Es posible que el francotirador ya no esté. Han pasado al menos diez minutos desde que disparó y varias personas ya han cruzado sin incidentes. Dragan se acerca al bordillo para mirar a ambos lados de la calle. Tiene hambre, siente que el vacío de su estómago le impele a cruzar. La panadería está al otro lado. Sólo dos cruces más especialmente peligrosos y tendrá pan. Pero otra parte de él sabe que no hay prisa. No va a morir de inanición si espera unos minutos más, mientras que la falta de cautela le mataría más deprisa que cualquier otra cosa.
Retrocede un poco, se da la vuelta y se apoya contra el metal caliente del automotor que le protege de Grbavica y de las colinas donde está Vraca, la antigua fortaleza de guerra. Antes llevaba a su mujer y a su hijo de picnic a Vraca, en verano, cuando no tenían tiempo para ir al parque de Ilidža o al monte Trebević. Desde allí se veía casi toda la ciudad, un hecho que ha adquirido una relevancia totalmente nueva en los últimos meses.
Por su derecha se aproxima una mujer y, cuando ya está cerca, Dragan la reconoce. Se llama Emina. Es amiga de su esposa, unos quince años más joven que él. A Dragan siempre le ha gustado y no le importa demasiado su marido, Jovan. Cuando salían a cenar, algo que hacían de forma regular antes de la guerra, Dragan se sentía monopolizado por Jovan, cuyo único interés aparente era la política, un tema para el que Dragan no tenía paciencia. Con el tiempo empezó a esgrimir excusas para escabullirse de esas cenas, hasta que, poco antes del estallido de los combates, las invitaciones cesaron y su mujer y Emina perdieron el contacto.
Dragan sabe que Emina le ha visto y que tiene intención de hablar con él, y él busca algún rincón donde esconderse, aunque es del todo inútil. No hay modo de evitar el encuentro, excepto cruzar corriendo, y aunque Dragan apenas se siente capaz de recomponerse para saludar a un extraño, por no hablar ya de una vieja amiga, con un leve y cortés gesto de asentimiento no está dispuesto a arriesgar su vida para eludir un intercambio social. Esto le reconforta ligeramente, pero se pregunta si acaso llegará el día en que su elección sea otra.
Confiando en que ocurra un milagro, agacha la mirada y la clava en sus pies, fingiendo una profunda reflexión. Quizá ella pase de largo. No es imposible. Podría ocurrir que pasara junto a él sin verle y siguiera calle arriba, y que llegara sana y salva al otro lado sin siquiera haberse apercibido de que él estaba allí. Lo que él quiere es cruzar y conseguir una hogaza de pan tan deprisa como pueda. No quiere encontrarse con nadie.
—¿Dragan? ¿Eres tú? —Una mano le toca el hombro y él comprende que su intento de parecer un hombre reflexionando se ha convertido en realidad, en una reflexión real. Sonríe y encuentra graciosa la situación, y Emina le devuelve la sonrisa.
—Hola, Emina —dice, y se acerca a ella para darle dos besos. Ella le abraza con fuerza. La nota menuda bajo el abrigo de lana azul. Recuerda ese abrigo. Su mujer le dijo en una ocasión que le gustaba, y él siempre quiso preguntarle a Emina dónde lo había comprado para regalarle uno a Raza, pero nunca llegó a hacerlo.
—¿Cómo estás? ¿Cómo está Raza? ¿Dónde vivís ahora?
Él le dice casi tanto como puede, le dice que su mujer y su hijo se marcharon en uno de los últimos autobuses que partieron de Sarajevo, que su apartamento fue uno de los primeros que bombardearon y que ahora vive con su hermana. No puede decirle que su mujer y su hijo se marcharon de noche ni que, cuando el autobús se alejó, él tuvo la sensación de que no volvería a verles, aunque fuesen a estar a sólo unos pocos cientos de kilómetros de allí, a una hora en avión. No puede decirle lo que ocurrió la noche en que bombardearon su apartamento, que se escondió en el sótano con sus vecinos y que juntos esperaron a que el edificio se derrumbase sobre ellos, ni cómo llegó al día siguiente a casa de su hermana, ni que fue su cuñado quien abrió la puerta y le miró como si fuera culpa suya que hubiesen destruido su apartamento. Cree que si tuviese que decirle todas las cosas que no puede decirle a nadie, pasarían días enteros, allí de pie.
