Pareció que habían tardado dos semanas más en llegar a las estribaciones de las montañas que dominaban Acie, la triste y escasamente atractiva capital de Deira, que se encaramaba en un erosionado acantilado, asomada al viejo puerto y al largo y angosto golfo de Acie. Flauta les advirtió aquella tarde, no obstante, de que tan sólo habían transcurrido cinco días desde que dejaron Agnak. La mayoría de ellos resolvieron dar crédito a sus palabras, pero sir Bevier, de mentalidad marcadamente racional y elenia, la interrogó acerca de la viabilidad de ese supuesto milagro. Sus explicaciones fueron pacientes, aunque terriblemente incomprensibles. Bevier se excusó al fin y salió un rato afuera de la tienda para contemplar las estrellas y restablecer sus relaciones con las cosas que siempre había considerado inmutables y eternas.
—¿Habéis entendido algo de lo que ha dicho? —le preguntó Tynian cuando regresó, pálido y sudoroso, a la tienda.
—Un poco —repuso Bevier, tomando asiento—. Sólo algún atisbo. —Observó a Flauta con ojos temerosos—. Creo que tal vez el patriarca Ortzel estaba en lo cierto. No deberíamos tener tratos con ese pueblo estirio para el que nada es sagrado.
Flauta cruzó la tienda sobre sus piececillos manchados de hierba y posó una consoladora mano en su mejilla.
—Querido Bevier —dijo con dulzura—, tan serio y tan devoto. Hemos de dirigirnos a Thalesia sin tardanza… tan pronto como termine lo que debo hacer en Acie. Simplemente no disponíamos de tiempo para atravesar medio continente al paso reglamentario. Por eso modifiqué las cosas.
—Comprendo los motivos —concedió el arciano—, pero…
—Jamás os causaré daño, creedme, ni consentiré que os hieran otros, pero debéis intentar no ser tan rígido. Es muy difícil explicaros las cosas si mantenéis esa postura. ¿Os conforta saberlo?
—Apenas.
La niña se puso de puntillas y le dio un beso.
—Veamos —inquirió con voz animada—, ¿volvemos a ser amigos?
—Obra como te parezca, Flauta —cedió Bevier, dedicándole una tierna, casi tímida, sonrisa—. No puedo refutar a un tiempo tus argumentos y tus besos.
—¡Es un buen chico! —exclamó arrobada la pequeña.
—Nosotros también tenemos un concepto parecido de él —aseguró Ulath— y ya tenemos algunos planes respecto a su futuro.
—Vos, en cambio —acusó al caballero genidio—, distáis mucho de ser un buen chico.
—Lo sé —admitió éste, impertérrito—, y no os imagináis la decepción que tuvo por ello mi madre… y también alguna que otra dama.
La niña le asestó una sombría mirada y se alejó murmurando para sí en estirio. Sparhawk, que reconoció algunas de las palabras, se preguntó si ella conocía su verdadero significado.
Siguiendo lo que ya se había transformado en una costumbre, Wargun pidió a Sparhawk que cabalgara junto a él al día siguiente mientras descendían las largas y rocosas laderas de las montañas deiranas en dirección a la costa.
—Debería salir más a menudo —le confió el rey de Thalesia—. Después de casi tres semanas cabalgando desde Agnak, debería estar a punto de caer del caballo, pero me siento como si hubiera estado viajando unos pocos días.
—Quizá se debe a las montañas —sugirió prudentemente Sparhawk—. El aire de las montañas siempre resulta vigorizante.
—Tal vez sea eso —acordó Wargun.
—¿Habéis reflexionado sobre la conversación que mantuvimos hace unos días, majestad? —preguntó con cautela Sparhawk.
—He tenido mucho en qué pensar, Sparhawk. Vuestra inquietud por la reina Ehlana es digna de aprecio, pero, desde un punto de vista político, lo primordial ahora es aplastar la invasión rendoreña. Entonces los preceptores de las órdenes militantes podrán regresar a Chyrellos y poner freno a las ambiciones del primado Annias. Si Annias no consigue el título de archiprelado, el bastardo Lycheas no tendrá ninguna posibilidad de ascender al trono de Elenia. Soy consciente de que es una decisión delicada, pero la política es un juego arriesgado.
