Una de las primeras cosas que le llamó la atención fue la nitidez con que los sonidos de la calle se metían en la casa; a determinadas horas de la noche podía oír hasta el golpeteo de las uñas de un perro en la vereda. A medida que fue descubriendo la casa por adentro, recordó sorprendido cuánto más chica de lo que era en realidad le había parecido mirándola desde afuera. Y no porque estuviera sobrecargada de muebles y de objetos, sino por la sencilla razón de que desde afuera podía abarcarla de un vistazo, algo que era imposible hacer desde adentro.
Se había instalado en el último piso, en la mansarda, donde se sentía más oculto. La primera noche no durmió. La segunda noche, por temor a que alguien entrara, durmió debajo de la cama. La llave estaba en la cerradura, pero le llevó más de un día decidir que podía cerrar la puerta y quitar la llave: si alguien, por cualquier motivo, iba a la habitación y descubría que la puerta estaba cerrada, seguramente pensaría que alguien de la casa la había cerrado; buscarían la llave, no la encontrarían, llamarían a un cerrajero y quizá hasta desistirían de entrar. ¿Qué podían ir a buscar a esa habitación? No había nada aparte de una cama con un colchón y un armario vacío.
En sus primeras noches en la casa tuvo, sin embargo, menos prevenciones de las que tuvo Rosa cuando empezó a trabajar allí. Rosa, a pesar de haber sido recibida con un decálogo de obligaciones y prohibiciones, que de algún modo resolvieron su servicio y su tiempo libre, se había sentido perdida, empequeñecida y asustada. Pero una vez que aprendió dónde estaba la cera o la tabla de planchar y en qué cajón del armario iban los calzoncillos del señor y las blusas de la señora, se sintió más a gusto, familiarizada con el funcionamiento general de la mansión.
Hacía ya dos años que estaba allí. Y en ese tiempo no había hecho nunca nada inconveniente. Unos días después de la imprevista llegada de los Blinder, sin embargo, su carácter empezó a cambiar: se volvió taciturna, distraída, andaba siempre con los ojos brillantes, al borde del llanto, retorciéndose las manos. No había vuelto a tener noticias de María.
Hacía tres días que no sabía nada de él, desde el martes. El miércoles lo esperó con un sándwich de milanesa envuelto en papel madera: pensaba dárselo en la vereda, para que María se lo comiera en el colectivo; ahora que los Blinder estaban de regreso, sus encuentros con él volvían a limitarse a la puerta de calle. Pero María no apareció. Rosa supuso que debía estar un poco nervioso todavía por la llegada de los Blinder, que habían estado a punto de sorprenderlo allí adentro, y que por eso había preferido dejar pasar unos días antes de ir a verla de nuevo. El jueves tampoco fue. Rosa empezó a preocuparse. El argumento de que María había preferido dejar pasar unos días antes de ir a verla funcionaba a futuro sólo para ese día.
El viernes, a su regreso del Disco, pasó por la obra. Alguien le dijo que no estaba, que hacía varios días que no iba. Notó que el clima estaba espeso, pero no supo a qué atribuirlo.
Se estaba yendo cuando un peón que entraba cargando un balde de arena se le acercó y le dijo que a María lo habían echado.
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—El martes.
—¡No sabía nada…! ¿Cómo que lo echaron?
—Y sí, lo echaron.
—No me dijo…
—Disculpe —murmuró el peón y se alejó con su balde: el nuevo capataz había salido de una casilla de tablas a encender un cigarrillo y, como una fiera, lo miraba fijo por entre el humo.
Esa misma tarde fue a verla la policía. Eran dos, un hombre alto con un bigote negro y duro como un escobillón en miniatura, y un muchacho joven, de pelo largo, vestidos ambos de civil. Los atendió ella, en la puerta principal. Los policías le hicieron un millón de preguntas sobre María. Querían saber dónde vivía, su número de teléfono, si había estado el martes allí con ella, etcétera. Rosa no sabía la dirección de María. Les dijo que vivía en Capilla del Señor y que no tenía teléfono. El martes había estado con ella, sí. ¿Le había pasado algo?
—Se lo tragó la tierra, parece —le dijo irónicamente el hombre del bigote.
Rosa quedó desolada. Agradeció que en ese momento no estuvieran en la casa ni el señor ni la señora, porque aunque siempre hablaban bien de la policía, odiaban tenerla cerca. Algunos años atrás la policía había matado a un ladrón frente a la casa, habían vallado la vereda y habían permanecido allí durante una hora o más, hasta que por fin se decidieron a retirar el cuerpo; en el ínterin, uno de los policías tocó el timbre para pedir un vaso de agua… La señora Blinder vivió ese pedido como un escándalo, porque en la cuadra había una decena de lugares más apropiados, más accesibles para satisfacer algo tan elemental como la sed. Habían pasado varios años de eso y todavía hoy la señora Blinder mencionaba de tanto en tanto el asunto del vaso de agua. La señora no le perdonaría que la policía hubiera ido a la casa para hablar con ella de su novio.
