2

Al otro día no había caído una sola gota y el cielo brillaba como un espejo. De José María se burlaron cuando apareció en la obra con paraguas. «Lo que pasa es que yo me levanto a las cinco y vos te levantaste hace diez minutos», le dijo al capataz, un hombre robusto y fuerte con un bigote daliniano, que fue el que llevó la voz cantante en las cargadas. A esa hora (siete de la mañana) nadie tenía una pizca de humor, así que solían cebarse en pequeñeces, en chistecitos baratos y vulgaridades. El capataz no recibió bien el comentario de José María, pero lo dejó pasar, porque algo era cierto: no podía ser él quien justo provocara una pelea, cuando era tan fácil echarlo sin discutir. Se limitó a agarrar a José María de un brazo y a apartarlo un poco de los demás, lo suficiente para hablar sin ser oído.

—Escuchame, tontito, te hice un chiste, no te lo tomes así porque yo también tengo mi carácter —le dijo.

—Ah, mirá vos, no sabía.

—¿No sabías qué?

—Nada, dejá. Si tenés carácter, mejor lo dejamos ahí.

—¿Me estás desafiando? ¿No te das cuenta de que te puedo echar ahora mismo, si quiero?

José María asintió en silencio con la cabeza, sin quitarle ni un segundo la vista de encima. El capataz, por su parte, le sostuvo la mirada sin soltarle el brazo. Es más: la presión de su mano sobre el brazo de José María aumentó mientras se miraban, sincronizada con la inminencia de una respuesta física por parte de José María.

El capataz estaba seguro de que el muchacho lo iba a atacar de un momento a otro; lo imaginó agarrándose con las manos de la viga debajo de la que estaban parados y ahorcándolo con las piernas. Lo había visto hacer exactamente eso un par de semanas atrás, bromeando con un compañero, y se había quedado impactado con su agilidad. Pero José María escupió a un costado y dijo:

—Vamos a trabajar que se va el día… Recién entonces el capataz lo soltó.

José María fue a cambiarse. El clima quedó pesado y eso se notaba en la actitud de los que habían seguido la escena de cerca, e incluso en los que acababan de llegar; entraban a la obra y ya sabían que algo andaba mal. Nadie decía nada; se movían despacio, mirando al suelo, parpadeando menos de lo habitual.

—Mirá vos lo que puede hacer un paraguas —comentó uno en voz baja.

—No, qué paraguas; fue el chiste —le contestó el otro—. Hay que saber a quién cargás. Este María sin paraguas es peligroso igual.

Todo el mundo lo llamaba así, María. Era algo que se daba naturalmente y que a José María parecía no importarle. No le importaba, de hecho. Rosa empezó a decirle María. No había oído nunca a nadie llamado así y de pronto le dijo María. Había algo en la delgadez fibrosa de su cuerpo que, combinado con el largo de las pestañas, eliminaba casi automáticamente la posibilidad de ser llamado José. Así como bastaba verlo para saber que su agilidad era la de un superdotado, y estar en lo cierto, su peligrosidad hacía que la gente lo llamara «María» con cuidado, bajando la voz, como si a pesar de su aceptación a ser llamado así temieran ofenderlo igual.

Al capataz, que era un hombre sanguíneo, se le heló la sangre cuando María le sostuvo la mirada, pero ahora que todo había pasado, la sangre le bullía. Esos cambios tan bruscos de temperatura le habían impedido advertir la peligrosidad de María. Lo mismo le había ocurrido al portero. Si hubieran prestado un poco más de atención, o si hubieran sido un poco más perceptivos, no se habrían metido con él. María no les había hecho nada; ellos lo habían buscado. Seguramente una zona de previsión de alguna ley natural se activa para que la araña, aun sin hambre, atraiga a sus mosquitas, pero no sería justo contar entre ellas a Rosa.

Lo que pasaba inadvertido para el capataz y el portero, a Rosa, por el contrario, la enceguecía; era una chica servil y sin carácter y estaba llena de ilusiones que no terminaban de arrancar; la peligrosidad de María, que Rosa había resuelto en términos de «carácter» (se decía «va al frente», «es desafiante»), era el complemento ideal, la pieza que faltaba en su sistema. Le encantaba estar con él. Se sentía protegida. Tenía la impresión de que juntos podían comerse el mundo. Estaba tan lejos de la realidad que no veía la hora de estar con él.

