Joan no alcanzó a West porque se vio obligada a detenerse uno o dos minutos en su casa. Era una mansión cuadrada de estilo Victoriano, con ventanas alargadas, envuelta en las primeras hojas del otoño, situada a cien metros a la izquierda, dentro de los terrenos de la residencia.
Joan, entrando de prisa en la cocina, casi arrojó el bolso de las compras a Poppy, la sirvienta, y le pidió que preparara la cena, dado que ésta conocía perfectamente la receta del Curry, en tanto que ella acudía a otro compromiso.
Poppy dirigió una mirada sentimental al techo y asintió.
Luego Joan salió corriendo por el sendero, en parte de grava, en parte de tierra, que serpenteaba por entre los árboles hasta la quinta de West, construida en piedra, de dos habitaciones y situada en medio de los frutales.
La puerta estaba abierta; Joan se detuvo en el umbral para recobrar el aliento. La luz verdosa del crepúsculo todavía flotaba en el ambiente.
Dentro, en el amplio estudio lleno de curiosidades y libros cubiertos de polvo, Gordon West se hallaba sentado en un viejo sofá con la cabeza entre las manos. Cuando habló no levantó la vista.
—Lo sé —dijo con voz apagada—. Es mi carácter endemoniado. No puedo controlarlo y no sé por qué. Digo y hago cosas que no quiero y después no puedo desdecirme. Siento haberme escapado. Pero cuando me pareció que no te importaba mucho que ese curita leyera esa carta en voz alta…
—Bueno —murmuró Joan—, es mejor acusar al inocente que al culpable.
West, escandalizado, se irguió en el sofá.
—¡Joan!
Entonces, como de costumbre, los ojos de Joan se llenaron de lágrimas.
Ella, de pie en el umbral de la puerta, con su esbelta figura vestida de blanco, destacándose en la tracería verdosa, irradiaba un atractivo físico del que era inconsciente a causa (principalmente) dé su juventud exuberante. Con ese atractivo no necesitaba haber sido bonita, pero lo era. Lágrimas de arrepentimiento brotaban de sus ojos.
—¡Amor mío! —dijo ella, acercándose y tendiéndole los brazos.
Él la besó con tanta violencia y su respuesta fue tan espontánea, que aun el tonto del pueblo (si existiese) habría notado algo más que una simple coquetería.
—¿Me amas realmente? —preguntó Joan.
—Ya lo sabes —dijo West con voz apagada, y la sacudió de los hombros—. Tú lo eres todo para mí.
—Entonces, querido…, he estado pensando.
—¿Qué?
Bueno…, ¡no!, espera, ¡escucha! —Joan, reprochándose, le abrazó más estrechamente y hundió tanto la cabeza en el pecho de West que sus palabras fueron casi ininteligibles—. No me importa, Gordon. ¡De verdad que no! ¿Pero «vamos» a casarnos?
West se sorprendió.
—Por supuesto. Ya he…
—Bueno, entonces… Oh, ¡ésta es la parte terrible! Nunca pensé en ello hasta…
—¿Hasta cuándo?
—No importa. Querido, ¡escucha! Con estos libros y otras cosas… ¿debes ganar bastante dinero?
—Así es —contestó West con una extraña sonrisa.
—¿Entonces, por qué no podemos casarnos? Esto es tan… tan desconcertante, es espantoso —añadió aprisa—; yo no sé por qué, pero…
Yo sé —dijo West con aspereza—. Y, por Dios, ¡me siento peor! ¡Un momento! Quiero preguntarte algo —apartando suavemente sus brazos, se dirigió a través de la estancia iluminada por la luz verdosa del atardecer, hasta la mesa de la máquina de escribir, junto a la ventana que da al norte. Como Stoke Druid estaba relativamente cerca de la carretera principal, habían llevado hasta allí un cable eléctrico; los que podían costearse la electricidad, la usaban, y los que no, empleaban lámparas de petróleo.
West, aun cuando podía permitirse la electricidad, mantenía las lámparas de petróleo por causa de lo que llamaba «la maldición del progreso». Una de ellas, con un tubo alto de cristal, estaba fijada en la pared cerca de la ventana próxima a la mesa de la máquina de escribir. West encendió la lámpara y, bajando la mecha, dio a la habitación una penumbra cálida y dorada.
Luego, inclinándose, encontró una agenda y pasó rápidamente las páginas con manos inseguras. Después se enderezó.
