—Cuando vos naciste yo estaba acabando…
—No te creo —dijo Rosa riéndose—, no podés acordarte de una cosa así…
Se llevaban quince años. Rosa tenía veinticinco y José María cuarenta. Él estaba tan enamorado que se creía capaz de todo, incluso de recordar lo que hacía cuando ella nació: ¿acababa? En esa época estaba de novio con una chica muy alta y muy flaca que se erguía cada vez que él le apoyaba una mano en la cintura; entonces parecía todavía más alta y huesuda de lo que era. La chica le llevaba una cabeza, era seseosa, usaba ropa elástica y se planchaba el pelo; a pesar de eso, tenían sexo. José María había estado de novio todo el año con esa chica: había una posibilidad en veintiocho de que realmente estuviera haciendo el amor el día del nacimiento de Rosa (febrero). Lo pensó en días, no en segundos: no le alcanzaba con ignorar que «si el orgasmo durara tres minutos, nadie creería en Dios», como dice el doctor Dyer; acertar con la memoria en unidades de tiempo tan menores, además, hubiera equivalido a probar su existencia. De todas formas, era una broma, un juego. Y Rosa estaba encantada, por lo menos con la intención.
Lo abrazó.
Él se dejó llenar la cara de besos. Cuando la oreja de Rosa pasó cerca de su boca, aprovechó para decirle:
—¿Me das la cola?
Rosa se congeló.
—Uh… —dijo.
—¿Qué pasa?
—Yo sabía que en algún momento me la ibas a…
—¿No querés?
—Es que…
Muy frecuentemente Rosa no terminaba sus frases. Estaba excitadísima, pero dejar inconcluso lo que había empezado a decir era su manera habitual de hablar; no tenía que ver con la excitación: pensaba a la velocidad del rayo, sus pensamientos se atropellaban y se interrumpían.
—Te va a gustar…
—No sé…
—Te garantizo.
José María la miró un momento en silencio y, como Rosa no decía nada, se bajó de encima de ella, se acostó a su lado y le pasó una mano por la cintura para darla vuelta. Pero Rosa se arqueó y se apartó rápidamente, como si al contacto con la mano de José María hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Qué tenés?
Ella negó con la cabeza.
—Dale, Rosa, yo sé lo que te digo…
Rosa se acodó en la cama, lo miró y le preguntó:
—¿Me querés?
—Sabés que sí…
—Y entonces ¿por qué querés hacerme…?
—Mi amor, ¿qué tiene que ver una cosa con la otra? Hace como dos meses que estamos saliendo… ¿Vos a mí me querés?
—Te adoro.
—¡Bueno, yo también!
—Sabía que un día me ibas a venir con…
—Sabías porque vos también querés. Por eso sabías.
—Lo que pasa es que nunca lo…
—¡Yo tampoco lo hice nunca!
—¿De verdad?
—¿Por qué te voy a mentir?
—¿Nunca hiciste el amor por la… con nadie?
José María se besó los dedos en cruz. Estaban los dos completamente desnudos en la habitación de un hotelito del Bajo al que iban los sábados; lo único que tenían puesto eran sus respectivos relojes. La semana pasada José María había comprado dos Rolex falsos y le había regalado uno a Rosa.
José María alcanzó a ver la hora en el Rolex de Rosa: faltaban veinte minutos para las doce del mediodía. A esa hora tenían que dejar la habitación.
—¿No me mentís?
—¿Qué querés, que te lo jure? Te lo juro de acá a la China si querés. Te lo juro por Dios.
—Te creo. ¡Qué tonta, te digo «Te creo» y vas a pensar que estoy aflojando…!
—Mi amor, no hablemos más. Nos quedan veinte minutos…
—¿Y en veinte minutos me querés hacer…? ¡Veinte minutos no es nada para una cosa así!
—Rosa, te amo.
—Sí, ya sé…
—¿Qué importa el tiempo si hay amor?
—Lo que pasa es que esto para mí es muy…
—Probá aunque más no sea. Dejame probar. Probemos.
—¿Y si me duele?
—¡Qué te va a doler! Si te duele, paro.
—¿Me vas a querer igual, después? José María se sonrió.
—Vení, dame un beso… —le dijo.
Rosa lo besó, pero primero hizo una pausa: sabía que el beso era un «sí».
