Dragan

Hay un reducido grupo de personas alrededor de Emina, y le han quitado el abrigo para inspeccionarle mejor el brazo. Alguien se lo tiende a Dragan y él lo coge, sintiéndose inútil. La han disparado justo por encima del codo, en la parte baja del bíceps. A Dragan no le parece una herida grave, pero alguien le ha aplicado un torniquete por debajo del hombro. Un hombre que parece saber lo que hace dice que la bala podría haber seccionado una arteria principal. Dragan se muestra escéptico, pero entonces recuerda que cuando el médico toma la presión, la cámara hinchable se coloca alrededor de ese mismo punto. Emina ha perdido mucha sangre, y sigue sangrando, pese a los esfuerzos del hombre. El joven que la ha salvado ya se ha ido. Dragan no le ha visto marcharse, no sabe en qué dirección se fue.

Se oye un estallido de armas de fuego por Grbavica, tal vez la respuesta de los defensores al francotirador. Si saben desde dónde está disparando, podrían atraparle. De lo contrario, probablemente se trate de un farol, un intento de hacerle creer que saben dónde está. Esto podría disuadirle de disparar durante un rato. O podría incitarle aún más. Pero la descarga de balas podría estar relacionada con ese francotirador en particular, o con ningún francotirador. Podría incluso ser el ruido que producen los hombres de las montañas al intentar abrir una cuña en el corazón de la ciudad. Dragan no sabe descifrar el sonido de las armas.

Alguien ha ido a detener algún coche, o a llamar una ambulancia; Dragan no lo recuerda. Es poco probable que los teléfonos funcionen. Todos los coches circulan tan deprisa que es casi imposible conseguir que uno pare. Emina sigue consciente y no parece sentir el dolor extremo que él imaginaba. Tiene la tez pálida.

Él se arrodilla a su lado y ella esboza un conato de sonrisa al verle.

—Sigues aquí —dice.

—Sí. —Está avergonzado y quiere decírselo, pero no se le da bien disculparse. Tampoco se ha ganado el derecho de hacerlo.

—Tiene más puntería de lo que creíamos.

Dragan asiente.

—Alégrate de que no sea aún mejor. Has tenido suerte.

—Quería ver al violonchelista hoy. Es el último día que toca. Jovan dice que ya acaba.

Un coche se precipita por la calle y varios miembros del grupo corren a pararlo con señas.

Emina parece somnolienta, sus palabras brotan lentas y espesas.

—Jovan se preocupará. No le gusta que salga. Pero no podía vivir como una prisionera. Tenía que salir y caminar.

—Jovan estará bien —dice Dragan—. Y tú también. —Observa al coche que se acerca. Cuando vuelve a mirar a Emina, ve que sus ojos se han cerrado, aunque aún respira.

El coche, un cuatro puertas de color granate, se detiene. Lleva el parabrisas resquebrajado y uno de sus laterales presenta varios orificios de bala. Dos hombres bajan de él a toda prisa y dejan las puertas abiertas y el motor en marcha. Echan un vistazo rápido al hombre sin sombrero, que yace en la calle, convienen en que no se le puede ayudar y se centran en Emina. Tras una somera inspección, la cogen en brazos y la colocan en el asiento trasero. Suben al coche y se ponen en marcha antes incluso de cerrar por completo las puertas.

—¡Esperen! —grita Dragan.

Quiere ir con ellos, pero ya se han ido. No cree, sin embargo, que le hubiesen dejado acompañarles, y tampoco sabe qué habría hecho en el hospital. El hombre que parece saber un poco de medicina se acerca a él.

—Se pondrá bien —dice—. En cuanto llegue al hospital, le curarán la herida.

—Entonces, ¿no es grave? —pregunta Dragan, sin estar seguro de si el hombre lo ha dicho porque es verdad o si sólo intenta tranquilizarle.

El hombre se encoge de hombros.

—Nunca se sabe, pero la bala sólo ha alcanzado músculo.

Dragan le mira, cree que es sincero.

—¿Vio cómo ocurría?

—Sí. Estaba a unos pasos de usted.

Dragan asiente y, tras un largo e incómodo silencio, el hombre echa andar hacia el este, en la dirección opuesta al cruce.

Dragan se sienta en el frío cemento y apoya la espalda contra el furgón. Aún tiene en sus manos el abrigo de Emina. Algo traquetea en el bolsillo y cuando él introduce la mano encuentra un bote de pastillas y una dirección. Son las pastillas que han traído aquí a Emina hoy, los anticoagulantes de su madre. Se los guarda en su bolsillo y luego deja el abrigo en el suelo, a su lado. Ella ya no lo querrá. Nadie quiere el abrigo que llevaba cuando le dispararon, aunque pudiera lavarse la sangre y zurcirse el agujero. Era un abrigo bonito cuando ella lo llevaba puesto. Ahora ya no se lo parece. No es sino otro escombro más.

