Kenan

La destilería ha sufrido graves destrozos y algunos rincones ya no son seguros, pero los manantiales son muy profundos y el sótano del edificio resulta impenetrable incluso para los hombres de las montañas, aunque ello no les ha impedido intentar arrasar el edificio rojo intenso. La destilería está situada en un enclave vulnerable, a muy poca distancia de las colinas ocupadas. Ya ha sido objeto de varios ataques con mortero. Hasta el momento, ninguno de ellos ha tenido lugar cuando Kenan estaba presente.

Fuera, unas cien personas hacen cola para conseguir agua. Kenan ha venido en ocasiones en que había hasta trescientas personas, y se alegra de no tener que esperar hoy durante horas. Las mangueras que salen a la calle desde la destilería desembocan en grandes cañerías instaladas sobre soportes, de las que a su vez parten diversos caños. Kenan calcula que unas veinte personas cogen agua al mismo tiempo, y que la mayoría lleva aproximadamente la misma cantidad de recipientes que él, de modo que no tardará mucho en llegarle el turno. La gente avanza a un ritmo constante, aunque parece que por cada persona que se va con su agua, otra se suma a la cola.

Al principio de la misma hay un hombre con un perro. Es un perro de tamaño mediano, alguna variante de terrier con el pelo rizado y marrón. Lleva un termo atado al collarín y, antes de llenar las botellas, el hombre abre la tapa del termo y la llena. La deja en el suelo y, mientras llena sus cuatro grandes recipientes, el perro lame el agua de la tapa como si se tratara de una carrera, y Kenan supone que lo es. Cuando el hombre acaba de llenar sus recipientes, hace lo propio con el termo del terrier y coloca la tapa en su sitio. No queda ni una gota en ella. Ata el termo al collarín y empieza a cargar los recipientes con el agua en una carretilla artesanal que utiliza para transportarlos.

Kenan ha considerado la posibilidad de utilizar una, pero ha pensado que hay demasiados escombros en la calle que podrían atascar las ruedas y dificultar su manipulación, lo cual ralentizaría su paso. Ahora, sin embargo, viendo la gran cantidad de agua que el hombre se lleva, se pregunta si debería probar con una la próxima vez. Si pudiera llenar también las dos garrafas de repuesto y tal vez encontrar dos más en alguna parte, no tendría que hacer el viaje tan a menudo.

En los caños, la gente intenta llenar los recipientes lo más deprisa posible. Nadie quiere quedarse allí mucho tiempo, pero no es habitual tener la ocasión de salir y estar con otras personas, por lo que algunos de ellos no pueden evitar demorarse un poco más de lo necesario. Oye el sonido del agua y la gente y los motores de grandes camiones que llevan agua nadie sabe adónde, tal vez a las tropas del frente. Si olvida por qué está allí, casi consigue imaginar que todo es normal, que ésta es una escena cotidiana. Intenta dejar que su vista se desenfoque levemente, intenta creer que está en un mercado al aire libre. La gente charla sobre un concierto o un partido de fútbol. Es una sensación agradable, pero apenas dura un instante, porque una mujer le grita que proceda porque uno de los caños ha quedado libre.

El musita una disculpa y avanza. El agua mana de los caños y salpica el suelo a sus pies. Kenan nunca ha entendido por qué no disponen de una válvula para cerrar el flujo entre un usuario y el siguiente. Le parece un terrible desperdicio de algo tan precioso. Ha arriesgado su vida para conseguir esta agua, agua que no puede conseguir en ningún otro lugar, y aquí está derramándose al suelo como si no importara. Quizá no tienen modo de conseguir las herramientas necesarias, o quizá tenga algo que ver con las bombas, o quizá la corriente de agua bajo la destilería sea tan abundante que hacerlo supondría más inconvenientes que ventajas. Confía en que alguien haya hecho bien su trabajo, que estén absolutamente seguros de que el agua seguirá manando.