María pasaba a verla cada día a las seis y media de la tarde, cuando terminaba su jornada de trabajo. Se encontraban en la entrada de servicio de la mansión y entre un beso y otro hacían planes de una nimiedad asombrosa, pero fundamentales para ellos, tales como verse al día siguiente en el Disco o pasar juntos la noche del sábado en el hotelito del Bajo.

Rosa y María hacían el amor todos los sábados, y a veces también los domingos. Podrían haberlo hecho todos los días, si fuera por ellos, porque Rosa tenía la libertad de salir cuando quisiera, pero la verdad es que no les daba el presupuesto. Ganaban los dos lo mismo: 700 pesos mensuales. Las dos horas de hotel costaban 25 pesos, es decir que gastaban 100 pesos por mes en hacer el amor solamente los sábados, y 200 si lo hacían también los domingos. Pagaban a medias (una vez él y una vez ella), pero los gastos mensuales de Rosa eran mucho menores que los de María, ya que él tenía que viajar cada día hasta su casa en Capilla del Señor, ida y vuelta, lo que representaba una suma mensual de 260 pesos. Entre sexo y viajes gastaba unos 310 pesos. Si se tratara solamente de eso, podría haber vivido cómodamente con los 390 pesos restantes, pero era también una persona y debía comer y fumar, y (en las pocas ocasiones en las que además de persona intentaba ser caballero) pagar la cerveza o el café en las salidas al centro, con lo cual prácticamente no tenía otra alternativa que hacer el amor nada más que los sábados.

Rosa lo lamentaba, pero es cierto que ella no vivía en el mismo aprieto económico que María. Rosa incluso podía ahorrar. Tenía comida y un techo asegurados y no debía viajar a ninguna parte. Ni siquiera se compraba ropa (María tampoco, en realidad). De revistas, ni hablar; el señor Blinder, su patrón, estaba suscripto a la Selecciones del Reader’s Digest, que llegaba puntualmente por correo y que ella abría y leía incluso antes que él.

Para María, ganar lo mismo que Rosa era un hecho perturbador, porque consideraba que hacía un esfuerzo mucho mayor al que hacía ella. Esto era cierto en cuanto a empleo de fuerza física, pero no a ocupación del tiempo. En ese sentido Rosa trabajaba el doble. Pero el tiempo no contaba en la mentalidad puramente muscular de María, que no tenía plata ni para cortarse el pelo. De hecho, usaba el pelo muy corto sobre las orejas y bastante más largo sobre la nuca, y no porque ese corte estuviera de moda, sino porque podía cortárselo él mismo frente al espejo.

A medida que avanzaba el noviazgo con Rosa, su «actitud» le granjeó una larga serie de enemigos en el barrio, algunos inconsistentes y ocasionales, pero otros muy bien consolidados. Por empezar, el portero, a quien se había sumado Israel, el hijo del presidente del consorcio. Israel era un rugbier de veintisiete años de edad, una mole con ojos y boca como ranuras y la cabeza hundida entre los hombros. Nunca había jugado al rugby, ni siquiera conocía las reglas del juego, pero andaba siempre vestido con camisetas de todos los equipos de rugby del mundo; transpiraba mucho, además, y con muy feo olor, así que vivía empapado en carísimos perfumes que, al entrar en combustión con la química de su olor personal, producían una fragancia única apenas tolerable, ante la que a mucha gente se le cerraban los bronquios.

Andaba siempre vestido de jean y mocasines de gamuza y —vale la pena decirlo ya— era nazi. El portero lo había llamado para contarle su encontronazo con María porque sabía que Israel odiaba a los extranjeros, y más si eran pobres, y más todavía si se hacían los vivos en el barrio; se lo había dicho él mismo en más de una oportunidad: «Dejá que agarre a uno y vas a ver». Era su frase predilecta, con esa amenaza le gustaba cerrar todas las conversaciones. Muy bien, ahora tenía la oportunidad de entrar en acción. Parado en la puerta del edificio en compañía del portero, esperó a que pasara María. Israel se sonaba las articulaciones de los dedos, de las muñecas, de los tobillos, del cuello, mientras el portero fumaba un cigarrillo detrás de otro.

María pasó a las seis y media en punto, como la tarde anterior. El portero lo vio venir y codeó a Israel, señalándoselo con el mentón.

—Es ése.

—Retrocedé —le pidió Israel en voz baja.

