Emprendieron camino con las primeras luces del día y, rodeando el bosque que poblaba la zona norte de Emsat, se detuvieron a corta distancia del camino.
—Espero que ese Stragen mantenga su palabra —murmuró Kurik a Talen—. Nunca he estado en Thalesia y no me seduce la idea de cabalgar en una región hostil sin saber lo que ocurre.
—Podemos fiarnos de Stragen, padre —le aseguró Talen—. Los ladrones thalesianos tienen su propio sentido del honor. Son los cammorianos de quienes se ha de recelar. Se estafarían entre ellos si encontraran la manera de sacar algún provecho.
—Caballero —llamó quedamente una voz entre los árboles.
Sparhawk dirigió al instante la mano a la espada.
—No es preciso que hagáis eso, mi señor —aseveró la voz—. Venimos de parte de Stragen. Hay bandidos en esas colinas y nuestra misión es protegeros a su paso.
—Salid a la luz pues, compadre —instó Sparhawk.
—Compadre —repitió el hombre, soltando una carcajada—. Me gusta eso. Llegan muy lejos vuestras relaciones de compadrazgo, compadre.
—Hasta medio mundo últimamente —reconoció Sparhawk.
—Bienvenido a Thalesia pues, compadre. —El hombre que surgió de las sombras tenía el cabello rubio claro y la barba rasurada, vestía toscamente y llevaba una pica de aspecto brutal en la mano y un hacha colgada en la silla de la montura—. Stragen dice que queréis ir al norte. Os escoltaremos hasta Heid.
—¿Será suficiente? —preguntó Sparhawk a Flauta.
—Enteramente —respondió ésta—. Dejaremos el camino poco más de un kilómetro más allá de esa ciudad.
—¿Recibís órdenes de una niña? —se extrañó el rubio thalesiano.
—Ella conoce el camino hacia el lugar adonde nos dirigimos —repuso Sparhawk—. No hay que discutir nunca con el guía.
—Seguramente es una gran verdad, sir Sparhawk. Me llamo Tel…, por si os interesa saberlo. Tengo una docena de hombres y caballos de repuesto… Y las provisiones que solicitó vuestro escudero Kurik. —Se pasó la mano por la cara—. Esto me tiene un tanto desconcertado, caballero —confesó—. Nunca he visto a Stragen tan ansioso por satisfacer las demandas de un desconocido.
—¿Habéis oído hablar de Platime? —le preguntó Talen.
Tel miró vivamente al chiquillo.
—¿El jefe de Cimmura? —inquirió.
—El mismo —contestó Talen—. Stragen le debe algunos favores a Platime, y yo trabajo para Platime.
—Oh, ya entiendo. El día sigue su curso, caballero —recordó a Sparhawk—. ¿Por qué no partimos hacia Heid?
—¿Por qué no? —convino Sparhawk.
Los hombres que se hallaban bajo el mando de Tel iban vestidos con anodinas prendas campesinas y empuñaban armas en cuyo uso parecían diestros. Todos eran rubios sin excepción y tenían el tosco semblante de las gentes a quienes tienen sin cuidado los placeres más refinados de la vida.
Al salir el sol aligeraron el paso. Sparhawk era consciente de que Tel y sus matones entorpecerían su marcha, pero se felicitaba por la protección adicional que ellos representaban para Sephrenia y Flauta, dada la inquietud que había experimentado por su vulnerabilidad ante una posible emboscada entre montañas.
Pasaron velozmente tierras de cultivo con granjas diseminadas en los márgenes del camino en una región poblada en la que no había que recelar un ataque. El peligro vendría más tarde, al llegar a la cordillera. Cabalgaron sin tregua ese día, cubriendo considerable terreno, acamparon a cierta distancia del camino y volvieron a emprender la marcha de madrugada.
—Estoy comenzando a cansarme de ir a caballo —admitió Kurik cuando se ponían en camino con el alba.
—Pensaba que a estas alturas ya estarías habituado —apuntó Sparhawk.
—Sparhawk, llevamos seis meses cabalgando casi sin cesar. Me parece que estoy desgastando la silla.
—Te compraré una nueva.
—¿Para que me entretenga moldeándola? No, gracias.
El paisaje se tornó ondulante, revelando las verdes montañas al fondo.
—Sí me permitís una sugerencia, sir Sparhawk —propuso Tel—, ¿por qué no acampamos antes de llegar a las colinas? Allá arriba hay bandidos y un ataque nocturno sería más molesto. Sin embargo, dudo mucho que bajen hasta este llano.