Se inclina hacia adelante y deja las garrafas en el suelo, se hace a un lado para liberarse de la cuerda que reposa sobre sus hombros. Se arrodilla, coloca las botellas de la señora Ristovski delante de él y desata sus garrafas. Con un movimiento seco las destapa y las apila pulcramente. Sus recipientes quedan alineados a su izquierda, en dos filas de cuatro. Flexiona las muñecas, respira hondo, dibuja círculos con los hombros tres veces hasta que se le distienden los músculos. Luego coge la primera garrafa y sitúa el cuello bajo el chorro de agua fría. Cuando está llena, la deja a su derecha y, tan deprisa como puede, coge otra de la izquierda, la pone bajo el agua en un movimiento suave pensado para evitar al máximo que el agua se derrame a la calle. No sabría decir por qué lo hace. Sencillamente, no quiere ser responsable del derroche. Para él, el agua ahora significa la vida, y, si tiene que perderse parte de ella, no quiere contribuir a ello. Llena la segunda garrafa con ya experta eficacia, después la tercera, la cuarta, la quinta, la sexta.

Kenan ha oído decir que uno nunca oye la bomba que le mata. No sabe si es verdad, no tiene idea de cómo puede saberlo nadie, o siquiera pretender saberlo. Cuando oye el silbido revelador de un mortero aproximándose, no obstante, sabe que nunca antes ha oído ese sonido tan próximo. La bomba va a caer muy cerca y él no puede calibrar con precisión dónde va a aterrizar porque no tiene experiencia en asociar el sonido a la proximidad. En la milésima de segundo previa al estallido, piensa en cuando era niño y se enzarzó en una pelea en el patio del colegio. No era un gran luchador, nunca hasta entonces se había peleado, y lo que recuerda es ver el puño del otro niño, verlo acercándose a él despacio, como un bostezo, y pensar: «Estoy a punto de recibir un puñetazo en la cara». Ahora, sin embargo, ve ese puño acercándose a él y piensa: «Estoy a punto de morir».

La bomba estalla y, un instante después de oír el ruido más estruendoso que el mundo podría producir, Kenan es derribado. El niño que le golpeó hace treinta años se ha transformado en un boxeador profesional y ha vuelto a golpearle. Él cae de espaldas y se queda allí, aturdido. Le pitan los oídos y no oye el silbido de la segunda bomba, pero sí la detonación. Ésta resuena en su cabeza durante lo que a él le parecen años, y luego se produce un silencio absoluto. Se pregunta si se habrá quedado sordo. Tiene la espalda mojada y da por hecho que está herido, pero al recuperar la audición oye un sinfín de gritos a su alrededor, y piensa que si estuviera herido sentiría algo.

Kenan ve que no puede moverse. Quiere, pero sus extremidades no responden. Tal vez esté muerto. Ve a la gente correr por todas partes, junto a él, calle abajo y a la derecha, y no sabe por qué no se paran. Entonces nota que puede mover un pie, y después la pierna, y luego la otra pierna y los brazos, y regresa así al mundo de los vivos. Se sienta, se palpa en busca de heridas y constata que está bien. Está sentado en un charco de agua, aunque sus garrafas no están volcadas. No sabe si debería sentirse aliviado o abochornado.

Las bombas estallan a unos treinta metros de donde él se encuentra, en la misma calle, cerca del final de la cola. Se pone en pie y echa a andar hacia el lugar donde han detonado. Ya hay gente allí, corriendo frenéticamente, intentando salvar a los que pueden salvarse. En el suelo, frente a él, hay un pie. El zapato está intacto, y también parte del calcetín. No parece real. Entonces ve a una mujer sujetándose una pierna, aturdida, como si tampoco ella diera crédito. Mira a Kenan y empieza a chillar, señalándose el vacío que ha dejado su pie. Dos hombres corren hacia ella, uno le ata un pedazo de tela alrededor del muslo y ella se desmaya. Los hombres la cogen en volandas y enfilan calle arriba. Allí les espera un coche y ellos la introducen en el asiento trasero, al lado de un hombre que tiene la cara ensangrentada y un corte profundo de unos quince centímetros en la cabeza. Tiene una de las orejas unida a la cabeza sólo por el lóbulo, pero él no parece advertirlo. Los hombres cierran la puerta y rodean el vehículo para echarle un vistazo al hombre. Intercambian unas palabras, le sacan del coche y le colocan sobre la acera. El hombre no se mueve, aunque tiene los ojos abiertos, y Kenan comprende que está muerto.

