Todo cuanto Kenan puede hacer es alzar la vista hacia lo que queda de la Biblioteca Nacional. Aunque la estructura de piedra y ladrillo sigue en pie, su interior está completamente arrasado. El fuego ha dejado lengüetazos de hollín encima de todas las ventanas, y el techo abovedado de cristal que coronó ufano el edificio durante un siglo yace hecho trizas en el suelo. El tranvía antes describía aquí un semicírculo, ofreciendo una exhaustiva panorámica del icónico edificio. Era uno de sus lugares favoritos de la ciudad, aunque no fuese un gran lector. Era la manifestación más visible de una sociedad de la que se sentía orgulloso. Ahora las vías del tranvía ya no ofrecen ningún servicio y tan sólo muestran lo que se ha perdido.
Los hombres de las montañas hicieron de la biblioteca uno de sus primeros objetivos y lo abordaron con gran eficacia. Kenan no sabía si fueron los morteros lo que inició el fuego o si alguien colocó de incógnito una bomba, como hicieron con la oficina de Correos, pero sí sabía que, mientras ardía, arrojaron más bombas incendiarias al edificio. Fue hasta allí cuando oyó que estaba ardiendo, sin saber por qué. Contempló, impotente e inútil, cómo aquel símbolo de lo que la ciudad era, y lo que muchos aún querían que fuera, sucumbía a los deseos de los hombres de las montañas.
Llegaron los camiones de bomberos y se convirtieron en objetivos, atacados por francotiradores ocultos. Los morteros caían sobre ellos, disparados por un ejército que en un tiempo había jurado proteger la ciudad. Los bomberos combatieron las llamas tanto tiempo como pudieron, hasta que algún comandante que comprendió la futilidad de la situación les ordenó retirarse. Kenan vio a un bombero que no debía de alcanzar la treintena y que siguió de pie, solo, mirando aquel infierno. No se movió en absoluto hasta que, exhausto, cedió a sí mismo y se desplomó de rodillas. Sus compañeros corrieron hasta él, creyendo que un francotirador le había alcanzado. Cuando le ayudaron a ponerse en pie y se lo llevaron, Kenan vio que tenía las mejillas surcadas de sudor o de lágrimas, y que sus labios se movían, mudos, de un modo que hizo pensar a Kenan que estaba rezando. Durante días, las cenizas de millones de libros cayeron sobre la ciudad como si fuera nieve.
En aquel momento, Kenan creyó que al bombero lo había vencido la pérdida de la biblioteca, pero ahora cree que lo que le hizo desplomarse fue la impotencia para hacer nada por salvarla, o incluso para ralentizar su pérdida. Cuando sus hijos le preguntan por el motivo de la guerra, por qué la gente se muere de hambre y recibe disparos, Kenan no sabe responderles; cuando les ve sufriendo y no hay nada que él pueda hacer al respecto, ve al bombero en sí mismo y desea que alguien fuera a recogerle, ponerle en pie y llevárselo. Pero no puede derrumbarse, porque sus hijos le miran para sentirse seguros de que todo irá bien, de que la guerra acabará, de que todos sobrevivirán. Hay momentos en que no sabe cómo consigue no evaporarse, cómo su ropa no cae al suelo, vacía de la poca sustancia que las llenaba.
Dobla la esquina y el puente Šeher Ćehaja se extiende ante él. Se detiene y recoloca las garrafas de agua antes de refugiarse tras uno de los grandes arcos maestros de la biblioteca. Barre las colinas con la mirada, sin saber muy bien qué está buscando, pero anhelante de algún indicio tranquilizador de que nadie está apuntando con un arma al puente. Tras varios minutos, un hombre y una mujer doblan la esquina. Le miran, recelosos, pero no se detienen. Enfilan hacia el puente y Kenan siente el impulso de llamarles, pero no tiene nada útil que decir. Decirles que podría haber un francotirador vigilando el puente equivaldría a decir que el sol ha salido esta mañana. Así que les deja marchar. Serán sus cobayas.
Tienen un aire casi despreocupado. No alzan la mirada hacia las colinas, no se paran. Cuando llegan al puente, aceleran un poco el paso, caminan deprisa sin llegar a correr. La mujer avanza algo más rápida que el hombre, y él aprieta el ritmo para ponerse a su lado. Cuando llegan a mitad del puente, a Kenan le embarga una abrumadora sensación de condena; está seguro de que los disparos están a punto de llegar, ambos van a morir. Pero los disparos no llegan, y la pareja alcanza el otro extremo del puente. Reducen un poco el paso, tal vez seguros de que ya no corren peligro, aunque Kenan sabe que aún puede alcanzarles una bala. No estarán a salvo hasta que se encuentren tras el parapeto de los edificios, pero la pareja lo ignora o lo pasa por alto.
Una mujer se acerca por su espalda. Apenas debe de superar los cincuenta, piensa Kenan; tiene el pelo cano, aunque eso ya no es referente alguno. No tenía idea de cuántas mujeres se teñían el pelo hasta que la guerra llegó y el tinte se convirtió en otro artículo de lujo para los reyes del mercado negro. Kenan vuelve a mirar a la mujer y piensa que probablemente es más joven de lo que había creído en un primer momento. Podría incluso tener su misma edad. No hay modo de saber lo que la guerra ha hecho para envejecerla.