Su mirada se desplaza del abrigo al cuerpo que yace en la calle y de nuevo al abrigo. ¿Realmente morir es mejor que quedar herido? Ahora no está seguro. La idea de conocer que el momento de la propia muerte es inminente ya no le parece tan mala en comparación con este final instantáneo. Emina sobrevivirá, de eso está seguro, pero si no lo hiciera, si su herida fuese más grave, ¿no sería mejor lanzar una última mirada al mundo, aunque la visión sea gris y lúgubre, que sumergirse sin previo aviso en la oscuridad?

Lo que marca la diferencia, cae en la cuenta, es si uno quiere permanecer en el mundo en el que vive. Porque aunque él siempre temerá la muerte, y eso es algo que nada puede cambiar, la cuestión es si la vida merece ese temor. ¿Se enfrenta uno al terror que debe acompañar a la certeza de estar a punto de morir, sólo para poder lanzar una última mirada al mundo? Dragan se sorprende al comprobar que su respuesta es un sí.

Hace un mes volvía a casa tras su jornada en la panadería cuando un grupo de hombres medio uniformados le rodearon y, después de examinar su documentación, le ordenaron subir a la parte trasera de un camión. Obviaron sus protestas, su insistencia en que su trabajo en la panadería era esencial para los esfuerzos de la población durante la guerra. No les importó que tuviese sesenta y cuatro años. Más tarde supo que eran la milicia de uno de los jefes criminales venidos a comandantes militares, y que se les pagaba en función de la cantidad de individuos que reclutaban.

En el camión había otros siete hombres que fueron llevados al frente de batalla, donde pasaron los tres días siguientes cavando trincheras. No tenían armas, y los únicos soldados que había por allí estaban apostados detrás de ellos con órdenes de disparar si abandonaban sus puestos. No sabían a qué distancia se encontraba el enemigo, en qué momento podían recibir un balazo, de qué dirección llegaría la muerte. Era difícil calcular cuánto tiempo pasaba y no les dieron comida. Por toda luz, la de las balas trazadoras que surcaban el cielo, y los únicos sonidos, el crujido de sus palas y la detonación de las bombas. El hombre que tenía al lado estaba tan asustado que rompió a llorar, y Dragan tuvo que sujetarle por los hombros y zarandearle para que dejara de hacerlo, o al menos para que lo hiciera en silencio. Fue entonces cuando concluyó que era mejor morir en el acto que quedar herido. La idea de pasar sus últimas horas en un agujero que él mismo había cavado a punta de pistola no suponía consuelo alguno en comparación con el miedo que le profesaba a la muerte.

Más tarde, cuando el gerente de la panadería supo dónde estaba y contactó con las personas indicadas para que garantizasen su liberación, Dragan dejó de distinguir las calles de la ciudad de aquellas trincheras, y no le importaba si eran los hombres de las montañas o los defensores quienes disparaban. Para él ya no había diferencia.

Ahora se pregunta si acaso estaba en un error. Aprecia una clara diferencia entre su calle y las zanjas que cavó. Una trinchera se utiliza para la guerra y sólo para la guerra. Pero en estas calles, en las calles de esta ciudad, ha caminado de la mano de Raza y se ha reído con Davor. Hoy ha compartido una conversación con una vieja amiga en una de estas calles. Puede que se esté librando una guerra en ellas, pero antes ofrecían mucho más. Esto significa algo para él, aunque no sabría ponerle nombre.

Sabe que debería haber intentado ayudar a Emina. Debería haber echado a correr hacia la calle con aquel joven y ayudarle a cargar con ella. Tal vez así se hubiesen desplazado más deprisa. Pero es posible que eso hubiese provocado que el francotirador les disparase a ellos en lugar de al hombre del sombrero. El resultado siempre es imprescindible. Aun así, no se movió cuando se produjeron los disparos. No porque hubiese decidido no hacerlo, sino porque estaba asustado. Si eso le convierte en un cobarde, acepta de buena gana considerarse cobarde. No está hecho para la guerra. No quiere estar hecho para la guerra.

Dragan mira hacia el este, hacia el apartamento de su hermana. Piensa en abandonar la tentativa de llegar a la panadería, en retroceder. Su cuñado no está tan mal. Tal vez encuentren algo de que hablar que contribuya a tender un puente sobre el vacío que los separa. Tal vez puedan tomar un café, si queda, si hay agua que hervir o madera que quemar. Podrá intentar llegar a la panadería mañana, a la hora en que empieza su turno.

Sin embargo, no quiere volver a casa. Su cabeza gira hacia el suroeste; si se dirigiera allí, dejando atrás la panadería y cruzando después Mojmilo en dirección a Dobrinja, llegaría al no-tan-secreto túnel que cruza el subsuelo del aeropuerto y desemboca en territorio no ocupado.