Llega otro grupo con dos heridos más, un hombre que sangra a la altura del estómago y un niño, de unos diez años, inconsciente. Les suben al coche a toda prisa, el hombre detrás y el niño delante. A Kenan le recuerdan a una familia. Lo más probable es que nunca antes se hayan visto. Kenan se pregunta qué estará haciendo ahora su propia familia, se siente agradecido por no haber llevado a ninguno de sus hijos con él, aunque se lo han pedido muchas veces y a él le complacería su compañía y la ayuda para cargar con el agua hasta casa. No puede arriesgarse a que uno de ellos acabe con otra familia.

Uno de los hombres da unas palmadas en la ventanilla trasera del coche y éste parte a gran velocidad. Kenan mira a su alrededor; frente a él está el hombre del terrier marrón. Aún sujeta la cuerda, la mitad de ella. Está sesgada y al hombre le sangra una pierna. Mira el vacío que hay al otro extremo de la cuerda, donde debería estar el perro, y después a la calle.

—¿Ha visto a mi perro? —le pregunta a Kenan.

—No —contesta Kenan—. Está usted sangrando, señor.

El hombre no parece oírle.

—Amigo, ¿ha visto a mi perro?

Kenan posa una mano en el brazo del hombre.

—Está herido. Necesita ayuda.

El hombre le obvia y se sacude de encima su mano. Se aleja renqueando, asalta a una mujer después de varios pasos y le hace la misma pregunta.

Se oyen sirenas en la distancia, procedentes de la otra margen del río, y luego Kenan percibe el ruido del bombardeo, seguido de los crujidos secos del fuego de los francotiradores. Están disparando a las ambulancias que han enviado y, a medida que las sirenas se aproximan, Kenan empieza a temer que estén desviando el fuego hacia él, hacia la destilería. Claro que los hombres de las montañas pueden disparar a la destilería cuando les plazca. Están disparando a las ambulancias para hacerles saber, a él y a todos los demás, que la ayuda no llegará si ellos no quieren. Alguien, en algún lugar, conecta las sirenas antiaéreas, y el sonido de las ambulancias desaparece. Al final de la calle un coche se detiene y varias personas son introducidas en él. La hilera de cuerpos ha crecido en la acera.

A su alrededor la gente grita, corre, chilla, gime. Los heridos que pueden caminar intentan llegar al final de la calle con la esperanza de que algún coche no tarde en llevárselos de allí. Kenan cree que oyen las sirenas igual que él, de modo que deben de saber que su suplicio no ha terminado. A los que no pueden caminar, los llevan en volandas. La primera ambulancia llega y descarga media docena de camillas en los brazos que las esperan. El ruido de las sirenas antiaéreas se intensifica y se debilita, y vuelve a intensificarse. Al rato, empieza a parecerle la respiración de un asmático.

Kenan es capaz de identificar tres tipos de personas. Están los que huyeron en cuanto cayeron las bombas, cuyo instinto de supervivencia fue más fuerte que el sentido de altruismo o el deber cívico. Están los que no huyeron, que ahora van cubiertos por la sangre de los heridos y trabajan con suma urgencia para ayudar a los que pueden salvarse y apartar a los que no, para que inicien el viaje final a lo que sea que les aguarda. Y está el tercer tipo, el grupo en el que entra Kenan. Están de pie, boquiabiertos, y miran mientras los otros corren o ayudan. Está sorprendido por no haber huido, no forma parte del primer grupo, y desea haber pertenecido al segundo.

Se mira los pies. Está a muy pocos metros de donde cayó la primera bomba. Ya no quedan muchas personas aquí, no más de una docena. El suelo está salpicado de manchas de color rojo oscuro, pero no donde él se encuentra. El agua sigue manando de los caños, que han quedado intactos, y se ha formado un riachuelo en el centro de la calle. El arroyo se está tornando rosa, pues arrastra consigo la sangre vertida hace apenas unos minutos.

