Flecha

La llevan a lo que queda del edificio del Parlamento, uno de los más altos de la ciudad. Los hombres de las montañas lo han atacado con centenares de morteros, lo han incendiado y luego han lanzado cientos de morteros más. La torre es un objetivo, no sólo por ser un símbolo del gobierno que han jurado derrocar, sino también porque todo Grbavica es visible desde sus plantas superiores.

Flecha siempre ha evitado este edificio, en parte porque es un lugar obvio desde el que operaría un defensor, convirtiéndolo en blanco de ataques frecuentes, y en parte porque está lleno de otros miembros de su propio ejército. Lo considera un terreno ya reclamado.

En el vestíbulo, que permanece sorprendentemente intacto, un hombre la espera. Está de pie junto a los ascensores, fumando. Hay dos guardias apostados a la entrada, pero apenas les prestan atención a ella y a sus escoltas. Flecha cruza el suelo de mármol y deja atrás dos grandes plantas.

—Los otros pisos están peor —le dice el hombre que la espera, como leyéndole los pensamientos.

Los otros tres, que han permanecido pegados a ella como caracoles a una hoja desde esta mañana, le devuelven un gesto afirmativo, satisfechos por haber cumplido con éxito la misión, cualquiera que fuese, que se les había encomendado, y se marchan.

—No parecen muy duros, ¿eh? —dice el hombre cuando se han alejado. Tiene aproximadamente su misma edad, no más de treinta. Es alto, su semblante es de esos que siempre parecen risueños, al margen de la situación, y tiene el pelo rizado. Lleva un mono gris y sujeta un rifle semiautomático con una mano—. Me llamo Hasan —dice.

—Flecha —dice ella. Intenta que la cordialidad del hombre no la conmueva.

—Claro. He oído hablar de ti. Creía que no existías. —Sonríe y ella no sabe discernir si bromea o no.

—No sé lo que habrás oído —dice—, pero probablemente no sea verdad.

—Probablemente no —conviene él—. Aun así, será agradable, para variar, trabajar con alguien que sabe lo que hace.

Apaga el cigarrillo y abre una puerta que da a una escalera.

—¿Cómo te suenan catorce pisos?

—Bien —dice ella.

Los suben en silencio. La escalera está a oscuras; la única luz que hay procede de una pequeña linterna que Hasan enfoca al frente. Ella huele el humo.

Pierde la cuenta del ascenso y cuando llegan a su planta choca contra su acompañante accidentalmente al detenerse él para abrir la puerta.

—Perdona —dice.

—Tranquila. —Apaga la linterna y se la guarda en el bolsillo mientras abandonan la escalera.

Hasan no bromeaba al decir que las otras plantas estaban peor. Lo que no está quemado, ha quedado reducido a astillas por los morteros. Hay cristal roto, metal retorcido y otros escombros irreconocibles desperdigados por las salas, y el viento sopla libremente por entre las ventanas inexistentes y los orificios abiertos en la fachada.

—¿Estás preparada para salir de caza? —le pregunta en voz baja, ya no tan despreocupado.

—No —dice ella—. En absoluto.

Hasan retrocede un paso y la mira.

—No entiendo.

—¿Qué estamos haciendo aquí, exactamente? —Formula la pregunta con un tono algo más alto del que desea.

—Muy sencillo. Probablemente el coronel Karaman sólo quiere asegurarse de que eres tan buena como dicen antes de encargarte algo más complicado. Vamos a posicionarnos. Yo elegiré un blanco y tú dispararás. Fácil. Lo harás bien. —La mira expectante.

—¿A quién vamos a disparar?

Hasan se encoge de hombros.

—Aún no lo he decidido. A uno de ellos. Ya veremos quién está a tiro.

Flecha se pregunta cómo ha acabado aquí arriba, qué ha hecho para acorralarse en este rincón. No se le ocurre nada concreto y eso la irrita.

—Por aquí —dice Hasan, y la precede por un pasillo en dirección al extremo sur del edificio. Cuando están a unos cinco metros de las ventanas, le indica con gestos que se agache, y a partir de ahí avanzan reptando. Alcanzan la fachada y él señala una ventana, empieza a levantarse. Las ventanas están a un metro del suelo y no ofrecen protección a la vista. Para tener a alguien a tiro, deberá ponerse en pie y disparar, convirtiéndose en blanco para cualquiera que tenga un rifle en Grbavica o en las colinas.

No —dice Flecha—. Allí. —Señala un orificio abierto en la pared, de unos treinta centímetros de anchura. Por un segundo cree que Hasan se negará, pero él accede, y ambos reptan hasta él. Ella se posiciona y Hasan suelta el arma y se saca unos binoculares del bolsillo del mono. Se levanta frente a la ventana, hace un barrido rápido del entorno y vuelve a agacharse.

—Es un buen enclave —dice.

