Dragan

—¿Qué crees —pregunta Dragan— que es peor: que te hieran o que te maten?

No sabe por qué le ha hecho esta pregunta a Emina. Parece casi frívola, como preguntar si es peor que le hiervan a uno vivo con agua o con aceite.

Sigue apoyado contra el furgón; ella está frente a él, de espaldas a la calle, y cada poco transfiere el peso del cuerpo de un pie al otro, como si no acabara de encontrar una postura cómoda.

—Creo —dice, desplazando la mirada hacia el cruce— que es mejor que te hieran. Al menos así te queda alguna posibilidad de vivir.

—No muchas —dice él, y enseguida se pregunta por qué. ¿Qué sentido puede tener esta conversación? No obstante, las palabras siguen brotando de su boca y él parece incapaz de detenerlas. Es como arrancarse una costra.

—¿Qué quieres decir? Una posibilidad es una posibilidad.

—Los hospitales no podrían hacer gran cosa por ti. Les falta equipo y medicamentos, les falta personal.

Tampoco sabe si alguna de estas afirmaciones es cierta, pero le parecen probables.

—Tengo entendido que están bastante bien equipados. Por lo visto muchos heridos sobreviven.

Él percibe que su visión crítica la ha molestado, que ella no quiere que tenga razón. Se le ha enrojecido el cuello y se ha separado levemente de él.

—Si están tan bien equipados, ¿por qué arriesgas la vida para entregar un medicamento que ya tiene casi diez años?

Acaba de anotar un punto directo. Ella retrocede un paso, se saca las manos de los bolsillos y se las lleva al pecho. Por un instante, Dragan duda de si irá a abofetearle. No le importaría que lo hiciera. Sabe que lo merece.

—Lo siento —dice—. No sé por qué he dicho eso.

Ella no se mueve. Le escruta sin parpadear. Él no sabe qué está buscando ella. Intenta parecer arrepentido, se obliga a no pronunciar palabra, a guardar silencio. No hay nada que pueda decir para arreglar la situación.

Aun así, siente que su boca se mueve y las palabras escapan de él:

—No entiendo por qué no estás asustada. No en tiendo cómo la idea de que te alcance un tiro o un bombazo no te asusta.

Ella exhala y deja las manos colgar flácidas a ambos lados del cuerpo.

—Hay un hombre tocando el violonchelo en la calle —dice—. Cerca del mercado. Donde murieron aquellas personas que hacían cola para comprar pan.

Dragan supo de la masacre cuando ocurrió. No fue lejos de la casa de su hermana. De no haber sido porque él llevaba pan a casa todos los días que le tocaba trabajar, es posible que ella también hubiese estado en aquella cola. Pero desde entonces no había vuelto a pensar en ello. Si bien fue uno de los ataques más cruentos contra civiles, no fue mucho peor que el peaje global que se paga a diario.

—Todos los días, a las cuatro. —Se vuelve hacia Dragan al decirlo, como si hubiese algo que él no comprende—. Todos los días se sienta allí y toca. La gente va a escucharlo. Algunos dejan flores. Yo he ido varias veces. Unas me quedo hasta que acaba, otras me mar cho al cabo de unos minutos.

Dragan asiente. Ha oído hablar del violonchelista, de pasada, pero nunca le ha dedicado demasiados pensamientos ni ha ido a verle. No está seguro de por qué Emina le está diciendo todo esto, pero no va a interrumpirla. La dejará hablar hasta que acabe.

—No sé cuál es la pieza que toca, no sé cómo se llama. Es una melodía triste. Pero a mí no me entristece. —Le mira directamente a los ojos, no desvía la mirada, y él se siente un poco incómodo—. ¿Por qué supones que lo hace? ¿Está tocando por la gente que murió? ¿O por la que no ha muerto? ¿Qué espera conseguir?

Dragan sabe que no es una pregunta retórica. Ella espera una respuesta. Él no la tiene. Ignora por completo qué debe de poseer a una persona para hacer algo semejante.