Se imagina entregándole un salvoconducto a un guardia armado en la entrada del túnel. No sabe dónde lo habría conseguido, pero nadie entra sin salvoconducto, e imagina al guardia inspeccionándolo antes de cederle el paso. Entra en el túnel agachando la cabeza. Dentro apenas hay luz y el aire está viciado. Tarda tres cuartos de hora en recorrer los setecientos sesenta metros que le separan de la salida. En algunos tramos el suelo está cubierto de agua, y Dragan tiene que ir con cuidado para no pisar los raíles por los que circulan pequeñas carretas. Ha oído que ciertos políticos y otros hombres importantes a veces viajan en estas carretas, empujadas por soldados, pero allí no hay nadie para empujarle a él. No le importa, tampoco aceptaría el ofrecimiento. El túnel pasa por debajo del aeropuerto, que está controlado por fuerzas externas y donde han disparado a numerosas personas que intentaban cruzar el asfalto. Ninguna de ellas consiguió un salvoconducto para cruzar el túnel. Los hombres de las montañas las liquidaron como a patos en un estanque.

Al acercarse al final, el túnel se hace más ancho y alto. Ya puede ponerse en pie y el aire es algo más fresco. Cuando emerge en el territorio libre de Butmir, se encuentra a sólo ocho kilómetros de la casa de su hermana. Un trayecto en coche de quince minutos. Pero es libre. Dos horas de autobús y estará en la costa. Un ferry le llevará a Italia. El viaje entero le lleva menos de un día. Apenas distan quinientos kilómetros a vuelo de pájaro entre Sarajevo y Roma. Ni siquiera una hora de avión. Hora y media a París. Dos horas a Londres. Pero irá a Italia, porque es allí donde están su esposa y su hijo.

Al principio no darán crédito a sus ojos. Se quedarán boquiabiertos y se preguntarán si no será un fantasma lo que ven. Él les asegurará que no lo es, claro está, y después todos rebosarán alegría. Davor le abrazará, le apretará con fuerza contra sí, como hacía cuando era niño. Raza le besará y le acariciará la nuca. Él se duchará con agua caliente, humeante, y se secará con una toalla suave y limpia. Irán a un restaurante y comerá lo que le apetezca, y sabrá que al día siguiente podrá volver a hacerlo. Pasearán por las calles, contemplando los escaparates. Habrá árboles de hojas verdes y los edificios estarán relucientes, sin cicatrices. No habrá nadie en las montañas apuntándoles con armas, y en poco tiempo ni siquiera lo considerará una bendición, sino algo obvio, porque así es como se supone que la vida debe ser. Serán felices. No odiarán a nadie ni nadie les odiará.

En las colinas que le envuelven cae un mortero. Oye el traqueteo del fuego automático, y a continuación cae otra bomba. Es un idioma, una conversación de violencia. Está de vuelta en Sarajevo. En su bolsillo no hay ningún salvoconducto para el túnel, y nunca lo habrá. Nadie sale de la ciudad ahora. Y él aún menos.

Dragan se sienta y escucha a los hombres de las montañas y a los defensores de la ciudad discutir con proyectiles. Nadie cruza la calle. Apenas hay nadie esperando ya, pues la mayoría ha decidido optar por una ruta alternativa, tal vez cruzar las vías del tren en dirección al norte y desplazarse de este a oeste tras la protección de otra barricada de automotores y cemento. Tal vez estén más seguros allí, tal vez no. Hay más de un francotirador en las montañas. Disponen de suficientes hombres para cada cruce que elijan.

Se pregunta en qué pensarán allí, a salvo en sus montañas. ¿Desean que esta guerra acabe? ¿Se alegran cuando aciertan a un blanco o les basta con asustar a la gente, verla correr para salvar la vida? ¿Sienten remordimientos cuando vuelven a casa y miran a sus hijos, o están complacidos, pensando que han prestado un gran servicio a las generaciones futuras? Dragan nunca ha entendido, ni siquiera antes de la guerra, por qué creían que las personas como él suponían una amenaza. Sigue sin entender qué conseguirán matándole a él, qué efecto tendría su muerte en nadie, además de en sí mismo.

Dragan no quiere ir a Italia. Añora a su esposa y a su hijo, pero él no es italiano y nunca lo será. No hay país al que pueda ir donde no vaya a seguir siendo de Sarajevo. Éste es su hogar y éste es el lugar donde quiere estar. No quiere vivir sitiado el resto de su vida, pero abandonar la ciudad a los hombres de las montañas significaría quedarse sin hogar de por vida. Mientras permanezca en ella, y mientras sea capaz de evitar que el miedo a la muerte le ciegue y le impida ver lo que queda del mundo que en un tiempo amó y que podría volver a amar, conserva aún la esperanza de que algún día sea capaz de caminar abiertamente por las calles de esta ciudad con su mujer y su hijo, sentarse en un restaurante y degustar una buena comida, contemplar los escaparates, libres de los hombres armados.

Dragan sabe que nunca podrá olvidar lo que ha ocurrido aquí. Si la guerra concluye, si la vida vuelve a parecerse a lo que era y él sobrevive, no sabrá explicar cómo ha sido posible nada de esto. Una explicación implica lógica, pero ahora no hay lógica alguna en Sarajevo. Sigue sin creer que haya ocurrido. Confía en que nunca pueda hacerlo.