No hay modo de saber qué versión de una mentira es la verdad. Ahora, después de todo lo que ha ocurrido, Dragan sabe que el Sarajevo que él recuerda, la ciudad en la que creció, de la que estaba orgulloso y con la que era feliz, es probable que jamás haya existido. Si mira a su alrededor, le resulta difícil ver lo que en un tiempo hubo, o lo que quizá hubo. Cada vez tiene más la impresión de que nunca hubo nada allí salvo los hombres de las montañas, con armas y bombas. De algún modo, esta opción tampoco le parece cierta, aunque sólo es una más.
Esto es lo que Dragan recuerda de Sarajevo. Altas montañas daban paso a un valle. En la llanura del valle, el río Miljacka dividía la ciudad longitudinalmente. En la mitad izquierda, las colinas del sur conducían al monte Trebević, donde tuvieron lugar varios de los eventos alpinos en los Juegos Olímpicos de Invierno de 1984. Yendo hacia el oeste, se veían barrios como el Stari Grad, Grbavica, Novi Grad, Mojmilo, Dobrinja y, por último, Ilidža, donde había un parque lleno de árboles, arroyos y un estanque con una especie de caseta de perro donde vivían cisnes. Se pasaba junto a la Academia de Bellas Artes, el complejo deportivo y comercial de Skenderija, el estadio de fútbol de Grbavica, la pastelería Palma, la redacción del periódico Oslobo denje, el aeropuerto y el asentamiento de Butmir, donde vivieron los seres humanos del Neolítico, hace cinco mil años.
Desviándose luego hacia el norte, al otro lado del río, y retomando la dirección de origen, por la mitad derecha hacia el este, se cruzarían barrios como Halilovići, Novo Sarajevo, Marindvor, Koševo, Bjelave y Baščaršija. Se podría haber tomado el tranvía, que transita por el centro de la calle principal hasta alcanzar el casco viejo. Allí formaba un meandro, al oeste del río, dejaba atrás el edificio del Parlamento, el del Cantón de Sarajevo, el de Correos, el teatro, la universidad y luego, en el viejo ayuntamiento, que albergaba la biblioteca, viraba hacia el norte, dejaba atrás el mercado Markale y el parque Veliki, hasta que conectaba con la línea principal. Desde allí se podía ir al norte, al Koševo Stadium, donde tuvieron lugar las ceremonias de inauguración y clausura de los Juegos Olímpicos, o al hospital, que estaba justo al otro lado de la calle.
Sarajevo era una ciudad fantástica para caminar. Era imposible perderse. Y, si uno no sabía dónde estaba, sólo tenía que bajar por la pendiente hasta encontrar el río, y una vez allí la ubicación sería obvia. Si uno se cansaba, podía sentarse en una cafetería y tomar un café, o, si tenía hambre, parar en alguno de los pequeños restaurantes y degustar un pastel de manzana. La gente era feliz. La vida era buena. Así es, al menos, como Dragan la recuerda. Podría ser, piensa, que todo sea producto de su imaginación. Ahora, lo sabe, no se puede caminar de un extremo al otro de la ciudad. El barrio de Grbavica está completamente controlado por los hombres de las montañas, e incluso acercarse a él sería un acto suicida. Lo mismo ocurre en Dobrinja, si bien no ha caído, suele estar aislado del resto de la ciudad y es, como muchos otros lugares, extremadamente peligroso. Skenderija arde lentamente, como también el edificio de Correos, el del Parlamento y el del Cantón, la sede del Oslobo denje y la biblioteca. El Koševo Stadium ha quedado reducido a cenizas y sus campos se están empleando para enterrar a los muertos. Los trenes ya no funcionan. Las calles están llenas de escombros, furgones y cemento apilado en los cruces en un intento de frustrar las intenciones de los francotiradores de las montañas. Salir a la calle es aceptar la posibilidad de morir asesinado. Por otra parte, Dragan lo sabe, lo mismo puede decirse de la opción de quedarse en casa.