Flecha mira por el visor. Grbavica es tierra baldía. No consigue encontrar ni un solo edificio que no luzca la señal de las armas. Las calles apenas son ya calles. El pavimento está resquebrajado y salpicado de coches destrozados y pedazos de edificios. Ve a muy pocas personas, ningún soldado. Saben de las vistas de este edificio y ahora ya no pasan por delante de él. Flecha se pregunta cómo van a encontrar a alguien a quien disparar.

—Yo antes vivía allí —dice Hasan—. ¿Ves aquel edificio rojo, a unos cien metros al oeste del puente?

Ella lo ve. Está en el frente de batalla, muy deteriorado. Aunque debía de haber sido un lugar bonito en el que vivir antes de la guerra. Justo al lado del río, con muchos árboles.

—Estaba en el trabajo cuando los hombres de las montañas fueron con los tanques y lo tomaron. Si hubiese estado allí, habría muerto. Mataron a mi hermano pequeño. Tenía doce años. Y a mi padre. No sé dónde están mi madre y mis hermanas. Lo único que he conseguido averiguar es que ya no están en Grbavica.

Flecha no sabe qué decir. Su historia no es insólita. No está segura de si él espera que diga algo. Confía en que no.

—Probablemente también estén muertas. Casi confío en que estén muertas. Sería mucho peor que estuvieran obligadas a vivir con esos monstruos. —Lo dice sin emoción, con una franqueza llana que asombra a Flecha.

—A mi padre también lo mataron —dice, sorprendiéndose a sí misma—. En la primera batalla en el edificio del Cantón.

Hasan asiente.

—Les haremos pagar por lo que nos han hecho, por lo que le han hecho a todo el mundo.

Flecha no responde, pero empieza a invadirle cierta desazón. Hay algo en el tono de Hasan, en su deseo de venganza, que la enerva. Ella también ha sentido en numerosas ocasiones ese deseo de compensación, ha matado por él. No sabe por qué ahora le molesta.

Hasan devuelve la atención a la ventana. Flecha mira por el visor y rastrea las calles en busca de algo con aspecto militar. A veces puede resultar difícil distinguir un soldado de alguien que no lo es. Los hombres de las montañas son, en su mayoría, una fuerza irregular y, por lo general, no llevan uniformes. Si tienen un arma, obviamente son combatientes, pero muchos de ellos no la llevan a la vista o, en el caso de los oficiales y otros soldados de mayor rango, no llevan sino pistolas, que son difíciles de avistar desde la distancia. Ha descubierto que muchas pueden detectarse por el modo en que una persona se mueve, por el modo en que se mueven quienes lo rodean. Un oficial camina erguido, con aire arrogante, le muestran respeto, se apartan de su camino. Los soldados suelen trasladarse en grupos, precedidos por el de menor rango. La paciencia suele verse recompensada, a menudo, dejando pasar a un hombre sin dispararle. Los demás suelen seguirle. Escoger un blanco puede ser un verdadero arte. Ella se pregunta cómo lo hará Hasan, si escogerá bien.

Sabe que está racionalizando en exceso, y que ya se ha comprometido con un principio, pero no tiene mucha más opción. Y, a fin de cuentas, no puede negar que esos hombres armados no se hayan ganado la bala que les encontrará.

Si es ella quien tiene que enviársela, bien, así será. Eligió hace meses. Es una suerte, supone, que consiguiera actuar tanto tiempo sin convertirse en parte de una maquinaria militar de mayor envergadura.

—Allí —dice Hasan—. He encontrado uno.

—¿Dónde? —pregunta ella. No ve nada a lo que merezca la pena disparar.

—A las dos en punto, cincuenta metros al sur del autobús amarillo.

Flecha mira y, justo detrás de un autobús quemado, un hombre enfila la colina. Intenta mantenerse próximo a los edificios, pero ha calculado mal las vistas y está a su alcance. Pero algo falla en él. Es viejo, quizá tenga unos sesenta y pocos años, y lleva la ropa demasiado ajada para ser un soldado. No hay firmeza en sus pasos, no hay autoridad, y es evidente que va desarmado.

—Ese hombre es un civil —dice ella—. No es un soldado.

—Es nuestro objetivo —dice Hasan—. Soy yo quien decide a quién disparar, no tú.

—No —dice ella—. No es un buen blanco.

Busca otro. Algo más arriba de la calle por la que sube el anciano ve un leve destello, un brillo metálico fugaz; un hombre da un paso a la derecha y entra en su línea de fuego. Se mueve como un soldado, fuma un cigarrillo. Se apoya sobre la otra pierna y su rifle queda a la vista. Es evidente que ignora su vulnerabilidad, se ha vuelto perezoso y distraído. Habla con alguien a quien ella no puede ver, de modo que no está solo.

—Allí, al sur. Allí hay un soldado. —Su dedo acaricia el gatillo. Concederá a Hasan la gentileza de dar la orden, pero su decisión ya está tomada.