—¡La encontré! —dijo con voz de triunfo—. ¡Sabía que estaba aquí!
—Gordon. ¿Qué diablos es todo esto?
West sonrió a la luz amarillenta de la lámpara y su sonrisa alteró su expresión por completo. Habían desaparecido las arrugas de desagrado. Tenía la sonrisa de un hombre bueno y amable que ha dejado de lado toda prevención y afectación.
—Joan, ¿quieres hacerme el honor de casarte conmigo el viernes 3 de octubre por la tarde? —preguntó muy seriamente.
Joan, con la respiración agitada, le miró azorada.
—¿O qué?
West repitió la pregunta.
—¿No hay tiempo suficiente? —añadió, frunciendo la frente con arrugas de ansiedad—. ¿Para hacer los preparativos o lo que sea? Es decir, quiero que vayas a Londres y compres todo lo que necesites —su cara se volvió inexpresiva—. Pero, ¡un momento! ¿Aceptas?
—Por supuesto que acepto —exclamó Joan—. Así podrás ser para siempre mío, y no solamente una hora y por casualidad cuando estamos seguros de que nadie va a venir aquí, ¡preferiría morir!
—Entonces, ¿qué estamos discutiendo?
Joan alzó los brazos en señal de impotencia. Un observador no habría podido decir si lloraba o reía.
—Querido, eres tan «tonto» —no parecía que la idea hubiese desagradado a Joan—. Mistress Wych dice que ni siquiera le dejas quitar el polvo aquí dentro y mucho menos limpiar. Mistress Wych dice (¿lo sabías?) que no soportaría esa clase de lenguaje de otro que no fueses tú.
—¡Está bien! Reconocidas mis múltiples imperfecciones…
—En esa agenda —interrumpió Joan—, te apuesto a que en todo el año no hiciste ninguna otra anotación. Pusiste solamente «Joan boda» o lo que fuere y jamás me dijiste una palabra.
—No podía. No sabía en cuánto tiempo tendría preparado el libro. Déjame decirte lo principal.
La sonrisa de West había desaparecido.
—Allí —continuó señalando un grueso montón de manuscritos junto a la máquina de escribir— hay una novela por lo menos pasable llamada Tambores por el Zambeze. Cuando se la envíe al director, antes de una semana, habré terminado con mis compromisos durante algún tiempo. ¿Y qué habrá sucedido entretanto. Joan?
Se encaminó lentamente hacia ella y asió el respaldo del sofá.
—¡Por ahora —continuó— mi cuenta bancaria está tan bien provista que no necesito escribir ni una línea durante los cinco años venideros! ¿Comprendes, Joan? «¡Ni una sola línea!».
—Pero…, pero creí que te gustaba tu trabajo.
—Me gusta. Preferiría que me metiesen en la cárcel antes que no poder escribir —con un ademán violento le impidió hablar—. Hace algún tiempo nuestro buen vicario me hizo una visita. Fue… una visita corta. Sea como fuere, me preguntó por qué había renunciado a viajar siendo como soy un hombre relativamente joven. Le dije que me desilusionaban los viajes. Pero fue una gran mentira.
»Porque… Si ahorras y guardas, ahorras y guardas hasta el último cuarto de penique, podrás conseguir un pasaje en proa para cruzar los estrechos del archipiélago Malayo o pagar una habitación llena de chinches en San Francisco. Pero así no se debe hacer. Si no puedes costearte las mejores entradas de platea, no vayas al teatro. Si no puedes permitirte el lujo de viajar en primera clase, con propinas generosas para atenciones especiales, no viajes. Esto significa trabajo. ¡Y cuánto se debe trabajar! En mi profesión significa trabajo, trabajo, trabajo; luchar, luchar, luchar dieciocho horas al día o veinte, si puedes resistir. Nunca distraerse; nunca levantar la vista. Ninguna otra actividad salvo los libros; nada de vacaciones; ¿quién quiere una pequeña excursión a St. Ives cuando uno va en dirección a las Montañas de la Luna? Sacudirles con un libro tras otro o forzarles a aceptarlo a uno; “hacer” que sepan que uno tiene categoría, luchar, luchar, luchar, durante cinco, diez, incluso quince años.
»Bueno, no hace falta tanto como todo eso. A mitad de camino (sin saber por qué, nada parece impresionar) de repente todo cambia. El dinero llega a raudales de todas partes. De repente uno se siente que está casi en la cumbre. Pero hay que estar seguro. Joan. Hay que estar seguro.