Ella le mira y él advierte que sabe que está guardando mucho para sí, pero no la presiona. Todo el mundo guarda más de lo que cuenta. No sabe qué más decir. ¿Debería preguntarle por Jovan? ¿Y si le ha ocurrido algo o la ha dejado? Cuanto menos, le recordaría que a Dragan él nunca le gustó, y sólo esto ya resultaría violento.
Emina no se mueve, sigue de pie esperando a que él hable. Lleva el pelo recogido, pera varios mechones sueltos le caen sobre la cara. Ella se los aparta, se los coloca detrás de la oreja, e introduce la mano izquierda en el bolsillo del abrigo. Parece más menuda de lo que Dragan recuerda; no sólo más delgada, sino también más baja. No sabe cómo es posible.
Sólo para romper el incómodo silencio, habla.
—¿Cómo está Jovan? —pregunta, temeroso de la respuesta.
Ella se encoge de hombros.
—Se alistó en el ejército. Casi no le veo.
Dragan se sorprende. Jovan no parecía de esa clase de hombres. Siempre le ha encajado más como conversador que como luchador.
Emina duda, quizá al ver su sorpresa.
—Bueno, en realidad hace de enlace del gobierno entre varias ramas del ejército. —Esto ya tiene más lógica—. No estoy muy segura de qué hace exactamente. Lo único que sé es que está fuera la mayor parte del tiempo.
Dragan asiente sin saber qué decir.
—Un francotirador cubre este cruce. O al menos lo hacía hace unos minutos. Estoy esperando a ver si se ha ido.
—¿Ha matado a alguien? —Emina parece genuinamente consternada.
Dragan se extraña. No es indiferente a las muertes que se producen a su alrededor, pero tampoco puede decir que las lamente tanto para que su semblante lo refleje. No cree que les ocurra a muchas personas ya.
—No —contesta él—. Por lo visto no tiene muy buena puntería.
Ella parece meditar esto. Él confía en que no se lo tome muy en serio. No sabe cómo es la puntería del francotirador. Lo único que sabe es que falló en el último disparo. No hay modo de averiguar cuántas veces ha acertado de todas las que ha disparado.
—Creo que voy a esperar un poco. No tengo prisa —concluye ella. Le dice que va a llevar un medicamento a una mujer que vive varias manzanas al suroeste de la panadería. Radio Sarajevo ha organizado un intercambio de medicamentos gracias al cual las personas que tienen prescripciones que no estén utilizando puedan dárselas a otras que necesitan diferentes medicamentos que ya no se encuentran en el mercado. En la radio leen a diario los nombres de quién necesita qué, y quienes pueden ayudar lo hacen. La mujer a la que va a visitar está enferma del corazón y necesita el mismo medicamento que tomaba la madre de Emina, que murió hace cinco años. Aunque el medicamento está caducado, sigue siendo mejor que nada—. Al fin y al cabo —dice—, son anticoagulantes. No creo que caduquen.
—No —dice Dragan—. Seguramente tengas razón.
—Tiene los mismos componentes que el matarratas, y eso no caduca.
—¿De veras?
—Bueno, lleva un poco de arsénico. O eso creo. Mi madre bromeaba al respecto.
Dragan había conocido a la madre de Emina; la vio una vez, un año antes de que muriera. Se parecía mucho a Emina, pero su sentido del humor era más negro que el de su hija. Daba la impresión de que ella tampoco pensaba mucho en Jovan. Cuando él intentaba desviar la conversación hacia la política, como siempre hacía, ella alzaba las manos.
—Tú y tu política. Nada bueno pasará gracias a la política.
—Nada bueno pasará sin la política —replicaba Jovan, sacudiendo la cabeza.
—¿Cuál de ellos —dijo Emina— supones que es el optimista de la familia?
Dragan y su esposa se rieron, pero la pregunta le dejó perplejo y no estaba seguro de si Emina bromeaba.
—¿Conoces la diferencia entre un optimista y un pesimista? —preguntó la madre de Emina mirando a Jovan, que parecía haber oído ya eso alguna vez. Un leve conato de sonrisa asomó a sus labios—. El pesimista dice: «Oh, cielos, la cosas no pueden empeorar más». Y el optimista dice: «No estés tan triste. Las cosas siempre pueden empeorar».
Cuando murió, Dragan no fue al funeral. Ahora no recuerda por qué. Es posible que no le invitaran, pero es más probable que hubiese ideado alguna excusa para escabullirse.
—¿Te acuerdas de Ismira Sidran? —le pregunta Emina.