El portero dio un paso atrás.

De nuevo había tormenta. María, indiferente a la posibilidad de empaparse, venía silbando una melodía informe y habilidosa, una música de pájaro; llevaba el bolso con su ropa de trabajo colgando sobre la espalda. Cuando estuvo a punto de pasar al lado de los dos hombres, uno de ellos, Israel, le cortó el paso groseramente, poniéndosele adelante.

—¿Adónde vas? —le dijo.

—¿Por?

—¿Cómo «por»? Porque te lo pregunto yo, negro judío hijo de puta.

María miró al portero, que se limpiaba las uñas con una llave, y entendió por dónde venía el asunto. Entonces hizo algo insólito: se quitó el bolso del hombro y echó a correr hacia la esquina. Corrió tan ágilmente y a tal velocidad que Israel no había terminado de girar y él ya había desaparecido.

—¿Viste eso? —le dijo Israel al portero.

—Te dije que era rápido…

—Qué gallina negra judía hija de puta. Estos bolitas son todos iguales…

—Me parece que bolita no es. Es alto.

—Chileno.

—Capaz que peruano…

—Los peruanos también son unos negros judíos hijos de puta enanos. Pero éste es chileno. Si no es bolita, es chileno. Mejor. Ya lo voy a agarrar. ¡Le voy a hacer comer las Malvinas al chileno negro judío hijo de puta! —dijo, y se persignó, besándose ruidosamente el pulgar. Ya que estaba, empezó a morderse la uña.

No lo podía creer. El portero tampoco. Estaban atónitos los dos, nunca habían visto algo así. Era el campeón de la cobardía del mundo. Entre la agilidad y la cobardía de María, Israel y el portero no sabían con qué sorprenderse más.

Fue entonces cuando María apareció de nuevo. Lo vio primero Israel, doblando la esquina en dirección a ellos. Ahora venía en compañía de Rosa.

—¿Es aquél que viene ahí o yo veo mal? —preguntó Israel.

—¡Qué cobarde hijo de puta! —exclamó el portero—. ¡Mirá que hay que tener bolas para venir de nuevo… y encima con la chica a cuestas!

—Retrocedé.

—Mejor lo dejamos para mañana, Israel… La chica se va a poner a gritar, va a hacer un escándalo… A mí me van a echar…

—A vos nadie te va a echar. Mi viejo es presidente del Consorcio. Retrocedé que yo me encargo…

—¿Te jode si me voy para adentro?

Israel no contestó; tenía la vista fija en María, que ya estaba a veinte metros. El portero esperó un momento (quería quedarse, quería ver cómo lo destrozaba), pero al final optó por cuidar su puesto de trabajo y entró al edificio. Israel se paró en mitad de la vereda.

Rosa se dio cuenta de que algo pasaba y se inquietó. No dijo nada, pero María sintió que ella le apretaba el brazo.

—Tranquila —le dijo—, es un boludo que no tiene nada que hacer. Vos seguí caminando como si nada.

Israel les cortó el paso.

—Ay… —dijo Rosa en un susurro. Estaba más extrañada que asustada. Israel le habló primero a ella:

—¿Vos sos la sirvienta de los Blinder, no?

Rosa asintió.

Israel desvió la vista hacia María para decirle ahora algo a él, cuando de pronto sintió que un puño le enterraba la nariz entre los ojos. Retrocedió y se llevó una mano a la cara. La mano se le llenó de sangre. María dio un salto adelante y le descargó un cabezazo en la frente y un nuevo puñetazo, esta vez en el estómago. Israel soltó un gruñido, las piernas se le doblaron, se bamboleó a un lado y a, otro, y finalmente alcanzó a estirar un brazo y apoyarse en la pared. María y Rosa siguieron caminando.

—Vamos, mi amor.

Israel cayó sentado en el umbral del edificio. En la pared quedó la huella de sangre de una mano. El portero, que lo había visto todo, salió del edificio con los ojos abiertos como fuentes.

—¡Policía… policía…! —empezó a gritar.

Pero Israel lo agarró de una pierna con la última línea de energía que le quedaba y le dijo, con su orgullo intacto:

—No levantes la perdiz, boludo, ¿no ves cómo estoy? Ayúdame a entrar…

El portero lo agarró de un brazo, lo sujetó hasta que Israel consiguió ponerse de pie, lo metió en el edificio y cerró la puerta.

