Al cabo de la segunda semana conocía los ruidos de la casa como si hubiera vivido siempre allí. Algo similar ocurría con el espacio y con la ubicación de las cosas que necesitaba para su supervivencia. De cualquier manera, en cuanto a los ruidos que él mismo hacía, conservaba todavía un cierto grado de temor inicial, ya injustificado, pero del que le costaba desprenderse; para abrir ciertas puertas, por ejemplo, se tomaba más tiempo del que en realidad necesitaba: las abría milímetro a milímetro, aun sabiendo que si la puerta crujía no sería escuchada por nadie. Incluso dormido cambiaba cuidadosamente de posición en la cama.
Sus prevenciones, combinadas con su agilidad natural, lo hacían desplazarse en la oscuridad con la sutileza de un fantasma. Más que un fantasma, en realidad, parecía una imagen de cine mudo proyectada hacia afuera de la pantalla, una imagen familiarizada con las distancias, provista de un radar extra que en los momentos de distracción, cuando estaba a punto de llevarse por delante un florero o de tropezar con el borde de una alfombra, lo alertaba y hasta parecía desmaterializarlo o disolverlo.
Sabía que no podía descuidarse ni alterar en lo más mínimo el orden de las cosas de la casa. Era consciente de que nadie advertiría que la tijera o la toalla no estaban en el mismo sitio o la misma posición que la semana anterior, pero se cuidaba de dejar siempre todo tal como lo había encontrado. Alguna vez se despertó sobresaltado en mitad de la noche y salió corriendo del cuarto para cerrar la puerta del baño, que había olvidado abierta, pero en general no cometía errores: llevaba un registro minucioso y exhaustivo de la ubicación y posición en que había encontrado cada objeto y lo respetaba sin dudar, de manera casi inconsciente.
Ese registro, por otra parte, se renovaba a distintas frecuencias de arriba hacia abajo: muy de tanto en tanto en la mansarda, semanalmente en el tercer y segundo piso, y a diario en el primer piso y en la cocina, de acuerdo a las incursiones de limpieza de Rosa. La planta baja era todavía un territorio absolutamente desconocido para él. Lo evitaba; cada noche, al bajar a la cocina, lo hacía por el ala de servicio. Estaba seguro de que no había ninguna posibilidad de encontrarse allí, de pronto, con el señor o la señora Blinder; podía apostar su cabeza a que los Blinder ni siquiera habían puesto alguna vez un pie en esa parte de la casa. Y cada noche, al bajar, se detenía un momento frente a la puerta del cuarto de Rosa. En general no oía nada, porque iba a la cocina muy tarde en la noche, pero a veces la oía toser, o caminar de un lado a otro, insomne, ordenando el cuarto, o mirando televisión. Una vez la oyó masturbarse.
La extrañaba. En más de una oportunidad consideró la posibilidad de revelarle que estaba allí, pero no creyó que el amor de Rosa por él llegara a tanto. Rosa se asustaría, pensaría que estaba loco. Habría sido un extremo de complicidad muy difícil de aceptar o de sobrellevar, y más que nada sabiendo que él era el principal sospechoso de un crimen.
Empezó a mantener diálogos imaginarios con Rosa. Al principio eran diálogos breves, del tipo «pregunta y respuesta», referidos en general a situaciones o hechos de la más estricta cotidianeidad. Después, cuando terminó por aceptar que Rosa no tenía la culpa de que él no pudiera confiarle que estaba escondido allí y archivó para siempre la ilusión de convertirla en su cómplice, los diálogos se hicieron más largos y más amables. Solía hablar con ella mientras comía, mientras leía, y a veces también cuando se acuclillaba junto a la ventana o junto al aire y luz para recibir en la cara un poco de claridad.
En la biblioteca del segundo piso había cientos de libros de toda clase, desde novelas de aventuras hasta libros de medicina. María cerraba la puerta de su cuarto con llave, cubría la ranura al pie de la puerta con su camisa, encendía el velador y leía hasta quedarse dormido. A veces tenía que dar vuelta las páginas hacia atrás y retomar la lectura, porque en realidad se la había pasado hablando con Rosa mientras sus ojos seguían por inercia las líneas del libro. Le llamaba la atención que Rosa no leyera nunca nada, con tantos libros que había en la casa. En sus ratos libres no hacía otra cosa que mirar televisión.
—Es que leer da más trabajo que mirar televisión —le decía ella.