Sí, se acuerda de ella. Era directora de una compañía de teatro. Hacía unos años habían hecho una versión de Hair que había sido todo un éxito. Desde entonces, Dragan ha visto varios de sus espectáculos. Era amiga de Emina a y una vez se la encontró en la calle, caminando con ella. Le dio la impresión de ser una mujer estridente, difícil, y le irritó.
—Este año se cumple el vigésimo quinto aniversario de la primera representación de Hair en Broadway y la han invitado a llevar a su compañía a Nueva York para asistir a una actuación o una celebración o algo así.
El sol asoma por una nube y empieza a calentar rápidamente. Emina se desabrocha el primer botón del abrigo.
—¿Y el gobierno les ha dado su consentimiento? —Dragan está sorprendido. Han sido muy selectivos con las personas a las que han permitido salir de la ciudad.
—Sí, y eso no es todo. La vi y me dijo que había treinta y dos personas en la lista. «¡Treinta y dos! —exclamé yo—. Es mucha gente». Pero me explicó que los necesitaban a todos para manipular las luces y los decorados y todo eso, que son las personas a las que el público nunca ve. De modo que parecía lógico. Pero volví a verla una o dos semanas más tarde y la lista había aumentado en otros treinta nombres, más o menos, y me dijo que aún no estaba completa.
Dragan sacude la cabeza.
—Es imposible que se necesite a tanta gente.
—Ya, y eso no es lo peor. —Emina se desabrocha otro botón del abrigo—. Cuando entregaron la lista, contenía casi doscientos nombres.
—¿Y les dejaron salir?
—No. Sabían que no volverían.
Nunca había sido así. Antes de la guerra, incluso cuando el país era un estado comunista, se podía viajar a donde se quisiera. Sólo había cuatro países en el mundo para los que se precisaba visado. Ahora, sin embargo, nadie puede marcharse sin permiso.
—Deberían haber dejado la lista en los primeros treinta y dos —dice Dragan—. Podrían haber salido.
—Jovan dice que no habría importado. Dice que no habrían dejado marchar a ninguno.
—Es posible, pero quizá alguno de ellos podría haberse ido. Quizá podría haber escapado de todo esto. —Emina alza la mirada al cielo.
—No hay modo de saberlo.
—Creo que, si yo pudiera, me iría. —Sabe que es peligroso decir esto. La gente mira mal a quienes consiguen marcharse. Les consideran cobardes y, aunque Dragan sospecha que cualquiera que conserve la cordura desearía irse, muy pocas personas lo admitirían, ni siquiera para sí mismas, y aún menos se atreverían a decirlo en voz alta.
Sólo hay dos maneras de salir: o se conoce a alguien con poder y se consigue un salvoconducto para salir por el túnel, o se tiene dinero. Si no se da ninguno de los dos casos, uno está condenado a quedarse. Aquellos que tenían poder o dinero cuando la guerra estalló ya se han marchado, y aquellos que tienen poder o dinero ahora lo tienen gracias a la guerra, por lo que carecen de alicientes para marcharse.
Emina, sin embargo, no parece sorprendida por su confesión.
—¿Por qué no te fuiste con Raza?
Él se encoge de hombros.
—No creía que esto fuera a durar tanto. Quería proteger nuestro apartamento y no perder mi empleo. Quizá me equivoqué.
—No. Tenemos que quedarnos. Si nos marchamos todos, bajarán de las montañas y la ciudad será suya.
—Si nos quedamos, nos dispararán desde las montañas hasta que estemos todos muertos, y luego bajarán y tendrán lo mismo.
—El mundo nunca permitiría que eso ocurriera. Tarde o temprano tendrán que ayudarnos —dice ella.
Por su tono de voz, él no acaba de discernir si cree lo que dice. No entiende que pueda creerlo. Los dos tienen que ver la misma ciudad desintegrándose a su alrededor.
—No va a venir nadie. —Su voz brota más áspera de lo que era su intención—. Estamos solos aquí y nadie va a venir a ayudarnos. ¿Es que aún no lo sabes?
Emina agacha la mirada y se abrocha los dos primeros botones del abrigo. Guarda las manos en los bolsillos. Al rato dice, con voz muy tenue:
—Sé que no va a venir nadie. Es sólo que no quiero creerlo.