Lleva una garrafa de agua de cuatro litros en cada mano. Saluda a Kenan y mira hacia el puente.
—¿Es seguro?
Kenan se encoge de hombros.
—Acaba de cruzar una pareja y no han disparado. Pero quién sabe.
La mujer repara en sus garrafas.
—¿Va usted a la destilería?
—Sí. —Por un instante, Kenan se pregunta si no irá a pedirle que le traiga agua, pero antes incluso de concluir el pensamiento sabe que está siendo irracional—. ¿Y usted?
—Si puedo. La colina es pronunciada, así que tengo que parar a menudo a descansar. Pero lo conseguiré. Es el puente lo que no me gusta.
Mira al puente, luego a las colinas.
—Creo que es seguro.
Considera la posibilidad de preguntarle qué es lo que busca en las colinas. Quizá sabe algo concreto que él ignora.
La mujer no reacciona y Kenan tiene la sensación de que se está entrometiendo en su intimidad, aunque él estaba allí antes y no se encuentran en un lugar privado. Quiere marcharse, de modo que coge las garrafas y echa un último vistazo al puente.
—¿Va a cruzar ya? —pregunta ella, y se yergue.
—Sí. —Vacila un instante, sin saber qué quiere la mujer de él, o si acaso quiere algo—. ¿Quiere que crucemos juntos? ¿Sabe?, parece más seguro ir acompañado.
Ella parece tantear la propuesta. Él se pregunta cuál de ellos será un objetivo más atractivo. No hay manera de saberlo.
—No —contesta—. Creo que descansaré un rato.
Él asiente y sale a la calle. Se alegra de volver a estar en camino. No está seguro de lo que acaba de ocurrir, pero ha habido algo en la esencia de este intercambio que le ha enervado. Avanza tan deprisa como puede, a ritmo de marcha primero y después más rápido. Uno de sus pies alcanza el puente y él sabe que está expuesto. Zigzaguea un poco, derecha, luego izquierda, derecha de nuevo, y entonces echa a correr en línea recta, tratando de parecer imprevisible. El truco consiste en hacer que los movimientos sean aleatorios, pero no frenéticos. Una vez vio a un hombre moverse demasiado deprisa hacia un lado en un intento de resultar evasivo, pero resbaló y se torció un tobillo. Se quedó tendido en la calle varios minutos hasta que alguien fue a socorrerle y lo llevó a cubierto. Aunque no le dispararon, podrían haberlo hecho, y el hombre le habría ahorrado al francotirador la mitad del trabajo.
Las garrafas de Kenan chocan entre sí y, aunque el sonido no es llamativo, a él le recuerda al de los tambores y le asusta, le hace fantasear con que alguien le persigue. Acelera la carrera, mucho más de lo que considera seguro, pero el terror se ha apoderado de él y no puede controlarse. El final del puente está a sólo unos pasos y uno de sus pies pisa una grieta en el pavimento. Está a punto de caer, pero, de algún modo, consigue mantener el equilibrio y acaba de cubrir el puente a trompicones hasta llegar a la protección de un pequeño edificio que queda a su izquierda.
Se sienta, jadeante, con los pulmones calientes y secos, hasta que recupera el aliento y se levanta. Vuelve la mirada atrás, a la biblioteca, y ve a la mujer mirándole. Se encuentra demasiado lejos para estar seguro, pero imagina que se ríe de él. ¿La ha tranquilizado, se pregunta, o ha hecho que se sienta aún más reticente a cruzar? La mujer no se mueve, de lo que él deduce que no le ha inspirado ninguna confianza.
Frente a él está la cafetería a la que solía ir, la Casa del Rencor. La historia narra que antes estaba al otro lado del río, en la margen derecha. Cuando los austro-húngaros regularon el cauce del Miljacka, estaba en su camino, pero el propietario se negó a que lo demoliesen. Accedió a entregar esa tierra sólo con la condición de que trasladaran su casa, ladrillo a ladrillo, a la margen izquierda del río. Además, pidió un saco de ducados, por inquina. Kenan nunca ha sabido si la historia es real o no, pero tampoco cree que importe. Lo que ahora quiere es que los hombres de las montañas bajen y reconstruyan todos los edificios tal como eran antes, ladrillo a ladrillo. Y, ya puestos, que también suelten algo de dinero, aunque ¿quién es él para decir qué es inquina y qué reparación? Mira el ahora cerrado restaurante y se ríe un poco de sus elucubraciones. Los hombres de las montañas bajarán a la ciudad por un único motivo, y no será el de devolver las cosas a su antiguo estado.
Coge las garrafas, se cuelga la cuerda al hombro y se agacha para coger también las botellas de la señora Ristovski. No comprende por qué ella insiste en esos envases en particular, por qué no puede cambiarlos por unos con asa. Sabe que es mayor y que está aferrada a sus costumbres, pero tampoco es que se haya pasado la vida cargando agua en esos envases. Ha batallado con la escasez de agua exactamente el mismo tiempo que él, espero sin tener que bajar la colina, atravesar la ciudad, cruzar un puente, subir otra colina y volver a casa. Si alguien debiera aferrarse a sus costumbres es él.