—¿Para quién toca? —vuelve a preguntar ella, y de pronto Dragan cree saberlo.

—Quizá esté tocando para sí mismo —dice—. Quizá sea lo único que sepa hacer y no esté haciéndolo para que ocurra algo.

Y entonces cree que es verdad. Lo que el violonchelista quiere no es un cambio ni una solución inmediata a todo, sino evitar que las cosas empeoren. Porque, como decía el optimista del chiste de la madre de Emina, las cosas siempre pueden empeorar. Pero tal vez lo único que evitará que empeoren es que la gente haga lo que sabe hacer.

La respuesta parece haber satisfecho a Emina o, cuanto menos, la ha intrigado. Se reclina contra el furgón. Al rato dice:

—Jovan dice que está loco. Dice que es un acto inútil, que sólo va a conseguir que le maten.

Dragan reflexiona sobre eso.

—Jovan es idiota —espeta. No mira a Emina, sino que sigue manteniendo la vista al frente.

—Lo sé —dice ella—. En cierto modo, antes era una de las cosas que me gustaban de él.

Él se aventura a mirarla un instante y ve que no sonríe.

—Tengo miedo, Dragan. Tengo miedo de todo, de morir, de no morir.

Tengo miedo de que esto siga siendo así siempre, de que esta guerra no sea una guerra sino el modo en que la vida será a partir de ahora.

Dragan asiente. La rebeldía se ha desvanecido en él.

—Yo también —dice—. De todo.

Ella avanza un paso, se gira y se coloca a su lado. Por el momento, nadie ha sido lo bastante valiente para volver a intentar cruzar, pero se intuye que alguien pronto se aventurará y el resto de los presentes parecen estar esperando a ver qué ocurre. Dragan alza la mirada al cielo y observa una nube grande y gris. Le da la impresión de que la nube avanza despacio. Se pregunta si será verdad o si sólo es una cuestión de perspectiva, si la nube en realidad está avanzando tan deprisa como un pájaro puede volar o como un coche puede correr. No lo cree, pero no tiene modo de saberlo, y el hecho de que no haya modo de saberlo lo reconforta. Vuelve a mirar la calle, y se obliga a no volver a mirar al cielo hasta que esté seguro de que la nube haya pasado.

Un hombre con una chaqueta amarilla decide que es seguro cruzar. Sale disparado con la cabeza gacha y corre en zigzag hasta ponerse a salvo al otro lado de la calle. Eso parece reportar cierto alivio a las personas que esperan y varias hacen acopio de valor para lanzarse. Consiguen alcanzar la otra acera sin incidentes. Poco a poco, el grupo que se había formado va dispersándose, hasta que tras la protección del furgón ya no queda nadie de los que estaban la última vez que el francotirador disparó, excepto Dragan y Emina.

—Una mujer va a visitar a una amiga —dice Emina con voz rauda y ligera—. La mujer entra y la amiga le pregunta si le apetece un poco de café. «No, gracias —contesta la primera—. Estoy bien». Y la amiga dice: «Fantástico, así podré ducharme».

Dragan se ríe, aunque ya conocía el chiste. Existen media docena de versiones, pero en cada una de ellas la mujer se las apaña para hacer algo más trascendental con una cantidad absurdamente pequeña de agua. No dista mucho de la realidad. Dragan es capaz ahora de lavarse el cuerpo entero con medio litro. Un cuarto para enjabonarse, un cuarto para enjuagarse. No es lo mismo, pero funciona. Si además el agua está tibia, se convierte en un placer.