Dragan sabe exactamente a lo que se refiere. Él tampoco quiere creerlo. Durante mucho tiempo se ha aferrado a la esperanza, ha escuchado las noticias, ha esperado que alguien detenga esta locura. Siempre ha vivido bajo el peso de la ley. Si uno quebrantaba la ley, la policía le arrestaba. Había orden, y el orden era incuestionable. Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, todo eso se vino abajo. Al igual que muchos otros, Dragan esperó mucho más tiempo del que era lógico a que se restaurara el orden. Intentó seguir con su vida como si todo fuese aún normal, como si alguien estuviera al cargo. Los hombres de las montañas eran una molestia menor que quedaría resuelta en cualquier momento. La cordura prevalecería. Pero entonces, un día, ya no pudo seguir engañándose. No era una situación temporal, un fallo técnico momentáneo en el sistema, y nadie iba a repararlo.
—En la panadería trabajé con un hombre que sobrevivió a Jasenovac y después a Auschwitz —dice Dragan.
El anciano se había jubilado cinco o seis años antes de que hubiese hombres en las montañas, pero Dragan seguía viéndole a menudo. Quedaban para tomar un café o, de cuando en cuando, una copa de brandy. Nunca le había hablado a Dragan de su vida durante la guerra hasta que un día, poco después del comienzo de los combates, le habló de lo que era estar en un campo de concentración. Le habló de que, en Jasenovac, los guardias competían por ver quién mataba a más personas en un día. El ganador, un guardia llamado Petar Brzica, mató a 1360 con un cuchillo de carnicero. Como premio por ganar la competición, le dieron un poco de vino, un cochinillo y un reloj de oro. Después de la guerra huyó a Estados Unidos, donde, hasta el día de hoy, su nombre consta en una lista de residentes criminales de guerra. Muchas de las personas a las que mató eran padres y abuelos de los hombres de las montañas, y de la gente a la que están disparando.
—La última vez que lo vi me lo dijo: «Lo que se avecina es peor que nada de lo que puedas imaginar» —dice Dragan—. Se suicidó el mismo día en que estalló la guerra.
Emina sacude la cabeza.
—Esto no puede ser tan malo esos campos de concentración.
Dragan medita sus palabras y lativo es el sufrimiento.
—No, no lo es. No creo que realmente pensara que iba a serlo, pero sí que creyera que lo que él y los demás sufrieron allí significaba algo, que la gente había aprendido de ello. Pero no lo hemos hecho.
—¿No? —pregunta Emina.
—Mira a tu alrededor —contesta Dragan.
Aunque la respuesta era retórica, Emina mira a su alrededor. Motivado por ella, Dragan también lo hace, y se pregunta si ella estará viendo lo mismo que él. ¿Ve el gris en todas partes? ¿Ve los edificios destrozados, los escombros en las calles, la gente delgada y agotada, escabulléndose como animales asustados? Debe verlo. ¿Cómo no podría verlo?
Él no sabe por qué ella le ha buscado, por qué no pasó de largo y fingió no haberle visto. No había necesidad de esto. Él no necesitaba ver cuánto le ha arrebatado la guerra a ella, a él.
—Una de las cosas buenas de la guerra —dice ella— es que he pasado por calles en las que nunca había estado. Ha cambiado mi geografía.
Dragan asiente. Ha observado lo mismo, ha encontrado curioso ver cómo gran parte de la ciudad en la que ha vivido siempre estaba a una o dos manzanas de su experiencia, cómo una bomba aquí y un francotirador allá han modificado las calles que resultan familiares y las que sólo se conocen vagamente.
—Hay una calle cerca de mi casa por la que, antes de la guerra, nunca había pasado —prosigue Emina—. Pero con el francotirador que hay al final de la mía, tuve que dar un rodeo y me encontré en esa calle nueva.
»Había una casa con un cerezo enorme en el jardín, repleto de fruta madura. Una anciana recogía las cerezas. Debió de recoger quince o veinte kilos, y aún quedaban más en el árbol.
»Me acerqué a ella, sobre todo porque nunca había visto un árbol así en Sarajevo, no tenía ni idea de que aquí crecían cerezos. “Es un árbol precioso”, le dije, y ella me contó que su madre lo había plantado de joven, y que siempre había dado buena fruta. Recogía las cerezas con sus nietos, pero estaba un poco preocupada, porque a los niños no se les puede dar sólo alimentos dulces. Le sugerí que vendiera parte de las cerezas y me contestó que tal vez lo hiciera.
»Por pura casualidad, pocos días después Jovan me trajo sal que había conseguido no sé dónde, una bolsa inmensa de cinco kilos. Era mucho más de lo que necesitábamos y de lo que íbamos a consumir jamás. Pensé en la mujer, y fui a llevarle un kilo.
