Capítulo 21

A mediodía, el rey Soros ordenó el alto y dio instrucciones a sus criados para que levantaran su pabellón, al cual se retiró en compañía de su capellán para decir sus oraciones.

—Niño de coro —murmuró entre dientes el rey Wargun—. ¡Bergsten! —bramó.

—Aquí estoy, majestad —respondió solícitamente a sus espaldas el belicoso patriarca.

—¿Se os ha pasado el acceso de mal humor?

—No estaba realmente enfadado, majestad. Sólo trataba de salvar vidas…, la vuestra incluida.

—¿Qué insinuáis?

—Si hubierais cometido la tontería de aceptar el desafío de sir Sparhawk, esta noche cenaríais en el cielo… o en el infierno, a la espera del juicio divino.

—No os andáis con rodeos.

—Sparhawk es famoso por su pericia, majestad, y vos no estaríais a su altura en combate. Ahora decidme qué queríais.

—¿A cuánto queda Lamorkand de aquí?

—Está en la orilla sur del lago, mi señor…, a un par de jornadas.

—¿Y la ciudad lamorquiana más próxima?

—Sería Agnak, majestad. Está al otro lado de la frontera, un poco más al este.

—De acuerdo. Iremos allí pues. Quiero sacar a Soros de su propio país y apartarlo de esos santuarios. Si se para a rezar otra vez, voy a estrangularlo. Alcanzaremos el grueso del ejército a última hora del día. Ya están marchando hacia el sur. Voy a enviar a Soros a movilizar a los barones lamorquianos. Vos iréis con él y, si intenta rezar más de una vez por día, tenéis mi permiso para descabezarlo.

—Ello podría tener interesantes repercusiones políticas, majestad —señaló Bergsten.

—Mentid al respecto —gruñó Wargun—. Decid que fue un accidente.

—¿Cómo puede descabezarse a alguien por accidente?

—Ya se os ocurrirá algo. Ahora escuchadme, Bergsten. Necesito a esos lamorquianos. No dejéis que Soros se desvíe en algún peregrinaje religioso. Mantenedlo en marcha. Citadle textos sagrados si es preciso. Reclutad a todo lamorquiano que se os presente delante y luego dirigíos a Elenia. Me reuniré con vosotros en la frontera arciana. Debo ir a Acie, en Deira. Obler ha convocado un consejo de guerra. —Miró en derredor—. Sparhawk —indicó con disgusto—, id a rezar a algún sitio. Un caballero de la Iglesia no debería escuchar a hurtadillas.

—Sí, majestad —respondió Sparhawk.

—Tenéis un caballo muy feo, ¿lo sabíais? —observó Wargun, mirando con mala cara a Faran.

—Somos tal para cual, majestad.

—Yo de vos tendría cuidado —le advirtió Kalten mientras él y Sparhawk se dirigían al lugar donde habían desmontado sus amigos—. Muerde.

—¿Cuál? ¿Sparhawk o el caballo?

—¿A vos qué os parece, majestad?

—¿Qué está haciendo Ghwerig? —preguntó Sparhawk a Flauta después de bajar del caballo.

—Todavía está escondido —respondió la niña—. Al menos eso creo. Bhelliom está parado. Probablemente esperará a que oscurezca para ponerse en camino.

Sparhawk emitió un gruñido.

—¿Qué pasado tiene ese Bergsten? —preguntó Kalten a Ulath—. Nunca hasta ahora había visto a un eclesiástico con armadura.

—Era un caballero genidio —repuso Ulath—. Actualmente sería preceptor si no hubiera adoptado los hábitos.

—Asía el hacha como si supiera manejarla. ¿No es un poco raro que un miembro de una orden militante se haga sacerdote?

—No tanto, Kalten —disintió Bevier—. Un buen número de prelados arcianos habían sido cirínicos. Puede que algún día yo mismo abandone la orden para consagrarme más estrechamente al servicio de Dios.