En los días siguientes, cada vez que Rosa salía de la mansión para ir al Disco, se cruzaba a la vereda de enfrente, evitando pasar por el edificio, por temor a encontrarse cara a cara con el portero y con Israel. A Israel no volvió a verlo, pero se cruzó varias veces con el portero, que la seguía con la vista como diciendo «Ya te voy a agarrar». Se lo comentó a María.

—No te preocupes, no lo dice por vos, lo dice por mí.

Siempre, al ir o al regresar del Disco, Rosa se desviaba un poco del camino y se daba una vuelta por la obra para ver un minuto a María; entonces el ruido de las máquinas, los golpes de maza, el frotar de las cucharas en los baldes, todo se ralentaba, sin cesar, como si la cinta de la realidad patinara. Rosa no era bonita, pero brillaba con la luz de un millón de buenas intenciones, una luz que hacía resaltar sus virtudes físicas. Su amor por María era tan evidente que, al irse de la obra, las máquinas, las mazas y las cucharas retornaban a su ritmo normal con un exceso de aplicación, casi con rabia. Por un instante el ruido se volvía ensordecedor.

Sobre el fin del invierno el señor y la señora Blinder se fueron de vacaciones a Costa Rica. Rosa quedó sola en la casa. La partida de los Blinder significó el fin (provisorio) de la influencia de la economía sobre el sexo: a partir de ese momento Rosa hizo pasar a María a la cocina para hacer el amor. Ahora hacían el amor todos los días, no solamente los sábados. Y lo hacían dos veces, a la mañana y a la tarde. Por otra parte, Rosa le preparaba una vianda, que María pasaba a buscar muy temprano por la mansión; en general, milanesas con papas, papas fritas, papas a la crema, papas al horno. Comían mucha milanesa y mucha papa. A la tarde ella lo esperaba con milanesas y una botella de vino. Comían juntos y María se iba de la mansión ya entrada la noche.

La prohibición de permitir el ingreso de extraños a la casa era absoluta. Rosa lo sabía, por supuesto (se lo habían dicho dos veces, las dos veces mirándola fijo), pero estaba tan enamorada de María que dejarlo entrar a la cocina le pareció una violación menor. De todos modos, se cuidaba: montaba un verdadero operativo de disimulo frente a los vecinos; a veces se entretenía conversando con María en la reja de la entrada de servicio un buen rato antes de hacerlo pasar, cuando estaba segura de que nadie los había visto; a veces salía a recibirlo con un rastrillo en la mano, como si María fuera el jardinero… Una vez adentro, comían, hacían el amor (siempre en la cocina) y miraban televisión en un pequeño aparato que Rosa traía de su cuarto y ponía sobre la mesada.

La primera vez que María entró a la mansión se sorprendió con las dimensiones del lugar.

—¿Todo esto es la cocina? —dijo—. ¡Es más grande que mi casa…!

La segunda vez que entró quiso meter las narices más allá, pero Rosa se lo impidió con una súplica sin sentido («No me comprometas») y él no insistió. Dejó pasar tres o cuatro días. Entonces Rosa accedió a llevarlo a su dormitorio.

Él la siguió por un pasillo en penumbras hasta un pequeño dormitorio mal ventilado, con una cama destendida y un velador sin pantalla en la mesita de luz. María estaba atónito; no podía creer que la mansión fuera tan estrecha y oscura. Mientras hacían el amor, Rosa le explicó, tratando de cerrar el tema lo más rápido posible, que ésa era el ala de servicio y que ni siquiera la había visto toda; el resto de la mansión era muy distinto. Después le pidió que la esperara un momento y fue al baño. Cuando volvió María no estaba en el cuarto. Rosa salió al pasillo y lo llamó en voz baja, como si los Blinder pudieran oírla.

Avanzó hasta el final del pasillo. Después volvió sobre sus pasos y corrió hasta la cocina. María tampoco estaba allí. Rosa se asustó; estaba agitada, como si ya hubiera corrido lo que iba a correr a partir de entonces. En efecto, fue y vino de un lado a otro buscándolo desesperada, hasta que llegó al corredor que daba al living —una sala espaciosa, con todas las ventanas cerradas—, donde por fin oyó que María la llamaba. Él la llamaba a ella.

—Rosa…

—Sí, soy yo. ¿Dónde estás?

—¿Rosa? —decía María en susurros desde alguna parte.