Poco después, cuando Wargun conferenciaba con el comandante de su tropa, Sparhawk refirió el resumen de su conversación a sus compañeros.
—No es más razonable cuando está sobrio, ¿eh? —señaló Kalten.
—Desde su propia perspectiva, tiene razón —observó Tynian—. La situación aconseja centrar todos los esfuerzos con objeto de que los preceptores puedan volver a Chyrellos antes de que fallezca Clovunus. Existe, no obstante, otra posibilidad. Ahora estamos en Deira, en el reino del rey Obler, un sabio anciano que tal vez anule las órdenes de Wargun si le exponemos nuestro caso.
—Yo no dejaría la vida de Ehlana pendiente de esa azarosa posibilidad —objetó Sparhawk antes de volver grupas para reunirse con Wargun.
A pesar del tiempo real que, según aseguraba Flauta, había consumido el viaje, a Sparhawk lo roía la impaciencia. La aparente lentitud de su marcha le resultaba lacerante y, por más que su mente aceptara tales afirmaciones, no lograba controlar sus emociones. Veinte días son veinte días para la percepción de los sentidos, y los de Sparhawk se hallaban a esas alturas tan tensos como un alambre. Se sumió en sombrías cavilaciones. Los acontecimientos se habían torcido tan repetidamente que ya se le antojaban premoniciones. Comenzó a considerar el futuro encuentro con Ghwerig con mucha más incertidumbre respecto a su resultado.
Hacia mediodía llegaron a Acie, la capital del reino de Deira, en cuyos alrededores acampaba el ejército arciano con la bulliciosa actividad de los preparativos de la marcha en dirección sur.
Wargun, que había vuelto a beber, miró en derredor con satisfacción.
—Bien —dijo—, ya están casi listos. Venid, Sparhawk, y traed a vuestros amigos. Vamos a hablar con Obler.
Mientras cabalgaban por las estrechas calles adoquinadas de Acie, Talen situó su caballo al lado del de Sparhawk.
—Voy a rezagarme un poco —anunció en voz baja—. Quiero echar un vistazo. Es muy difícil escabullirse en el campo, pero en una ciudad siempre hay sitios donde esconderse. El rey Wargun no se dará cuenta, pues apenas ha reparado en mí. Si encontrara un buen escondrijo, tal vez podríamos trasladarnos a él y esperar a que se haya ido el ejército. Entonces podríamos partir hacia Thalesia.
—Ten mucho cuidado.
—Por supuesto.
Unas calles más allá, Sephrenia refrenó bruscamente su blanco palafrén y ella y Flauta desmontaron con presteza y se encaminaron a una estrecha calleja donde saludaron a un anciano estirio de larga barba nívea vestido con una túnica de prístina blancura. Entre los tres parecieron celebrar una especie de ceremonia ritual cuyos detalles no alcanzó a advertir Sparhawk. Sephrenia y Flauta conversaron ardorosamente con el viejo un momento y luego éste se inclinó en señal de reconocimiento y se alejó por el callejón.
—¿Qué estabais haciendo? —preguntó con suspicacia Wargun cuando Sephrenia y la niña volvieron con ellos.
—Es un viejo amigo, majestad —respondió Sephrenia—, y el hombre más sabio y venerado de toda Estiria occidental.
—¿Un rey, queréis decir?
—Ésa es una palabra que carece de sentido en Estiria, majestad —replicó la mujer.
—¿Cómo podéis disponer de un gobierno sin un rey?
—Existen otros medios, majestad, y, por otra parte, los estirios ya no necesitan tener gobierno alguno.
—Es absurdo.
—Muchas cosas parecen absurdas… en principio. Puede que los elenios sufráis un proceso similar con el tiempo.
—Es una mujer muy exasperante a veces, Sparhawk —gruñó Ulath, volviendo a situarse a la cabeza de la columna.