El semblante de Emina es relajado, y su voz, suave. Dragan no sabe cuál es el mensaje de la historia que le narra, pero se alegra de que lo esté haciendo.
—La mujer se puso contentísima. Nunca había visto a nadie sonreír tanto. De hecho, me abrazó. Más de un kilo de sal. Cuando ya me iba me dio dos baldes enormes llenos de cerezas. Una cantidad absurda. «Pero no voy a poder comerme todo esto. No tengo hijos, sólo somos mi marido y yo», le dije. Pero ella insistió: «Regálalas —dijo—. Haz lo que quieras con ellas. Tengo más de las que necesito». De modo que se las regalé a mis vecinos, pequeñas cestas a diez familias diferentes.
—Fuiste muy buena regalándole la sal —dice Dragan con sinceridad.
—No la necesitaba. Ella tampoco tenía por qué regalarme las cerezas. —Emina se encoge de hombros—. ¿No es así como se supone que debemos comportarnos? ¿No es así como éramos antes?
—No lo sé —dice Dragan—. No consigo recordar si éramos así o si sólo lo creemos. Parece imposible recordar cómo eran las cosas. —Y sospecha que esto es lo que más quieren los hombres de las montañas. Es evidente que les gustaría matarlos a todos, pero, si no pueden, quieren hacerles olvidar cómo eran, cómo actúa la gente civilizada. Se pregunta cuánto tiempo tardarán en conseguirlo.
Mientras él espera allí para cruzar, lo sabe, ellos están ganando. Ha llegado el momento en que su día, su vida, avance a través de este cruce en dirección a cualquiera que sea el final que le aguarda.
—Creo que voy a cruzar ahora —le dice a Emina.
—De acuerdo —dice ella—. Yo te seguiré.
Dragan se acerca al cruce. Le duele el estómago. Cuando está a un paso de ponerse al descubierto, toma aire y echa a correr. Intenta mantener la cabeza gacha, pero a los tres pasos nota que empieza a dolerle la espalda y se yergue. Siente los pulmones secos; las piernas, de goma. No puede creer que aún no haya recorrido ni una cuarta parte del camino. Nunca se había sentido tan viejo.
Nota el disparo un instante antes de oírlo. Es un ruido seco, una ráfaga de aire cuando la bala pasa rozándole la oreja izquierda, y después el áspero estallido de un arma. Por un instante se pregunta si le ha alcanzado. Sabe que, en tal caso, morirá. Ha oído la bala, lo cual significa que el francotirador ha fallado. Está sorprendido, confuso y asustado. No tiene claro qué es lo que debe hacer. Por no más de dos segundos se queda inmóvil, petrificado. Le parecen milenios.
Entonces corre de vuelta a donde estaba antes. No se siente los pulmones ni las piernas ni el estómago. Se convierte en un autómata, un animal, y vuela. Su cuerpo está listo para el siguiente disparo del francotirador, el que acabará con su vida. Cuanto más se acerca a la seguridad, más lo espera. Ve a Emina de pie tras el furgón. La boca abierta, la cara desencajada, y le parece oírla gritar su nombre.
Su hombro topa contra el metal y sus piernas ceden. Emina le agarra de un brazo y él intenta no caer, y el mundo se torna borroso a su alrededor. La gente le pregunta si está bien, y él cree que sí, pero no puede contestar. Es la primera vez que han disparado a Dragan. Ha estado en sitios donde ha habido disparos y en zonas donde han caído bombas, pero nunca nadie le había marcado específicamente para la muerte. Una parte de él no puede creer que ha ocurrido, y otra no puede creer que haya sobrevivido.
Poco a poco se recompone. Aún le falta el aliento y jadea como un perro, pero ya se siente con ánimo de hablar. Cuando Emina le pregunta, por al menos décima vez: «¿Estás herido?», él es capaz de contestarle.
—Ya te dije que no tenía muy buena puntería —dice.
Emina le mira, vacilante. Hay algo en él, y él desearía saber qué, que parece reconfortarla. El rostro de la mujer se relaja y una mano le acaricia la espalda.
—La ruleta de Sarajevo —dice ella—. Mucho más complicada que la rusa.
Él se ríe, no porque lo encuentre gracioso sino porque es cierto, y se queda allí, con la mano de Emina en la espalda, alegre, por primera vez en mucho tiempo de estar vivo.