—Tendremos que buscarle una bonita y complaciente muchacha a este chico, Sparhawk —murmuró Ulath—. Lo involucraremos en algún pecado lo bastante grave como para que abandone tal idea. Es un hombre demasiado valioso para que se eche a perder poniéndose una sotana.

—¿Qué os parece Naween? —propuso Talen, que se encontraba de pie detrás de ellos.

—¿Quién es Naween? —inquirió Ulath.

—La mejor prostituta de Cimmura. Le entusiasma su trabajo. Sparhawk la conoce.

—¿De veras? —dijo Ulath, mirando a Sparhawk con una ceja enarcada.

—Fue por una cuestión de trabajo —contestó lacónicamente Sparhawk.

—Desde luego… pero ¿vuestro o suyo?

—¿Qué os parece si dejamos esta cuestión? —Sparhawk se aclaró la garganta y miró en derredor para cerciorarse de que ninguno de los soldados del rey Wargun se hallaba lo bastante cerca para oírlos—. Hemos de deshacernos de esta pandilla antes de que Ghwerig se aleje demasiado —anunció.

—Esta noche —sugirió Tynian—. Las malas lenguas afirman que el rey Wargun bebe hasta quedarse dormido cada noche. En principio podríamos escabullimos sin problemas.

—No iréis a desobedecer la orden expresa del patriarca de Emsat —se escandalizó Bevier.

—Por supuesto que no, Bevier —se apresuró a contestar Kalten—. Sólo nos escaparemos y buscaremos a algún vicario de pueblo o al abad de un monasterio y haremos que nos ordene volver a nuestra actividad.

—¡Eso es inmoral! —exclamó Bevier.

—Ya lo sé. —Kalten sonrió afectadamente—. Desagradable, ¿verdad?

—Pero es técnicamente legítimo, Bevier —aseguró Tynian al joven cirínico—. Algo retorcido, lo reconozco, pero ortodoxo. Nuestros juramentos nos obligan a seguir las órdenes de los miembros consagrados del clero. La orden de un vicario o un abad invalidaría la del patriarca Bergsten, ¿no es así? —preguntó Tynian abriendo los ojos con aire inocente.

Bevier lo miró con impotencia y luego se echó a reír.

—Me parece que evolucionará bien, Sparhawk —sentenció Ulath—, pero guardemos en reserva a vuestra amiga Naween… por si acaso.

—¿Quién es Naween? —preguntó con perplejidad Bevier.

—Una conocida mía —contestó con aire distante Sparhawk—. Puede que os la presente algún día.

—Sería un honor —afirmó sinceramente Bevier.

Al reunirse a última hora de la tarde con la muchedumbre de desconsolados kelosianos reclutados a la fuerza, constataron lo que ya temía Sparhawk: el perímetro de su campamento estaba patrullado por thalesianos armados hasta los dientes.

Al ponerse el sol entraron en un pabellón que los soldados habían dispuesto para ellos y allí Sparhawk sustituyó la armadura por una cota de malla.

—Los demás esperadme aquí —indicó—. Voy a echar un vistazo antes de que anochezca. —Se ciñó el cinto de la espada y salió de la tienda.

Afuera había dos soldados de fiero aspecto.

—¿Adónde creéis que vais? —espetó uno de ellos.

Sparhawk le asestó una mirada hostil y aguardó.

—Mi señor —añadió de mala gana el individuo.

—Quiero comprobar la condición de mis caballos —anunció.

—Tenemos herreros que se encargan de ellos, caballero.

—No vamos a sostener una disputa por eso, ¿verdad, compadre?

—Ah… no, no creo, caballero.

—Bien. ¿Dónde están atados los caballos?

—Os lo enseñaré, sir Sparhawk.

—No es preciso. Sólo habéis de decirme dónde están.

—De todas maneras debo acompañaros, caballero. Órdenes del rey.

—Ya veo. Id delante pues.

Cuando emprendían camino, Sparhawk oyó una estrepitosa voz.

—¡Eh, caballero! —Miró en torno a sí.

—Veo que también os han cogido a vos y a vuestros amigos. —Era Kring, el domi de la banda nómada de keloi.

