Joan recorrió el pasillo, suave y rápidamente, entre la estantería de la izquierda y las mesas. Llevaba un vestido sencillo de seda blanca, medias de seda, zapatos de tacón bajo y, además del bolso de mano, otro para las compras.
No podía ver a Henry Merrivale sentado junto al escritorio porque su cabeza quedaba oculta por una pila alta de libros que había sobre una mesa contigua. Vio únicamente la cabeza del librero con su cráneo rosado visible a través del escaso cabello blanco.
—Buenas tardes, míster Danvers —dijo casi sin aliento—. Desearía saber, por favor, si tiene un libro sobre el tema… de…
Sir Henry Merrivale ha referido sus primeras impresiones de cuando la conoció, seguro de quién era por la descripción que Danvers le había dado. Y estas primeras impresiones merecen indicarse aquí.
—Una muchacha muy bien parecida —había dicho como si de un cumplido se tratase—. Una de esas jóvenes del campo que, sin darse cuenta, irradian sex-appeal. Le gusta que la consideren de trato agradable, cortés y corta de genio en público, pero lista como el diablo en privado. Si se enamora de algún joven (probablemente ya le habrá ocurrido) jamás pensará en nadie más. Leal; bastante inteligente; le gustan los chismes.
Danvers había adoptado ese aire apacible y vetusto que en épocas pasadas había engañado a tanta gente en Londres.
—¿Qué? —le instó Danvers—. ¿Un libro sobre…?
Joan vio entonces a Henry Merrivale y se sorprendió un poco.
—Discúlpeme —dijo Danvers golpeándose suavemente la frente—. ¿Puedo presentarle a un viejo amigo? Miss Bailey; sir Henry Merrivale.
—¿Cómo está usted? —dijo cordialmente Joan, que se interesaba por cualquier forastero que llegara a Stoke Druit. Luego cruzó por su mente una vaga idea—. ¿No he… no he oído hablar de usted en alguna parte?
—Tal vez… —dijo el hombre importante con modestia.
La luz de la lámpara brillaba sobre el cabello castaño, suave y abundante, enrollado alrededor de la cabeza. Tenía una tez tan clara que se le notaba cualquier cambio de color. Entonces fue cuando ella recordó.
—¡Ya sé! Es usted el hombre que anda aclarando los misterios de las habitaciones cerradas, las desapariciones y los milagros. Debe de haber venido aquí para…
Joan calló de pronto. Su mano izquierda se movió para tocar el bolso que colgaba del brazo derecho; luego la dejó caer rápidamente. Henry Merrivale no pareció haberlo observado.
—Escuche, joven —dijo mirándola descaradamente de arriba abajo—. ¿Nadie le ha dicho que tiene una figura que dejaría chiquita a Afrodita?
Joan le miró. El rostro se le encendió.
¡Realmente! —dijo Joan con seriedad—. ¡No, por supuesto que no! Es decir, excepto… Quiero decir…
Danvers acudió en su ayuda con su tacto acostumbrado.
—No debe hacer caso de sir Henry —le aseguró con una sonrisa—. Esta es su idea de un cumplido social. Este… ¿cómo está su tío?
Miss Bailey lanzó otra mirada hacia Henry Merrivale. A pesar de su expresión, era evidente que a ella no le disgustaba el viejo atrevido de cara extraña.
—Tío George —contestó— tiene… sus ocurrencias. Dice que va a haber otra guerra. Dice que se va a luchar con tanques y aviones más que con fusiles y alambre de púas. De tanto en cuando va al War Office, pero cortésmente le aseguran que el asunto está en buenas manos. En este momento —Joan intentó una sonrisa— está instalado en la pradera, cerca de High Street, tratando de pintar su enésima versión de La Viuda. Y esto me hace recordar, míster Danvers —continuó Joan, mirando a Henry Merrivale con arrogancia, pero sin dejar de hablar—, ¿en su escaparate va a haber esta tarde alguna exposición especial de cuadros u otra cosa?
El librero estaba intrigado.
—¡No, por supuesto que no! ¿Por qué me lo pregunta?
—Bueno —rió Joan igualmente intrigada—, afuera hay unos veinte chicos sentados en la acera, frente al colmado, observando esta casa como si pensaran que va a quemarse; también he contado once perros.
—«¡Cuerno!» —suspiró sir Henry Merrivale con la culpa grabada en su cara.