Pero ¿por qué lo buscaban? ¿Qué había ocurrido con María? ¿Dónde estaba?
Lo peor de todo era que no tenía con quién hablar, nadie a quien confiar su desconcierto. Está bien, lo habían echado del trabajo y por lo visto no se había animado a decírselo, pero ésa no era razón para desaparecer así. ¿Estaría enfermo? Eso podía ser, a lo mejor estaba enfermo. Si no estaba enfermo, ¿por qué iba a desaparecer? ¿No era casi obligatorio para él, si la causa de su desaparición era la vergüenza de haber sido echado del trabajo, pensar que ella en algún momento se iba a dar una vuelta por la obra para ver qué le había pasado y que allí se enteraría de todo? Estaba enfermo.
Y no se equivocaba: María tenía fiebre. Tendido en el colchón del cuarto que ya había hecho suyo, temblaba de frío. Hacía horas que no se movía. Tenía los dedos índice y medio de la mano izquierda envueltos en una tela de araña sobre la que se había apoyado sin querer en la mañana, al levantarse para ir al baño. Estaba débil. Para ponerse de costado en la cama debía hacer un gran esfuerzo; además, aunque el colchón era de buena calidad, un viejo colchón de resortes, las maderas de la cama crujían y temía que alguien lo oyera, así que permaneció durante horas absolutamente inmóvil. Por otra parte, hacía más de dos días que no probaba bocado. Las persianas del cuarto estaban cerradas y, de no ser por el sonido, no hubiera sabido si era de día o de noche.
Apenas se sintió un poco mejor, volvió al baño. Había descubierto un baño la noche anterior, en un paseo temeroso y muy osado, una salida de reconocimiento del terreno que lo llevó a cubrir buena parte de la mansarda; el baño también parecía abandonado, al igual que el cuarto donde se había instalado. Estaba limpio (Rosa debía limpiarlo de tanto en tanto), pero era evidente que estaba fuera de uso. En ese paseo intentó abrir varias de las puertas que encontró en el camino: la mayoría estaban cerradas con llave; otras daban a más cuartos vacíos, y una a una especie de desván o depósito en el que se apilaban toda clase de cosas, desde ropa vieja en bolsas de nailon hasta juguetes.
Ir de cuerpo y orinar era toda una aventura. Dejaba la puerta abierta, tal como la había encontrado, para que si alguien aparecía de pronto no advirtiera ninguna variación, en caso de que tal cosa fuera posible, y también para escuchar y tener tiempo de salir y ocultarse. El problema llegaba en el momento de tirar de la cadena, una operación que le llevaba mucho tiempo; era un inodoro antiguo, con un depósito de agua separado de la taza (ubicado en el ángulo que formaban la pared y el techo), del que salía una cadena que terminaba en un manguito de madera y del que él tiraba milimétricamente, hasta que empezaban a correr los primeros hilos de agua. Con esos hilitos de agua, un caudal equivalente al de una pérdida, María lavaba todo rastro, y lo hacía tan pacientemente que ni él mismo alcanzaba a oír nada.
A veces, de una manera increíble, una gota de agua se desprendía de la debilidad general del chorro y salpicaba el borde de la taza, o él mismo, al orinar, mojaba la tapa, así que debía limpiar todo cuidadosamente (con papel, con el puño de la camisa) antes de abandonar el baño.
Hasta la noche del jueves, cuando decidió incursionar en la cocina, se mantuvo siempre en el cuarto, excepto por sus idas al baño y por aquella primera salida de inspección. No había alterado nada, no había dejado ningún rastro de su presencia: cada cosa seguía en su lugar.
Volaba de fiebre, así que pasó los primeros días acostado; se había puesto la camisa de trabajo encima de la camisa de calle y se cubría con el pantalón y hasta con el bolso, pero igual temblaba: al frío de comienzos de primavera había que sumarle el frío de la casa y el frío de la fiebre. Sin embargo, en ningún momento sintió que estuviera cerca de abandonar. Todo lo contrario: debía reponerse, tenía que alimentarse.