En pocas semanas, su hijo, Davor, cumplirá diecinueve años. Si siguiera aquí, casi seguro que habría acabado combatiendo, de forma voluntaria o bien como recluta a la fuerza. Dragan recuerda el día en que su hijo nació, al amanecer, aún no había salido el sol. Llevaban un día y medio en el hospital. Su mujer estuvo de parto casi treinta y seis horas, y los rostros consternados de los médicos y las enfermeras le aterrorizaron, pero finalmente liberaron al niño del cuerpo de su madre y lo declararon sano. Su débil llanto emergiendo de un fardo de sábanas llegó a oídos de Dragan como si fuera música. Luego le arrobó un abrumador sentimiento de benevolencia, no sólo hacia su hijo, sino hacia el mundo que le rodeaba, deseando que fuera todo lo que no era, preguntándose qué podía hacer él para mejorarlo. Pero el sentimiento se desvaneció y más tarde desapareció por completo, como si nunca hubiese existido.

Pese a ello, Dragan deseaba lo mejor para su hijo y seguía queriendo que el mundo fuera diferente, pero, en realidad, nunca se había parado a pensar en cómo podía conseguirlo, qué posible efecto podrían tener sus actos. Ahora, con frecuencia se pregunta si hubo algo que hizo o que no hizo que influyera, si bien en grado mínimo, en la desintegración de la ciudad. Se pregunta qué habría ocurrido si los hombres de las montañas y los hombres de la ciudad hubiesen albergado en sus corazones una diminuta fracción de la benevolencia que él descubrió y sintió por una criatura recién nacida.

Por el este, a unos veinte metros, se acerca un perro negro y pequeño. Lleva el morro pegado al suelo, la cola gacha, y camina con paso decidido. El perro no se detiene a husmear nada en particular ni mira a las personas con las que se cruza. Dragan se sorprende observándolo mientras se aproxima, cada vez más, y cuando mira a Emina ve que ella está haciendo lo mismo. El perro pasa por su lado, lo bastante cerca para tocarlo, pero no da muestras de apercibirse de su existencia. Nadie más parece haber reparado en él, claro que, ¿cómo iban a hacerlo? La ciudad está llena de perros callejeros. Éste no tiene nada de especial. Pero, si es así, ¿por qué están Emina y él mirándolo? Es por la singularidad de la aparente resolución del perro. Este perro tiene un sitio adonde ir.

El perro alcanza el cruce y lo enfila sin vacilar. Dragan se pregunta si sabrá que hay un hombre armado en las montañas. Como respondiendo a sus elucubraciones, el perro alza el morro del suelo, vuelve la cabeza a la izquierda y mira las colinas. Esto hace creer a Dragan que el perro sabe lo que está ocurriendo. Podría incluso saber dónde está el francotirador. Quizá un perro pueda oler el sendero que recorre una bala, trazar su trayectoria desde el origen. El perro podría perfectamente saber desde qué ventana o tejado dispara el francotirador. ¿Alguna vez ha hecho alguien un experimento al respecto? ¿Sabemos a ciencia cierta qué puede y qué no puede oler un perro?

Dragan se pregunta si un francotirador dispararía a un perro. ¿Desperdiciaría una bala y se arriesgaría a revelar su posición a un contrafrancotirador? Si los hombres de las montañas no dispararían a un perro pero sí a nosotros, eso debe de significar que nos consideran diferentes. Pero la cuestión es si somos mejores o no. ¿Reconocen más de sí mismos en un perro o en un ser humano?

El perro está a punto de cruzar, con el morro de nuevo rozando el suelo. Alcanza el otro lado y de pronto, inesperadamente, se detiene, se da la vuelta y mira atrás. Observa la calle unos segundos, Dragan no sabe exactamente qué, y luego prosigue, hasta que se pierde de vista.

—¿Adónde supones que va el perro? —le pregunta Emina.

Él la mira y ve que sonríe.

—No tengo ni idea.

—Me pregunto qué tarea tan urgente tendrá que llevar a cabo un perro para caminar con esa deliberación.

Dragan está a punto de contestar cuando cae en la cuenta de que, vaya a donde vaya, sea cual sea la tarea que le ocupa, hay poca diferencia entre el perro y él. Los dos tan sólo intentan sobrevivir. A diferencia de los hombres de las montañas, que siguen diferenciando entre perros y humanos, Dragan ahora apenas aprecia esa diferencia. Ha sentido el mismo grado de preocupación por el perro al verle entrar en la línea de fuego del francotirador que por las cuarenta o cincuenta personas que han cruzado en el rato que lleva aquí.