—Deben de haber tomado el té —dijo Joan—, porque están limpios. Lo más curioso del caso es que tres de los padres van de arriba abajo fumando enormes puros. Nunca creí que míster Bull —se refería al carnicero— pudiera permitirse ese lujo.
Henry Merrivale habló de pronto, pero esta vez con voz suave e impasible.
—Usted venía aquí —observó— en busca de un libro sobre algo. ¿Era sobre anónimos?
—No, no lo era —replicó Joan alzando su redonda barbilla. Se volvió hacia el librero—. Míster Danvers —continuó con desesperada franqueza—, ¿hay algún libro con la leyenda verdadera de este… este monolito que llaman «La Viuda» o «La Vieja Viuda»? Creo que su nombre completo es «La Viuda Burlona».
—Mi querida niña, no existe ninguna leyenda «verdadera».
—¡Por favor! —rogó Joan—. ¡Por favor!
—Mi querida niña, ¡se lo aseguro! Esa figura es más vieja que los daneses, más vieja que los normandos. Las guías turísticas de este distrito —señaló hacia la parte delantera de la tienda— contienen poca información más de lo que está impreso en el reverso de las tarjetas postales que se pueden encontrar en casi todos los comercios de esta aldea. Discúlpeme un instante, por favor.
Danvers, moviéndose sin hacer ruido detrás de uno de los armarios enrejados que formaban una especie de cuadrado alrededor del escritorio, buscó sobre el estante de la chimenea una tarjeta postal en color y un croquis a lápiz en un marco, de unos quince centímetros de alto por diez de ancho, y regresó con ambas cosas. Dando la vuelta a la postal, leyó las pequeñas letras impresas en el ángulo superior de la izquierda.
—Pero si he sabido todo esto desde niña —declaró Joan—. Lo que preguntaba…
Danvers levantó la mano.
Dejó la postal y tomó el marco con el croquis dibujado a lápiz.
—Esto —explicó— no es más que la reconstrucción imaginaria hecha por un artista ambulante de principios del siglo XIX de La Viuda, tal como él la concebía.
—¡Guárdelo! —exclamó Joan. Los ojos azul claro pedían excusas, pero en su boca rosa se veía el temor—. ¡Por favor, quítelo de mi vista!
—¡Por supuesto, mi querida miss Bailey!
Danver puso el croquis boca abajo sobre el escritorio, pero no sin que antes Henry Merrivale hubiese visto la cara de una mujer de mediana edad, con pronunciadas ojeras debajo de los ojos y abundante pelo castaño oscuro cayendo en rizos hasta los hombros. La expresión de la mujer era desagradable. Los extremos de los ojos estaban vueltos hacia arriba, los labios eran de color rojo y su aspecto ofrecía algo que es más fácil de comprender que de describir.
—Siempre he tenido miedo de ese dibujo —confesó Joan—, aun ahora que está en tantas tarjetas postales.
—¡Oh! —dijo bruscamente Henry Merrivale—. Este sólo es uno de los duendes imaginarios que Phiz sabía hacer tan bien. Nunca existieron.
Otra vez Joan intentó reír.
—¡Claro que lo sé! —contestó a pesar de que no podía ocultar su temor como tampoco su sex-appeal—. Pensaba únicamente en esas cartas… la mujer que las escribió… si alguna vez la conociera…
Calló, consciente de haber cometido una gran indiscreción.
—Si no tiene ninguna leyenda sobre ella —continuó vivamente—, bueno…, así es, ¿no es cierto…?, siento mucho haberle molestado, míster Danvers —sus dedos volvieron a tocar el bolso de mano—. Y encantada de haberlo conocido, sir Henry. Pero debo ocuparme de la cena y se está haciendo muy tarde. ¿Me disculparán?
Joan se dirigió a prisa hacia la puerta y la campanilla resonó tras ella.
Hubo un prolongado silencio.
—Rafe —musitó Henry Merrivale jugueteando con su paquete de cigarrillos—, ¿quién es su novio? ¿Gordon West?
—Los chismes así lo dicen… ¿Cómo lo sabe usted?
—Bueno, estaba escuchando atentamente lo que usted decía… Rafe, es una joven muy simpática.
—¡Sí! Y así son los demás. De lo más simpático, de lo más amables… —Danvers calló señalando la esquela doblada que estaba sobre el escritorio—. Y, sin embargo, alguien escribe esto. ¡Por el amor de Dios, vuelvo a pedirle que nos ayude!
—Vea, amigo mío, no necesita sobornarme con las memorias de Fouché —dijo Henry Merrivale con mucha calma—. ¡Cáspita! Estoy dispuesto a ayudar, pero no puedo.