A pesar de la irritación que le producía tal demora. Sparhawk hubo de admitir que Tel no andaba desacertado. La seguridad de Sephrenia y Flauta era muchísimo más importante que cualquier limitación arbitraria de tiempo.
Pernoctaron en un pequeño valle elegido por los hombres de Tel, que demostraban ser auténticos expertos en encontrar parajes resguardados.
A la mañana siguiente aguardaron a que amaneciera para ponerse en camino.
—Conozco a algunos de los tipos que se ocultan allá en las montañas —explicó Tel mientras avanzaban al trote—, y tienen ciertos sitios predilectos para tender emboscadas. Cuando nos acerquemos a esos lugares os avisaré. La mejor manera de atravesarlos es cabalgando a galope tendido, pues eso toma por sorpresa a los emboscados, de modo que tardan un minuto o dos en llegar a los caballos y cuando emprenden la persecución ya es tarde.
—¿Cuántos suele haber? —le preguntó Sparhawk.
—Unos veinte o treinta en total. Pero se separarán para cubrir los diferentes puntos.
—Vuestro plan no está mal —aprobó Sparhawk—, pero creo que tengo uno mejor. Cabalgamos al galope entre la celada, tal como habéis propuesto, hasta que comienzan a perseguirnos. Entonces nos abalanzamos sobre ellos. Así no dejamos que unan sus fuerzas a los que están apostados más adelante.
—Sois un sanguinario, ¿eh, Sparhawk?
—Tengo un amigo thalesiano que no para de repetirme que no hay que dejar nunca enemigos vivos a la espalda.
—Puede que tengáis razón.
—¿Cómo aprendisteis tantas cosas sobre esos rufianes de la sierra?
—Era uno de ellos, pero me harté de dormir al sereno con mal tiempo. Entonces fui a Emsat y comencé a trabajar para Stragen.
—¿A qué distancia estamos de Heid?
—A unas cincuenta leguas. Si nos apresuramos podemos llegar al final de la semana.
—Bien. Apresuremos pues el paso.
Ascendieron la montaña al trote, vigilando los árboles y arbustos que flanqueaban el camino.
—Allá adelante —informó Tel en voz baja—. Ése es uno de sus lugares predilectos, donde el camino va encajonado.
—Prosigamos —replicó Sparhawk.
Se adentró a la cabeza en el cañón. Entonces oyeron un grito de sorpresa proveniente de lo alto del escarpado margen izquierdo de la senda, en donde divisaron un hombre.
—Está solo allí —gritó Tel—. Hace guardia y cuando pasan viajeros enciende fuego para avisar a los otros.
—Esta vez no lo hará —gruñó uno de los hombres de Tel, descolgando el arco que llevaba a la espalda.
Acto seguido detuvo el caballo y disparó una silenciosa flecha al vigía del acantilado, el cual se dobló con el proyectil clavado en el estómago y cayó inmóvil al polvoriento camino.
—Buen tiro —lo felicitó Kurik.
—No ha estado mal —respondió con modestia el arquero.
—¿Creéis que lo ha oído gritar alguien? —preguntó Sparhawk a Tel.
—Eso depende de a qué distancia se encuentren. Seguramente no sabrán a qué atribuirlo, pero es posible que algunos se asomen a investigar.
—Que se atrevan —hizo votos el individuo del arco.
—Será mejor que vayamos más despacio por aquí —recomendó Tel—. Corremos el riesgo de topar con ellos al doblar un recodo.
—Sois todo un experto, Tel —alabó Sparhawk.
—La práctica, Sparhawk, y además conozco el terreno. Viví allá arriba durante más de cinco años. Por eso me envió Stragen. Iré a echar un vistazo en esa curva de delante.
Bajó del caballo y, empuñando la pica, corrió encorvado; justo antes de llegar al recodo, desapareció entre la maleza para surgir al cabo de un momento, realizando incomprensibles gestos.
—Son tres —interpretó el arquero—. Vienen al trote. —Aprestó una flecha y alzó el arco.
—Protege a Sephrenia —indicó Sparhawk a Kurik, desenvainando la espada.
El primer hombre que asomó en la curva cayó del caballo con una flecha en la garganta. Sparhawk agitó las riendas y Faran partió a la carga.
El caballero derribó de una estocada a uno de los otros dos forajidos, que observaban aturdidos a su compañero, y el otro se dio a la fuga. Pero Tel salió de entre los matorrales y lo ensartó con la pica.
—¡Tras los caballos! —ordenó Tel a sus subalternos—. ¡No dejéis que regresen a donde están escondidos los otros bandidos!
Los hombres de Stragen galoparon en pos de las monturas y volvieron con ellas al cabo de unos minutos.