—Sparhawk —llamó quedamente Flauta.
—Dime.
—Ya hemos llevado a cabo la tarea que había que realizar en Acie. Ahora podemos partir hacia Thalesia cuando queramos.
—¿Cómo te propones lograrlo?
—Os lo diré más tarde. Id a hacer compañía a Wargun. Se siente solo sin vos.
El palacio, un edificio que no resultaba particularmente imponente, parecía más bien un complejo de oficinas administrativas que algo erigido con fines de ostentación.
—No sé cómo puede vivir Obler en este cuchitril —comentó con desdén Wargun, tambaleándose sobre la silla—. Eh, vos —tronó, dirigiéndose a uno de los guardias apostados en la puerta principal—, id a anunciar a Obler que ha llegado Wargun de Thalesia.
—Enseguida, majestad. —El guardia saludó y entró en palacio.
Wargun desmontó y, descolgando el odre de la faldilla de la silla, tomó un largo trago.
—Espero que Obler tenga cerveza fresca —deseó—. Este vino está comenzando a darme acidez de estómago.
—El rey Obler os recibirá, majestad —comunicó, de vuelta, el guardia—. Tened la bondad de seguirme.
—Conozco el camino —replicó Wargun—. Ya he estado aquí. Encargad a alguien del cuidado de los caballos. —Guiñó un enrojecido ojo a Sparhawk—. Vamos pues —ordenó sin mostrar asomo de haber advertido la ausencia de Talen.
Recorrieron en tropel los austeros corredores del palacio del rey Obler y encontraron al anciano monarca de Deira sentado frente a una gran mesa atestada de mapas y papeles.
—Perdonad el retraso, Obler —se disculpó Wargun, quitándose la capa púrpura y dejándola caer al suelo—. Me desvié hacia Kelosia para recoger a Soros y reclutar una suerte de ejército. —Se desplomó en una silla—. He estado un poco incomunicado. ¿Qué ha ocurrido?
—Los rendoreños han sitiado Larium —repuso el rey de Deira—. Los alciones, genidios y cirínicos resisten en la ciudad y los pandion están en campo abierto, combatiendo con partidas que emprenden correrías.
—Es más o menos lo que pensaba —concedió Wargun—. ¿Podríais hacer que nos trajeran un poco de cerveza, Obler? Estos últimos días he estado un poco fastidiado del estómago. ¿Os acordáis de Sparhawk?
—Por supuesto. Fue el hombre que salvó al conde Radun en Arcium.
—Y éste es Kalten. Ése tan alto es Ulath. El de piel morena es Bevier y estoy seguro de que ya conocéis a Tynian. La mujer estiria se llama Sephrenia…, aunque no estoy convencido de que ése sea su verdadero nombre. Ella enseña magia a los pandion, y esta adorable niña de aquí es su hija. Los otros dos trabajan para Sparhawk. No querría ofender a ninguno de ellos. —Miró en derredor con ojos nublados—. ¿Qué se ha hecho de ese chico que iba con vos? —preguntó a Sparhawk.
—Sin duda estará explorando por ahí —repuso afablemente Sparhawk—. Las discusiones políticas le aburren.
—A veces también me aburren a mí —confesó Wargun. Volvió la mirada hacia Obler—. ¿Se han movilizado ya los elenios?
—Mis agentes no tienen prueba de ello.
Wargun comenzó a proferir juramentos.
—Me parece que me detendré en Cimmura de camino hacia el sur para colgar a ese bastardo de Lycheas.
—Yo os prestaré una cuerda, majestad —ofreció Kalten.
Wargun soltó una carcajada.
—¿Cuáles son las noticias provenientes de Chyrellos, Obler?
—Clovunus está delirante —respondió Obler—. Me temo que no dure mucho. La mayoría de los prelados se encuentran allí para preparar la elección de su sucesor.
