿Rosa todavía estaba allí? Le pareció poco probable que Rosa se hubiera encerrado para limpiar. Seguramente había terminado y ya se había ido. Por las dudas, aguardó un poco antes de volver al cuarto. Se entretuvo revisando algunas de las cajas que se apilaban en el desván, en las que encontró desde sombreros hasta vajilla. Muchas de las cosas que había en el desván podían servirle llegado el caso. Había husmeado allí adentro en más de una oportunidad, y ya había usado y devuelto con cierta frecuencia una frazada, un viejo alicate nacarado y un mazo de naipes (con el que hacía solitarios), pero nunca hasta ahora había visto el walkman. Era un Sony, probablemente de alguno de los hijos de los Blinder, o quizá de alguno de sus nietos. No tenía pilas, y aunque buscó allá y aquí no encontró los auriculares. De todos modos, decidió llevárselo. Lo puso en su bolso y, por un instante, se sintió como un náufrago, un Robinson Crusoe rescatando de entre los restos de su embarcación cualquier cosa que pudiera resultarle útil. Era hora de abandonar el desván. Cerró el bolso y se dirigió de regreso a su isla.
El aire dentro del cuarto era nuevo y fresco. El libro seguía sobre la cama. Mientras María estaba en el desván, había esperado a que de un momento a otro Rosa encontrara el hueso de pollo y, extrañada, fuera a mostrárselo a la señora Blinder. Evidentemente no lo había encontrado. De lo contrario (era un hueso «fresco», nadie habría pensado que se trataba de un viejo hueso llevado y olvidado allí quién sabe cuándo y por quién) su ensueño se hubiera hecho realidad. Así que lo primero que hizo apenas entró fue buscar el hueso, yendo y viniendo de rodillas por todo el cuarto. Pero él tampoco lo encontró.
Decidió abrir la ventana. Era una buena oportunidad, ya que Rosa había estado allí hasta hacía apenas un momento y siempre podía pensarse que la ventana había quedado mal cerrada. La luz inundó el cuarto. María miró hacia afuera. El cielo oscilaba entre nublarse o limpiarse. Los movimientos de la gente eran los habituales a esa hora del día; calculó que eran las dos de la tarde. En la obra, sus compañeros debían estar terminando el almuerzo. ¿Extrañaba algo del mundo exterior? El asado. Tres días atrás había comido carne al horno… El cigarrillo. Nunca había sido un gran fumador, pero diez metros abajo, en la vereda, vio a un hombre que pasaba fumando y tuvo muchas ganas de fumar. Entonces advirtió que lo que más extrañaba eran los olores. El olor del asado, el olor del cigarrillo. Y el olor de Rosa.
Desde que vivía en la mansión no había sentido más que olor a humedad. ¿Fumaban el señor o la señora Blinder? En la mansión se cocinaba al mediodía y a la noche y, sin embargo, el aroma de las comidas jamás llegaba hasta allí arriba. ¿Por qué habría de sentir el olor del tabaco? Se propuso incursionar, en alguna de las próximas noches, en la sala de la planta baja, con el fin de comprobar si el señor o la señora Blinder fumaban y, en caso de que fuera así, robarles algún cigarrillo. En ese cuarto, o en cualquier otro lugar de la mansarda, podía fumar sin temor a ser descubierto, incluso podía hacerlo junto a la ventana apenas abierta, mirando hacia afuera, como ahora.
Pasó la tarde leyendo. Cuando la luz del día ya no fue suficiente, hizo gimnasia. Después fue al baño y se lavó y durmió una siesta. A las dos de la mañana bajó a la cocina para buscar su cena y, teniendo en cuenta que Rosa no daba señales de haber notado nunca ningún cambio en el volumen de las provisiones, también su desayuno. De esa forma comía mejor y se arriesgaba menos.
Después de cenar salió a dar un paseo por la casa. Iba completamente desnudo. Había decidido dejar de ahora en más su bolso en el desván, donde difícilmente podía ser advertido entre tantas cosas arrumbadas y a fin de no tener que cargar con él cada vez que salía. Se desplazaba de una manera tan sutil que parecía inmóvil, como si el suelo lo llevara. Un hombre en una cinta transportadora. Lo mismo sus saltos. No saltaba como un bailarín, en el sentido en que no quedaba suspendido en el aire, sino todo lo contrario: daba pasos largos, pero el peso de su cuerpo se imponía, manteniéndolo a ras del suelo. Era capaz de saltar a más de tres metros de distancia desde el punto de apoyo sin haberse elevado. Al final del trayecto, uno de sus pies se apoyaba por un instante para repetir el salto. Entonces su cuerpo era una sucesión de curvas intercomunicadas, pura fuerza echada hacia delante.
Volvió una hora después. La ventana de su cuarto seguía abierta. El cielo estaba despejado y muy de tanto en tanto pasaba un auto, nadie a pie. La luna brillaba como una piedra radiactiva. Se acostó. Estaba a punto de quedarse dormido cuando oyó unos ruiditos en la parte superior del placard. No se movió. Ni siquiera pareció importarle que la rata no hubiera salido, que siguiera en el cuarto. Ahora sabía dónde estaba el hueso.
—Buenas noches —dijo.
Se oyó y se sorprendió. Hacía mucho tiempo que no escuchaba su propia voz.