—Un trabajo limpio —apreció Tel, recuperando la pica clavada en el cadáver tendido en el camino—. Sin gritos ni supervivientes. —Hizo girar el cuerpo con el pie—. Lo conozco —dijo—. Los otros dos deben de ser nuevos. Las expectativas de vida de un salteador de caminos no son muy altas, de modo que Dorga ha de buscar nuevos reclutas con harta frecuencia.
—¿Dorga? —inquirió Sparhawk, desmontando.
—Es el jefe de esta banda. Nunca me cayó muy simpático. Es demasiado arrogante.
—Arrastrémoslos bajo los arbustos —propuso Sparhawk—. No querría que los viera la niña.
—De acuerdo.
Después de ocultar los cadáveres, Sparhawk retrocedió e indicó por señas a Sephrenia y Kurik que siguieran adelante.
Cabalgaron con cautela.
—Puede que esto resulte más sencillo de lo que esperaba —comentó Tel—. Me parece que se distribuyen en grupos muy reducidos para poder abarcar un trecho más largo. Deberíamos entrar en ese bosque de la izquierda. Hay un saliente rocoso a la derecha y Dorga suele apostar allí unos cuantos arqueros. Una vez que lo hayamos pasado, enviaré unos cuantos hombres para que los rodeen y den cuenta de ellos.
—¿Es ello realmente necesario? —preguntó Sephrenia.
—Me limito a seguir el consejo de sir Sparhawk, señora —respondió Tel—. No dejes enemigos con vida detrás de ti…, en especial si van armados con arcos. Lo cierto es que no me conviene que me claven una flecha por la espalda, y tampoco a vos.
Cabalgaron por la floresta hasta llegar al punto indicado y prosiguieron con paso muy lento. Uno de los hombres de Tel se arrastró hasta el linde de los árboles y regresó a los pocos minutos.
—Hay dos —anunció en voz baja—. Están a unos cincuenta pasos de altura en la roca.
—Llévate un par de hombres —ordenó Tel—. El camino está cubierto de maleza unos doscientos pasos más adelante. Cruzadlo por allí y subid por el peñasco debajo de ellos. Procurad que no hagan ningún ruido.
El rubio matón de incipiente barba sonrió, hizo una señal a dos de sus compañeros y se alejó.
—Había olvidado lo divertido de esta vida —comentó Tel—. Al menos cuando hace buen tiempo. Sin embargo, es desastrosa con los rigores del invierno.
Habían recorrido algo menos de un kilómetro cuando les dieron alcance los tres rufianes.
—¿Algún problema? —inquirió Tel.
—Estaban medio dormidos —informó, riendo entre dientes, uno de ellos—. Ahora están todos completamente dormidos.
—Bien. —Tel dirigió la vista en torno a sí—. Ahora podemos galopar tranquilos, Sparhawk. Los márgenes del camino están demasiado despejados a lo largo de unos cuantos kilómetros como para tender emboscadas.
Galoparon casi hasta mediodía, cuando llegaron a la cresta de la cadena, donde Tel ordenó un alto.
—El tramo siguiente puede ser peligroso —advirtió a Sparhawk—. El camino discurre por un barranco y no hay modo de dar un rodeo aquí. Éste es uno de los emplazamientos favoritos de Dorga, por lo que es muy probable que haya apostado varios hombres allí. En mi opinión, lo mejor será atravesarlo a galope tendido, puesto que un arquero tiene ciertas dificultades en apuntar desde lo alto a un objetivo en movimiento… Al menos, eso me sucedía siempre a mí.
—¿Qué distancia media hasta la salida del barranco?
—Algo más de un kilómetro.
—¿Y estaremos visibles todo el trecho?
—Mas o menos, sí.
—No nos queda otra opción, ¿no es cierto?
—No a menos que queráis aguardar a que anochezca, con lo cual sería doblemente peligroso recorrer el resto del camino hasta Heid.
—De acuerdo —decidió Sparhawk—. Dado que conocéis el terreno, iréis el primero. —Descolgó el escudo de la silla y se lo ciñó al brazo—. Sephrenia, cabalgad tras de mí. Os cubriré a vos y a Flauta con el escudo. Abrid la marcha, Tel.
Su desenfrenada carrera por el barranco tomó por sorpresa a los bandidos ocultos. Sparhawk oyó algunos gritos de asombro, y una flecha cayó a cierta distancia detrás de ellos.
—¡Dispersaos! —gritó Tel—. ¡No cabalguéis pegados!