—El primado de Cimmura, lo más probable —gruñó Wargun con acritud. Tomó una jarra de cerveza de la bandeja de un criado—. Está bien —dijo—, pero dejad el barril. —Articulaba mal las palabras—. Éste es mi punto de vista, Obler. Será mejor que vayamos a Larium sin la menor dilación. Echaremos a los rendoreños al mar para que las órdenes militantes puedan ir a Chyrellos e impedir que Annias se convierta en archiprelado. Si ello ocurriera, habríamos de declarar la guerra.
—¿A la Iglesia? —Obler parecía perplejo.
—No sería la primera vez que se depone un archiprelado, Obler. A Annias no le servirá de nada tener una mitra cuando ya no tenga cabeza. Sparhawk ya se ha ofrecido voluntario para poner en acción su cuchillo.
—Vais a provocar una guerra civil generalizada, Wargun. Nadie se ha enfrentado directamente a la Iglesia durante siglos.
—Entonces tal vez sea ya hora. ¿Alguna otra novedad?
—El conde de Lenda y el preceptor Vanion de los pandion acaban de llegar hace una hora —informó Obler—. Querían asearse. He mandado ir a buscarlos cuando me han comunicado vuestra llegada. Se reunirán en breve con nosotros.
—Perfecto. En ese caso podremos tomar un buen número de decisiones aquí. ¿Qué día es hoy?
El rey Obler le respondió.
—Vuestro calendario debe de estar incorrecto, Obler —señaló Wargun después de sacar la cuenta de los días con los dedos.
—¿Qué hicisteis de Soros? —inquirió Obler.
—Estuve a punto de matarlo —gruñó Wargun—. Nunca he visto a nadie rezar tanto cuando había trabajo que atender. Lo envié a Lamorkand para que enrolara a los barones de allí. Cabalga al frente del ejército, pero en realidad es Bergsten quien ostenta el mando. Bergsten podría ser un buen archiprelado, con tal que consiguiéramos quitarle esa armadura. —Emitió una carcajada—. ¿Os imagináis cómo reaccionaría la jerarquía ante un archiprelado con cota de malla, un yelmo con cuernos y un hacha de guerra en las manos?
—Tal vez proporcionaría cierta vitalidad a la Iglesia, Wargun —acordó Obler con una leve sonrisa.
—Sabe Dios que le conviene —aprobó Wargun—. Desde que Clovunus cayó enfermo viene comportándose como una vieja doncella frígida.
—¿Tendrán sus majestades la bondad de excusarme? —solicitó con deferencia Sparhawk—. Me gustaría entrevistarme con Vanion. Hace tiempo que no nos vemos y he de ponerlo al corriente de algunos sucesos.
—¿Referentes a ese interminable asunto eclesiástico? —inquirió Wargun.
—Ya sabéis cómo están las cosas, majestad.
—No, a Dios gracias no lo sé. Adelante, caballero de la Iglesia, id a hablar con vuestro superior, pero no lo retengáis mucho rato. Tenemos asuntos importantes que dirimir aquí.
—Sí, majestad. —Sparhawk ofreció una reverencia a los monarcas y abandonó en silencio la estancia.
Vanion, que luchaba para ponerse la armadura, miró con sorpresa a su subordinado cuando éste entró en la habitación.
—¿Qué hacéis aquí, Sparhawk? —preguntó—. Pensaba que estabais en Lamorkand.
—Sólo estamos de paso, Vanion —repuso Sparhawk—. Se han producido algunos cambios. Os lo contaré sucintamente ahora y ya os daré más detalles cuando el rey Wargun haya ido a acostarse. —Observó a su preceptor—. Parecéis cansado, amigo mío.
—La edad —replicó Vanion con tristeza—, y todas esas espadas que hice que me transfiriera Sephrenia me resultan más pesadas cada día. ¿Sabéis que Olven ha muerto?
—Sí. Su fantasma entregó su espada a Sephrenia.
—Me lo temía. Ahora me haré yo cargo de ella.
Sparhawk golpeó con los nudillos el peto de Vanion.
—No tenéis por qué llevarla. Obler es bastante informal y Wargun ni siquiera sabe qué es la etiqueta.
