Kenan

Kenan camina con paso firme por la ciudad, cruza las vías de la zona oriental, se dirige hacia el norte por la calle Strossmayer y de nuevo cruza las vías de la zona occidental. Al llegar al otro lado de la calle principal, se detiene para descansar, deja las garrafas en el suelo. Cuando se prepara para volver a levantarlas, ve a Ismet bajando por la colina y espera mientras su amigo se acerca.

Ismet sonríe al verle.

—¿Por qué has tardado tanto?

Kenan no le devuelve la sonrisa. No sabe qué decir.

—Han bombardeado la destilería.

Ismet asiente, su expresión se ensombrece.

—¿Estás bien? —le pregunta, inspeccionándole con la mirada.

—Estoy bien. ¿Adónde vas tú? —Sabe que Ismet advierte que no está bien, pero no quiere hablar de eso ahora.

—Al mercado. Ven conmigo —dice, y se agacha para coger el agua de Kenan.

—¿Ya te has quedado sin ciempiés? —Kenan alza el agua antes de que Ismet pueda cogerla.

—Al menos déjame ayudarte.

—No pasa nada. No hay modo de equilibrarlas si me ayudas. De verdad. —Se vuelve hacia el oeste, hacia el mercado—. Vamos. —Lleva quince marcos en el bolsillo. Con un poco de suerte, encontrará alguna ganga. Tal vez algo para los niños.

Mientras caminan hacia el mercado, observa que Ismet no fuma. Normalmente lo haría, piensa, y una parte de él desea que su amigo le ofrezca otro cigarrillo. Se pregunta si será ése el motivo por el que Ismet no fuma, si se siente obligado a ofrecerle.

El mercado está abarrotado y Kenan abulta mucho con el agua.

—Espérame aquí —dice Ismet—, veré si hay algo que valga la pena. Vendré a buscarte si lo encuentro.

Ve desaparecer a Ismet entre la muchedumbre. Es uno de los mercados al aire libre más concurridos de la ciudad, pero no es grande y han apiñado el máximo de mesas posible en la plaza. Este lugar no es el verdadero mercado negro, aunque no cabe duda de que la mayoría de los productos que en él se venden han llegado a la ciudad por medios ilícitos. Ha venido aquí a comprar durante la mayor parte de su vida y un buen porcentaje de los alimentos que ha ingerido, los alimentos que le han convertido en la persona que ahora espera aquí, procedía de estas mesas. Nunca imaginó que algún día llegaría a sentirse como un rehén de este mercado.

Kenan piensa en el túnel, en que podría utilizarse para sacar a todos los niños de Sarajevo, en que podría utilizarse como medio para salvar la ciudad. En lugar de eso, tienen instalados unos raíles para las carretas que transportan los productos que se venden aquí a unos precios ridículamente inflados. Es el nuevo tranvía. Y entonces Kenan comprende qué ha sido de su lavadora. En su momento no había pensado en ello, pero ¿qué iba a hacer alguien con un electrodoméstico en una ciudad sin electricidad? Ahora ve que las carretas que entran en Sarajevo cargadas con bienes destinados al mercado negro no se marchan vacías. En algún lugar, en una ciudad distinta de este infierno, alguien está lavando su ropa con una máquina que compró por una bicoca, a sabiendas o no de que estaba siendo cómplice de la destrucción de esta ciudad.

En la misma calle, algo más allá, hacia el oeste, ve a un hombre de pie junto a un Mercedes negro. Lleva un chándal nuevo y es evidente que está bien nutrido. Fuma y parece esperar algo. Cada poco mira hacia el final de la calle, hacia Kenan, en la dirección de la que viene el tráfico.