Siguieron avanzando al galope mientras las flechas silbaban ya entre ellos. Uno de los proyectiles se quebró contra el escudo que Sparhawk sostenía protectoramente sobre Sephrenia y Flauta. Oyó un grito estrangulado y se volvió. Uno de los hombres de Tel oscilaba en la silla, con los ojos desencajados por el dolor. Entonces dobló el cuerpo y cayó pesadamente al suelo.
—¡No os detengáis! —ordenó Tel—. ¡Ya casi estamos a salvo!
Un poco más adelante el camino salía del barranco, cruzaba un bosquecillo y serpenteaba por la abrupta pared de un acantilado, asomado a una profunda garganta.
Desde las alturas del barranco caían aún algunas flechas, pero iban ya a parar lejos de ellos.
Galoparon entre la arboleda y comenzaron a bordear la cuesta del acantilado.
—¡No os paréis! —ordenó de nuevo Tel—. Les haremos creer que vamos a seguir corriendo por aquí.
Continuaron galopando y al poco rato el saliente sobre el que se asentaba el camino viró bruscamente hacia el punto donde terminaba la pared del acantilado para precipitarse en marcada pendiente en el interior del bosque. Tel refrenó su jadeante montura.
—Éste parece un buen emplazamiento —anunció—. Dado que el camino se estrecha allá atrás, sólo podrán arremeter de dos en dos.
—¿De veras creéis que intentarán seguirnos? —preguntó Kurik.
—Conozco a Dorga. Aunque ignore quiénes somos, su empeño será ahora evitar que lo denunciemos a las autoridades de Heid. A Dorga lo pone muy nervioso la idea de que se organicen batidas por estas montañas. Tienen unas horcas infalibles en Heid.
—¿Es seguro ese bosque de allá abajo? —inquirió Sparhawk, señalando hacia adelante.
Tel efectuó un gesto afirmativo.
—La maleza es demasiado espesa para tender una celada efectiva. Ese barranco era el último tramo verdaderamente delicado de esta parte de las montañas.
—Sephrenia —indicó Sparhawk—, id allí, Kurik, ve con ella.
Kurik hizo ademán de protestar, pero finalmente condujo sin replicar a Sephrenia y los niños hacia el abrigo de la floresta.
—Llegarán enseguida —pronosticó Tel—. Hemos pasado ante ellos a galope tendido y tratarán de darnos alcance. —Dirigió la mirada al rufián del arco—. ¿Con cuánta rapidez eres capaz de tirar?
—Puedo disparar tres flechas a la vez.
—Inténtalo con cuatro. No importa si les das a los caballos. Así caerán por el acantilado y se llevarán a los jinetes con ellos. Mata a todos los que puedas y luego nosotros pasaremos a la carga. ¿Os parece bien la idea, Sparhawk?
—Parece factible —acordó Sparhawk. Agitó el escudo prendido en el brazo izquierdo y a continuación desenvainó la espada.
Entonces oyeron el rápido repiqueteo de los cascos de los caballos aproximándose por el rocoso saliente del otro lado de la pronunciada curva. El arquero de Tel desmontó y colgó su carcaj de flechas en un arbolillo que crecía en el margen del camino.
—Esto va a costaros un cuarto de corona por cabeza, Tel —señaló con calma, sacando una saeta de la aljaba y aprestándola en el arco—. Las buenas flechas salen caras.
—Pásale la factura a Stragen —sugirió Tel.
—Stragen tarda mucho en pagar, así que preferiría que vos me lo abonarais y discutierais con él.
—De acuerdo —concedió Tel, algo enfurruñado.
—Ahí vienen —anunció con calma uno de los matones.
Los dos primeros salteadores que doblaron la curva probablemente no alcanzaron a verlos, pues el lacónico arquero que trabajaba para Tel era tan bueno como presumía. Los malhechores cayeron del caballo, uno a la vera del camino y el otro rodando hacia la garganta. Sus monturas corrieron unos cuantos metros hasta ver a los hombres de Tel que les cerraban el paso.
El arquero erró uno de los tiros dirigidos a la siguiente pareja que apareció tras la curva.
—Ha hurtado el cuerpo —dijo—. Veamos cómo trata de esquivar ésta.
Volvió a tensar el arco y acertó al bandido en plena frente. El hombre dio una voltereta y quedó tendido, moviendo espasmódicamente las piernas.
Después los bandoleros doblaron la curva en tropel y el arquero les disparó varias saetas.
—Será mejor que salgáis a su encuentro ahora, Tel —aconsejó—. Vienen demasiado deprisa.
