Flecha

La bombilla del despacho de Nermin Filipović parece más opresiva que nunca. A Flecha nada le gustaría más que alargar la mano hacia ella y romperla, hacerla volar hasta el techo. Resiste la tentación, sabe que el ruido haría que alguien se personase en el despacho de inmediato para investigar qué ha ocurrido. Reemplazaría la bombilla. No serviría de nada. Probablemente ni siquiera la ayudaría a sentirse mejor.

Pasa sentada, a solas, casi media hora hasta que Nermin llega. Y llega con aspecto de llevar días sin dormir. Apenas parece reparar en ella.

—Hecho —dice ella mientras él se desploma en su silla.

—¿Está muerto? —pregunta Nermin, mirándola por primera vez.

Flecha asiente. Nunca le había visto en este estado y no sabe calibrar sus reacciones.

—¿Cuál de los dos? —Flecha se queda inexpresiva. No entiende la pregunta—. ¿El violonchelista o el francotirador? —insiste él, inclinándose hacia adelante.

—El francotirador —contesta ella, con voz neutra. No se mueve, se niega a que su cuerpo delate lo que siente.

—Bien.

Un ayudante, un adolescente que ni siquiera tiene edad para afeitarse, entra en la sala con una bandeja y café. Nermin coge una taza y le ofrece la otra a Flecha. Ella vacila antes de aceptarla, lo cual provoca una mirada de sorpresa en Nermin. El chico se retira con la bandeja, sale y cierra la puerta a su paso.

Nermin toma un sorbo.

—No pareces muy contenta.

Flecha no dice nada. Sujeta la taza y mantiene la mirada clavada en el suelo.

Durante un rato, ninguno de los dos habla. Al cabo, lentamente, con un tono que Flecha nunca le había oído emplear, él dice:

—Tal vez lleves demasiado tiempo haciendo esto. Tal vez deberías parar ahora.

Flecha sigue mirando al suelo.

—El francotirador tenía a tiro al violonchelista. Lo tuvo en todo momento. Pero no disparó. Estaba escuchándole.

Nermin sacude la cabeza.

—No me entiendes.

Ella continúa:

—Le maté porque él me disparó, y porque no podía confiar en que no fuera a volver a hacerlo. No tenía elección.

—No, no tenías elección. Pero esto no tiene nada que ver con el violonchelista. Ha llegado el momento de que desaparezcas.

Flecha alza la mirada. Los ojos inyectados en sangre de Nermin la perforan.

—¿Desaparecer?

Él se humedece los labios y aparta la mirada.

—Ya no puedo seguir protegiéndote. Los términos de nuestro acuerdo ya no son viables.

—No comprendo. ¿Dónde, se pregunta, voy a desaparecer? La ciudad está rodeada. Nadie puede desaparecer, aunque quiera.

—Los hombres de las montañas han creado muchos monstruos —dice él—, y no todos están en las montañas. Están los que se creen en posesión de la verdad absoluta sólo por oponerse a algo malvado. Utilizan esta guerra y la ciudad para sus propios fines y yo no voy a formar parte de ello. Si es así como la ciudad será cuando acabe la guerra, no merece la pena salvarla.

—¿Qué están haciendo? —pregunta ella. Últimamente corren tantos rumores que ya no sabe qué creer. La mayoría son evidente propaganda, pero otros la hacen dudar.

Nermin apura el café y deja la taza vacía sobre el escritorio.

—Deberías desaparecer, ahora, para que no tengas que saberlo. —Se pone de pie, lo cual en el pasado había sido la señal para que ella se marchara, pero Flecha no se mueve de la silla.

—¿Qué te pasará a ti?

Él sale de detrás del escritorio y se pone a su lado.

—Espero que me releven de mi cargo de un momento a otro.

Flecha se levanta y cuando él se inclina para darle un beso en la mejilla, ella le abraza. Pese a haber mantenido siempre las distancias, él se ha convertido en lo más próximo a un amigo que tiene. Flecha da media vuelta para irse; él la sujeta por un hombro y le dice, a sus espaldas:

—Tu padre nunca me habría perdonado por haberte convertido en un soldado.

Flecha no se da la vuelta. Posa una mano sobre la de él.

—Mi padre está muerto —dice— y yo te perdono.