Kenan sube la pendiente en busca de sus garrafas. Las seis están llenas. Las ata, tres a cada lado. Mira el agua derramándose del caño que tiene frente a sí. La calle no tardará en volver a estar limpia. Alarga una mano y la posa sobre el caño. Es fácil taparlo y el agua deja de fluir, pero los demás siguen abiertos. Está empapado hasta los huesos y sabe que no puede quedarse allí eternamente, tapando el caño con la mano, y además tampoco serviría de nada. Retrocede, observa cómo el agua se derrama colina abajo. La imagina cruzando las calles y vertiéndose al Miljacka, y de ahí alejándose de Sarajevo en dirección al océano.

Y así es como las cosas son ahora. Los edificios son eviscerados, quemados, destripados; las calles, destruidas; las carreteras y los puentes, volados, y uno puede verlo, uno puede tocarlo y pasar junto a ello a diario. Pero cuando la gente muere, se la retira del lugar, se la lleva a los hospitales y los cementerios, y antes de que los cuerpos sanen o se enfríen, nada queda en el lugar donde perdieron la vida que haga pensar que allí ha ocurrido algo extraordinario. Esto es por lo que los hombres de las montañas pueden matar con impunidad. Si hubiese cuerpos en las calles, pudriéndose donde cayeron, si el agua de estos caños no se llevara la sangre, el hueso y la piel, entonces quizá esos hombres se verían obligados a parar, tal vez querrían parar.

Al final de la calle un viejo Yugo con puerta trasera se lleva al último herido. A un lado de la carretera hay al menos siete cuerpos. Una furgoneta grande y azul se detiene junto a ellos. Cuatro hombres salen y empiezan a subir los cadáveres a la parte trasera, un hombre sujeta por los brazos y el otro por las piernas. Los cuerpos son introducidos del revés, con los pies por delante, y al entrar en la furgoneta sus cabezas cuelgan inertes, como dirigiendo una última mirada al lugar donde murieron.

Kenan coge una de las botellas de la señora Ristovski. No se fija en que el agua se derrama, la botella le resbala en la mano y está a punto de caer. Kenan no se apresura en rellenarla. Se toma su tiempo al tapar la primera botella y luego llena la segunda. Deja ambas en el suelo y se queda allí de pie. Se ha acostumbrado al sonido de las sirenas antiaéreas, durante un rato no ha reparado en ellas. Ahora vuelve a oírlas y escucha su lamento, escucha los alaridos de las bombas que caen, los disparos de ambos bandos. Vuelve a poner las manos bajo el agua, se las lava aunque no están sucias, se agacha y se coloca la cuerda alrededor del cuello. Coge el agua de la señora Ristovski, una botella en cada mano, y se pone en pie. La cuerda se le clava en el cuello y los hombros, y él se inclina un poco, buscando una posición más cómoda. Luego se yergue de nuevo y se gira de espaldas a los hombres que están cargando el último de los cuerpos en la furgoneta. Empieza a descender la colina, deja atrás el punto donde cayó el primer mortero, y luego el del segundo. No se detiene, no mira al suelo. No hay nada más que ver.

Al pie de la calle, Kenan se detiene. No está seguro de qué ruta tomar. Puede dirigirse al este, cruzar hacia la biblioteca por el mismo puente por el que ha venido, o bien seguir colina abajo y optar por uno de los dos puentes que encontrará en su camino. Ambas rutas están siendo bombardeadas en este momento, y él va cargado con el agua, que le dificulta correr. Concluye que sólo tiene dos opciones viables. Podría buscar refugio y esperar a que el bombardeo cese, lo cual podría tardar horas en ocurrir, o bien cruzar por el puente Ćumurija, por lo poco que queda de él. Ninguna de las dos es atractiva. La idea de esperar durante horas, tal vez toda la noche, antes de cruzar el Miljacka se le antoja excesiva, de modo que decide cruzar por el Ćumurija. Eso significará cargar con el agua por vigas de acero des nudas, arriesgándose a caer al río. Tendrá que hacer al menos dos viajes, quizá tres, para llevar toda el agua al otro lado. Pero merecerá la pena para volver a estar en casa, lejos de toda esta locura, y envolverse en una ilusión temporal de seguridad.