West calló. Joan le miró como si jamás le hubiese visto antes.
Él, soltando el respaldo del sofá, respiró hondo y se preparó a justificarse.
—¡Bueno! Ya paso todo —dijo. Una sonrisa agradable y atrayente se dibujó en su cara de la que había desaparecido todo rastro de rencor—. Lamento haber sido tan reservado. No lo puedo remediar. De cualquier modo, lo primero que haremos en nuestra luna de miel será un viaje de un año alrededor del mundo. Te daré una buena tunda si no compras todo cuanto te guste.
—Oh, ¿a quién le interesa el dinero?
—A mí. Por lo menos en lo que a ti se refiere. ¿Crees que te gustara?
—¡Gordon!
Al poco rato estaban los dos hablando en un viejo canapé frente a la chimenea apagada, hablando de tales menudencias que no necesitamos detenernos en ellas. Por la puerta y las ventanas abiertas llegaba el suave murmullo de la noche. La débil luz de la lámpara brillaba sobre la máscara de un diablo zulú que colgaba de la estantería.
—Es maravilloso —murmuró Joan—. En el mundo todo sería maravilloso —vaciló— si no fuera por…
—¿Por qué?
—Por esos terribles anónimos.
Los hombros de West se contrajeron. Era como si la serpiente de cascabel disecada que se hallaba sobre la chimenea hubiese emitido un «dirr» maligno.
—¡Oh, malditos sean los anónimos! —exclamó él.
—Gordon —Joan parecía ocupada con la hilacha del cuello de su sweater—. Nunca me dijiste nada sobre esas cartas.
—Bueno, si venimos a parar a eso, tampoco tú me hablaste de ellas, cuando el vicario empezó a chillar acerca de los anónimos allá en la pradera.
—¿Creíste que se refería a nosotros? —estalló Joan—. Lo mismo pensé yo. Por un momento, me dio un susto mortal.
West se mordió los labios y no repuso.
—No hemos sido muy…, muy discretos —dijo Joan—. Creo que casi toda la aldea ha adivinado lo nuestro. Uno lo «sospecha». Pero parecen adoptar una actitud complaciente, como diciendo: «¡Ah, juventud!», y no se preocupan. No comprendo.
—Oye, Joan. ¿Has recibido tú alguna de esas cartas?
Una pausa. Joan, que estaba sentada sobre sus rodillas, parecía dedicada ahora a hacerle rizos sobre la frente.
—Sí. He recibido unas siete.
—«¿Siete?». No creía que fuesen tantas. La mujer que está destilando este veneno ha de tener…, ha de tener…
—Ha de tener colmillos en vez de dientes —dijo Joan besándole las mejillas. Luego alzó la voz: Gordon. ¿En qué terminará todo esto?
En ese preciso momento, sin que lo advirtieran, alguien miró hacia adentro por la puerta abierta. De espaldas en el ancho cana pe junto a la chimenea, no podían ver a aquella persona que no había hecho ruido alguno al andar por la tierra dura del jardín. Solamente la máscara del zulú, si hubiese tenido sensibilidad, estaba en posición de poder ver. Una polilla oscura que volaba por la habitación se estrelló contra el cristal crujiente de la lámpara. La persona se apartó silenciosa mente de la puerta.
—Escucha, Joan —le dijo West con calma—. ¿Estas siete cartas que has recibido relacionan tu nombre con el del curita?
—Querido Gordon, ¡«no debes» hablar de míster Hunter de esa forma! No es nada afectado, ¡y lo sabes!
—Sí, lo sé —reconoció West con tristeza—. Simplemente no me gusta el individuo, eso es todo. Y además, te estás apartando de la pregunta. ¿Esas cartas se refieren a ti y a Hunter?
—Bueno…, sí. En su parte principal, salvo algunas pequeñeces sin importancia.
Volvió a sentir que los hombros de West se contraían.
—¿Te agrada realmente Hunter? —preguntó él—. No me importaría si así fuera, pero por el amor de Dios dime la verdad. ¿Te agrada?
—Me agrada, sí.
—Comprendo.
—No, no, ¡no comprendes! Quiero decir que me agrada como me agrada míster Benson, por ejemplo —se refería al director del coro—, o míster Danvers, el librero. ¡Mírame! —suplicó Joan—. ¡Por favor, mírame!