Al salir del despacho a la intensa luz de la calle, nota que el rifle que lleva colgado al hombro pesa más que nunca. Recuerda lo que él dijo sobre la oposición a algo malvado y se pregunta si también ella debería creerlo. ¿Se considera buena persona porque mata a hombres malos? ¿Lo es? ¿Importa el motivo por el que los mata? Sabe que ya no los mata porque ellos estén matando a sus conciudadanos. Eso es sólo una parte. Los mata porque los odia. ¿La absuelve el hecho de que tenga una buena razón para odiarles? Hace un mes habría contestado que sí. Ahora se pregunta quién decide qué es una buena razón y qué no lo es.

No sabe qué será de Nermin. Si está en lo cierto, si está a punto de ser relevado de su cargo, se convertirá en un hombre sin lugar. Los hombres de las montañas no tendrán piedad. Quizá aún le queden suficientes contactos para encontrar el modo de salir de Sarajevo. Será difícil. La mayoría de países no aceptaría a nadie que haya participado en la lucha, y el renombre de Nermin no le permitirá pasar inadvertido. Lo mejor que podría hacer sería esconderse hasta que acabase la guerra. Si los hombres de las montañas no ganan, tal vez las cosas cambien y él pueda rehacer su vida en tiempos de paz. No sabe cómo consigue algo así un soldado profesional, pero individuos de menos valía han superado dificultades más grandes. Confía en que algún día esté en situación de ayudarle.

Ha recorrido tres manzanas cuando comienza el bombardeo. Suele preguntarse si los morteros les recordarán a los otros a los fuegos de artificio.

Primero caen en el oeste, sobre Mojmilo y Dobrinja. Luego unos cuantos caen más cerca, al otro lado del río desde Grbavica, y hacia la ribera, alrededor de Baščaršija. A su alrededor, la gente empieza a apretar el paso, se dirige a sus casas, a la seguridad de los sótanos y las bodegas, donde con toda probabilidad pasará la noche. No parece necesario. Dado que ella corre mayor peligro cualquier día de su rutina habitual que durante la peor noche de bombardeos, dormirá en su cama. Si va a morir, allí es donde le gustaría que ocurriera. Es una pequeña medida de control sobre una situación incontrolable.

Está a punto de doblar la esquina y dirigirse al norte cuando un muchacho pasa corriendo por su lado y le da un golpe con el hombro que casi la derriba. El chico no se detiene, pero vuelve la mirada hacia ella y Flecha le reconoce del despacho de Nermin: es el chaval que les ha servido el café. Ahora parece incluso más joven. Tiene un semblante asustado, lívido, y corre más que nadie en la calle. Varias bombas estallan en las colinas, por encima de ella, y la distraen, y el muchacho desaparece. Flecha sacude la cabeza. ¿Por qué iba a tener Nermin entre su personal a un crío que se aterra con tanta facilidad? Entonces se detiene. No, no lo tendría.

El chico no se ha asustado por las bombas. Algo va mal. Se da la vuelta y se encamina hacia el despacho de Nermin. Sus pensamientos rebosan ruido, son una radio mal sintonizada, y de pronto Flecha se sorprende corriendo. La culata del rifle rebota contra sus costillas y las magulla, y sus botas parecen llenas de agua, anegadas y pesadas. Aunque tarda menos de un minuto en deshacer las manzanas que había recorrido, a ella le parecen días.

Con un gesto limpio y suave, se descuelga el rifle del hombro y lo sujeta con ambas manos. Reconoce sus movimientos como un acto reflejo. Es muy poco probable que su rifle pueda resolver lo que esté sucediendo.

Pero no hay tiempo para elucubraciones, porque un segundo después de tener a la vista el despacho de Nermin una explosión arranca las puertas del edificio y arroja al aire el contrachapado que cubre las ventanas. A ello prosigue una bola de fuego que se expande y luego se contrae en sí misma. En la calle cae una lluvia de polvo y escombros.

Flecha no sabe si ha sido la explosión o su propia voluntad lo que la ha derribado al suelo. Al principio ni siquiera repara en que está boca abajo, viendo cómo el edificio arde por el visor del rifle.

El despacho de Nermin está en la planta baja de un edificio de tres. El resto también está ocupado por su ejército. Flecha no sabe qué está teniendo lugar en las demás salas, pero sí sabe de inmediato que no había nadie en ellas cuando el edificio explotó. Sólo habría alguien en uno de los despachos.

Los bomberos llegan y sofocan el fuego. Hombres uniformados precintan el edificio y lo registran. No encuentran supervivientes. Es una suerte, dicen, que el mortero cayera fuera del horario laboral. Un pequeño milagro.