Kenan dobla a la izquierda y enfila hacia el oeste. Cuando alcanza la calle que asciende hacia el norte, hacia uno de los puentes más directos, baja la mirada hacia el río y ve un coche en llamas justo al pie del puente. Es el mismo modelo y el mismo color que el Yugo que ha visto en la destilería. Confía en que no sea él.

Inhala una larga bocanada de aire, luego otra, y mira calle a través. Escoge un portal razonablemente cubierto y agarra con mayor fuerza las botellas de la señora Ristovski. Avanza tan deprisa como puede hacia él. Cuando va por la mitad de la calle, piensa que está caminando como un pingüino e imagina que debe de resultar gracioso a ojos de quien esté viéndole. Recuerda que la única persona que tiene que importarle que esté mirándole es quien lo haga a través de un visor. Parecer un pingüino es la última de sus preocupaciones. Pero entonces se pregunta si caminar como un pájaro gordo e incapaz de volar le convertirá en un blanco más o menos probable. ¿Tienden los hombres de las montañas a disparar a aquellos a quienes encuentra graciosos o por el contrario les salvan? Si se pusiera un disfraz de pingüino, ¿sobreviviría a esta guerra?

Llega al portal y se detiene a descansar un momento. Ha conseguido cruzar sin que le disparen, pero nunca sabrá si ha sido porque alguien ha escogido no dispararle o porque nadie le ha visto. Esto le inquieta, esta falta de información, y entonces cae en la cuenta, para su disgusto, de que mientras cruzaba la calle, mientras su vida se encontraba en un espacio gris, estaba bromeando consigo mismo sobre pingüinos. Es imposible que su amigo Ismet, sentado en un agujero en el frente de batalla, tenga pensamientos tan ridículos y absurdos. Son cosas como ésta las que le convierten en el cobarde que es, incapaz de ayudar a los heridos en una masacre, o a un hombre relativamente ileso que busca a su perro. No ayudó al hombre a buscarlo, ni lo buscó él; ni siquiera se le ocurrió hacerlo. Recuerda al perro, un terrier marrón y lo reconocería si volviera a verlo. Quizá siga allí. Debería volver para buscarlo. Podría estar escondido en un portal o detrás de una pila de escombros, esperando a que alguien le encuentre.

Pero Kenan no suelta el agua, no vuelve para buscar al perro. No le cabe la menor duda de que el perro está muerto, siempre lo ha sabido, y también sabe que, aunque no lo estuviera, no volvería allí. El miedo le ha paralizado con la misma eficacia que una bala en la columna vertebral, y sencillamente no tiene lo que se necesita para volver. La vergüenza se apodera de él. Lo único que ahora quiere es llegar a casa y reptar hasta la cama.

Se aleja del portal y sigue camino hacia el oeste. A su izquierda están los cuarteles militares abandonados, bombardeados hasta la ruina por sus antiguos ocupantes. A su derecha está el At-Mejdan, donde se vendían esclavos, se ejecutaba a hombres y, más tarde, se celebraban carreras de caballos. Ahora es un parque, o lo sería si aún quedaran cosas como un parque en la ciudad. Antes de la guerra había venido a menudo con su familia para escuchar conciertos al aire libre, y a veces también solo, para sentarse en un banco y tomar un café algún cálido día de otoño. Avanza tan deprisa como puede, parando cada poco para recuperar el aliento, pero no se demora más de lo imprescindible. Intenta mantener la mente en blanco, desechar cualquier pensamiento que pudiera acabar inmovilizándole.

Al tomar una de las pronunciadas curvas hacia el norte, aparece ante él un conjunto de apartamentos de color verde y amarillo brillante, apodados «los loros» por aquellos que los consideraban una monstruosidad. Kenan nunca tuvo una opinión firme al respecto, sólo sabía que no le habría gustado vivir en ellos. Ahora, sin embargo, se alegra de verlos, porque se alzan al pie del puente Ćumurija.