—¿No puede?
—Cierto que puedo dar indicaciones. ¿Pero no ve que éste, entre todos los casos, exige una organización policíaca?
—No, no lo veo.
—Rafe, la policía tiene el sistema reglamentado. Las mil preguntas que deben hacer, las diligencias de puerta en puerta. Hijo, yo no lo podría hacer aunque quisiera. Mi papel estriba en estar sentado y pensar. ¿Quiere que le dé un ejemplo?
—Sí.
—Rafe —dijo Henry Merrivale mirando con desprecio la cajetilla y luego alzando la vista—, de su lista de sospechosos y de no sospechosos, ¿quién ha recibido la mayor cantidad de anónimos?
—¡No lo sé! ¿Cómo podría saberlo?
—Bueno, amigo mío, ésta es la primera pregunta que hará la policía, con toda inocencia, entre un montón de preguntas inofensivas. ¿Por qué? Porque la persona que ha recibido la mayor cantidad de anónimos es casi siempre la que los escribió.
Danvers se tocó las gafas y pareció nervioso.
—La policía, cuando estuvo aquí, fue muy tonta o demasiado… ¿cómo le diré…? para no ver sino un accidente en la muerte de miss Martin. Pero no pude obligarla.
—¡Oh!, pero yo sí —dijo Henry Merrivale con ironía—. Déjelo de mi cuenta.
Mientras se metía la cajetilla en el bolsillo, Henry Merrivale se levantó pesadamente y desdobló el anónimo para volver a leerlo.
—También tienen que buscar la máquina de escribir —refunfuñó—. Oiga, Rafe. ¿Recuerda cuando a principios de los años veinte se fabricaron las primeras máquinas de escribir portátiles?
—Sí. ¿Qué relación tiene con esto…?
—Rafe, tuve una pequeña máquina «Formosa» tan ligera que no pesaba nada. Tenía un teclado de tres hileras y daba cabida a las letras y a los signos en forma extraordinaria. La mía marcaba un signo de exclamación fuera de lugar cada vez que intentaba poner una coma, y el resultado era como renegar en esperanto.
—Pero en esta carta no hay esa clase de errores.
—Oh, era un ejemplo —murmuró Henry Merrivale, lanzándole una mirada extraña.
Y ahora, Rafe, parece que me voy a quedar en Stoke Druid más tiempo de lo que pensaba. ¿Hay algún hotel donde pueda alojarme?
—Yo le alojaré, por supuesto.
Henry Merrivale pareció molesto.
—Rafe —dijo—, si no le importa, me gustaría tener en su casa el centro de operaciones. Pero de nada servirá si me paso el día y la noche entrando y saliendo acudiendo a las llamadas, como me obligarían esos tipos. ¿Dónde está el hotel?
Danvers suspiró.
—Hay dos. El Nag’s Head, aquí al lado, cruzando una callejuela. Y luego el Lord Rodney, frente al primero, al otro lado de la calle.
—¿Cuál me recomienda?
—El Lord Rodney es uno de esos viejos hoteles Tudor, edificado hace uno o dos años cuando mistress Conklin creía que vendrían muchos turistas —Danvers habló con leve disgusto—. El Nag’s Head fue construido en el siglo XV, igual que la iglesia. Es quizá más pequeño y menos… este… aseado. Pero usted preferirá, por supuesto, el del siglo XV.
Henry Merrivale simplemente le miró.
—¡Bueno! —dijo—, siento una fuerte atracción por el del siglo XV, pero siento una atracción aún mayor por los cuartos de baño que funcionan bien y por las puertas que no dan directamente al aire libre en un segundo piso. Sólo porque soy por naturaleza propia obstinado.
Para disimular esta observación, Henry Merrivale lanzó una mirada de fastidio al ejemplar de Las Torres de Barchester que estaba sobre el escritorio.
—Trollope, ¿eh? —dijo con desprecio—. ¿Todavía puede leer a esa vieja posma?
Danvers se agitó instantáneamente.
—Mi estimado Henry —dijo—, ¡qué agradable debe ser tener esa inflexible confianza en sí mismo! ¡Qué fácil es pensar, como usted hace, que no ha existido ningún novelista a excepción de Dickens!
—Es verdad —dijo Henry Merrivale—. ¡Oh!, uno de estos días me gustaría ver algún sketch titulado: «Si Dickens hubiese escrito las novelas de Trollope».