—Hola, amigo —saludó Sparhawk al guerrero de cuero cabelludo rapado—. ¿Atrapasteis a esos zemoquianos?

—Tengo un saco lleno de orejas —explicó, riendo, Kring—. Intentaron resistirse. Son unos estúpidos esos zemoquianos. Pero entonces llegó el rey Soros con su ejército de desharrapados y no tuvimos más remedio que sumarnos a él para recoger la recompensa. —Se acarició la afeitada cabeza—. Aunque tampoco está mal. De todas maneras no teníamos nada urgente que hacer en casa ahora que ya han parido todas las yeguas. Decidme, ¿aún va con vosotros ese joven ladrón?

—La última vez que he echado una ojeada todavía estaba por ahí. Claro que puede que haya robado algunas cosas y se haya largado. Es muy hábil desapareciendo cuando las circunstancias así lo exigen.

—Apuesto a que sí, caballero. ¿Cómo está mi amigo Tynian? Os he visto a todos al llegar y me dirigía a visitarlo.

—Está bien.

—Estupendo. —El domi miró seriamente a Sparhawk—. Tal vez podáis darme alguna información acerca de la etiqueta militar, caballero. Nunca había formado parte de un ejército regular. ¿Cuáles son las normas básicas sobre el pillaje?

—No creo que nadie se escandalice —respondió Sparhawk—, siempre que os limitéis a saquear a los muertos enemigos. Se considera de mal gusto atracar los cadáveres de nuestros propios soldados.

—Estúpida norma ésa —suspiró Kring—. ¿Qué le importan a un muerto sus posesiones? ¿Y qué hay de la violación?

—Se ve con malos ojos. Estaremos en Arcium y ése es un país pacífico. Los arcianos son susceptibles en lo que respecta a sus mujeres. Wargun ha reunido un buen número de cantineras si sentís apremios de esa clase.

—Las cantineras resultan tan aburridas… Dadme una bonita y joven virgen cada vez. Veréis, esta campaña se está volviendo terriblemente tediosa. ¿Y qué me decís de los incendios? Me encanta el fuego.

—No os lo aconsejaría. Como os he dicho, estaremos en Arcium, y todas las ciudades y casas pertenecen a las gentes que viven allí. Estoy seguro de que no les gustaría.

—Las guerras civilizadas dejan mucho que desear, ¿no creéis, caballero?

—¿Qué puedo deciros, domi? —se disculpó Sparhawk, extendiendo las manos.

—Si no os molesta que lo diga, creo que se debe a la armadura. Estáis tan constreñidos dentro del acero que perdéis de vista lo esencial: el botín, las mujeres, los caballos. Es una pena, Sparhawk.

—Es una pena, domi —concedió Sparhawk—. Son siglos de tradición, comprendedlo.

—Las tradiciones no tienen nada malo… con tal que no interfieran en las cosas importantes.

—Reflexionaré sobre ello, domi. Nuestra tienda está justo allí. Tynian se alegrará de veros. —Sparhawk siguió al centinela thalesiano hasta el lugar donde se encontraban los caballos y, una vez allí, simuló comprobar el estado de las herraduras de Faran, mientras observaba los límites del campamento con la luz del crepúsculo. Al igual que antes, había docenas de hombres cabalgando en derredor—. ¿Por qué hay tantas patrullas? —preguntó al thalesiano.

—Los reclutas kelosianos no sienten ningún entusiasmo por esta campaña, caballero —repuso el guerrero—. No nos tomamos todas esas molestias haciendo la leva para dejar que se escabullan por la noche.

—Comprendo —dijo Sparhawk—. Ya podemos volver.

—Sí, mi señor.

Las patrullas de Wargun complicaban seriamente las cosas, por no mencionar la presencia de los dos centinelas fuera de su tienda. Ghwerig estaba alejándose con el Bhelliom y no parecía que Sparhawk pudiera hacer nada para remediarlo. Sabía que él solo podría escapar del campamento valiéndose de la astucia y la fuerza, pero ¿de qué le serviría? Sin Flauta, tenía escasas posibilidades de seguir al troll, y llevársela sin disponer de los otros para protegerla sería exponerla a un peligro inaceptable. Habrían de concebir un plan más viable.