Todos los días, el Sarajevo que cree recordar se le escurre un poco más, como si intentara retener agua con las dos manos en forma de cuenco, y cuando esto ocurre se pregunta qué quedará al final. No está seguro de lo que será vivir sin recordar cómo era antes la vida, de lo que era vivir en una ciudad hermosa. Al estallar la guerra, él intentó combatir la pérdida de la ciudad, intentó conservar intacto cuanto pudo. Cuando miraba un edificio, intentaba verlo como había sido, y cuando miraba a alguien a quien conocía, intentaba obviar los cambios que percibía en su apariencia o su conducta. Pero con el paso del tiempo, empezó a ver las cosas como eran ya, y un día supo que había dejado de combatir la desaparición de la ciudad, incluso en su memoria. Lo que vio a su alrededor era su única realidad.
Hoy ya lleva alrededor de una hora en la calle, intentando dirigirse hacia el oeste desde donde vive, en el centro de la ciudad, colina arriba desde el mercado al aire libre. Está intentando llegar a la panadería de la ciudad, donde trabaja. Ha trabajado allí desde hace casi cuarenta años y, de no haber sido por la guerra, tal vez se estaría planteando jubilarse. Dragan sabe que es extremadamente afortunado por conservar su empleo y por disfrutar de la exención del servicio militar obligatorio que éste conlleva, aunque la exención signifique poco para las bandas de matones en busca de nuevos reclutas. Casi todos los habitantes de la ciudad están ahora en paro y, aunque a él raramente le pagan con dinero, lo cual de todos modos sería bastante inútil, si lo hacen en pan, para que se lo lleve a casa, y si va a la cafetería para los empleados, puede comer gratis, tanto si está trabajando como si no. De modo que, aunque hoy no trabaja, va de camino a la panadería para comer, porque si come allí ya no tendrá que comer en casa.
Su casa es un apartamento de tres habitaciones en Mejtas, al norte del casco viejo, que comparte con su hermana pequeña y la familia de ésta. Dragan antes vivía en lo que consideraba un bonito apartamento del barrio de Hrasno, justo al oeste de Grbavica. Ahora está justo en la línea de combate. La última vez que lo vio, una granada había destruido por completo el interior, y está bastante seguro de que el edificio ya no debe de existir. En cualquier caso, no era posible quedarse allí, y él sabe que jamás volverá.
Dragan consiguió sacar a su esposa, Raza, y a su hijo de dieciocho años de la ciudad antes de que la guerra estallara, y ahora están, cree, en Italia. No ha tenido noticia de ellos en tres meses y no sabe si volverá a tenerla. Una parte de él no quiere saber de ellos hasta que la guerra acabe. Ha oído hablar de mujeres que envían los papeles del divorcio desde el extranjero, y no está seguro de que pudiera soportar algo así. Tiene sesenta y cuatro años, parece más un abuelo que un padre. Aunque su matrimonio nunca fue perfecto, su mujer y él llevaban una vida cómoda para ambos, si bien ella era seis años más joven que él y había tenido a su hijo, Davor, tarde, a los cuarenta. Hasta entonces habían creído que no podían tener hijos.
Confía en que, estén donde estén, su mujer y su hijo sean felices. Se alegra de que no tengan que compartir el piso de su hermana. Dragan y su madrastra nunca se llevaron bien y, aunque ninguno lo admitiría, tanto él como su hermana preferirían pasar mucho menos tiempo juntos del que pasan. Pero el pan que Dragan lleva a casa le hace imprescindible, y el techo que le proporcionan le atrapa allí.
La panadería no está lejos de la casa de su hermana, quizá a unos tres kilómetros. En condiciones normales, sería un paseo de cuarenta y cinco minutos. Ahora tarda hora y media en llegar, si se apresura. No obstante, hoy está fuera esencialmente por estar fuera, y se lo está tomando con calma. Ha mantenido un ritmo pausado casi todo el camino, con la excepción de la parte de la calle principal que cruza el puente Vrbanja, un punto especialmente peligroso. Allí corrió como alma que lleva el diablo, intentando no pensar en si estaba en el punto de mira de alguien.