Un camión grande pasa de largo. Kenan recuerda haberlo visto en la destilería, es uno de los camiones que iba a cargar agua y que pasó a toda velocidad por su lado colina arriba. Había dado por hecho que estaba destinado a las tropas del frente o al hospital. Pero el camión aparca detrás del Mercedes negro, y el conductor se apea y habla con el hombre que espera junto a él. Kenan no sabe qué se dicen, pero el hombre le entrega al conductor un documento y le da una palmada en la espalda. El conductor sube de nuevo al camión, sale a la calle y desaparece en la distancia. Kenan no tiene idea de adónde va, pero comprende a la perfección lo que acaba de ver, sabe que el agua que transporta ese camión no está destinada a nadie que la merezca.

Al principio se queda allí, conmocionado. Pero, al rato, empieza a entenderlo. Por supuesto que compran y venden agua. Compran y venden todo lo demás, de modo que ¿por qué iba a ser esto diferente? Si tuviera dinero, él también pagaría lo que fuera por haberse ahorrado este día, por no haber visto y hecho lo que ha visto y hecho. Sin embargo, no está bien. No deberían poder hacer esto.

Y ahora está furioso. Sólo ve al hombre del chándal al lado del Mercedes y lo único que quiere es echarle las manos al cuello. Avanza un paso, nota que la cuerda que ata las garrafas de agua le resbala de los hombros. Se detiene, da otro paso, se detiene de nuevo. No puede permitirse abandonar el agua. Desaparecería incluso antes de que él llegara hasta el hombre del chándal.

Kenan retrocede y recupera la cuerda y el agua. Se la cuelga sobre los hombros, su peso ya es una carga familiar. Le parece poco probable que algún día consiga liberarse de ella. Así será. Cargará con esta agua a la espalda de por vida, como Atlas con el mundo, y no estará bien. Se tambalea hacia adelante, su visión se reduce al hombre del chándal.

El hombre fuma un cigarrillo y mira hacia el mercado. Sus movimientos son lánguidos. No tiene especial prisa. Se da la vuelta y mira en la dirección de Kenan. Le mira directamente, parece reírse de él, de la escena de un hombre intentando correr con toda esa agua a cuestas. El hombre no sabe que Kenan va a por él, que él es detonante de la escena cómica que le hace sonreír. Eso enfurece aún más a Kenan.

El hombre del chándal tira la colilla al suelo, va hasta el otro lado del coche y abre la puerta. Rebusca en los bolsillos hasta que encuentra unas gafas de sol. Echa el aliento sobre los cristales, los limpia con el extremo de la camiseta que lleva debajo del chándal y sube al coche. El Mercedes cobra vida y sale a la calle a toda velocidad. Para cuando desaparece de la vista, Kenan tan sólo ha recorrido tres cuartas partes del tramo que distaba entre ambos.

Kenan sigue andando. Se detiene donde el Mercedes estaba aparcado, mira la colilla que el hombre ha tirado. Aún humea; no ha apurado el cigarrillo, queda una buena cantidad de tabaco. Es un cigarrillo americano, de los que a Kenan en realidad nunca le gustaron pero que fumaba si no tenía otros. No ha vuelto a probarlos desde el comienzo de la guerra.

Una anciana pasa correteando junto a él, se agacha y coge la colilla. Con una mano marchita lo introduce en una lata y sigue calle abajo, sin alzar la mirada en ningún momento. Parece más un cangrejo que una persona.

Kenan oye música. Es débil y el sonido viene y va, a ratos sofocado por el ruido de la calle, pero en intervalos más silenciosos regresa. Sin saber por qué, sin creer que tiene ningún motivo para hacerlo, Kenan sigue el sonido y cruza la calle, de nuevo hacia la ciudad. Una corta manzana más allá, la música crece en intensidad y Kenan ve una pequeña aglomeración de personas de pie, apiñadas contra los edificios que flanquean el extremo sur de la calle. Todos miran algo, no sabe qué.

Dobla la esquina y ve lo que miran. Encuentra un hueco en una pared, deja el agua en el suelo y se suma a ellos.

Kenan conoce a ese hombre. Le ha visto tocar antes, aunque no recuerda dónde. Lleva el esmoquin sucio y los zapatos rozados. Tiene el pelo negro y enmarañado, y una barba rala que contrasta con su poblado y largo bigote. Sus ojos reposan sobre sendas bolsas oscuras. El hombre parece venir de un combate, y parece que lo ha perdido.