El guerrero thalesiano lo guiaba frente a una tienda de reclutas kelosianos cuando vio una cara conocida.

—¿Occuda? —preguntó con incredulidad—. ¿Sois vos?

El hombre de prominente mandíbula vestido con armadura de cuero de buey se puso en pie, sin expresar en su triste semblante ningún asomo de placer por el encuentro.

—Me temo que así es, mi señor —contestó.

—¿Qué ocurrió? ¿Qué os obligó a abandonar al conde Ghasek?

Occuda lanzó una breve ojeada a los hombres con quienes compartía tienda.

—¿Podríamos hablar a solas de esto, sir Sparhawk?

—Ciertamente, Occuda.

—Por allí, mi señor.

—Estaré en lugar visible —señaló Sparhawk a su escolta.

Sparhawk y Occuda se dirigieron a un bosquecillo de abetos tan espeso que no permitía plantar tiendas entre ellos.

—El conde ha caído enfermo, mi señor —informó sombríamente Occuda.

—¿Y lo dejasteis solo con esa loca? Me decepcionáis, Occuda.

—Las circunstancias han cambiado, mi señor.

—¿Oh?

—Lady Bellina está muerta ahora.

—¿Que le sucedió?

—Yo la maté —confesó con voz inexpresiva Occuda—. Ya no podía soportar más sus incesantes gritos. Al principio las hierbas que prescribió lady Sephrenia la tranquilizaron un poco, pero al cabo de poco tiempo, pareció que ya no le hacían efecto. Traté de aumentar la dosis, pero fue en vano. Entonces una noche, cuando introducía la cena por esa rendija de la pared de la torre, la vi. Deliraba y echaba espumarajos por la boca como un perro rabioso. Su padecimiento era evidente. Fue entonces cuando tomé la decisión de concederle el reposo.

—Todos sabíamos que existía esa posibilidad —observó gravemente Sparhawk.

—Quizá. Sin embargo, no me atrevía a darle muerte cara a cara. Las hierbas ya no la calmaban, pero la belladona sí. Dejó de gritar poco después de que se la administré. —Había lágrimas en los ojos de Occuda—. Tomé la almádena y abrí un agujero en la pared de la torre. Después, con el hacha, seguí las instrucciones que vos me habíais dado. En toda mi vida no había acometido tarea tan difícil. Envolví su cuerpo con una lona, lo saqué del castillo y lo quemé. Después de lo que había hecho, no podía enfrentarme al conde. Le dejé una nota confesando mi crimen y me dirigí a un pueblo cercano al castillo, donde empleé criados para que atendieran al conde. Incluso asegurándoles que ya no había ningún peligro en Ghasek, hube de pagarles el doble para conseguir que aceptaran el puesto. Luego me alejé de ese lugar y me enrolé en este ejército. Espero que la batalla no tarde en iniciarse. Mi vida ya no tiene sentido. Sólo quiero morir.

—Cumplisteis con vuestro deber, Occuda.

—Tal vez, pero ello no me absuelve de mi delito.

Sparhawk tomó una pronta decisión.

—Venid conmigo —dijo.

—¿Adónde vamos, mi señor?

—A ver al patriarca de Emsat.

—No compareceré ante un prelado con las manos mancilladas con la sangre de lady Bellina.

—El patriarca Bergsten es thalesiano y dudo que sea demasiado escrupuloso. Hemos de ver al patriarca de Emsat —comunicó al escolta thalesiano—. Llevadnos a su tienda.

—Sí, mi señor.

El centinela los condujo al pabellón del patriarca Bergsten, cuyo brutal rostro de prominentes pómulos y mandíbulas aparecía particularmente thalesiano a la luz de las velas. Todavía llevaba la cota de malla, aunque se había quitado el yelmo con cuernos de ogro y su hacha permanecía apoyada en un rincón.