—¿Por qué? Si para leer lo único que tenés que hacer es estar sentado o acostado, igual que cuando mirás TV.
—Pero tenés que usar la cabeza.
—¡Mentira! Se puede leer perfectamente sin pensar.
Rosa se masturbaba mucho. No en las primeras semanas después de su desaparición, durante las que estuvo más bien triste, sino a partir de cierto momento en el que pareció haber aceptado que María no volvería más. En uno de sus diálogos imaginarios con ella, María «se enteró» de que Rosa lo seguía amando, aunque ya no tenía ninguna esperanza de volver a verlo. Rosa le dijo que no lo creía capaz de matar a nadie, y él la abrazó en silencio y, sin soltarla, le contó que aquél día, cuando llegaron los Blinder, hizo exactamente lo que le dijo que iba a hacer: esperó a que los Blinder entraran, salió de su escondite en la cocina, abrió la puerta reja de calle y de pronto entendió que no tenía adónde ir, así que cerró la puerta, dejó la llave del lado de adentro, como si la hubiera arrojado desde afuera, y volvió a meterse en la casa.
—¿Por qué decís que no tenías adónde ir? —le preguntó Rosa—. ¿Y tu casa?
—Mi casa… Rosa, yo con ese capataz me llevaba mal. Nadie me hubiera creído que no lo maté… La policía me hubiera ido a buscar a mi casa y ahora estaría preso, quién sabe hasta cuándo. Prefiero toda la vida estar acá.
Silencio.
—Te quiero —le dijo Rosa, y se disolvió.
Se masturbaba pensando en él. Y él solía espiarla. Rosa se masturbaba en su cuarto o en el baño, entre las diez de la noche y la una de la mañana, casi a diario. (En una sola oportunidad María la sorprendió masturbándose a la hora de la cena, después de servirle a los Blinder un plato de sopa y hasta un momento antes de que la llamaran para que sirviera el plato principal).
La masturbación ocupaba buena parte del tiempo libre de Rosa, casi a la par de la televisión. Podía estar una hora o dos acariciándose; a veces, incluso, empezaba en el baño, debajo de la ducha, y terminaba en el cuarto. María, inclinado sobre el ojo de la cerradura, se masturbaba con ella. Estaba fascinado con la gran variedad de técnicas y de utensilios que utilizaba Rosa. A veces se enjabonaba y se acariciaba hasta que la espuma adquiría la consistencia de una crema; entonces agarraba un envase de desodorante de punta redondeada, se acuclillaba en la bañera, abría la ducha y (María no alcanzaba a verlo, aunque no hacía falta) introducía la punta del envase entre sus piernas mientras el agua le golpeaba la espalda, enjuagándola. A veces se limitaba a sentarse encima del chorro del bidet, pero no desnuda sino vestida, con la bombacha en los tobillos y la pollera del uniforme apenas recogido, como si tuviera poco tiempo.
La impudicia de Rosa era algo que María tenía muy presente. Ya la primera vez que hicieron el amor, en aquel hotelito del Bajo, Rosa se había comportado de una forma absolutamente desconocida para él, con una libertad enorme, insólita. A lo largo de su vida María se había acostado con muchas putas (también tenía la experiencia de la virgen, por decirlo así), pero ninguna le había ofrecido la combinación de ardor y de inocencia que le ofrecía Rosa. Todo estaba permitido, desde la ternura hasta la lascivia y la degradación.
Rosa era tan feliz que por momentos resultaba desconcertante. Solía hacer chistes, como si el sexo fuera más que nada un juego; le hacía chocar los testículos con un dedo, le agarraba el miembro y lo movía hacia adelante y hacia atrás como si se tratara de la palanca de cambios de un auto, e incluso emitiendo un sonido de motor con la boca. Y se reía como una idiota (adorable) cuando María la sujetaba de la muñeca y le dirigía una mirada fulminante.
No le extrañaba que Rosa se masturbara con esa frecuencia. Lo que le resultaba extraño era que a veces llegaban juntos al orgasmo, cada cual a un lado de la puerta. Entonces María se apartaba rápidamente de allí, con la palma de una mano hacia arriba, ahuecada. Un instante después Rosa salía del baño, entraba a su cuarto y se ponía a mirar televisión. María se limpiaba la mano en la parte de abajo del colchón y se quedaba largo rato pensando en ella. Era eso o la cárcel. No había mucho que pensar.