—¡Acá estoy, María! ¡Salí, por favor, no juegues…!

—¿Dónde estás, Rosa?

—¡Acá! ¿Y vos?

Rosa oyó el ruido de algo que acababa de caer y romperse.

—¿Dónde estás, María?

—No sé, Rosa, estoy perdido… Te escucho pero no te veo…

Lo encontró en la biblioteca. Rosa encendió la luz. María estaba parado junto al escritorio, con una mano apoyada en el respaldo del sillón preferido del señor Blinder. En la oscuridad se había llevado por delante una lámpara de pie; la lámpara había caído sobre una banqueta y la bombita de luz y la pantalla se habían roto. La alfombra estaba llena de vidrios, como si la lámpara se hubiera multiplicado al romperse.

Rosa lo fusiló con la mirada. Después, como no quería dejarlo solo de nuevo para ir a la cocina a buscar una pala y una escoba, agarró de encima del escritorio el catálogo de una muestra de pintura y lo usó para barrer y recoger los vidrios.

—Fui a echar un vistazo y se me complicó… —le decía María—. Bajé la escalera, agarré para allá y… es un laberinto esta casa.

—Te dije que te quedaras en la pieza.

—No te enojes… —dijo María levantando la lámpara del suelo.

—No me enojo. Pero mirá si te veía alguien…

—¿Y quién me va a ver, si no hay nadie?

Rosa no dijo nada más. Se levantó y, seguida de cerca por María, fue a la cocina a tirar los vidrios a la basura. Era una lástima: se les había hecho tarde —habían desperdiciado el tiempo— y Rosa estaba de malhumor. La señora Blinder la reprendería por haber roto la pantalla, quizá incluso se la descontaría del sueldo. María se deshizo en disculpas, estirando a cada rato una mano hacia la mejilla de Rosa, pero ella se lo sacó siempre de encima como a una mosca. Finalmente María agarró del tacho de basura un pedazo de la pantalla rota diciéndole que mañana le iba a comprar una igual. Rosa hizo un chasquido con la lengua y entreabrió la puerta de la cocina para acompañarlo hasta la vereda. María frenó la puerta con un pie y Rosa se dejó besar. Después fue hasta la puerta de calle. Miró a un lado y al otro y, cuando se convenció de que no había nadie a la vista, le hizo una seña a María para que saliera. En la puerta de calle él la besó otra vez.

—Paso mañana… —le dijo—. Y perdoná de nuevo. Chau, linda.

—Hola, linda —fue lo primero que le dijo al otro día. Hacía tanto frío que, cuando Rosa lo abrazó, él sintió sus manos tibias a través del pulóver. No traía la pantalla.

—Estaba escuchando recién en la radio que hubo un tornado impresionante en Costa Rica —dijo ella—, pero no sé bien si decía en Costa Rica o en Puerto Rico…

—En Estados Unidos hay muchos tornados…

—Pero no decía en Estados Unidos, decía en Costa Rica, o en Puerto Rico, eso ya no sé. Volaban los techos de las casas, parece. Dicen que las lanchas iban de acá para allá por el aire como patos…

—¿Te imaginás que te agarre una lancha de ésas en la cabeza?

—No me quiero ni imaginar… ¡Qué frío que hace!

—Tremendo. Yo igual ni lo siento.

—Te preparé esto —dijo Rosa alcanzándole el tup per de todas las mañanas—. Son dos patas de pollo, y te puse unas papas a la crema también.

—Gracias, mi amor. Bueno, me voy yendo, ya son más de las ocho.

—¿Llegaste bien anoche?

—Perfecto. ¿Y vos?

—Yo me dormí enseguida.

—¿No miraste la tele?

—Sí, pero no había nada. La apagué y ni había apoyado la cabeza en la almohada que ya me había dormido. A las papas les puse un poco de pimienta…

—Con lo ricas que te salen…

—Bueno, andá, no llegues tarde.

—Te veo después.

María le dio un beso, le guiñó un ojo y empezó a caminar hacia la obra.

Hasta ahí era un día totalmente normal. Los problemas empezaron apenas María llegó a la obra. Se cruzó con Israel y el portero, que salían de hablar con el capataz. Israel y el portero pasaron a su lado sin mirarlo y se fueron apurando el paso.

—María —lo llamó el capataz—, vení un segundo que te quiero hablar.