Flecha les oye hablar, advierte que todos saben que no ha sido un mortero lo que ha incendiado el edificio. Nadie quiere decirlo, o quizá estén implicados. En cualquier caso, la explosión procedió del interior y no fue un mortero lanzado por los hombres de las montañas. Pero nadie dice nada. A fin de cuentas, todos los días muere gente. El asesinato es ya algo habitual. ¿Por qué iba a ser esto diferente?

Durante varias horas, Flecha merodea cerca del edificio, con la esperanza de que Nermin, de algún modo, se haya salvado, que tuviera un as en la manga del que nadie supiera. Luego, cuando ya casi todo el mundo se ha marchado, dos soldados salen del edificio con un cuerpo envuelto en una manta. Lo colocan en la parte trasera de una camioneta y se alejan. Flecha se cuelga el rifle al hombro, se da media vuelta y enfila la larga caminata que la separa de su casa.

El bombardeo no ha amainado. Los hombres de las montañas están teniendo una noche ajetreada. Flecha se acuesta en su cama, escucha el ruido de los morteros que caen, el del fuego automático, el de las sirenas. Se pregunta qué quedará en pie cuando llegue la mañana, si habrá alguna diferencia apreciable en la fisonomía de la ciudad. Sin duda llegará un momento en que habrá tantos escombros que unos poco más ya no marcarán diferencia alguna. Es posible que ese momento ya haya llegado.

¿Funciona igual una persona? No lo sabe. Le parece que debería estar más angustiada por la muerte de Nermin, o más furiosa, o más algo. Quiere estarlo, pero no lo está. Ni siquiera puede afirmar que esté sorprendida.

Esta noche hace frío y sigue sin haber electricidad. Ya no le queda leña para su improvisada estufa, no se ha preocupado por conseguirla. Tiembla bajo las mantas, se levanta y va a buscar más al armario del recibidor, vuelve a la cama y sigue temblando. Le ruge el estómago, que protesta por la frugal cena de arroz y té aguado. No soporta el arroz. No recuerda que le disgustara antes de la guerra, pero ahora con sólo pensar en él siente náuseas. No obstante, es lo único que tiene, lo único que le queda de la última remesa de ayuda humanitaria. El ejército le paga con cigarrillos, que ella cambia por nimiedades como una onza de chocolate o una pastilla de jabón. Hace unas semanas consiguió una bolsa de manzanas y, aunque estaban blandas y harinosas, bien merecieron el absurdo precio que pagó en un momento de debilidad. Aún tiene cigarrillos por intercambiar, un cajón lleno, pero no quiere gastarlos. De algún modo, le parece un desperdicio y no consigue sacudirse de encima la sensación de que podría necesitarlos más adelante. De modo que come arroz, lo va cogiendo del saco de diez kilos que tiene en un rincón de la cocina, y lo enriquece con pan y té aguado.

«Desaparece», le dijo Nermin. Tenía razón, debería desaparecer. El alijo de cigarrillos podría bastar para comprar un salvoconducto para el túnel. No tiene idea de cuánto cuesta. Pero no puede dejar de pensar en el funeral de Slavko, en el hombre gordo y en el sepulcro. ¿Existe alguna diferencia entre desaparecer y acabar en un sepulcro? ¿Importaría algo si sucumbe a los deseos de los hombres de las montañas o a los de los hombres de la ciudad?

Está, obviamente, la cuestión de la supervivencia. No quiere morir. No quiere que nadie le dispare, al margen de si quien dispara está en las montañas o en la ciudad. Pero la joven que se sintió abrumada por lo que significa estar vivo, la chica que era tan feliz y tan temerosa que tuvo que parar el coche en el arcén de la carretera tampoco quiere morir. Puede que esa chica ya no exista, por el momento, puede que no haya un sitio para ella en la ciudad de hoy, pero Flecha cree que es posible que algún día pueda regresar. Y si Flecha desaparece, sabe que estará matando a esa chica. Que no regresará.

Y también está el violonchelista. Parte de su trabajo está hecho. Ha matado al francotirador que enviaron. Pero si el violonchelista cumple su promesa, y Flecha cree que lo hará, aún no ha acabado. Así que podrían enviar a otro francotirador. Les costará encontrar a un hombre dispuesto, sabiendo lo que le ocurrió a su predecesor, pero quizá vuelvan a intentarlo. ¿Y dónde estará ella si eso ocurre? ¿Estará protegiendo al violonchelista? Quiere protegerlo. Si está en sus manos, lo hará.