Recuerda cuando la conoció, casi diecisiete años atrás. Él y Amila tenían veintipocos, acababan de casarse, su primera hija sólo tenía unos meses. Se mudaron al apartamento una lóbrega mañana de primavera, y por la tarde oyeron unos insistentes toques en la puerta que con el tiempo llegarían a conocer bien.
Kenan abrió y encontró a la señora Ristovski allí, de pie, con un aspecto muy similar al que tiene hoy. Ella le incrustó una maceta con helechos en las manos, avanzó un paso, se quitó los zapatos y le miró.
—Soy tu vecina, la señora Ristovski —dijo—. ¿Tienes unas zapatillas?
Kenan se presentó, le pasó la planta a su desconcertada esposa y rebuscó en varias cajas hasta que encontró un par de zapatillas.
—Son un poco pequeñas —dijo la mujer mientras embutía los pies en ellas—, pero por ahora bastarán. La próxima vez traeré las mías.
Se sentaron en el sofá que los padres de Kenan les habían regalado cuando se casaron y su mujer fue a hacer café. La señora Ristovski le recitó una larga lista de lo que debía y no debía hacer con la planta, y él la escuchó con toda la atención de que fue capaz. El bebé dormía en la habitación de al lado. Él mencionó su presencia varias veces y habló en voz baja, con la esperanza de que la señora Ristovski tomara ejemplo. Pero ella no hacía más que elevar el tono cada vez que hablaba, hasta que a Kenan le pareció que gritaba.
Su mujer volvió con el café justo cuando el bebé se despertaba, a gritos. Le miró ceñuda, como si fuera culpa suya que la señora Ristovski no fuera capaz de hablar en voz baja. Cuando Amila se fue, la señora Ristovski tomó un sorbo de café y arrugó la expresión.
—Menudos gritos suelta vuestro bebé. Confío en que tú y tu mujer no seáis tan ruidosos.
Kenan le aseguró que no lo eran y el resto de la visita transcurrió más o menos sin incidentes. A partir de entonces, la mujer les visitaba una o dos veces por semana, por lo general por la tarde, cuando Kenan estaba en casa. Él siguió tan bien como pudo sus instrucciones con respecto a la planta, pero ésta fue marchitándose rápidamente. A la señora Ristovski no le pasó por alto. En una de sus visitas, miró la planta reseca, sacudió la cabeza y dijo:
—Espero que seas más cuidadoso con tus hijos que con las plantas. Son mucho más difíciles.
Kenan supo más tarde que cada vez que alguien se instalaba en el edificio, la señora Ristovski le llevaba una maceta con helechos que, sin excepción, morían al cabo de unas semanas. La opinión general era que ella los había envenenado, que los había condenado desde el principio, pero Kenan nunca acabó de creerlo. No obstante, había advertido que la mujer no tenía ninguna planta en su piso.
Solía sorprenderse defendiéndola frente a los demás, sin demasiado entusiasmo, recordándoles que su marido había muerto hacía cincuenta años y que ella había vivido sola desde entonces. Pero cuanto más pensaba en ello, tanto menos le parecía una buena justificación de su amargura. No podía haber tenido más de veinticinco años cuando se quedó viuda, una edad lo bastante tierna para rehacer la vida. No tenía la menor pista de qué la había hecho ser cómo era, si haber perdido a su esposo en la guerra, la guerra en sí o algo que ocurriera después. Quizá siempre había sido así.
Nada de esto explica por qué él lleva hoy esas botellas imposibles, lo sabe. Le hizo una promesa, pero ya ha roto promesas con otras personas y sospecha que volverá a hacerlo. Ni siquiera puede fingir que le caiga bien y, aunque la teme un poco, no está tan intimidado para hacerle una reverencia cada vez que le exige algo. Siendo sincero consigo mismo, no tiene idea de por qué sigue llevándole agua a la señora Ristovski.
Es hora de seguir avanzando. La destilería está ya cerca, sólo un poco al oeste y luego al sur, colina arriba. Cruza la calle y ataja por un aparcamiento vacío, refugiándose siempre que puede. A medida que asciende, ve cómo el agua se derrama hasta la calle desde los caños de la destilería. Las huellas de los que le han precedido le recuerdan el rastro que las babosas dejan en el jardín. Un camión con un depósito de plástico enorme pasa por su lado, da un bocinazo y le obliga a hacerse a apartarse. Ahora ya hay mucha más gente en la calle, la mayoría cargada con su peculiar parafernalia de envases para el agua, y todos ellos se ven también obligados a hacerse a un lado para dejar pasar a ese camión y a los que pronto le seguirán. Es una peregrinación, un desfile, todos son ratas de Hamelin. Cuando ve el edificio de color rojo intenso de la destilería, se siente tan feliz como aprensivo, porque, si bien ha llegado al fin a su destino, sabe que le espera un largo camino antes de volver a estar en casa.