—¡A la carga! —gritó Tel, colocándose la pica bajo el brazo con un gesto que guardaba curiosas reminiscencias con el que utilizaban los caballeros. Los hombres de Tel disponían de un peculiar surtido de armas, pero las manejaban con profesionalidad.
Dado que Faran era con mucho el caballo más rápido y resistente, Sparhawk tomó la delantera a los demás y arremetió solo en el centro del sorprendido grupo, propinando amplias estocadas a diestro y siniestro que hallaban escasa resistencia, habida cuenta de que sus destinatarios no llevaban malla que los protegiera. Un par de ellos realizaron vanos intentos de alzar herrumbrosas espadas para contener sus implacables golpes, pero Sparhawk era un experto espadachín capaz de alterar el curso de su acometida, y ambos cayeron chillando al camino, atenazando con la mano izquierda los muñones de sus brazos derechos.
Un hombre de barba rojiza que cabalgaba en retaguardia volvió grupas para huir y entonces Tel pasó al galope junto a Sparhawk, con los rubios cabellos al viento y la pica bajada, y desapareció persiguiéndolo por la curva.
Los rufianes de Tel se sumaron a la pelea y dieron cuenta de los bandoleros con brutal eficiencia.
Sparhawk dobló el recodo al trote, y allí yacía el hombre de barba pelirroja, con la pica de Tel ensartada en la espalda. Tel desmontó y se puso en cuclillas junto al bandido herido de muerte.
—No ha salido tan bien esta vez, ¿eh, Dorga?, —dijo en tono casi amistoso—. Ya te advertí hace tiempo que acorralar a los viajeros era una profesión arriesgada.
Después arrancó la pica de la espalda de su antiguo jefe y, sin inmutarse en lo más mínimo, lo arrojó de un puntapié sobre el borde del acantilado. El desesperado alarido de Dorga resonó, amortiguado, en las profundidades del cañón.
—Bien —comentó Tel a Sparhawk—, me parece que esto ya es asunto concluido. Bajemos al bosque. Aún queda un largo trecho hasta Heid.
Los hombres de Tel limpiaban el camino mediante el sencillo método de arrojar los cuerpos de los salteadores muertos y heridos al precipicio.
—Ahora ya están liquidados —les comunicó el cabecilla—. Quedaos unos cuantos aquí para atrapar las monturas de esta gente. Sin duda nos darán una buena suma por ellas. Los demás venid conmigo. ¿Vamos, Sparhawk?
Los días parecían discurrir con insoportable lentitud mientras avanzaban entre las despobladas montañas de Thalesia central. En cierto momento, Sparhawk aminoró la marcha para situarse a la altura de Sephrenia y Flauta.
—Se me antoja que llevamos como mínimo cinco días en este camino —manifestó a la niña—. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido en realidad?
La pequeña alzó dos dedos, sonriendo.
—Estás jugando otra vez con el tiempo, ¿no es cierto? —La acusó.
—Desde luego —replicó la niña—. Como no me regalasteis el gatito que me habíais prometido, he de jugar con algo.
Sparhawk se dio por vencido. Nada en el mundo era más inmutable que la salida y la puesta del sol, pero Flauta parecía tener la capacidad de alterar tales acontecimientos según su designio. Sparhawk había observado la consternación de Bevier cuando la pequeña le había explicado pacientemente algo que era enteramente inasequible a la razón y decidió que no sentía deseos de experimentar a su vez la misma sensación de impotencia que su amigo.
Habían pasado al parecer varios días —aun cuando Sparhawk no se habría ofrecido a prestar juramento al respecto— cuando, al atardecer, Tel situó su montura junto a la de Sparhawk.
—Ese humo de allá abajo procede de las chimeneas de Heid —le anunció—. Mis hombres y yo volveremos grupas aquí. Creo que todavía mi cabeza tiene un precio puesto en Heid. No es más que un malentendido, claro está, pero las explicaciones son tediosas…, en especial cuando uno está de pie en un escalón con un dogal en el cuello.
—Flauta —preguntó Sparhawk, volviendo la cabeza—, ¿ha cumplido Talen lo que vino a hacer aquí?
—Sí.
—Tenía esa impresión. Tel, ¿querréis hacerme el favor de llevar el chico a Stragen? Lo recogeremos de regreso. Atadlo bien fuerte y alargad la cuerda hasta sus tobillos, haciéndola pasar bajo el vientre de su caballo. Echáoslo encima por la espalda y tened cuidado, lleva un cuchillo en el cinto.
—Ésa es una buena razón, supongo —acordó Tel.
Sparhawk asintió con la cabeza.
—Es un sitio muy peligroso al que nos dirigimos, y su padre y yo preferiríamos no exponerlo en vano.