Se encuentra en la calle principal, por la que solían transitar los tranvías. En la acera sur se han improvisado barreras que protegen a los coches y a los peatones de las colinas del sur, aunque aún quedan muchos huecos por los que los francotiradores pueden colar una bala. Ha oído que los extranjeros llaman a esta calle Callejón de los Francotiradores, una exageración a ojos de cualquiera; como si hubiese alguna calle impenetrable para los hombres de las montañas, como si precisamente esa calle mereciera un nombre especial. Pero, obviamente, ésta es la ruta que toman los extranjeros que se dirigen del aeropuerto al Holiday Inn, por lo que debe de parecerles particularmente peligrosa. Aun así, seis carriles de asfalto y una mediana para los tranvías no le inspira mucho a Dragan la imagen de un callejón.
Dobla hacia el norte, abandonando la calle principal, por la que, si continúa, se aproximará en exceso al territorio enemigo. Este tramo de la calle está muy vigilada por los defensores, pero eso nunca ha disuadido a ningún francotirador en el pasado y él no alberga ilusiones de que algún día lo haga.
Enfila otra calle concurrida, la preferida de muchas personas que tienen que cruzar la ciudad. Al llegar a otro de los cruces principales, entre los cuarteles de Marshal Tito y la torre Energoinvest, ambos prácticamente destruidos por completo, Dragan se prepara para correr. Éste es uno de los cruces más peligrosos de la ciudad. Sólo cuatrocientos metros al sur se encuentra el puente Fraternidad y Hermandad, que separa el flanco derecho de la ciudad del ocupado barrio de Grbavica.
A su izquierda hay ocho furgones, apilados de dos en dos. A su derecha están las vías del tren. Al final de la calle está la torre Energoinvest. Hace unos años era unos de los edificios de oficinas más altos de la ciudad. Ahora está en ruinas, arrebatado a la existencia por medio de bombas. Todo a su alrededor tiene un particular tono grisáceo. No está seguro de su origen, si siempre estuvo allí y la guerra ha arrancado la capa de color que la ocultaba, o si ese gris es el color de la guerra en sí. En cualquier caso, confiere a toda la calle una apariencia lóbrega.
Unas veinte personas esperan para cruzar. Algunas salen y echan a correr como si hubiese una nube de tormenta sobre este lado de la calle y no quisieran mojarse más de lo imprescindible. Casi parece algo rutinario para ellas. O al menos ésa es la impresión que le da a Dragan. Cubren esa carrera breve y frenética, y luego siguen andando como si no hubiera pasado nada.
Dragan es uno de los que esperan tras la protección de un muro de cemento a ver una señal o a percibir una sensación que le indique que puede cruzar. Nunca está seguro de qué es lo que le inspira la certeza, pero, tarde o temprano, siempre sabe que ha llegado el momento de cruzar. Sigue vivo, por lo que deduce que, sea lo que sea lo que está haciendo, debe de ser correcto.
Desde el estallido de la guerra, Dragan ha visto morir a tres personas a manos de los francotiradores. Lo que más le sorprendió es lo deprisa que ocurre. Están caminando o corriendo por la calle y de pronto caen de forma tan abrupta como si fueran marionetas y el titiritero se hubiera desmayado. En cuanto caen, se produce un denso estallido de disparos y todo el mundo busca refugio. Tras varios minutos, no obstante, las cosas parecen volver a lo que ahora se considera la normalidad. Se recuperan los cuerpos, si es posible, y se traslada a los heridos. Nadie tiene modo de saber si el francotirador que disparó sigue allí o si se ha movido, pero todos se comportan como si se hubiera marchado hasta la siguiente vez que dispara, y entonces el ciclo se repite. Para Dragan no existe gran diferencia entre que el disparo acierte en el blanco o no. Tal vez existió al principio, meses y meses atrás, pero ahora ya no. Ahora la gente está acostumbrada a ver a otras personas recibiendo un tiro.
De las tres a las que Dragan ha visto morir, dos recibieron un impacto en la cabeza y murieron en el acto. A la tercera la alcanzaron en el pecho y luego, un minuto más tarde, en el cuello. Fue una muerte mucho peor. Dragan teme morir, pero lo que más teme es el tiempo que podría transcurrir entre el disparo y la muerte. No sabe cuánto se tarda en morir cuando le disparan a uno en la cabeza, si es una muerte instantánea o si se conserva la conciencia unos segundos, y se muestra escéptico ante quienes aseguran saberlo. En cualquier caso, es mucho mejor que tragar aire como un pez en el fondo de un barco, ver la propia sangre derramándose en el suelo y pensar lo que sea que la gente piensa cuando ve que le llega el final.