En el fondo estaba muerta de ganas. Se lo hubiera dado todo. Si hubiera tenido dos colas, le hubiera dado las dos. Lo amaba. Su miedo no era que le doliera, ni siquiera temía que él le perdiera el respeto. En realidad no le tenía miedo a nada. Su deseo la sobrepasaba, de la misma forma en que sus pensamientos se adelantaban a sus palabras; eso era todo. No, hay más: no veía la hora de que José María le pidiera hacer el amor por atrás.
Se habían conocido en la cola del supermercado Disco. José María era obrero de la construcción. Rosa era mucama en la mansión de los Blinder. Él había salido de la obra en la que trabajaba (todavía un esqueleto de edificio a dos cuadras de la mansión) para comprar la carne y el pan para el asado del mediodía y había quedado mal ubicado en la cola, precisamente detrás de Rosa, que había hecho una compra grande: el changuito rebalsaba. José María calculó que la chica tenía por lo menos para media hora de caja. Echó un vistazo a las cajas vecinas, pero allí las colas eran demasiado largas y se le escapó un chistido de malhumor. Rosa lo oyó; miró el canasto rojo que José María sostenía en una mano (había una bolsa de pan y otra con las tiras de asado) y le dijo:
—¿Quiere pasar primero usted?
A José María el ofrecimiento lo descolocó. Alzó las cejas, y con la cabeza hizo un movimiento muy breve que era a la vez una negativa y una afirmación.
—No, está bien, no hay problema…
No estaba habituado a ninguna clase de amabilidad. Así que, mientras Rosa empezaba a sacar los productos del changuito, entendió que el ofrecimiento había sido más bien una respuesta al chistido de impaciencia que él mismo había hecho un minuto antes, al ver la gran cantidad de cosas que había comprado ella y calcular el tiempo que le llevaría pasar todo por la caja.
—No quise decir… —dijo.
Rosa se dio vuelta y lo miró. Lo miró seria, callada.
—Que no quise… —repitió José María.
A veces le daba mucho trabajo hacerse entender. Rosa volvió a inclinarse sobre el changuito y siguió descargando productos.
—Igual gracias —insistió José María.
—De nada.
La cajera se sonrió y bajó la vista hacia el envase de leche que tenía en la mano y tecleó los números del código de barras pensando que entre ese tipo y esa chica había algo, o que lo iba a haber. Y no se equivocaba. Cuando Rosa terminó con lo suyo (lo dejó todo para un envío a domicilio) y salió del supermercado, no se fue enseguida: cruzó la calle y se quedó en el campo de visión de José María, fingiendo que miraba una vidriera. José María salió un minuto después, con la bolsa de compras enganchada a un dedo. Cruzó la calle directamente hacia ella.
—¿Te molesto? —le preguntó.
Rosa lo había visto venir reflejado en el vidrio, pero fingió sorpresa y hasta un cierto sobresalto. Dejó escapar incluso:
—¡Ay…! —y se llevó una mano al corazón—. ¡Qué susto que me di!
—Perdoná.
—No es nada…
—¿Sos de por acá?
—De ahí —dijo Rosa, señalando la mansión de la esquina con un dedo.
—Qué casita, ¿eh? —comentó José María—. Yo estoy laburando en la otra esquina, acá a la vuelta…
—¿Ah, sí?
—Sí. Vengo siempre a comprar acá.
—¿Y en qué rubro estás?
—Construcción.
—Ah, mirá vos qué bien…
—Sí, se está moviendo bastante ahora.
—¿Qué?
—La construcción. El año pasado no había nada. Ahora se está moviendo un poco más. ¿Y vos?
—Yo mucama. Todo tranquilo.
José María se sonrió como si de pronto hubiera recordado algo y le extendió una mano.
—José María —dijo.
—Rosa —dijo ella, dándole la mano.
—Encantado.
—Igualmente.
—Así que Rosa…
—Sí…
—¿Y vos también venís a comprar siempre acá?
—Es lo único que hay…
—Pero qué nutridito que está. Hasta discos tienen. Recién vi el de Shakira en oferta… ¿Te gusta Shakira?
—Sí. Tiene una voz…
—¿Qué música te gusta?
—Bueno… Cristian Castro… Iglesias…
—¿Padre o hijo?