Kenan ha oído hablar de esto. Alguien, quizá Ismet, quizá su esposa, le ha hablado de un violonchelista que toca a diario en la calle donde mataron a gente que hacía cola para comprar pan. Ocurrió hace una semana o así. El violonchelista lo presenció todo, lo vio desde la ventana de su apartamento. Cuando le explicaron lo que el violonchelista estaba haciendo, Kenan no dijo nada, pero pensó que era un poco absurdo, un poco sensiblero. ¿Qué podía confiar aquel hombre en conseguir tocando en la calle? No traería de vuelta a nadie de entre los muertos, no daría de comer a nadie, no reemplazaría ningún ladrillo. Era un gesto insensato, pensó, un ejercicio inútil de futilidad.

Nada de esto importa ya a Kenan. Contempla al violonchelista y siente que se va relajando mientras la música se filtra en él. Observa cómo el pelo del violonchelista se alisa, cómo su barba desaparece. El sucio esmoquin se torna limpio; los zapatos, tan pulidos y brillantes como un espejo. Kenan no había oído hasta el momento la melodía que toca el violonchelista, pero la reconoce; sus notas le resultan familiares y rebosantes de orgullo, un niño con un abrigo nuevo, paseando de la mano de su padre por una calle invernal.

El edificio que queda a espaldas del violonchelista se restaura. Las cicatrices de las balas y la metralla se enyesan y se pintan, y las ventanas se recomponen, se clarifican y destellan al reflejar la luz del sol. Los adoquines de la calle se recolocan. A su alrededor, la gente se yergue, se vuelve más alta, sus rostros adquieren volumen y color. Su ropa recupera los hilos perdidos, revive, se torna suave y pierde las arrugas.

Kenan mira cómo la ciudad sana a su alrededor. El violonchelista sigue tocando y Kenan sabe lo que va a hacer a continuación. Enfilará la calle hasta su apartamento. Subirá los escalones de dos en dos, sin siquiera resollar, y abrirá la puerta de golpe. Amila se sorprenderá de verle y él la abrazará y la besará, como se besaban cuando eran mucho más jóvenes. Le pasará los dedos por entre el pelo, denso y del color de la miel.

Su hijo, Mak, saldrá de su habitación sorprendido por el bullicio.

—Puaj —exclamará al verles, y Amila se zafará de él riéndose.

Juntos bajarán a la ciudad dando un paseo. Él cogerá de la mano a su hija pequeña.

—Papá —dirá ella—, ¿me compras un helado?

Kenan sonreirá y dirá que sí, y Sanja le apretará la mano, emocionada. Su hija mayor, Aida, protestará un poco al principio, preocupada por perderse los planes para ir al cine con su novio, un chico que no acaba de gustar a Kenan, pero enseguida cederá. Nunca ha sabido estar enfadada mucho rato, igual que su madre.

Deambularán por la ciudad, cruzarán el Baščaršija, dejarán atrás la biblioteca, bajo cuya cúpula de cristal, la que se alza sobre el vestíbulo principal, se está celebrando un concierto. En un pequeño restaurante que queda justo al oeste de la biblioteca, al que lleva yendo desde que era niño, comerán hasta que no puedan más. Él pedirá cordero y ćevapi, y se reirá con el camarero cuando éste derrame el café sobre la mesa, y las manos de todos tratarán de salvar la comida e impedir que el café les caiga en el regazo. En el camino de vuelta a casa pararán para comprar un helado a Sanja y, aunque Kenan sabe que no tiene hambre, ella insistirá en acabárselo, lo que inquietará un poco a Amila.

Estarán cansados, saciados y somnolientos, así que cogerán el tranvía que les dejará al pie de su calle en lugar de volver andando, y Kenan viajará de pie, sujeto a un poste, mientras su familia lo hará sentada. La ciudad transcurrirá por su lado como las aguas del Miljacka, con las calles llenas de gente, gente normal, gente feliz preocupada únicamente por si mañana lloverá.