—Las apariencias, amigo mío —explicó Vanion—, y el honor de la Iglesia. En ocasiones es tedioso, lo reconozco, pero… —Se encogió de hombros—. Ayudadme a enfundarme esta coraza, Sparhawk. Podéis seguir hablando mientras tensáis las correas y sujetáis las hebillas.
—Sí, mi señor Vanion. —Sparhawk se dispuso a asistir a su amigo y le expuso un resumen de lo acaecido en Lamorkand y Kelosia.
—¿Por qué no perseguisteis al troll? —le preguntó Vanion.
—Topamos con algunos obstáculos —contestó Sparhawk, sujetando la negra capa de Vanion a los espaldares de acero—. Wargun entre otros. Incluso me ofrecí a combatir con él, pero el patriarca Bergsten se interpuso.
—¿Desafiasteis a un rey? —Vanion parecía estupefacto.
—En ese momento lo consideré indicado, Vanion.
—Oh, amigo mío —suspiró Vanion.
—Tenemos que irnos —propuso Sparhawk—. Tengo muchas cosas que contaros, pero Wargun está impacientándose. —Sparhawk revisó la armadura de Vanion—. Erguíos —indicó—. Estáis encorvado. —Entonces presionó con ambos puños las espalderas—. Ya está —dijo—. Así está mejor.
—Gracias —contestó secamente Vanion, doblando un tanto las rodillas.
—El honor de la orden, mi señor. No querría que presentarais el aspecto de ir vestido con un traje de hojalata.
Vanion prefirió no responderle.
El conde de Lenda ya se encontraba en la sala cuando entraron Sparhawk y Vanion.
—Heos aquí, Vanion —dijo el rey Wargun—. Ahora ya podemos empezar. ¿Qué ocurre en Arcium?
—La situación apenas ha sufrido cambios, majestad. Los rendoreños continúan sitiando Larium, pero los genidios, cirínicos y alciones se encuentran en el interior de las murallas junto con el grueso del ejército arciano.
—¿Corre un peligro real la ciudad?
—No de consideración. Está construida como una montaña. Ya conocéis la afición de los arcianos por las fortalezas de piedra. Probablemente podría resistir veinte años. —Vanion posó la mirada en Sparhawk—. Vi a un viejo amigo vuestro allí —le comunicó—. Al parecer Martel se halla al mando de las huestes rendoreñas.
—Lo sospechaba. Creí haberlo dejado clavado en suelo rendoreño, pero por lo visto logró convencer a Arasham para que le permitiera viajar.
—No tuvo necesidad de hacerlo —lo disuadió Obler—. Arasham falleció hace un mes… en circunstancias harto extrañas.
—Diríase que Martel ha vuelto a echar mano del frasco de veneno —dedujo Kalten.
—¿Quién es el nuevo líder espiritual de Rendor? —inquirió Sparhawk.
—Un hombre llamado Ulesim —respondió el rey Obler—. Según tengo entendido era uno de los discípulos de Arasham.
Sparhawk soltó una carcajada.
—Arasham ni siquiera sabía de su existencia. Conozco a Ulesim y os aseguro que es un completo idiota. No durará ni seis meses.
—Volviendo al tema que nos ocupa —prosiguió Vanion—, he dispersado a la orden pandion por la campiña para que se ocupen de las partidas de saqueo. Martel no tardará en sentir hambre. Eso es todo, majestad —concluyó.
—Buena decisión. Gracias, Vanion. Lenda, ¿qué noticias traéis de Cimmura?
—La situación es prácticamente la misma, majestad…, con la salvedad de que Annias ha ido a Chyrellos.
—Y sin duda estará acechando al pie de la cama del archiprelado como un buitre —infirió Wargun.