Una mirada a sus ojos azules, llenos de pasión y ternura, hubiese convencido a cualquiera de su sinceridad. Gordon West sintió una sensación, casi una debilidad, de completo alivio. En el fondo de su corazón hubiese podido afirmar que era un tonto y un traidor por haber pensado mal de Joan y Hunter. Había que reírse de tales absurdos. Y sin embargo…
(Solamente con la imaginación oímos el «dirr»).
—Además —replicó rápidamente Joan—, no me has dicho si tú has recibido cartas. ¿Recibiste alguna?
—¡Oh! Dos o tres. Nada importante.
—Gordon, ¡basta! Sabes que es importante. ¿Sobre qué eran…? ¿Las tienes aquí…?
—No. Las arrojé al fuego. Como dijiste, sólo se referían a pequeñeces sin importancia.
Después de lanzarle una rápida mirada, Joan se acomodó con la cabeza apoyada en su hombro. Su expresión era natural e indiferente. Lo mismo que su voz cuando por fin habló:
—Eran sobre una mujer, ¿no es cierto? —preguntó como si hablara con un niño—. Oh, querido, no mientas. Siempre podré adivinar. ¿Qué mujer?
—¡Escucha una cosa…!
—¿Qué mujer, Gordon?
—¡Oh, eran unas tonterías sobre Stella Lacey y yo!
Y en ese momento, por segunda vez, apareció un visitante, sin ser visto, en la puerta abierta de la quinta.
Pero este segundo visitante era muy diferente del primero y podemos decir su nombre. Miss Marión Tyler, la morena bien parecida, de apenas cuarenta años, iba a levantar la mano para llamar a la puerta abierta. Luego, al ver la postura de las dos personas en el canapé, dando la espalda, sonrió y bajó la mano. Sin hacer ruido, sus labios esbozaron un «qué felices», mientras levantaba las dos manos como para bendecirlos. Después de esto, miss Tyler se retiró silenciosamente.
Ninguno de los dos habría podido verla aunque se hubiesen dado la vuelta.
—Joan.
—¿Sí, querido?
—Bien sabes que son sandeces, ¿no es cierto? ¿Lo de Stella y yo?
—Por supuesto, querido. ¿Un autor de anónimos no es acaso capaz de escribir cualquier cosa?
Hay diferentes estados de ánimo. El de Joan, anteriormente cálido e íntimo, era ahora tibio con tendencia al frío y temblaba ligeramente.
—Seamos sensatos —rió West ruidosamente con el zumbido de la serpiente en la mente—. Admiro a mistress Alcey, sí. Es una mujer buena y agradable…
—El humor fino. Joan —murmuró para sí misma con el tono de quien repite—, «nunca» es una farsa vulgar.
—¿De qué diablos estás hablando?
—De nada, querido. Y, por favor, no me grites.
—No gritaba, Joan. Simplemente trataba de explicar. Como digo, respeto mucho a mistress Lacey. No ha tenido una vida fácil…
—¡Ah!, no —murmuró Joan—. Todos sabemos cómo murió su marido, murió probando uno de los prototipos nuevos de las Reales Fuerzas Aéreas. (Reconozco que fue una desgracia). Pero todos sabemos la terrible lucha que ha tenido que sostener para educar a su única hija. En público habla poco de ello, pero en privado cuenta a los hombres sus dificultades. No creas que me importa, Gordon. Porque no es así. Pero me hiere un poco… verte inmiscuido en esos espantosos chismes de aldea con una mujer traicionera como ésa.
—¿«Traicionera»?
Joan era muy inglesa. Si veía a un hombre con el pelo alisado, echado hacia atrás y peinado con fijador, o con las patillas una fracción de milímetro más largas que el corte a la moda en Inglaterra, le repelía como el ver a un insecto desagradable. De igual modo, su desprecio era infinito para con una mujer que contaba sus dificultades a cualquiera „que no perteneciera a su círculo de amigos íntimos.
—Sí, he dicho traicionera —repitió Joan. Se puso en pie y se alisó la falda de seda blanca—. Eso es lo que pienso, ahora lo sabes. Naturalmente, no tiene mayor importancia. No me importa en lo más mínimo si… —alzó la voz—. Oh, Gordon, ¿has corrido tras esa horrible mujer?
West también se había puesto en pie.
—¡Ya te he dicho que no! Haz la prueba tú misma, ¡mírame! ¡Así! ¿Puedes decir honrada y sinceramente que crees estas tonterías?
Hubo una pausa; entretanto la polilla castaña revoloteaba cerca de la lámpara.