Se apearán del tranvía y Kenan lo observará hasta que desaparezca de la vista tras la curva, en su camino hacia el oeste, hacia el aeropuerto. Mañana volverá a tomarlo muy temprano, llegará al trabajo antes que nadie. El Chelsea ha perdido hoy y Kenan chinchará a Goran, le preguntará por qué no puede ser aficionado de un equipo más digno.

Abrazará a su hija Aida, que se va al cine.

—Ten cuidado —le dirá—. Los chicos adolescentes sólo dan quebraderos de cabeza. —Ella pondrá los ojos en blanco, pero luego se inclinará hacia él y le dará un beso en la mejilla.

—Lo sé, papá —dirá ella, y él le pondrá dinero en la mano.

—Cómprate palomitas. Así no te sentirás en deuda con él.

Ella volverá a poner los ojos en blanco, aunque no estará enfadada, y él esperará con el brazo sobre los hombros de Amila a que cruce la calle corriendo, pues ella no quiere llegar tarde. Kenan mirará a su mujer y después a su hijo y a su hija pequeña, y se sentirá feliz, y nada de esto le será arrebatado jamás.

Pero todo esto le ha sido arrebatado ya. La música concluye, las notas cesan. Él vuelve a estar en la calle donde mataron a veintidós personas que hacían cola para comprar pan. Tal vez una furgoneta azul se llevara sus cuerpos. Tal vez sus cabezas colgaran inertes mientras los introducían en ella, como dirigiendo una última mirada a la calle donde los mataron.

El violonchelista reposa las manos y abre los ojos. No repara en la pequeña multitud que tiene frente a sí y ésta no aplaude. Varias personas han dejado flores a sus pies, pero no son para él. Kenan desearía poder dejarle algo, pero lo único que tiene es agua y quince marcos alemanes. Las flores que hay en el suelo son irrecuperables, sería inútil regarlas. Nada de lo que él tiene marcaría diferencia alguna.

El violonchelista se pone en pie, coge el taburete y se da media vuelta, entra en un portal, desaparece. Por un instante, Kenan se pregunta si en realidad estaba allí. El público se dispersa poco a poco, hasta que sólo quedan Kenan y una anciana. Ella sigue de pie contemplando la pila de flores y la cicatriz de la explosión en el pavimento, donde el mortero estalló.

Se vuelve hacia Kenan.

—Mi hija —dice— estaba aquí comprando pan. —Kenan no sabe por qué la mujer le dice esto—. Ella ya tenía, pero yo le pedí que intentara conseguir un poco para mí. —La voz de la mujer es suave, templada. A él le da la impresión de que no concuerda con lo que le está refiriendo.

Intenta pensar en algo que pueda decir y que tenga algún sentido, que le reporte sosiego o algo positivo a la mujer, pero no lo consigue. La mira y asiente, y nota que se le tensa el pecho.

—¿Qué debería decirles a mis nietos cuando me pregunten cómo murió su madre?

Se da la vuelta y Kenan comprende que no espera ninguna respuesta. Él tampoco tiene ninguna que ofrecerle. Guardan silencio y contemplan la calle y las flores. Un mortero cae detrás de ellos, en algún lugar de la ribera izquierda del río, pero ninguno de los dos se estremece. Al rato, la anciana se dispone a marcharse.

—¿Le gustaba el violonchelo a su hija? —pregunta Kenan, sorprendiéndose a sí mismo. No sabe por qué ha preguntado esto, no está seguro de qué importancia tiene. La mujer se detiene y él teme haber empeorado las cosas, haber hecho una pregunta fuera de lugar.

—No lo sé —contesta ella—. Nunca me lo dijo.

—Creo que era una gran amante de la música —dice él, y de verdad lo cree, está seguro de ello.