—¿Y la niña?
—Ella puede cuidar de sí misma…, seguramente mucho mejor que cualquiera de nosotros.
—¿Sabéis una cosa, Sparhawk? —confesó escépticamente Tel—. De niño siempre quise ser un caballero de la Iglesia. Ahora me alegro de no haber seguido ese rumbo. La verdad es que no tiene mucho sentido lo que decís.
—Será de tanto rezar —aventuró Sparhawk—. Eso enturbia un poco las ideas.
—Buena suerte, Sparhawk —le deseó Tel.
Después, ayudado por un par de sus hombres, arrancó sin miramientos a Talen de la silla, lo desarmó y lo ató a lomos de su caballo. Los insultos que Talen dirigió a Sparhawk al tiempo que sus captores emprendían camino hacia el sur cubrían una amplia gama, pero en su mayoría no eran nada lisonjeros.
—No entenderá todas esas palabrotas, ¿verdad? —preguntó Sparhawk a Sephrenia, mirando disimuladamente a Flauta.
—¿Vais a dejar de hablar como si yo no estuviera aquí? —espetó la niña—. Sí, de hecho conozco el significado de esas palabras, aunque el elenio es un idioma muy insípido para maldecir. El estirio es más satisfactorio, pero, si de veras queréis soltar juramentos, probad el troll.
—¿Hablas troll? —inquirió Sparhawk, sorprendido.
—Por supuesto. ¿No lo habla todo el mundo? No tenemos por qué ir a Heid. Es un lugar deprimente…, todo lleno de barro, troncos podridos y techos enmohecidos. Rodeémoslo por el oeste y encontraremos el valle por el que vamos a pasar.
Sortearon Heid y prosiguieron su camino, ascendiendo por montañas aún más escarpadas. Flauta, que observaba atentamente el terreno, señaló al fin con el dedo.
—Allí —anunció—. Allí nos desviaremos a la izquierda.
Se detuvieron a la entrada del valle y miraron con cierta consternación el sinuoso sendero que habían de seguir, más similar a un camino de cabras que a un lugar transitado por personas.
—No parece muy alentador —observó dubitativamente Sparhawk— ni tiene aspecto de que alguien haya pasado por él desde hace años.
—La gente no lo utiliza —afirmó Flauta—. Es un camino de animales…, más o menos.
—¿Qué clase de animales?
—Mirad allí —dijo, indicando con el dedo.
Era un canto rodado aplanado en el que había grabada una tosca imagen que, aun corroída por la intemperie, producía una horrible sensación.
—¿Qué es eso? —inquirió Sparhawk.
—Es un aviso —repuso con calma la niña—. Representa a un troll.
—¿Nos estás llevando a tierras de los trolls? —preguntó alarmado.
—Sparhawk, Ghwerig es un troll. ¿Dónde pensabais que vivía si no?
—¿No existe otro camino para llegar a su cueva?
—No. Yo puedo ahuyentar a cualquier troll con el que topemos, y los ogros no salen con la luz del día, de manera que no representan ningún tipo de problema.
—¿Ogros también?
—Desde luego. Siempre viven en el mismo territorio que los trolls. Todo el mundo lo sabe.
—Pues yo no.
—Bueno, ahora ya estáis al corriente. Estamos perdiendo tiempo, Sparhawk.
—Habremos de ir en fila india —instruyó el caballero a Sephrenia y Kurik—. Manteneos lo más cerca posible detrás de mí, no sea que nos dispersemos. —Emprendió el ascenso por el sendero con la lanza de Aldreas en la mano.
El valle adonde los había conducido Flauta era angosto y sombrío. Sus abruptas laderas estaban cubiertas de altos abetos tan oscuros que casi parecían negros y las cúspides de las montañas eran tan elevadas que el sol apenas brillaba nunca en aquel tenebroso paraje. Un río de montaña bajaba bramando y agitando la blanca espuma que generaba su ímpetu en el centro de la estrecha vaguada.
—Esto es peor que el camino que va a Ghasek —gritó Kurik para hacerse oír entre el fragor de las aguas.
—Decidle que esté callado —indicó Flauta a Sparhawk—. Los trolls tienen un oído muy aguzado.
Sparhawk volvió la cabeza y puso un dedo sobre los labios. Kurik asintió en silencio.
Había una insólita cantidad de blancos tocones secos diseminados por el lóbrego bosque que se elevaba a ambos lados. Sparhawk se inclinó y habló al oído de Flauta.
—¿Qué causa la muerte de los árboles? —preguntó.
—Los ogros salen por la noche y roen la corteza —respondió la pequeña—, hasta que el árbol acaba muriendo.