Emina le está mirando, esperando una respuesta a su pregunta.

—¿Adónde tenemos que ir cualquiera de nosotros con tanta urgencia? —dice, con la esperanza de zanjar así la discusión. No quiere seguir pensando en el perro.

Se pregunta cuánto tiempo lleva aquí, esperando a cruzar. Quizá tres cuartos de hora. ¿Ha aumentado esa espera sus probabilidades de conseguirlo?

—¿Por qué cruzamos la calle los ciudadanos de Sarajevo? —le pregunta a Emina.

Ella sacude la cabeza, se saca las manos de los bolsillos y se aparta el pelo de la cara.

—Buena pregunta.

—Para llegar al otro lado —se contesta él mismo. Emina gruñe, porque es un chiste ciertamente malo. A Dragan no le importa. Lleva meses sin contar un chiste. Le hace sentir bien, aunque el chiste sea pésimo.

—Creo —dice ella, medio riéndose aún— que ha llegado la hora de que esta ciudadana se arme de valor. Si cruzo ahora, podría volver a tiempo para escuchar al violonchelista.

Dragan deja de reír. Tiene razón. Ya llevan aquí demasiado tiempo.

—Voy contigo —dice.

Emina asiente y ambos se acercan al cruce, ella delante, Dragan detrás. Cuando están a punto de alcanzar la parte trasera del furgón, el límite a partir del cual deberían correr, Dragan empieza a ponerse nervioso. Le sudan las manos, luego también la espalda y los pies. Nota que le falta el aliento. Alarga una mano y la posa en el hombro de Emina para detenerla.

—Aún no puedo —dice—. No estoy preparado. Emina asiente de nuevo. —¿Quieres que me quede a esperar contigo? Sí, quiere, pero prefiere no decírselo.

—Estoy bien —dice—. No tengo especial prisa.

Ella le mira, ve su rostro tenso, y él se pregunta si decidirá quedarse con él a pesar de sus palabras tranquilizadoras.

—Dale muchos recuerdos a Raza —dice ella, y se inclina hacia él y le abraza. Él la siente cálida, sustancial, mucho mayor que la última vez que la abrazó, hace apenas un rato. Ella ha vuelto a hacerse real para él. Es la persona que conocía en el pasado. Afectada por la guerra, cambiada, pero la mujer que conocía sigue allí. No la ha cubierto el gris que tapiza las calles. Se pregunta por qué no lo habrá advertido antes, se pregunta cuánto más le habrá pasado inadvertido.

Dos personas cruzan desde el otro lado, un hombre y una mujer. El hombre ya está a medio camino, la mujer apenas lo inicia. La mujer tiene el pelo recogido con un pañuelo negro y el hombre lleva un sombrero marrón de ala ancha, un estilo de sombrero que Dragan nunca ha tenido pero que siempre ha admirado. Es la clase de sombrero que llevaría un detective, piensa.

Emina sale a la calle. Aprieta el paso hasta casi correr, pero a Dragan le da la impresión contraria. El mundo entero se ha tornado borroso, pegajoso, como subacuático. La lana azul del abrigo de Emina es una mancha informe y Dragan se siente cansado. Podría dormir durante días.

Un joven se acerca a Dragan y se prepara para cruzar. Duda sólo un instante, respira hondo y avanza. En cuanto sale a la calle, a Emina la embiste una repentina y violenta fuerza que la derriba de costado, y el ruido de un arma de fuego perfora el silencio. El hombre del sombrero se detiene un segundo y luego echa a correr en dirección a Dragan. La mujer se da la vuelta y retrocede con la esperanza de llegar al punto seguro del que venía. Emina yace inmóvil. Dragan no consigue ver dónde la han alcanzado, si está viva o no.