El jueves a la noche bajó a la cocina. La mansión tenía cuatro plantas y él no conocía ni siquiera el piso en el que estaba, pero llegó a la cocina mucho más rápido de lo que había pensado. Iba descalzo, había dejado los zapatos en el bolso debajo de la cama. En ciertos sectores de la casa no veía absolutamente nada; en otros, la luz de la noche que se colaba por las aberturas, o la luz de un farol del jardín que era siempre encendido apenas oscurecía, le permitieron ver parte del recorrido, aunque no por eso se sintió más seguro. Después de todo, ¿qué veía? Cuadros, espejos, alfombras.
El reloj en la pared sobre la puerta de la cocina marcaba las tres de la mañana. Abrió la heladera; la luz le dolió y lo hizo parpadear. Volvió a cerrarla. ¿Qué podía llevar sin que al otro día Rosa notara que faltaba algo? En el suelo, junto a una silla, vio una bolsita de nailon que había sido abollada un momento atrás y que aún seguía descomprimiéndose lentamente, como una flor. La agarró y empezó a desplegarla: era una bolsa de Disco y era notable el ruido que hacía. María aprovechó el paso de un auto para abrirla de golpe. Después puso en el interior de la bolsa un pan que tomó de la mesada, abrió la heladera y agarró un poco de cada cosa, sin saber muy bien qué.
Al girar para irse, miró de nuevo el reloj: no eran las tres de la mañana sino las doce y media. Había estado quince minutos en la cocina; el reloj indicaba las doce y cuarto cuando entró (no las tres). Se asustó: era demasiado temprano, podía haber alguien despierto todavía. Salió de la cocina crispado y más alerta que nunca y subió por la escalera de servicio saltando los escalones de tres en tres.
En el primer piso se detuvo a respirar. Sentía en las manos los latidos del corazón. Tenía que seguir adelante por el pasillo hasta la próxima escalera, por la que subiría dos pisos más hasta llegar a la mansarda. Reanudó la marcha, pero a mitad de camino oyó un llanto débil y entrecortado en la oscuridad. Se detuvo, más que nada por temor a toparse de repente con la persona que lloraba, e incluso retrocedió unos pasos, pero enseguida notó que el llanto venía de un cuarto frente al que se había detenido luego de su retroceso y apoyó cuidadosamente una oreja en la puerta. Era Rosa. Lloraba con la cara hundida en la almohada: un llanto apagado, desgarrador pero apagado, que se interrumpió de pronto, apenas María terminó de apoyar la oreja en la puerta.
Dos segundos después Rosa asomó la cabeza en el pasillo. La luz del velador en la mesita de luz la recortó como a una sombra. No había nadie. Rosa se sonó la nariz y volvió a entrar.
En ese momento, con la frente en llamas y los pies helados, María se deslizaba escaleras arriba en dirección a la mansarda. Ya en su cuarto, mientras comía, pensó, con cierta lógica, que Rosa hundía la cara en la almohada porque sabía que podía ser oída. Además, había ido a llorar a otro cuarto. ¿O estaba allí haciendo alguna tarea y, de pronto, se puso a llorar? Había una pregunta más importante que ésa: ¿tan cerca estaba el cuarto de Rosa del cuarto de los Blinder, para que ella hundiera la cara en la almohada? No. Rosa dormía en el ala este y los Blinder en el ala norte de la planta baja. Pero María no lo supo hasta varios días después. Por el momento −al día siguiente− iba a enterarse, y nada menos que de boca de la señora Blinder, de que la policía había estado allí preguntando por él.
Esa mañana se despertó sintiéndose mucho mejor. Había comido exactamente un pan, cinco aceitunas, una feta de jamón crudo, la mitad de una cebolla (también cruda) y una manzana. Lo despertaron los ruidos de la calle, difuminados como un dibujo en el silencio de la casa, o combinados con él. ¿Cuánto hacía que estaba allí? Tres días, dos noches, calculó. Quizá cuatro días y tres noches. Todavía en posición fetal sobre la cama, pensó que ya era hora de irse. Después, cuando se puso de pie, consideró la posibilidad de quedarse un poco más, quizá otro día. ¿Adónde podía ir? No había un solo lugar en el que pudiera esconderse…
Ya no tenía fiebre, aunque le dolían un poco los huesos y las articulaciones. Notó que la puerta del cuarto no emitía el más mínimo sonido incluso si la abría de golpe, como había supuesto hasta ese momento.
Salió. El piso estaba inundado de una claridad dudosa, pero por primera vez tuvo una panorámica del lugar en el que estaba. Lo recorrió lentamente, observando la distribución de cuartos y pasillos y de cada objeto con el que hubiera podido tropezar en sus salidas anteriores, o con el que podía tropezar en adelante.