—Creía que los ogros eran carnívoros.
—Los ogros comen de todo. ¿No podéis ir más deprisa?
—No por aquí. Esta senda es muy empinada. ¿No mejora algo más arriba?
—Después de remontar el valle, llegaremos a un paraje llano de montaña.
—¿Una meseta?
—Como queráis llamarlo. Hay algunas colinas, pero podemos rodearlas. Todo está cubierto de hierba.
—Allí podremos avanzar más rápidamente. ¿Se extiende la meseta hasta la guarida de Ghwerig?
—No totalmente. Después de cruzarla, habremos de subir entre las rocas.
—¿Quién te llevó hasta allí? Dijiste que habías estado antes.
—Vine sola. Alguien que conocía el camino me reveló la manera de llegar hasta la cueva.
—¿Y para qué ibas a ir?
—Tenía algo que hacer allí. ¿Tenemos que hablar tanto? Estoy tratando de escuchar por si hay trolls.
—Lo siento.
—Silencio, Sparhawk —ordenó, llevándose un dedo a los labios.
Un día más tarde llegaron a la meseta que, tal como les había anunciado Flauta, era un vasto prado flanqueado en todas direcciones por picos coronados de nieve.
—¿Cuánto tardaremos en atravesarla? —consultó Sparhawk.
—No estoy segura —respondió Flauta—. La última vez que estuve aquí iba a pie y los caballos caminan más aprisa.
—¿Estuviste sola aquí arriba y a pie con trolls y ogros merodeando por los alrededores? —preguntó lleno de incredulidad.
—No vi ninguno, aunque había un osezno que me siguió durante unos días. Creo que sólo sentía curiosidad, pero me cansé de tenerlo tras de mí y lo hice marchar.
Sparhawk resolvió no hacer más preguntas, dado lo perturbador de las respuestas que obtenía.
El altiplano parecía interminable. Cabalgaron varias horas seguidas, pero el horizonte no revelaba cambio alguno. Cuando el sol se ocultaba entre las nevadas cumbres, asentaron el campamento en un bosquecillo de raquíticos pinos.
—Es un país enorme éste —señaló Kurik, mirando en derredor y arrebujándose en la capa—. Y frío también, cuando se pone el sol. Ahora comprendo por qué la mayoría de los thalesianos se visten con pieles.
Trabaron los caballos para que no se extraviaran y encendieron un fuego.
—No existe ningún peligro aquí en este prado —les aseguró Flauta—. Los trolls y ogros prefieren quedarse en el bosque, porque les resulta más fácil cazar escondiéndose detrás de los árboles.
El día siguiente amaneció nublado y un gélido viento descendía desde las cumbres, doblegando las altas hierbas en largas ondulaciones. Aquella jornada cabalgaron sin descanso y al caer la tarde se encontraban al pie de los picos que cernían sobre ellos sus blancas cumbres.
—Esta noche no podemos encender fuego —advirtió Flauta—. Es posible que Ghwerig esté vigilando.
—¿Estamos tan cerca? —inquirió Sparhawk.
—¿Veis ese barranco allá al frente?
—Sí.
—La cueva de Ghwerig está en la punta de arriba.
—¿Por qué no hemos subido hasta allí entonces?
—Sería un acto temerario, pues es imposible burlar los sentidos de un troll por la noche. Esperaremos a que salga el sol antes de iniciar el ascenso. Los trolls suelen dormitar durante el día. En realidad no duermen nunca, pero están algo más apagados durante las horas de sol.
—Veo que conoces muchos detalles sobre ellos.
—No es difícil averiguar las cosas…, si se sabe a quién preguntar. Preparad a Sephrenia un té y un poco de sopa caliente. Seguramente mañana será una dura jornada para ella y necesitará toda su fortaleza.
—Es algo complicado preparar sopa caliente sin un fuego.
—Oh, Sparhawk, ya lo sé. Soy pequeña, pero no soy estúpida. Colocad un gran montón de piedras delante de su tienda y yo me encargaré del resto.
Sparhawk cumplió las instrucciones gruñendo para sus adentros.
—Apartaos —indicó la niña—. No querría quemaros.
—¿Quemarme? ¿Cómo?
La pequeña comenzó a cantar quedamente y luego efectuó un breve gesto con la manita. Sparhawk notó al instante el calor que irradiaba del montón de piedras.
—Un hechizo muy útil —alabó admirado.
—Empezad a cocinar, Sparhawk. No puedo mantener calientes las piedras toda la noche.