El capataz se apartó de los demás, para hablar a solas con María. Apoyó un pie en el suelo y encajó una nalga en el borde de un piletón. María ya estaba a su lado, pero el capataz se tomó un tiempito para sacar el paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa, se llevó uno a los labios, se palpó los bolsillos del pantalón y de la campera en busca de los fósforos, y al final dijo:

—¿Tenés fuego?

—No fumo.

—¡Ricciardi! —llamó.

Ricciardi pasaba por ahí cargando una bolsa de cemento.

—Dame fuego.

Ricciardi se acercó, todavía con la bolsa al hombro. Por señas, le indicó que tenía fuego en el bolsillo de atrás del pantalón; la bolsa pesaba tanto que no podía abrir la boca.

El capataz le palpó el bolsillo con cierta aprehensión, pero no encontró lo que buscaba, así que Ricciardi giró ofreciéndole el otro bolsillo. El capataz repitió la operación sin encontrar los fósforos.

—Mirá que te gusta que te metan mano, ¿eh? —comentó.

Ricciardi esbozó una sonrisa con la mandíbula apretada y se puso de frente para que el capataz probara suerte en los bolsillos delanteros. Al final, el capataz palpó una cajita.

—Ahí está —dijo.

Pero antes de meter la mano en el bolsillo de Ricciardi lo miró. Se miraron los dos, en silencio, durante medio segundo como mucho, porque ésa era una zona del cuerpo de Ricciardi delicada para meter la mano. Después, por fin, el capataz introdujo cuidadosamente la punta de los dedos y sacó una cajita de preservativos, que volvió a empujar hacia adentro enseguida.

—Pero la puta que te parió, Ricciardi. ¿Tenés fuego o no tenés fuego?

Ricciardi hizo un gesto extraño, un gesto que hubiera sido el de un encogimiento de hombros, de no ser por la bolsa que llevaba encima. El capataz le dijo que se fuera y Ricciardi se alejó de inmediato haciendo eses, cada vez más encorvado. El capataz quedó otra vez a solas con María.

—Vinieron a verme unos señores. Dicen que andás haciendo lío en el barrio… —le dijo.

María lo miraba en silencio. El capataz continuó:

—Dicen que a uno le dijiste boludo y que al otro le pusiste una mano en la trucha. ¿Es verdad todo eso, María?

—Sí —respondió María tranquilamente.

—¿Y me lo decís así?

—¿Y cómo quiere que se lo diga?

—No sé, decime vos.

—Sí, Le digo que sí. Uno es un boludo y al otro le puse una mano.

—¿Y por qué los provocaste?

—¿Yo? Yo no provoqué a nadie. Ellos me buscaron a mí.

—Y te encontraron —dijo irónicamente el capataz.

—Sí.

El capataz lo miró, mordisqueando el cigarrillo apagado.

—Dejate de joder, María. ¿Vas a decir que yo también te busqué? Porque yo buscarte a vos no te busqué, y el otro día sin embargo casi me tengo que ir a las manos… con vos, basurita. Vamos, no me vengas con pavadas a mí que…

—¿Cómo me dijo?

—¿Cómo te dije qué?

—¿Cómo me dijo recién?

—¿Cuándo?

—Recién.

—¿Qué te dije?

—Eso es lo que le pregunto yo. ¿Por qué no me lo dice de nuevo?

—¿Y qué te dije, a ver?

—Decilo vos.

—A mí no me tuteás. Decime qué te dije pero de usted. ¿Está claro?

—¿Me dijo «basurita»?

—No me acuerdo. Puede ser. No me acuerdo, pero puede ser tranquilamente. ¿Quién carajo te creés que sos vos para andar insultando a la gente? ¿Dónde te pensás que naciste? ¿Qué te pensás que me pasa a mí que soy el capataz acá cuando empiezan a venir los vecinos a decirme que andás haciendo quilombo en el barrio? ¿Y querés que te diga más? Sí, te dije basurita. ¿Por qué, hay algún problema?

—No…

−¿Ah, no tenés problema?

—No.

—¿Qué, sos puto?

—Sí.

—Mirá vos.

—¿Por qué, me la querés poner?

—Te dije que a mí no me tuteás. Además llegaste tarde, son las ocho y diez. Estás despedido. Por hacer quilombo en el barrio, por llegar tarde, por tutearme y por puto. Agarrá tus cosas y mandate mudar ya mismo de acá.

María agarró sus cosas y se fue.