Bajó un piso. Si la mansarda permanecía inhabitada, el tercer piso le dio la impresión de ser un sitio de paso; quizá era allí donde los Blinder alojaban a sus huéspedes, si es que alguna vez los tenían. Todas las ventanas estaban cerradas, pero no faltaba ninguna de las cosas necesarias para que alguien pudiera sentirse a sus anchas: alfombras, chimenea, un carrito con bebidas alcohólicas, una biblioteca, un teléfono, un televisor… Las camas no tenían sábanas, estaban cubiertas con una manta, y el aire de los cuartos era seco y fresco, como si fueran ventilados a diario. Allá y aquí, en las paredes de la sala, había retratos al óleo de hombres y mujeres, todos muy serios, enmarcados en dorado. La escalera principal desembocaba muy cerca de la chimenea. María avanzó en la dirección opuesta, siguiendo un corredor que lo llevó hacia el ala de servicio, donde pasó junto a varios cuartos vacíos, de dimensiones muy reducidas; eran los cuartos de la servidumbre, que muchos años atrás debió ser un personal completo, con ama de llaves y mayordomo. ¿Por qué, entonces, Rosa dormía en la planta baja y no allí?
Mientras descendía, supuso que toda la mansión debía haber sido reestructurada en función de la disminución del número de sus ocupantes. La habitación que ocupaba Rosa debió haber sido la que tiempo atrás ocupara el ama de llaves o el mayordomo. Las comodidades del segundo piso eran muy similares a las del tercero, aunque la decoración era bastante más espesa, casi barroca. En la sala de estar había una profusión notable de mesas, mesitas, banquitos, sillones, butacas.
Se acercó a una mesa repleta de portarretratos y se inclinó para mirar las fotos de cerca: en todas se repetía una mujer rubia, de unos cuarenta años de edad, siempre con la misma sonrisa, aunque con un peinado distinto en cada foto; a veces la mujer estaba sola y a veces aparecía junto a un hombre de su edad: probablemente su esposo, o quizá su hermano. Había otros dos hombres de entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años y muchos chicos rubios sonrientes o serios, de saco y corbata o en traje de baño, siempre los mismos chicos a distintas edades y en distintos lugares, desde la iglesia a la playa. Uno de los dos hombres aparecía solo y en una única foto; incluso el portarretratos daba la impresión de ocupar un lugar poco destacado en la mesa. En la última foto que miró aparecían todos (excepto el hombre de la única foto) uno al lado del otro por detrás de un señor y una señora sentados en sillas de mimbre, ambos vestidos con toda elegancia… Entonces oyó el chisporroteo de una voz en el primer piso. Se acercó a la escalera.
La señora Blinder acababa de enterarse de la visita de la policía. Israel la había detenido en la calle un momento atrás y, maliciosamente, se había mostrado inquieto por «el caso del novio de Rosa». Alarmada, la señora Blinder se llevó una mano a la boca.
—¡Dios mío, Rosa, parece que tu novio mató a una persona! A Rosa se le doblaron las rodillas. La cabeza le dio vueltas.
—¡Dicen que mató al capataz de la obra dónde trabaja! ¿Cuánto hace que no lo ves? ¿Por qué no me dijiste que había venido la policía? Rosa, ¿me oís?
—No puede ser…
Rosa se puso a llorar.
—¿Qué vamos a hacer ahora? Está todo el barrio comentando el caso. ¿Cuánto hace que no lo ves?
—Tres o cuatro días… —dijo Rosa.
—¿Por qué no me dijiste que había venido la policía?
—Me asusté, señora…
—¿La policía viene a mí casa, para verte a vos, y vos no me decís nada?
—Tuve miedo, señora…
—Insólito. ¿Qué voy a hacer con vos?
—Perdóneme, señora, por favor. No sabía nada.
—¿No sabías nada sobre qué?
—Sobre nada, señora.
—¡Qué espanto, noviando con un asesino! ¡Te venía a ver, le abrías la puerta! —se persigno—. Yo lo vi en dos o tres oportunidades, de lejos, y no me gustó. Ya me parecía a mí. ¿Y ahora?
—No sé, señora. Yo pienso que no puede ser, debe haber algún error…
—¿Y me decís que no lo viste más?
Rosa juró besándose los dedos en cruz. Después volvió a llorar.
—¿Y por qué no lo viste más? ¿Te contó algo de lo que hizo?
—No, señora.
—¿No sabías nada vos?
—Nada, señora.
—¿Seguro?
—Sí, señora, pero no puede ser: él es incapaz de matar una mosca, es un hombre muy bueno…
La señora Blinder permaneció un momento en silencio, con la cabeza llena de ideas contrarias. Finalmente pareció desecharlas todas, suspiró y salió de la sala caminando rápido. Rosa se sentó en el borde de un sillón y hundió la cara entre las manos. María se apartó y empezó a subir la escalera, pensativo.