No hay modo de saber qué versión de una mentira es verdad. ¿Es el Sarajevo real aquel en el que la gente era feliz, se trataba bien, vivía sin conflicto? ¿O es el Sarajevo real el que ve hoy, en el que la gente intenta matarse, en el que las balas y las bombas caen desde las colinas y los edificios se derrumban? Dragan sólo puede plantear la pregunta. No cree que haya modo de saberlo a ciencia cierta.
Pasa ya del mediodía. Lleva más de dos horas aquí, al lado del cruce. Le parece que han pasado días. Atascado en una especie de tierra de nadie, impedido pero no impedido de ir a la panadería, donde una pequeña hogaza de pan le espera. Puede cruzar cuando quiera. En ningún momento ha venido nadie a decirle no, Dragan, no puedes cruzar. Siempre ha sido su decisión.
Sabe qué mentira se dirá a sí mismo. La ciudad en la que vive está llena de gente que algún día volverá a tratar a los demás como seres humanos. La guerra acabará, y cuando se mire atrás se hará con pesar, no con recuerdos entrañables de la gloria perdida. Mientras tanto, él seguirá caminando por las calles. Calles en las que no habrá muertos ni cuerpos abandonados. Ahora se comportará como espera que algún día se comporte todo el mundo. Porque la civilización no es algo que uno construye y ya está, sigue ahí para siempre. Necesita ser reconstruida constantemente, ser recreada a diario. Se desvanece mucho más deprisa de lo que él habría creído posible. Y si él desea vivir, debe hacer cuanto esté en sus manos para evitar que el mundo en el que quiere vivir desaparezca. Mientras haya guerra, la vida es una medida preventiva.
El cámara se ha marchado, se ha ido a un cruce más concurrido. Necesita gente que se arriesgue y que reciba un disparo o, si eso no ocurre, cuanto menos den la apariencia de que van a morir. Finalmente conseguirá lo que quiere. Es sólo una cuestión de tiempo.
Dragan se decide. Va a cruzar. No va a permitir que los hombres de las montañas le detengan. Éstas son sus calles y él las recorrerá a su antojo. En algo menos de cuatro horas el violonchelista tocará por última vez.
Se recoloca el abrigo y sacude un pie que se le ha dormido. El cielo empieza a encapotarse, el aire parece más frío. Avanza hacia el cruce. Arrastra los pies sobre el pavimento y en algún lugar, cerca, un coche acelera. Un pequeño pájaro vuela frente a él. Dragan no corre. Sabe que debería hacerlo, sabe que probablemente el francotirador siga en su escondrijo. Él podría estar ahora en su punto de mira. Bastaría una leve presión sobre el gatillo para morir.
Sus pies no responden al apremio de su mente. No puede correr. A un ritmo pausado, su cuerpo le lleva hacia adelante, pasa el punto donde Emina cayó herida, hacia el otro lado. Podría estar caminando por cualquier calle del mundo. Para un observador casual, no es más que un anciano dando un paseo.
Nada más lejos de la realidad. Dragan está aterrado, nunca había tenido tanto miedo. Pero no puede obligarse a ir más deprisa. Al cabo, deja de intentarlo. Mantiene la vista clavada en la zona segura a la que se dirige e intenta no pensar en nada más que en poner un pie delante del otro.
Empieza a comprender por qué no corre. Si no corre, vuelve a estar vivo. El Sarajevo en el que quiere vivir vuelve a estar vivo. Si corre, no importará cuántos cuerpos yazcan en las calles. Tal vez la gente que le esté viendo piense que está bloqueado, catatónico, y que ya no le importa si vive o muere. Se equivocan. Le importa más que nunca.
Ha estado dormido desde que la guerra estalló. Ahora lo sabe. Defendiéndose de la muerte ha perdido su aferramiento a la vida. Piensa en Emina, arriesgando la vida para llevar pastillas caducadas a alguien a quien no conoce. En el joven que corrió a la calle para salvarla cuando la dispararon. En el violonchelista que toca por aquellos que murieron víctimas de un ataque con mortero. Ahora podría correr, pero no lo hace.
Espera oír el disparo, sentir la bala que le alcanzará. Pero la bala no llega. Está y no está sorprendido a partes iguales. Nunca hay modo de saberlo. No importa. Si llega, llegará. Si no llega, será uno de los afortunados.
Dragan alcanza el otro lado de la calle. No ha tardado mucho, pero tiene la sensación de que ha transcurrido una gran porción de su vida. Se alegra de que el cámara se haya marchado. Sabe que ha protagonizado una escena televisiva horrible. Un anciano cruzando la calle sin que nada ocurra. Difícilmente una noticia.
Se encamina hacia el oeste, hacia la panadería. Debería estar allí en diez minutos más. Pero entonces su mano palpa en el bolsillo un pequeño bote de plástico lleno de pastillas y un pedazo de papel con una dirección, y sabe que tardará un poco más. Aun así, no más de media hora. Comprará el pan y después volverá por este mismo camino, trabaje o no el francotirador. En el trayecto de vuelta a casa dará un rodeo hacia el sur del mercado y esperará a que den las cuatro, para poder narrarle a Emina lo que ocurrió el último día en que el violonchelista tocó.
Dragan sonríe al pasar junto a otro anciano. El hombre no le mira, mantiene los ojos clavados en el suelo.
—Buenas tardes —dice Dragan, con voz radiante. El hombre alza la mirada. Parece sorprendido—. Buenas tardes —repite Dragan.
El hombre asiente, sonríe y le desea lo mismo.