Un hombre acaba de empezar a cruzar desde la otra margen y, aunque sería posible que dos personas cruzaran al mismo tiempo, si uno de ellos se apartara y dejara pasar al otro, Kenan no está seguro de que fuera capaz de mantener el equilibrio con los recipientes de agua y no sabe si ese hombre le cedería el paso, de modo que decide esperar. No puede cargar con toda el agua a la vez. Quizá sí, si las botellas de la señora Ristovski tuvieran asa y pudiera atarlas con las suyas, pero tal y como están las cosas es imposible. Aun así, decide cruzar con todas las suyas a la vez. Pesan mucho pero están compensadas, y si llevara tres en cada viaje no habría manera de equilibrarlas. Dejará las botellas de la señora Ristovski junto a unas rocas y volverá a buscarlas. Ya sin sus garrafas, podrá colocarse una bajo el brazo y llevar la segunda en la mano, dejando la otra libre para sujetarse a la baranda del puente.

Piensa en este plan. Concluye que está bien, pero le preocupa que alguien se lleve las botellas de la señora Ristovski mientras él esté cruzando. Espera a que el hombre llegue a su margen, le saluda con un gesto de la cabeza cuando pasa por su lado y entonces lleva las botellas de la señora Ristovski a un rincón discreto, un pequeño agujero que hay justo donde el puente conecta con la calle. Satisfecho de que las botellas queden fuera de la vista, se recoloca sus garrafas y accede al puente.

Tras varios pasos, se detiene para amortiguar el balanceo de las garrafas, que se bambolean como péndulos impulsados con mayor fuerza por cada paso que da. Los aplaca con la mano libre y espera a que cuelguen inmóviles antes de seguir andando. Tiene que parar dos veces más antes de llegar a la mitad del puente. Mientras espera, mira hacia el este y luego de nuevo en dirección a la destilería. Intenta ver si algo parece diferente del aspecto que tenía por la mañana, además del aún humeante esqueleto del Yugo. Entonces piensa que nada debería parecer diferente, porque nada ha cambiado. El hecho de que esta vez él estuviera allí, más cerca de lo habitual del epicentro de la matanza, no significa que ésta sea más relevante para la ciudad. Es sólo un día más.

Las sirenas antiaéreas han cesado. Kenan llevaba rato sin reparar en ellas. Una bomba cae en la distancia, en el oeste, hacia el aeropuerto. Avanza unos pasos, deja que las garrafas se estabilicen, da varios pasos más. Un pie le resbala levemente y eso hace que las garrafas se impulsen hacia adelante, y en el retroceso le golpean directamente en la rodilla y le hacen perder el equilibrio. Kenan se estrella contra la baranda, la potencia del golpe lo desequilibra. Se sujeta con las dos manos, posa el pie de nuevo en la viga, pero está aturdido. Siente que le invade la rabia, como cuando topa con la cabeza contra la esquina de la puerta de algún armario o contra algún objeto que no esperaba que estuviera ahí, una rabia concentrada y dispersa al mismo tiempo. Renquea hasta el final del puente sin parar, la adrenalina le impele a hacerlo, y deja caer el agua. Se tiende en el suelo, boca abajo, sin importarle quedar a la vista, ser un blanco fácil. Grita, pero no reconoce el sonido que emerge de él. Es un bebé y un animal y una sirena antiaérea y un hombre derribado por su propia carga. Escucha mientras el grito se disipa, éste se desvanece como si no hubiese existido, entonces rueda sobre sí mismo y mira al cielo.

Está cansado. Está cansado de ir a buscar agua y está cansado del mundo en el que vive, un mundo que nunca quiso, en cuya creación él no intervino y que desea que no existiera. Está cansado de cargar agua para una Tres mujer que nunca le ha dedicado una palabra amable, que se comporta como si fuera ella quien estuviera haciéndole un favor a él, cuyas botellas no tienen asas y ella se niega a cambiarlas. Si le gustan tanto esas botellas, debería llevarlas ella misma a la destilería, debería ver cómo la calle se llena de sangre que luego va desapareciendo, cómo un hombre se queda de pie con media correa y busca un terrier marrón mientras otros cargan a los muertos en una furgoneta.

Kenan se levanta. Mira el puente, el lugar donde ha escondido el agua de la señora Ristovski. Se da media vuelta, coge la cuerda que ata sus garrafas. Su espalda se arquea bajo el yugo. El agua se alza en el aire. Kenan avanza un paso, después otro. Pronto estará en casa.