Flecha se despierta con el ruido de unas botas en el rellano. No recuerda haberse quedado dormida y se siente como si no lo hubiera hecho. Pero tiene los ojos abiertos y sabe que las botas que oye no calzan los pies de ninguno de sus vecinos. Alguien llama a la puerta. Ella salta de la cama, se viste y abre el cajón de la mesita de noche. Saca el revólver de su padre, el arma que él utilizó en sus tiempos de agente de policía, y se la guarda en el bolsillo de la chaqueta. Su rifle descansa sobre la mesa de la cocina, limpio y preparado, pero lo deja donde está.

Quienquiera que sea sigue aporreando la puerta y Flecha oye cómo se abre la del vecino. Hay una pausa, durante la cual no se pronuncia palabra, y la puerta del vecino vuelve a cerrarse. Flecha comprueba que el arma está cargada y abre la puerta.

Tres hombres esperan al otro lado. Uno de ellos tiene el puño en alto, dispuesto a volver a llamar, y los otros dos están detrás. Van armados, tienen aire informal. Ella sabe que la realidad es muy otra. Todos llevan botas de montaña. El que llamaba va vestido con un uniforme verde y una chaqueta militar con la insignia del país bordada. Los otros dos van de paisano, sin ninguna etiqueta identificativa.

El de verde le dirige una mirada que le recuerda el modo en que los hombres solían mirarla en los bares de noche. Hace una pausa antes de hablar, mirando a los otros dos.

—¿Eres Flecha? —Su voz es deliberadamente tosca, pero el resultado es casi cómico.

—Es posible. ¿Qué queréis? —Tiene la mano en el bolsillo de la chaqueta, pero aún no ha decidido qué hacer. Podría matar a los tres antes incluso de que ellos levantaran el arma, pero no considera ése el curso de acción correcto. No parecen suponer un peligro inmediato para ella. Con más probabilidad, deben de ser mensajeros. No mates al mensajero, aconseja el viejo dicho, aunque no consigue recordar exactamente por qué. Decide no dar ningún paso, de momento.

—Acompáñanos.

Flecha guarda silencio, sopesa sus opciones. ¿Significaría esta renuncia que deberá matar a estos hombres?

—Me temo que no voy a hacerlo —dice.

Los dos de atrás se llevan las manos a las armas en un gesto despreocupado, alzan levemente los cañones y Flecha recibe la respuesta a su pregunta.

—No te lo estamos pidiendo —dice el que está al frente, aunque ella ya lo sabía. Es un tipo nervioso, piensa. Estos hombres han oído hablar de ella.

Podrían no estar seguros de si las historias que han oído son ciertas, pero han oído lo bastante para estar asustados. Ella se siente complacida, momentáneamente, y luego irritada consigo misma por deleitarse con el temor ajeno. Nunca ha querido que nadie la tema.

—¿Adónde vamos? —pregunta, con voz baja y suave. Quiere que sepan que no la intimidan.

—A ver al coronel Karaman —dice él—. Trae tu rifle.

Flecha espera, les deja sufrir un rato mientras decide qué hacer. Puede decir no, y entonces tendrá que matar a estos tres hombres, lo que la convertirá en fugitiva. Parece más fácil y prudente ir con ellos. No ha oído hablar del coronel Karaman y eso la inquieta. Asiente y se dirige a la cocina. Coge el rifle y regresa a la puerta. La cierra y los tres hombres la rodean; el que va en vaqueros se coloca a un lado, y los otros dos, detrás. Ella tiene la inconfundible sensación de que están tratándola como a un prisionero.

Flecha se apea de un BMW azul; le ordenan esperar mientras uno de los hombres entra en una cafetería que hay en una calle estrecha, justo al norte de la biblioteca. Los otros dos se quedan cerca, fumando, pero no intentan hablar con ella. Minutos después, el primer hombre vuelve y le indica con un gesto que le siga.

En el interior del café la iluminación es pobre y el aire está viciado. Las ventanas están bloqueadas con sacos de arena y en la sala quedan muy pocos muebles. A una mesa de un rincón hay sentado un hombre uniformado. Debe de rondar los cincuenta años y tiene el pelo y la barba canosos, la tez bronceada y los ojos de un tono marrón indescifrable. Su mirada es dura, es un hombre habituado a la lucha. Flecha sabe de inmediato que podría ser un enemigo peligroso.