—No me extrañaría que así fuera, alteza —convino Lenda—. Dejó a Lycheas el mando. Hay cierto número de personas en palacio que trabajan para mí, y una de ellas se las ingenió para escuchar cómo daba las instrucciones finales a Lycheas. Le ordenó que mantuviera el ejército elenio al margen de la campaña de Rendor. Tan pronto como fallezca Clovunus, el ejército… y los soldados eclesiásticos de Cimmura… deberán marchar hacia Chyrellos. Annias pretende inundar la Ciudad Santa con sus propios hombres para intimidar a los miembros independientes de la jerarquía.
—¿El ejército elenio se movilizará pues?
—Al completo, majestad. Han levantado su campamento a unas diez leguas al sur de Cimmura.
—Seguramente habremos de batirnos con ellos, majestad —opinó Kalten—. Annias ha depuesto a la mayoría de los antiguos generales y los ha sustituido por mandos que le son leales.
Wargun emitió una retahíla de juramentos.
—Es posible que no sea tan grave como parece, majestad —observó el conde de Lenda—. He efectuado un exhaustivo estudio de la ley. En tiempos de crisis religiosa las órdenes militantes están autorizadas a tomar el mando de todas las fuerzas de Eosia occidental. ¿No os inclinaríais a pensar que una invasión de herejes eshandistas recibe el calificativo de crisis religiosa?
—Por Dios que tenéis razón, Lenda. ¿Es ésa una ley elenia?
—No, alteza. Es ley eclesiástica.
Wargun prorrumpió en súbitas carcajadas.
—¡Oh, es genial! —bramó, aporreando el brazo del sillón con el puño—. Annias pretende convertirse en la cabeza de la Iglesia y nosotros nos valemos de leyes eclesiásticas para atarle los pies. Lenda, Dios os inspira.
—Tengo mis buenos momentos, majestad —replicó con modestia el conde—. Yo diría que el preceptor Vanion está capacitado para convencer al Estado Mayor para que se sumen a vuestras fuerzas…, en especial si tenemos en cuenta el hecho de que las leyes de la Iglesia le otorgan el poder de recurrir a medidas extremas en el caso de que algún oficial rehusara aceptar su autoridad en tales situaciones.
—Imagino que unas cuantas decapitaciones serían ejemplificadoras para el Estado Mayor —apuntó Ulath—. Si acabamos con cuatro o cinco generales, los demás se pondrán a raya.
—Con la mayor brevedad —convino, sonriendo, Tynian.
—Mantened la espada bien afilada, Ulath —aconsejó Wargun.
—Sí, majestad.
—El único problema que queda por resolver es qué vamos a hacer con Lycheas —declaró el conde de Lenda.
—Ya lo he decidido —aseveró Wargun—. Lo ahorcaré en cuanto lleguemos a Cimmura.
—Una idea espléndida —aprobó Lenda—, pero creo que deberíamos planteárnoslo seriamente. Sabéis que Annias es el padre del príncipe regente, ¿no es cierto?
—Eso me dijo Sparhawk, pero me tiene sin cuidado quién sea su padre; de todas maneras voy a colgarlo.
—No osaría aventurar el grado de afecto que profesa Annias por su hijo, pero realmente adoptó delicadas medidas para ponerlo en el trono de Elenia. Podría suceder que las órdenes militantes lo utilicen a su favor al llegar a Chyrellos. La amenaza de someterlo a tortura tal vez decidiría a Annias a evacuar sus tropas de Chyrellos para que la elección pueda proseguir sin su interferencia.
—Estáis despojando el asunto de toda diversión, Lenda —se lamentó Wargun, Frunció el entrecejo—. Sin embargo, es probable que os halléis en lo cierto. De acuerdo, cuando lleguemos a Cimmura, lo arrojaremos a las mazmorras… junto a sus aduladores. ¿Estáis dispuesto a tomar a vuestro cargo el palacio?
—Si así lo desea su majestad —suspiró Lenda—. Pero ¿no serían más indicados Sparhawk o Vanion?
—Tal vez, pero los necesitaré en Arcium. ¿Qué opináis, Obler?
—Tengo una confianza absoluta en el conde de Lenda —repuso el monarca.
—Haré cuanto pueda, majestades —prometió Lenda—, pero no olvidéis que me estoy haciendo viejo.