Joan, con los ojos empañados por las lágrimas, le lanzó una rápida mirada y luego paseó la vista alrededor de la habitación.
—No —confesó en voz baja—. No lo creo, verdadera y sinceramente. Pero…
—¿Pero qué?
—Se me ha metido una idea en la cabeza y no quiere salir de ella. Pienso que tú y Stella Lacey habéis estado aquí y…
—¡Calla! ¿No comprendes que ésa es la obra de los anónimos que llevaron a Cordelia Martin a la muerte posiblemente por nada?
Joan se serenó.
—Sí —convino—. Lo comprendo. Lo siento. Trataré de ser buena.
—Si permites que el veneno nos salpique, estamos listos. Aun ahora que lo veo bien claro y con sentido común, sé que ese asunto sobre Hunter y tú nadie puede creerlo. Y mucho menos…, bueno…, yo.
—¡Exactamente! Toma a Maryon Tyler, por ejemplo, que es una de las personas «más buenas» que hay en el mundo. Si las cartas hubiesen acusado a Hunter y a Marión Tyler…
—¿Qué es eso? —exclamó sorprendido West.
Joan, con la cabeza un poco ladeada, le miró impotente, pero con cariño.
—Querido —dijo—, tú y mi tío sois iguales. Los dos vivís en una torre de marfil; nunca veis nada a vuestro alrededor y detestáis los chismes.
—Odio los chismes, eso sí. Como todas las mezquindades insignificantes.
—No, Gordon. Es porque siempre estás por los cuernos de la luna o paseando en canoa por el Zambeze. Nunca observas a tus vecinos.
—Comprendo. ¿Y cuál es el gran error de tu tío?
—Hace años que está pendiente del War Office. Dice que en la próxima guerra, que afirma se producirá dentro de un año, los alemanes se lanzarán con bombarderos en picado protegidos por tanques (¡oh, conozco todos los términos!) en un ataque relámpago como el que intentaron y les falló en 1914. El War Office simplemente se sonríe y le da palmaditas en la espalda, y él está viejo y cansado.
En la imaginación de Gordon West, el personaje del vulgar coronel Bailey, retirado con media paga, adquiría un extraño interés. Dos años más tarde alcanzaría mayor interés aún.
—Pero, comprendes —continuó Joan con tranquilidad—, es muy natural y humano interesarse por los demás. «Yo» me intereso. Tal vez sea una chismosa, pero me paso medio día en el teléfono. No puedo remediarlo.
—Pero, querida, ¡nada de eso se refiere a ti! Por el amor de Dios, toma el teléfono y habla por el maldito aparato las veinticuatro horas del día. Por supuesto, siempre que dejes tiempo para…
Otra vez le tendió los brazos. Hubo un silencio.
—Es hora de irme —dijo Joan—. Poppy tendrá lista la cena y tenemos de invitado a ese gordo con gafas. Pero hay una cosa, Gordon. Había resuelto no decirlo ni aun a ti, no se lo iba a decir a nadie. Pero…
—¿Sí, muñequita mía?
—En el correo de esta tarde, he recibido también otra de esas cartas. Es peor que las demás. Me amenaza con algo y sin embargo no puede ser posible. ¡Pero, Dios mío, estoy asustada!
Su peor enemigo no hubiera podido decir que Joan fuera histérica. No obstante, hay veces en que los nervios estallan. El terror apareció en aquella habitación como si golpeara las ventanas y apagase las luces, indicando su presencia como una sombra.
—Cierra la puerta y sube la mecha de la lámpara —suplicó Joan—. ¡Por favor, por favor, da más luz a la lámpara!
Gordon West se movió suave, pero rápidamente. Al dar la vuelta a la rueda de la mecha, una agradable luz amarilla se difundió sobre las paredes cubiertas de libros, dejando unas sombras más densas y oscuras. West cerró la puerta y echó el cerrojo: nadie cerraba con llave las puertas en Stoke Druid. Luego volvió junto a Joan. La autoridad de su voz, al tranquilizarla, era tan suave como la presión de sus manos sobre los hombros de ella.
—Bueno, ahora —dijo él frunciendo el ceño nuevamente—, nadie te va a hacer daño; me dedicaré a cuidarte. ¿Qué es esto que te «amenaza con algo y sin embargo no puede ser posible»? ¿Qué es?
Joan, suspirando profundamente, se acercó.
—Bueno… —empezó.