—Hijo, toda la vida. La señora escucha al padre cuando está sola. Cuando hay gente, no, cuando hay gente pone esa música clásica que… —agregó riéndose—: La gente le dice «Sacá eso, Rita», pero ella igual ¡No sé para qué la pone si ni a ella le gusta!
—¿No le gusta y la pone? Qué rara que es la gente… Así que Enrique Iglesias. ¿Enrique se llama, no?
—Enrique, sí. Pero Cristian Castro me gusta más, me llega más…
—¿Y de cumbia no te gusta nada?
—Antes. Ahora un poco me cansó.
—A mí también. Y eso que me crié con cumbia yo. Mi vieja me decía que cuando me tenía en la panza se ponía la radio en el ombligo con cumbia, calculá lo que te digo. Pero tenés razón: a la larga cansa.
—Ahí no estoy muy de acuerdo. A mí no me gusta porque no me gustó nunca. Pero tengo gente que le gusta y le va a gustar siempre…
—¡Pero si hace un ratito me dijiste que antes te gustaba…!
—No, la verdad que nunca me gustó. Lo que pasa es que no te quise ofender, porque me pareció que vos…
—Sí, tenés razón, yo soy cumbiero de alma, para qué te voy a mentir.
—¿Qué increíble, no? Recién nos conocemos y ya nos mentimos…
—Bueno, tampoco es mentir —dijo José María, restándole importancia al asunto—: Es un tema de conversación como cualquier otro. Uno va tanteando y por respeto…
—Prudencia. Está muy bien eso.
—Está perfecto.
—Así tiene que ser. A mí la prudencia me parece… A mí cuando alguien te dice la verdad de golpe…
—Pero vos tenés cara de ser sincera…
—Gracias.
—¡No, no, te digo en serio! Yo te miro y me doy cuenta que sos sincera. ¿Cómo me dijiste que te llamabas?
—Rosa.
—Lindo nombre Rosa.
—Gracias. Bueno…
—¿Te vas?
La charla siguió en esos términos durante unos cuantos minutos más, porque se habían flechado y ninguno de los dos tenía ganas de irse. No se habían movido un sólo milímetro del lugar en el que estaban, parecían clavados al suelo; a pesar de que avanzaban y retrocedían permanentemente, lo hacían siempre desde y hacia el mismo punto, apoyados en movimientos de cintura, como si el impacto del flechazo les hubiera hecho perder el equilibrio.
El portero del edificio de al lado los miraba de reojo, estudiándolos. A ella la había visto un millón de veces, siempre sola, pero ésta era la primera vez que lo veía a él, y no le gustó la forma en que le hablaba. De pie en la puerta de entrada al edificio, el portero hacía un gran esfuerzo por oír la conversación; escuchaba pedacitos de cosas, frases sueltas, tales como «¿A quién votaste?», «Ah, no, el voto es secreto», y sentía que le subía por la garganta una oleada de indignación: era evidente que el desconocido seducía «adrede» a la mucama de los Blinder.
En el barrio carecían de código, pero todo hacía pensar que tenían uno. No lo había, pero funcionaba igual. Era un código instintivo, que estaba más allá de lo evidente (la calidad de la ropa, el color de la piel y del pelo, la dicción, la manera de andar) y que, por supuesto, incluía al personal doméstico. En líneas generales, lo que se hacía era «marcar» a los cuerpos extraños, principalmente con la vista, transmitiéndoles la sensación de ser vigilados: una insolencia muy efectiva, avalada y practicada por todo el barrio, incluido un buen número de mascotas. De hecho, el portero dejó muy pronto de observarlos de reojo para empezar a mirarlos abiertamente, e incluso dio un paso hacia ellos para oír mejor lo que decían.
No oyó mucho: en ese momento José María y Rosa se despidieron. Lo único que alcanzó a oír claramente fue la promesa que se hicieron de verse otra vez. Rosa dio una rápida carrerita hacia la mansión. José María la miró un momento y después dio media vuelta y se dirigió hacia la obra.
Pasó al lado del portero silbando y haciendo balancear la bolsa con el asado. El portero, más desafiante que nunca ahora que se le iba, dio un paso adelante haciéndose el distraído, como si quisiera ver algo en el cordón de la vereda, y se puso en el trayecto de José María. Fue todo tan rápido como premeditado: quería forzar a José María a pasarle por detrás, para que él pudiera entonces dar un giro sobre los talones y seguirlo con la vista: un insulto. Lo que escapó al cálculo del portero (un flaco obeso, de hombros enjutos, muy poco observador) fue que el desconocido iba a sentirse efectivamente insultado.