—Siéntate —dice él, y aparta una silla con un pie—. Y deja tu rifle en la puerta.

Flecha deja el rifle, con un movimiento suave, y se sienta. No está cómoda viendo que la situación se le va de las manos. Espera a que el hombre hable, ansiosa por encontrar el modo de obtener algún control sobre lo que ocurrirá.

—Me llamo coronel Edin Karaman —dice el hombre con voz cortante—. A ti se te conoce como Flecha, ¿cierto?

—Sí.

—¿Y cuál es tu nombre auténtico?

Él la mira, espera una respuesta. Flecha se yergue y le devuelve la mirada.

—Flecha es el nombre más auténtico que tengo —contesta.

Él hace una pausa.

—No importa —dice—. Si necesitara saber tu nombre, ya lo habría averiguado. —Coge una carpeta de entre varios documentos que hay en la mesa, la abre y enciende un cigarrillo—. Tu unidad ha sido disuelta. Te han asignado a la mía.

No la mira al decirlo, pero Flecha sabe que está tanteando sus reacciones.

—¿Qué le ha pasado a Nermin Filipović?

—Filipović ha sido asesinado, como bien sabes. —Alza la mirada—. Llevo un tiempo vigilándote. Posees una impresionante gama de habilidades.

Flecha mira las manos de Edin Karaman. Son suaves, están limpias y no presentan durezas. Están en consonancia con el resto de él.

—¿Qué quiere de mí?

—Quiero que sigas con lo que has estado haciendo —dice, cerrando la carpeta—. Pero a mis órdenes.

—No —dice Flecha—, no es así como trabajo.

Él sonríe.

—No me has entendido.

Flecha sacude la cabeza.

—No, creo que no.

—Sí —dice él—, estás muy equivocada. No te lo estoy pidiendo, te lo estoy ordenando. Estamos en guerra. Yo no pedí esta guerra, pero ellos insistieron y ahora van a tener que apechugar con los resultados. Eres parte de la solución y actuarás como tal.

—Ya tengo una misión —dice ella—, y debo concluirla. —Transpira, siente una gota de sudor en la pantorrilla.

—El violonchelista ya no es de tu incumbencia. Le hemos asignado a otro. —Y da una larga calada al cigarrillo.

—¿Por qué?

—Porque lo digo yo. Filipović no gestionó bien tus talentos, te desperdició tratándote como a un soldado corriente, encargándote tareas irrelevantes como la del violonchelista. —Edin Karaman se pone en pie—. Saldrás con los hombres. Te llevarán hasta tu observador para que os conozcáis. Él te proporcionará los detalles de tu primera misión.

Flecha no se levanta. Coloca las manos sobre la mesa y le mira a los ojos.

—No trabajo con observadores. Elijo mis objetivos. —Él la mira.

—No, en absoluto. Vuelvo a recordarte que no se te está ofreciendo una elección. Harás lo que se te pida para defender esta ciudad, según yo lo decida. Y ahora, vete.

Ella duda, no está segura de qué hacer. Ha sido ingenua y ha perdido el control de sí misma. Se ha quedado sin ninguna opción.

Mientras se levanta y se dispone a marcharse, se pregunta qué le diría su padre si estuviera vivo. ¿Sabría él que esto iba a pasar? ¿Comprendía mejor que ella la mecánica de una guerra y a las personas que operaban en cada bando? Lo duda. Él sólo era un padre que quería que su hija estuviera a salvo. No podía haber sabido que a ella se le diera tan bien matar, o que esta habilidad fuera a hacerla vulnerable.

—Una última cosa —dice él. Ella se da la vuelta para mirarle de frente. Su semblante es severo. Ha cruzado las manos al frente—. A cierta parte de esta ciudad le gusta creer que esta guerra es más complicada de lo que en realidad es. En caso de que pertenezcas a ella te diré cuál es la realidad de Sarajevo. Estamos nosotros y están ellos. Todos, y con esto me refiero a todos, entramos en uno de los dos grupos. Espero que sepas cuál es el tuyo. —Separa las manos y la despacha con un gesto, el mismo que se hace para ahuyentar una mosca del plato.

Flecha se agacha y coge el rifle. Su peso familiar la reconforta. Si quieren que mate a los hombres de las montañas, muy bien, matará a los hombres de las montañas. Sea lo que sea lo que ha ocurrido en su vida, las decisiones que ha ido tomando la han conducido a este punto. Lo único que le queda son las consecuencias.