El despacho del comando de Flecha no es gran cosa. Una sala pequeña con un escritorio y tres sillas, ventanas entabladas y el maltrecho suelo de madera tapizado con una moqueta sucia. Todo ello está iluminado por una bombilla desnuda alimentada por un generador que ella oye traquetear en otra sala. La bombilla cuelga de un cable en mitad del techo, sobre el escritorio, y, si la mirase directamente, Flecha quedaría cegada los próximos diez minutos por un globo refulgente en el centro de su visión. Nunca consigue discernir si la bombilla ha sido colocada en un punto tan molesto a propósito, como una especie de técnica intimidatoria, o si no es más que consecuencia de un mal diseño. Por su experiencia sabe que el ejército destaca tanto en las artes intimidatorias como en mal gusto.
—Se te ha observado durante algún tiempo —le dice su comandante, que está de pie detrás de ella y le coloca una mano en el hombro, un gesto que parece pretender ser tranquilizador. Flecha se pregunta si se estará refiriendo al incidente de esta mañana, al francotirador enemigo que ha tratado de acabar con ella. En el intervalo que ella dedica a ponderar esta posibilidad, la mano que descansa en su hombro pasa de parecer benigna a ser malévola. Reprime el impulso de apartarla de un manotazo, levantarse de la dura silla y llevar su mano a la garganta del comandante de su unidad—. Muchas personas están impresionadas con tu destreza —sigue diciendo él. Por lo visto no se está refiriendo al incidente de la mañana, de modo que ella se relaja. Él retira la mano y se sienta al otro lado del escritorio, de cara a ella.
Nermin Filipović es un hombre atractivo y va ataviado con un uniforme de camuflaje arrugado pero limpio. Lleva la barba pulcramente recortada y tiene el pelo oscuro, aunque algo largo. Flecha imagina que es suave al tacto. Debe de andar cerca de los cuarenta y, por lo que ella sabe, no está casado. Tiene una pequeña cicatriz en la frente, sobre el ojo derecho, y la uña del dedo índice de la mano derecha de color violeta oscuro, como si hubiese recibido un golpe recientemente.
Es soldado profesional. Cuando estalló la guerra y el cuarto ejército más grande de Europa se volvió hacia sí mismo y cercó la ciudad, él fue uno de los pocos oficiales que rompió filas y defendió la urbe contra sus antiguos colegas. Si fracasan y Sarajevo cae, si algún día los hombres de las montañas consiguen hacerse con la ciudad, él será una de las primeras personas a las que ejecutarán. Flecha no sabe qué posición ocuparía ella en la lista. No hay modo de averiguar cuánto saben de su vida.
—Tenemos una misión especial para ti. Una importante.
Flecha asiente. Sospechaba que él estaba tramando algo. Hasta el momento la habían permitido escoger sus blancos, la habían dejado más o menos tranquila, siempre y cuando siguiera enviando las balas a destinos valiosos. Últimamente, sin embargo, ella ha percibido que le prestaban mayor atención, y sabe que tarde o temprano van a pedirle que haga algo que no quiere hacer.
—Me gustaría recordarte nuestra primera conversación —dice ella, mirándole directamente a los ojos, algo que raramente hace.
Cuatro meses después del comienzo de la guerra, Nermin había enviado a un hombre para que le dijera que fuera a verle. En cierto modo, a Flecha le sorprendió que tardaran tanto en reclamarla. Ya lo habían hecho con la mayoría de los demás miembros de la escuela de tiro. Más tarde sabría que su padre, que era agente de policía, había pedido a Nermin que la dejara al margen de aquello. Lo mataron en una de las primeras batallas de la guerra, delante del edificio del Cantón de Sarajevo, y Flecha nunca ha preguntado a Nermin si él creía que su padre habría cambiado de opinión con respecto a su implicación en la defensa de la ciudad o si sencillamente decidió hacer caso omiso de la petición de un hombre muerto. No quiere conocer la respuesta.
—Necesitamos personas que disparen tan bien como tú —le dijo él.
—Nunca he disparado a una persona —contestó ella, sabedora de que hasta fechas muy recientes era una verdad aplicable a la mayoría de los defensores de la ciudad, e incluso a la de sus atacantes—. Sólo a blancos ficticios.
—Es una cuestión de perspectiva —dio él.
—No quiero matar a gente.
—Estarías salvándoles la vida. Cada uno de esos hombres de las montañas matará a alguno de nosotros. De tener la oportunidad, nos matarán a todos.
Flecha meditó sus palabras. Pensó qué se sentiría al apretar el gatillo y hacer que la bala impactase contra un ser vivo en lugar de contra un pedazo de papel. Apenas le sorprendió comprobar que la idea no la horrorizaba, que probablemente podría hacerlo, y que probablemente podría vivir con ello.