Está en el cruce y no puede seguir avanzando sin exponerse a las colinas. Hay un reducido grupo de personas arremolinadas en la acera, ninguna de ellas cruza, ninguna de ellas retrocede. Todas miran cuando un hombre se aventura al asfalto desde la acera de enfrente. El hombre se encorva levemente mientras corre, con un cigarrillo colgando de la boca. Dragan reconoce a ese hombre. Se llama Amil y trabaja, o trabajaba, en el quiosco que hay, o había, delante del antiguo edificio de Dragan. Dragan no le había visto desde que estalló la guerra, ni siquiera había pensado en él.
Cuando Amil alcanza la otra acera, deja de correr y mete las manos en los bolsillos de los vaqueros. Lleva alzada una de las solapas de la chaqueta de cuero y el pelo más corto de lo que Dragan recuerda. Amil está a sólo unos metros de él y si alza la mirada le verá. Dragan se da la vuelta, se coloca de cara al muro, como examinándolo, y espera a que Amil pase. Parece que Amil no le ha visto.
Cuando Amil se ha alejado ya, Dragan piensa en lo que acaba de hacer y por un momento se siente culpable. Siempre le ha gustado Amil, hablaba con él muy a menudo. Pero eso era antes de la guerra. Si ahora tuviesen que hablar, sólo se recordarían mutuamente lo mucho que se ha perdido, lo diferentes que son las cosas. Y aunque no hay nadie en toda la ciudad a quien Dragan pueda mirar sin recibir ese mismo mensaje, de algún modo resulta más doloroso verlo en otro ser humano a quien se conoce antes.
Ha dejado de hablar con sus amigos, no visita a nadie, evita a aquellos que van a visitarle. En el trabajo dice tan poco como puede. Tal vez esté aprendiendo a soportar la destrucción de los edificios, pero la destrucción de la vida le supera. Si le van a arrebatar a las personas, por medio de la muerte o de la transformación de su personalidad, lo cual las convierte en extrañas, prefiere mantenerse alejado de ellas.
Delante, una pareja decide que ha llegado el momento de cruzar. Un hombre y una mujer de treinta y pocos, calcula. La mujer lleva un vestido de flores que le recuerda a las cortinas de la casa donde creció. Van agarrados de la mano, pero en cuanto pisan el asfalto se sueltan y caminan más deprisa, sin llegar a correr. Cuando ya han cubierto una tercera parte del camino, una bala rebota en el asfalto frente al hombre, y Dragan oye el crujido de un rifle. La pareja duda, no saben si retroceder o seguir adelante. Entonces el hombre toma una decisión: coge a la mujer de un brazo y tira de ella hacia él. Ahora corren en dirección a la otra acera. Están a punto de alcanzarla cuando el francotirador vuelve a disparar, pero o ellos tienen suerte o el francotirador comete un error, porque el titiritero sigue en pie y ambos llegan al otro lado de la calle.
Las personas que tiene alrededor resoplan aliviadas, en parte porque la pareja lo ha conseguido, en parte porque ya no tienen que preguntarse si el cruce estará vigilado hoy. Saber dónde está el peligro transmite una extraña sensación de alivio. Resulta mucho más fácil enfrentarse a ella que a la de estar a merced de un funesto destino, de no saber en qué dirección están disparando los hombres de las montañas. Al menos ahora lo saben. Durante varios minutos, nadie se aventura a cruzar, pero Dragan está seguro de que alguien acabará arriesgándose, y después alguien más, hasta que todos los que habían presenciado los disparos se hayan marchado, y aquellos que lleguen ni siquiera sepan de la pareja que se ha salvado de milagro. No obstante, el francotirador volverá a disparar, si no aquí, en algún otro lugar, y si no lo hace él, lo hará algún otro, y todo volverá a ocurrir, como una manada de gacelas volviendo al abrevadero después de que una de las suyas haya sido devorada allí.