—Sois tan viejo como yo, amigo mío —señaló Obler—, y nadie se ha ofrecido a relevarme de mis responsabilidades.
—Bien, decidido pues —zanjó Wargun—. Concretemos. Marcharemos rumbo sur hasta Cimmura, meteremos entre rejas a Lycheas y obligaremos al Estado Mayor a sumar su ejército al nuestro. Asimismo podríamos reclutar a los soldados eclesiásticos. Después nos reuniremos con Soros y Bergsten en la frontera arciana, nos dirigiremos a Larium, cercaremos a los rendoreños y los exterminaremos a todos.
—¿No es ello algo excesivo, majestad? —objetó Lenda.
—No, de hecho no lo es. Quiero que se sucedan como mínimo diez generaciones antes de que vuelva a rebrotar la herejía eshandista. —Dedicó una torcida sonrisa a Sparhawk—. Si obráis lealmente, amigo mío, incluso os dejaré matar a Martel.
—Os lo agradecería, majestad —repuso Sparhawk.
—Oh, querido —se lamentó Sephrenia.
—Es un acto que forzosamente ha de llevar a cabo, señora —adujo Wargun—. Obler, ¿están vuestras huestes dispuestas para partir?
—Sólo aguardan la orden, Wargun.
—Perfecto. Si no tenéis nada más que proponer, podemos emprender camino hacia Elenia mañana.
—Como os parezca —asintió el rey Obler.
Wargun se puso en pie y estiró los músculos, bostezando.
—Vamos a acostarnos pues —propuso—. Mañana nos levantaremos temprano.
Al poco rato, Sparhawk y sus amigos se reunieron en la habitación de Vanion para darle cuenta detallada de lo sucedido en Lamorkand y Kelosia.
Cuando hubieron terminado Vanion miró con curiosidad a Flauta.
—¿Y qué papel representas tú en todo esto?
—Me enviaron para prestar ayuda —respondió, encogiéndose de hombros, la pequeña.
—¿De Estiria?
—En cierto modo sí.
—¿Y cuál es esa tarea que habías de realizar aquí en Acie?
—Ya la he llevado a cabo, Vanion. Sephrenia y yo debíamos hablar con un estirio aquí. Lo vimos en la calle de camino a palacio y nos ocupamos de ello.
—¿Qué debíais decirle que fuera más importante que la recuperación del Bhelliom?
—Habíamos de preparar a Estiria para lo que va a suceder.
—¿Te refieres a la invasión de los rendoreños?
—Oh, eso es una nadería, Vanion. Esto es muchísimo más grave.
—¿Vais a ir a Thalesia entonces? —preguntó Vanion a Sparhawk.
—Aun cuando debiera caminar sobre las aguas para llegar allí —repuso el caballero.
—De acuerdo. Haré cuanto esté en mis manos para propiciaros la salida de la ciudad. Hay algo que me preocupa, sin embargo. Si os marcháis todos, Wargun va a advertir vuestra partida. Sparhawk y uno o dos de vosotros podrían ausentarse sin poner en aviso a Wargun.
Flauta se encaminó al centro de la habitación y los recorrió con la mirada.
—Sparhawk —dijo, señalando— y Kurik. Sephrenia y yo… y Talen.
—¡Eso es absurdo! —se indignó Bevier—. Sparhawk necesitará caballeros si ha de enfrentarse a Ghwerig.
—Sparhawk y Kurik pueden encargarse de ello —replicó la niña con aire de suficiencia.
—¿No será peligroso llevar a Flauta? —preguntó Vanion a Sparhawk.
—Es posible, pero ella es la única que conoce el camino hasta la cueva de Ghwerig.
—¿Por qué Talen? —inquirió Kurik.
—Hay algo que debe hacer en Emsat —respondió Flauta.
—Lo siento, amigos —se excusó Sparhawk ante los otros caballeros—, pero nos hemos comprometido tácitamente a actuar según sus dictados.
—¿Os marcharéis ahora? —quiso saber Vanion.