—¿Qué mirás, pedazo de boludo? —le dijo José María, sin detenerse.
El portero quedó mudo, paralizado. Cuando por fin consiguió reaccionar, José María ya estaba en la esquina. «Mi Dios, qué ágil que es —pensó—. Me juego la cabeza a que este tipo es capaz de saltar de una vereda a la otra sin tocar la calle».
Unas horas después, a la tarde, lo vio de nuevo. Eran las seis y media, para ser exactos. El portero ya se había lavado y cambiado y estaba de nuevo en la puerta de su edificio haciendo como todos los días un esfuerzo enorme por parecer aburrido. José María había terminado su jornada; él también se había lavado y cambiado de ropa, y ahora caminaba hacia la mansión de los Blinder.
Era la primera vez que pasaba por ahí al término del día; en general seguía por la calle de la obra hacia el Bajo, donde tomaba el colectivo hasta su casa, en Capilla del Señor. Con sólo pensar que tenía dos horas de viaje le daba sueño. Pasó al lado del portero cabeceando.
—Che, vos —le dijo el portero.
José María se detuvo. Lo miró. No lo miró de arriba abajo, lo miró directamente a los ojos y le preguntó:
—¿Qué te pasa?
—¿Yo te hice algo a vos?
—¿Por?
—Esta mañana me dijiste «boludo»…
—Perdoná. Lo que pasa es que estaba charlando acá al lado con una señorita y vos estabas meta relojear y… qué sé yo, viste cómo son las cosas. ¿Nos conocemos nosotros?
—No creo.
—Por eso te digo. Queda feo andar mirando así a la gente. Y encima después te hiciste el distraído y te me pusiste en el paso. Por eso te dije boludo.
—A mí no me gustó.
—Y bueno, qué querés que le haga.
—Que me pidas disculpas por lo menos…
José María estaba cansado, no tenía ganas de discutir, así que soltó una risita y siguió de largo. El portero se paró en mitad de la vereda y, mientras lo miraba alejarse, pensó mil veces decirle que volviera, incluso ensayó mentalmente varios tonos de voz, pero no consiguió ni decir otra vez «che». Frustrado y rabioso, se metió en su casa. Dio un portazo tan fuerte que a su esposa se le cayó el salero en la olla.
—¡La puta madre que los parió con estos negros de mierda…! —dijo mientras discaba un número al teléfono.
—Hola, ¿Israel? —oyó Israel que le decía alguien al otro lado de la línea.
—Soy yo, Gustavo —dijo el portero—. ¿Estás ocupado?
Israel puso los ojos en blanco:
—Qué puntería que tenés, Gustavo —dijo—: Estaba comiendo…
—Te llamo en otro momento, entonces…
—No, decime, qué pasa…
En tanto, José María se había parado en la esquina de la avenida Alvear y Rodríguez Peña a mirar la mansión. Las ventanas estaban a oscuras, excepto las de la cocina, en la planta baja, y una más en el primer piso. La casa era imponente: grisácea, chorreada de musgo, con faltantes de reboque allá y aquí y como aureolada de humo, pero no había que ser muy culto para advertir la pátina esplendorosa que la envolvía; sin ir más lejos, la escalera de mármol blanco de la entrada principal se derramaba sobre el jardín con tal plasticidad que daba la impresión de haber sido hecha con una manga de repostería. «Qué belleza», pensó. Se rascó una axila y empezó a decir en voz muy baja «Rosa… Rosita…», despegando apenas los labios. Era un llamado… Nunca había hecho una cosa así. Debía de estar enamorándose. Pero el corazón le latía igual que siempre, al mismo ritmo y con la misma intensidad. Entonces se levantó uno de esos vientos tubulares que tocan las cosas una por una: el viento alzó del suelo una hoja de diario para abandonarla unos metros más allá, sacudió la copa de un árbol, hizo vibrar un cartel y desapareció a lo lejos. La gente apuró el paso. José María levantó la vista al cielo; había grandes zonas de un azul oscuro cargado de estrellas, pero la tormenta estaba allí, encapsulada en una docena de nubes, todas listas para estallar.