—No —dice Hasan—. Olvídalo. Ya he elegido. Dispara a mi objetivo.

Flecha suelta el gatillo y mira a Hasan.

—No pienso matar a un civil desarmado.

Hasan se vuelve hacia ella.

—Matarás a quien yo te diga que mates.

Flecha sacude la cabeza.

—No.

Hasan se agacha.

—¿Qué crees que es esto? ¿Un juego?

—Podría preguntarte lo mismo —dice ella.

—Dispara.

—No. Mataré al soldado.

Hasan la mira y sacude la cabeza.

—No estamos negociando. Otras personas pueden disparar a los soldados. No es nuestro trabajo.

Flecha suelta el rifle y se vuelve para ver mejor a Hasan.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que no eres un soldado ordinario. La unidad del coronel Karaman no es una unidad cualquiera.

—¿Matáis a civiles?

Él se echa a reír.

—Pues claro. Hacemos muchas cosas. Esto es sólo una prueba, una prueba que no estás superando. ¿Crees que ese hombre es inocente? Contéstame a esto: ¿cómo es posible que pueda caminar libremente por las calles de Grbavica? ¿Por qué no está muerto o en un campo de concentración o lo que sea que hacen ésos?

Flecha sabe la respuesta a esto, sabe que es por que los hombres de las montañas le consideran uno de ellos.

—Eso no significa que sea uno de los hombres que nos están matando.

—No importa. Es uno de ellos. Ellos son sus hijos, él es su padre, o su abuelo, o su tío. Ellos han matado a nuestros padres y a nuestros abuelos y a nuestros tíos.

—Somos mejores que ellos.

—Por supuesto que sí. Ellos son animales rabiosos. Matándoles le hacemos un favor al mundo.

Flecha reflexiona sobre esto, se pregunta a cuántos hombres de las montañas habrá matado. Sus muertes han salvado vidas. Sabe que es cierto. Y sabe que lo único que siente al respecto es desdén por aquellos a los que ha matado. Pero no todos son así. Sus madres, sus padres, sus hermanas no son así.

—Algunos de ellos son buenos.

Hasan hace una mueca.

—Aún tengo que conocer a uno.

—La ciudad está llena.

—Y también nos encargaremos de ellos, a su debido tiempo.

—¿Qué significa eso? —pregunta ella.

—Pregúntaselo algún día a tu amigo Nermin Filipović —dice él—. En esta guerra hay dos bandos, Flecha. El nuestro y el suyo. No hay término medio que valga.

Vuelve a alzarse hacia la ventana, enfoca los binoculares hacia la calle.

—Sigue ahí. Quince metros más al sur. Apúntale.

Ella coge el rifle y mira por el visor. Encuentra al hombre donde le ha indicado Hasan y apunta. Ahora sabe lo que hizo para desencadenar este curso de acontecimientos. Puede identificar el momento en que sus opciones empezaron a desvanecerse. Los hombres de las montañas le dijeron que les odiaba e hicieron todo cuanto estuvo en sus manos para que fuera verdad. Ella no se resistió demasiado. Fue fácil. Se pregunta si habría sido posible actuar de un modo diferente. Confía en que sí. Confía en que, en algún rincón de la ciudad, haya gente resistiendo la tentación de convertir a esos hombres en demonios, de decir que todos son como ellos, de oponerse a su misma existencia como ellos siempre dijeron que hacía la población de Sarajevo.

Pero para ella ya es demasiado tarde. No puede retroceder en el tiempo, no puede deshacer lo que ya está hecho. Su dedo descansa sobre el gatillo y ella exhala, intentando ralentizar su pulso desbocado. Mira por el visor, efectúa un último ajuste. Ve al francotirador que enviaron para matar al violonchelista, con los ojos cerrados y una mano inerte junto al cuerpo. Oye la música y, esta vez, no dispara.

—No —dice—. No lo haré.

Se pregunta si Hasan acabará disparando al hombre o si le disparará a ella, pero no se mueve. Él se da la vuelta desde la ventana, ve cómo ella saca el rifle del orificio de la pared y se dispone a marcharse de la sala reptando.

—Espero que seas consciente de lo que estás haciendo —dice él.

Flecha sigue reptando.

—Sé exactamente lo que estoy haciendo —dice al llegar al pasillo, y se pone en pie.

Camina apresuradamente hacia la escalera, pero no corre. No se cuelga el rifle al hombro, no está segura de no ir a necesitarlo. La escalera está a oscuras y se ve obligada a bajar a ciegas. Cada sonido que oye le despierta la expectación de que Hasan la seguirá, pero él no lo hace. Flecha sale de la escalera y cruza el vestíbulo en dirección a la puerta trasera del edificio. Los dos guardias siguen allí, pero tampoco esta vez le prestan atención. Justo antes de cruzar la puerta doble que da acceso a la calle, consulta el reloj y ve que son casi las cuatro. Llega a la acera y echa a correr.