—Creo que esto acabará —dijo. Sus manos transformaron la taza de café en un tiovivo. Aún no lo había probado y pronto estaría frío.
Él se reclinó en la silla y clavó la mirada en la pared, como si hubiese una ventana, como si ésta le ofreciera unas vistas que proporcionaran una nueva perspectiva a la afirmación de la joven.
—Es una buena consideración. Y espero que estés en lo cierto. No imagino esto prolongándose eternamente.
Apartó la mirada de la pared, como percibiendo que ella estaba a punto de hacer una declaración de intenciones.
Flecha asintió.
—Creo que acabará, y cuando lo haga quiero ser capaz de volver a la vida que llevaba antes. Quiero tener las manos limpias.
La mirada de Nermin descendió hasta sus manos, que descansaban entrelazadas sobre el escritorio, y luego volvió a alzarse. Ella no estaba segura de que él supiera que lo había hecho. Había parecido un gesto involuntario, pero, aun así, la inquietó. Él se llevó las manos al regazo.
—No creo que ninguno de nosotros vaya a volver a la vida que llevaba antes, acabe como acabe esto. Ni siquiera los que tengan las manos limpias.
—Si lo hago, será con ciertas condiciones. No mataré a ciegas sólo porque me digas que tengo que hacerlo. —Se llevó la taza a los labios y tomó un sorbo. El café era bueno, fuerte y amargo, pero ya no estaba caliente.
Y así alcanzaron un acuerdo. Ella informaría únicamente a Nermin, trabajaría sola y, la mayoría de las veces, elegiría sus objetivos. Ocasionalmente, Nermin le ha pedido alguno en concreto o que trabaje en una zona en particular, y hasta el momento ella ha podido acceder a su voluntad.
Ahora es consciente de que la mujer que se sentó en este despacho aquel día y dijo que no quería matar a nadie ha desparecido, que con cada semana que pasa está menos segura de que todo esto vaya a acabar. Los parámetros de su acuerdo están peligrosamente cerca de la irrelevancia.
Esto, sin embargo, no mina su determinación. En todo caso, su deseo de seguir aferrada a sus condiciones, de conservar las manos limpias, ha aumentado. Aunque ya casi ha perdido por completo la perspectiva de la persona que era, aún sabe quién quiere ser y, por lo poco que intuye, el único camino que lleva hasta esa persona pasa por volver a ser quien era.
Nermin la mira durante largo rato. Ella percibe que está considerando decirle algo y sospecha que ese algo tiene que ver con su función en la defensa de la ciudad, pero no lo hace. Se pone en pie, pasa por su lado, abre la puerta y le indica con un gesto que le siga.
—Quiero enseñarte una cosa —dice, y se vuelve hacia ella—. No te preocupes. Se trata de algo limpio.
—Espera —añade Nermin al consultar su reloj—. Es casi la hora.
Flecha conoce bien esta calle. Está en el corazón de la ciudad, en el punto exacto en que los edificios turcos dan paso a los austrohúngaros. Más abajo está el monumento conmemorativo de la Segunda Guerra Mundial, la llama eterna, que se ha apagado. Detrás de ella está la calle donde solía reunirse con sus amigos para tomar un café cuando estudiaba en la universidad, y el río queda algo más al sur, no muy lejos. Y más allá están las colinas del sur de la ciudad, donde un teleférico subía hasta la cima del monte Trebević.
Están en la entrada de una tienda que ya no abre, al otro lado del mercado público cubierto. Flecha sabe que no hace mucho una bomba de mortero estalló en esta calle y mató a gran cantidad de personas. Lo oyó en la radio, pero, aunque no era habitual que tanta gente muriera a la vez en un mismo lugar, entonces no pensó mucho en el incidente. Sencillamente, así eran las cosas, suponía. La ocasión de morir estaba en todas partes y no era tan sorprendente que esa ocasión se materializase. Ahora, sin embargo, estando en el lugar de los hechos, le parece que algo significativo ocurrió aquí.
Una explosión ruge a su izquierda y Flecha mira involuntariamente en la dirección de donde procede el sonido.
Nermin, que no ha mirado, sonríe.
—Creo que intentan enviarnos un mensaje.
—¿Y cuál es el mensaje? —pregunta ella mientras otro mortero cae en la misma zona.
Nermin se encoge de hombros.
—No lo sé. Estoy haciendo un esfuerzo especial por no oírlo. Bien, aquí llega.
Al principio, Fecha no sabe si confiar en lo que ve. Incluso se pregunta si acaso no estará sufriendo alucinaciones, o si tal vez está muerta y así es la transición hacia lo que sea que prosigue a la muerte, que puede presentarse en diferentes e inverosímiles circunstancias. Pero gradualmente acepta que sigue viva, y que está lúcida, y que esto está ocurriendo.