La anciana le mira, pero él no acierta a adivinar cuáles son sus pensamientos. Ella exhala largo rato y esboza una sonrisa menuda. Asiente dos veces, se da la vuelta y se encamina calle abajo.

Kenan sigue allí un rato, luego coge el agua y regresa al mercado. Cuando está a punto de cruzar la calle ve a Ismet. Está negociando con un hombre, las manos de ambos se agitan con frenesí y sacuden el aire. El hombre no se aplaca, o el menos eso parece. Las manos de su amigo caen, sus hombros se hunden un poco y, negando con la cabeza, Ismet rebusca en el bolsillo y saca tres cajetillas de cigarrillos. Las deja sobre la mesa y el hombre le tiende varios billetes.

Kenan observa cómo Ismet lleva los billetes a una mesa situada en el centro del mercado y se los cambia a una mujer por un pequeño saco de arroz. Es lo que el mundo les ha enviado, ayuda, y aunque no estaba destinada a la venta, se está vendiendo. Kenan sabe que Ismet ha arriesgado la vida por esos cigarrillos, que se los ha dado el ejército a modo de salario. Ahora ha visto cómo los cambia por algo que deberían darle gratuitamente, aunque no lo hacen, para que los hombres gordos con chándal y los hombres gordos con traje puedan enriquecerse.

Se oyen disparos en Grbavica y, de cuando en cuando, morteros en la ribera izquierda, y también al oeste, cerca del aeropuerto. Los hombres de las montañas están muy atareados hoy. El negocio les va bien y tienen muchos clientes. Kenan piensa en la mujer cuya hija mataron en la cola del pan, se pregunta cuántas mujeres como ella habrá en la ciudad, cuántas personas recorren las calles como fantasmas. Deben de ser muchas. Podrían llenar de tumbas hasta el último palmo de tierra, podrían convertir todos los parques y todos los campos de fútbol y todos los jardines en cementerios, y, aun así seguiría habiendo muertos. Hay muertos entre los vivos y permanecerán aquí mucho tiempo después de que la guerra termine, si es que termina.

Piensa en la señora Ristovski. No sabe qué le ha hecho ser como es, pero algo la ha matado, ahora ve que ella también es un fantasma. Lleva mucho tiempo siendo un fantasma. Y ser un fantasma estando vivo es lo peor que se puede imaginar. Porque, nos guste o no, tarde o temprano todos acabamos convirtiéndonos en fantasmas, se nos borra de la faz de la tierra hasta que nuestro recuerdo desaparece. Pero hay un tiempo en que no lo somos, y es necesario conocer la diferencia. En cuanto uno la olvida, se convierte en un fantasma.

Kenan no será un fantasma. Ya se le ha hecho bastante a esta ciudad en nombre de fantasmas. Se dice esto, como si al decirlo lo hiciera realidad. No eres un fantasma. No eres un fantasma. Pero, mientras se repite estas palabras, sabe que decirlo no lo hará realidad. Ni siquiera todas las palabras del mundo juntas podrían evitar que él se desvanezca.

Ve a Ismet saliendo del mercado, dirigiéndose al punto donde dejó a Kenan. Kenan coge el agua y se aleja del mercado. Ismet no le encontrará esperándole, y seguramente pensará que se cansó y se marchó a casa con el agua. Le verá más tarde. Compartirán una broma, hablarán de sus familias, de la esperanza de que esto se acabe. Serán ellos quienes reconstruyan Sarajevo, cuando llegue el momento. Devolverán cada ladrillo a su lugar, recolocarán cada ventana, taparán cada agujero. Reconstruirán la ciudad sin saber si ésa será la última vez en que haya que reconstruirla. Se granjearán el derecho de hacerlo, de la manera que puedan, y cuando esté hecho descansarán.

Kenan dobla hacia el sur, en la dirección opuesta a su casa. En pocas horas anochecerá, pero él estará en casa mucho antes. Se encamina hacia el puente Ćumurija, donde dos botellas de agua sin asas le esperan en un pequeño agujero.