—¿Lo encontraría divertido?
—Divertido tal vez no. Pero muy consolador. Las misteriosas damas que miran de soslayo desde sus ventanas de la rectoría de Framley. El obispo clavado con una daga en el árbol lleno de espinas. Los curas y los vicarios con ojos feroces golpeando puertas y registrando afanosamente muebles para encontrar los papeles desaparecidos.
—El hecho es, Henry, que solamente le gusta lo incongruente. Tales cosas, le aseguro, no ocurren en la vida real. En verdad se podría decir…
¡«D-dang»!, sonó la campanilla de la puerta de entrada, la cual se abrió con tanta violencia que derribó los libros de un estante del escaparate. El mismo estrépito se produjo al cerrarse la puerta.
Aunque la luz débil y suave se prolongaba en la calle, adentro iban acumulándose las sombras. En el vano de la puerta apareció la silueta de un hombre alto vestido de clérigo anglicano.
Viendo que no había aparentemente por dónde pasar a través de la fila de mesas, el clérigo saltó por encima de la primera con la naturalidad propia de un atleta entrenado. Salió brillantemente sobre la segunda mesa, aunque su talón hizo caer dos libros como si fueran platos destinados al tiro.
Al encontrarse frente a una mesa con libros hasta la altura de la cabeza, comprendió de pronto que su comportamiento era impropio y, vacilante, ruborizado, avanzó hacia donde se hallaba el asombrado librero.
—¿Míster Danvers? —preguntó jadeante—. Verdaderamente le presento mis más sinceras disculpas. Por desgracia algunas veces yo… este… me apresuro sin pensar dónde estoy.
—No tiene por qué —murmuró Danvers, y le saludó.
Otra idea cruzó por la mente del vicario.
—También debo disculparme por otra cosa. Por desgracia mis obligaciones han sido tan apremiantes últimamente que me han impedido visitarle. Míster Danvers, para sostener una larga charla sobre libros —el encanto de su sonrisa templó la atmósfera de la habitación.
—No tiene por qué —repitió Danvers sonriendo. Su expresión era dubitativa.
Pero un tema ocupaba y abrasaba en tal forma la mente del reverendo James Cadman Hunter que excluía cualquier otro. La sinceridad ardía en él como una llama, una llama peligrosa tal vez, pero siempre sincera.
—He venido a preguntarle —continuó— si tiene algún libro sobre el arte de escribir anónimos.
—Sobre el arte de escribir anónimos —repitió sencidamente Danvers, y se movió para ocultar con su cuerpo la carta que estaba sobre el escritorio.
—Sí —dijo con calma el reverendo James—. Tengo la intención de predicar sobre este tema mañana por la mañana.
Silencio…
Si el reverendo esperaba provocar una impresión, aun subconscientemente, no cabe duda de que la provocó. Danvers se quedó inmóvil. Henry Merrivale, que había sacado y encendido un cigarrillo, se quedó paralizado con el pitillo en la mano.
—Se lo digo —prosiguió el reverendo James— porque no es ningún secreto. Si lo considerara conveniente, lo haría anunciar esta noche en la aldea. Señores, les diré la verdad a los feligreses. Les avergonzaré, les acosaré con cuanto disponga para ello. Les diré a la cara lo que pienso de ellos. Si no les gusta no será culpa mía.
Danvers habló en voz baja.
—Pero a sus feligreses… —calló—. ¿Por qué?
—¿No asiste con frecuencia al servicio religioso?
—No. Claro que no.
—Ellos podían habérmelo dicho —comentó el reverendo James—. Por lo menos algunos podían habérmelo dicho. Sin embargo, temen el escándalo y han preferido callar. Yo podría haber salvado la vida de esa inocente mujer… —vaciló mientras apretaba los puños—. Desde ahora tengo un plan para descubrir al autor de los anónimos y exponerlo a la vergüenza pública. No… no debo revelar el plan para mañana. ¿Pero, a mí mismo? No tenía idea de esta peste hasta que esta tarde ¡yo mismo recibí una carta!
—¿Puedo preguntar —dijo Danvers mirando al suelo— lo qué decía la carta?
—Sí —repuso el reverendo James, irguiéndose. Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y no la encontró—. Yo… la he dejado en la vicaría. Me acusa de… de una relación ilícita con miss Joan Bailey.
Después de haber hablado con franqueza, articuló enérgicamente:
—Me propongo leer esa carta en voz alta mañana por la mañana, en la iglesia.