Un hombre alto de pelo alborotado, bigote casi cómico y el rostro más triste que ella ha visto jamás sale de un portal. Lleva un esmoquin algo polvoriento, un violonchelo debajo de un brazo y un taburete debajo del otro. Sale del edificio con paso lento y firme, no parece consciente del peligro al que se está exponiendo; deja el taburete en mitad de la calle, se sienta y coloca el instrumento entre las piernas.
—¿Qué está haciendo? —pregunta ella, pero Nermin no contesta.
El violonchelista cierra los ojos y se queda inmóvil, con los brazos inertes. Da la impresión de que el violonchelo se mantiene en pie por sí solo, al margen del hombre que lo envuelve. La madera emite un brillo rico y cálido que contrasta con el gris lúgubre de los adoquines pulverizados, y ella siente el impulso de tocarlo, de acariciar con los dedos su superficie lacada. Alarga una mano, una fútil tentativa de tender un puente sobre una distancia mucho mayor que los cerca de treinta metros que la separan de él.
El violonchelista abre los ojos. La tristeza que ella había advertido en su rostro ha desaparecido; no sabe adónde ha ido. Él alza un brazo y su mano izquierda sujeta el mástil del violonchelo, la derecha dirige el arco hacia la escotadura. Es lo más hermoso que ha visto en la vida. Cuando las primeras notas brotan, son, para ella, inaudibles. El sonido se ha desvanecido del mundo.
Se apoya contra la pared. Ya no está allí. Su madre la está cogiendo en brazos, da vueltas con ella y se ríe. La cálida lengua de un perro le lame el brazo. Una leve corriente de aire se levanta mientras bolas de nieve vuelan a su alrededor. Resbala con la sangre de otra persona y se cae de costado, su nariz casi roza un brazo amputado. En un cine, un chico que le gusta la besa y le posa una mano en el vientre. Ella exhala y aprieta el gatillo.
Entonces, el sonido regresa al mundo. No está segura de qué es lo que ha pasado. No sabe qué le ha hecho un hombre que toca el violonchelo en la calle a las cuatro de la tarde. No vas a llorar, se dice, y se obliga a calmarse hasta después de que el violonchelista acaba de tocar, se pone en pie y regresa al edificio del que ha salido. No va a desmoronarse.
Nermin la mira.
—Necesitamos que te encargues de mantener con vida a este hombre.
—No entiendo. —Apenas ha oído lo que Nermin le ha dicho y se esfuerza por recomponerse y volver a su realidad.
Nermin se quita el sombrero y se pasa una manga por la frente.
—Ha dicho que hará esto veintidós días consecutivos. Éste es el octavo. La gente le ve. El mundo le ha visto. No podemos permitir que le maten.
—No puedo ser responsable de él —dice ella. Está cansada. Casi siempre está cansada, pero no alcanza a recordar la última vez que reparó en ello, incluso que lo admitió. Una anciana pasa por su lado a toda prisa, muy próxima a la pared, y Flecha se pregunta cuál de ellas estará más exhausta.
Nermin sacude la cabeza.
—No te estoy pidiendo que lo seas. Necesitamos algo ligeramente diferente.
El lugar donde el violonchelista se sienta, si bien vulnerable a las bombas, no se encuentra en la línea de fuego directa de los francotiradores de las colinas del sur. Pero han recibido información. Se cree que el enemigo enviará a un francotirador a su sector de la ciudad para matarle. Y el trabajo de ella consistirá en impedirlo. Es algo lo admiten, casi imposible. Pero, y Nermin se lo recuerda, ella posee cierto talento para lo imposible.
—¿Y por qué no vuelven a bombardear la calle y punto?
—No se trata sólo de matarle. Dispararle es una declaración.
Flecha se reclina contra la pared y visualiza al violonchelista tendido en la calle. Ve la lógica de Nermin. Una bala deja pruebas que no dejan las bombas.
—Mira —dice él—, hicimos un trato y haré lo imposible por seguir respetándolo. Pero las cosas están cambiando en nuestro bando. Si puedes hacer esto, los dos nos beneficiaremos.
—Yo no mato para beneficiarme, ni para beneficiarte a ti.
—Lo sé. Pero no estoy seguro por cuánto tiempo más podamos darnos el lujo de mantener esa posición.
Nermin se inclina hacia ella, la besa en la mejilla, se da media vuelta y se aleja. Ella sigue allí un rato, sin moverse, sin pensar. Solo quiere que todo esté en silencio, en calma. Pero entonces los bombardeos se reanudan y ella obliga a sus pies a moverse, se arropa bien con el abrigo y parte camino de su casa.