—No, hemos de esperar a Talen.
—Bien. Sephrenia, id a buscar la espada de Olven.
—Pero…
—Hacedlo, Sephrenia. No discutáis conmigo, por favor.
—Sí, querido —asintió con un suspiro.
Después de que la estiria le entregó la espada, Vanion se encontraba tan débil que apenas se sostenía en pie.
—Vais a acabar con vuestra vida si seguís así —le advirtió la mujer.
—Todo el mundo muere por una causa u otra. Escuchadme, caballeros —indicó—. Tengo una tropa de pandion conmigo. Los que os quedéis aquí podéis confundiros entre ellos cuando partamos. Lenda y Obler son bastante viejos. Propondré a Wargun que viajen en un carruaje y que él cabalgue junto a ellos. De ese modo no le será fácil contar cabezas. Intentaré mantenerlo ocupado. —Miró a Sparhawk—. Un día o dos es probablemente todo el tiempo de ventaja que podré facilitaros —se excusó.
—Será suficiente —afirmó Sparhawk—. Lo más seguro es que Wargun piense que he regresado al lago Venne y enviará a mis perseguidores en esa dirección.
—El único problema que queda por resolver es sacaros de palacio —observó Vanion.
—Yo me ocuparé de eso —le aseguró Flauta.
—¿Cómo?
—Maaagia —replicó, alargando cómicamente la palabra y haciendo girar los dedos frente a él.
—¿Cómo nos las arreglaríamos antes sin ti? —bromeó el preceptor.
—Bastante mal, me imagino —apuntó la pequeña con altivez.
Una hora más tarde Talen se escabulló dentro de la habitación.
—¿Algún contratiempo? —le preguntó Kurik.
—No. —Talen hizo un gesto de indiferencia—. He conseguido algunos contactos y he encontrado un sitio donde escondernos.
—¿Contactos? —inquirió Vanion—. ¿Con quién?
—Unos cuantos ladrones, varios mendigos y un par de asesinos. Ellos me han llevado hasta el hombre que controla los bajos fondos de Acie. Como le debe algunos favores a Platime, se ha mostrado muy solícito cuando he mencionado su nombre.
—Vives en un extraño mundo —comentó Vanion.
—No más que el que habitáis vos, mi señor —contestó Talen con una extravagante reverencia.
—Ello podría resultar enteramente cierto, Sparhawk —apuntó Vanion—. Cabe la posibilidad de que todos seamos ladrones y bandidos, cuando uno se para a pensarlo. Y bien —preguntó a Talen—, ¿dónde está ese escondrijo?
—Preferiría no decirlo —repuso evasivamente Talen—. Sois un personaje oficial, y he dado mi palabra.
—¿Existe el honor en vuestra profesión?
—Por supuesto, mi señor, aunque no está basado en ningún código caballeresco, sino en procurar que no le corten a uno el cuello.
—Tenéis un hijo muy espabilado, Kurik —apreció Kalten.
—Teníais que decirlo, ¿no, Kalten? —exclamó mordazmente Kurik.
—¿Os avergonzáis de mí, padre? —preguntó, cabizbajo, Talen con un hilillo de voz.
—No. Talen —respondió Kurik—, de veras que no. —Rodeó el hombro del muchacho con su recio brazo—. Éste es mi hijo, Talen —anunció desafiante—, y, si alguien tiene algo que objetar, será un placer para mí darle satisfacción, y podemos dejar a un lado esa insensata prohibición de que la nobleza y el vulgo peleen entre sí.
—No seáis necio, Kurik —replicó Tynian con una amplia sonrisa—. Mi enhorabuena a los dos.
Los otros caballeros se congregaron en torno al fornido escudero y su hijo, dándoles palmadas en los hombros y felicitándolos.
Talen los miró a todos con ojos repentinamente anegados en lágrimas por la emoción del inesperado reconocimiento y luego corrió hacia Sephrenia, se hincó de rodillas y hundió, sollozando, la cara en su regazo.
Flauta sonreía.