A su lado, la aproximada media docena de personas que deambulan por allí corren hasta el borde del furgón, con la mirada clavada en la calle. Varias gritan a quienes aún se encuentran en la línea de fuego del francotirador, les gritan que corran y otros consejos igual de obvios.

El joven avanza hacia Emina. Debería retroceder, piensa Dragan. Va en la dirección errónea. Entonces Dragan comprende lo que está haciendo y quiere ir con él, ayudarle y ver si es posible salvar a Emina. Pero sus pies no se mueven. A su alrededor, todo el mundo parece imbuido de una energía frenética, pero él no se ha movido un ápice.

El joven y el hombre del sombrero llegan hasta Emina al mismo tiempo, justo cuando la mujer consigue ponerse a resguardo. Dragan ve que la gente que hay al otro lado corre hacia ella, para ver si está bien, aunque es evidente que lo está. El joven se agacha y rodea a Emina con ambos brazos. El hombre del sombrero sigue corriendo, no se detiene. El joven alza la mirada incrédulo y le ve alejarse, le grita pidiéndole ayuda. Si le oye, el hombre del sombrero no da muestra. Cuando está a punto de alcanzar la seguridad del furgón, se oye otro disparo. El sombrero del hombre sale volando de su cabeza y aterriza a los pies de Dragan. Dragan clava la mirada en el sombrero, que ha caído del revés sobre la acera. Ve en la etiqueta que está fabricado en Viena. Mira al frente. El propietario del sombrero yace boca abajo.

A su alrededor, los presentes comprenden que el francotirador puede disparar mucho más cerca del borde del furgón de lo que creían. Se agachan, todos excepto Dragan, que piensa de pronto en el modo en que una bandada de pájaros puede virar al unísono en vuelo, como si todos sus componentes estuvieran programados. Entonces una mano le agarra. Comprende que corre peligro y se tira al suelo con los demás. Retroceden, manteniéndose tan agachados como pueden, hasta que se alejan de la calle, a unos tres metros del hombre que ya no lleva sombrero.

El joven ha cogido en brazos a Emina y Dragan ve que está viva. Uno de sus brazos cuelga inerte y la manga está empapada en sangre, pero tiene los ojos abiertos y la mano sana se aferra al hombro de su rescatador. Una bala se estrella en el pavimento unos metros por delante de ellos. El joven no reacciona, sigue impasible, lento y torpe, y Dragan no cree que vaya a conseguirlo.

Al pasar junto al hombre sin sombrero, a quien Dragan supone muerto, una mano se alarga hacia ellos, débil e implorante. El hombre sin sombrero de algún modo sigue vivo, aunque no parece capaz de moverse. El joven le obvia y sigue andando. Emina le mira, no dice nada y aparta la mirada hacia otro lado.

Dragan intenta calcular los segundos que han transcurrido desde el último disparo del francotirador, intenta calcular cuánto tiempo les queda antes de que llegue la siguiente bala. No sabe cuánto ha pasado, sin embargo, y no tiene idea de lo que tardará el francotirador en volver a apuntar y disparar.

Emina y el joven están a dos metros, después a uno, y al fin llegan. Se desploman en el suelo detrás de él, y Dragan oye llorar a Emina. No se vuelve. No puede despegar la mirada de la calle, donde el hombre sin sombrero intenta reptar, centímetro a centímetro, hacia la seguridad. Hay un creciente charco de sangre a su alrededor y, aunque Dragan sabe que la calle rebosa ruido, no oye ni un suspiro. Cuenta para sí, oye saltar los lentos números con su propia voz. Cuando llega al ocho, la cabeza del hombre sin sombrero se desploma, al tiempo que de su coronilla se desprende una llovizna roja puntuada por el tronar de un rifle que resuena colina abajo.

Dragan agacha la mirada y ve el sombrero en sus manos. No recuerda haberlo cogido, no tiene idea de por qué habría hecho algo semejante. Mira el sombrero, recorre el ala con el pulgar, se inclina y lo deja sobre el asfalto antes de darse la vuelta hacia Emina.