Mientras ponía la olla del té de Sephrenia sobre una de las rocas calentadas, Sparhawk reflexionó que en el transcurso de las últimas semanas había dejado de considerar a Flauta como una niña. Su tono y sus modales correspondían a los de un adulto, y a él le impartía órdenes como si de un lacayo se tratara. Y más sorprendente aún era el hecho de que él la obedeciera sin chistar. Reconoció que Sephrenia se hallaba en lo cierto. Aquella niña era con toda probabilidad una de las más poderosas magas de toda Estiria. Entonces le acudió a la mente una turbadora pregunta. ¿Cuántos años tenía Flauta realmente? ¿Podían los magos controlar o modificar su edad? Como sabía que ni Sephrenia ni Flauta estaban dispuestas a ofrecer respuesta a tales interrogantes, se concentró en la cocina, tratando de no pensar en ello.
Aun cuando se despertaron al alba, Flauta insistió en que habían de aguardar hasta media mañana para emprender el ascenso por el barranco. Asimismo les encomendó que dejaran los caballos en el campamento, explicando que el sonido de sus cascos podría poner en guardia al troll de aguzado oído que se escondía en la caverna.
El angosto barranco de escarpadas vertientes se hallaba poblado de densas sombras cuando los cuatro avanzaban lentamente por su rocoso lecho, posando con cuidado los pies para no hacer rodar ninguna piedra. Apenas hablaban y, cuando lo hacían, era en susurros. Sparhawk llevaba la antigua lanza, lo cual se le antojaba conveniente sin que supiera a ciencia cierta a qué atribuir tal impresión.
La pendiente era cada vez más empinada y ahora debían subir a gatas sobre redondos cantos rodados para proseguir el ascenso. Cuando se hallaban cerca de su objetivo, Flauta les indicó por señas que se pararan y avanzó arrastrándose varios metros.
—Está adentro —musitó, de regreso—, y ya ha dado inicio a sus encantamientos.
—¿Está cerrada la entrada de la cueva? —preguntó, susurrando, Sparhawk.
—En cierto modo sí. Cuando lleguemos arriba, no podréis verla. Ha creado una ilusión para que la boca de la cueva parezca parte de la pared del acantilado y ésta es lo bastante sólida como para impedirnos traspasarla. Habréis de utilizar la lanza para abrir paso. —Habló unos instantes al oído de Sephrenia y ésta asintió con la cabeza—. De acuerdo pues —añadió, haciendo acopio de aire—, adelante.
Ascendieron unos cuantos metros y entraron en un sombrío barranco de apariencia tétrica atestado de zarzas y blancos tocones secos. En una de sus vertientes había una abrupta pared vertical completamente lisa.
—Es ahí —susurró Flauta.
—¿Estás segura de que es éste el sitio? —murmuró Kurik—. Parece roca sólida.
—Lo es —replicó la niña—. Ghwerig está ocultando la entrada. —Los condujo por una senda apenas definida hasta el acantilado—. Es justo aquí —dijo quedamente, posando una manita en la roca—. Haremos lo siguiente. Sephrenia y yo vamos a invocar un hechizo que, una vez liberado, producirá su efecto sobre vos, Sparhawk. Os sentiréis muy extraño al principio y luego notaréis cómo el poder empieza a forjarse en vuestro interior. En el momento preciso, os comunicaré cómo habéis de actuar.
Comenzó a cantar en voz muy baja y Sephrenia se puso a hablar en estirio casi para sí. Después, al unísono, ambas gesticularon en dirección a Sparhawk.
Éste sintió que se le nublaba la visión, y estuvo a punto de caer. Se encontraba muy débil, y la lanza que asía con la mano izquierda casi le parecía un peso insostenible. Luego, tan repentinamente como antes, se le antojó liviana como una pluma. Sintió cómo la fuerza del encantamiento le hacía erguir la espalda.
—Ahora —le indicó Flauta—, apuntad con la lanza la pared del acantilado.
Sparhawk levantó el brazo, cumpliendo sus instrucciones.
—Caminad hasta que la lanza toque la pared.
Dio dos pasos y notó que la punta del arma estaba en contacto con la inquebrantable roca.
—Liberad el poder… a través de la lanza.
Se concentró, reuniendo la fuerza que lo embargaba. El anillo de su mano izquierda parecía palpitar. Entonces hizo fluir el poder a lo largo del asta hacia el ancho hierro.
La roca de apariencia maciza que se alzaba ante él tembló un segundo y después desapareció, dejando al descubierto una abertura de irregulares contornos.
—Y aquí está —dijo Flauta con un triunfal susurro—. La cueva de Ghwerig. Vayamos en su busca.