—Ilustrísima —expuso Sparhawk con una reverencia—, este amigo mío tiene un problema de cariz espiritual. ¿Podríais ayudarlo?

—Ése es mi deber, sir Sparhawk —replicó el patriarca.

—Gracias. Su Ilustrísima. Occuda fue monje antaño. Luego entró al servicio de un conde en el norte de Kelosia. La hermana del conde se entregó a un culto maligno y comenzó a practicar ritos en los que se llevaban a cabo sacrificios humanos, lo cual le otorgó ciertos poderes.

A Bergsten se le desorbitaron los ojos.

—El caso es que —prosiguió Sparhawk—, cuando la hermana del conde fue despojada al fin de dichos poderes, enloqueció, y su hermano se vio obligado a confinarla. Occuda se ocupó de ella hasta que no pudo soportar por más tiempo su sufrimiento y le dio muerte movido por la compasión.

—Una terrible historia, sir Sparhawk —opinó Bergsten con voz profunda.

—Fue un encadenamiento de terribles acontecimientos —acordó Sparhawk—. Occuda se siente abrumado por el remordimiento ahora y está convencido de la condena de su alma. ¿Podríais absolverlo para que pueda afrontar el resto de sus días?

El patriarca observó pensativamente el pesaroso semblante de Occuda, con mirada a un tiempo astuta y compasiva. Reflexionó unos momentos y luego se irguió con expresión severa.

—No, sir Sparhawk, no puedo —declaró con firmeza.

Cuando Sparhawk se disponía a protestar, el patriarca alzó una recia mano y dirigió la mirada al corpulento kelosiano.

—Occuda —inquirió con dureza—, ¿fuisteis monje?

—Lo fui, Ilustrísima.

—Bien. Esta será vuestra penitencia pues. Volveréis a adoptar el hábito monacal, hermano Occuda, y entrareis a mi servicio. Cuando yo haya decidido que habéis expiado vuestro pecado, os daré la absolución.

—I… Ilustrísima —sollozó Occuda, postrándose de rodillas—, ¿cómo podré agradecéroslo?

Bergsten esbozó una leve sonrisa.

—Puede que cambiéis de opinión con el tiempo, hermano Occuda. Comprobaréis que soy un superior muy exigente. Habréis pagado con creces vuestro pecado antes de que vuestra alma recupere su pureza. Ahora id a buscar vuestras pertenencias. Os trasladaréis aquí conmigo.

—Sí, Ilustrísima. —Occuda se levantó y abandonó la tienda.

—Perdonad mi franqueza, Ilustrísima —dijo Sparhawk—, pero sois un hombre muy tortuoso.

—No, no es así, sir Sparhawk —replicó el fornido eclesiástico sonriendo—. Ello se debe a que la experiencia me ha enseñado que el espíritu humano es muy complejo. Vuestro amigo siente que ha de sufrir para expiar su falta y, si yo lo absolviera sin más, siempre dudaría de que se hubiera borrado la mancha de su pecado. Como él cree que ha de padecer, yo me ocuparé de que sufra… con moderación, claro está. En fin de cuentas, no soy un monstruo.

—¿Cometió realmente un pecado?

—Por supuesto que no. Actuó por piedad. Será un buen monje, y, cuando considere que ya ha sufrido bastante, le buscaré un monasterio tranquilo situado en un hermoso lugar y lo nombraré abad. Él estará demasiado ocupado para sumirse en cavilaciones y la Iglesia tendrá un buen y fiel abad. De ningún modo debe mencionarse esto en el transcurso de los años que estará a mi servicio.

—No sois una persona muy amable, Ilustrísima.

—Nunca he pretendido serlo, hijo mío. Esto es todo, sir Sparhawk. Partid con mi bendición. —El patriarca le dedicó un malicioso guiño.

—Gracias, Ilustrísima —dijo Sparhawk, sin esbozar un asomo de sonrisa.

Mientras recorría el campamento en compañía del centinela experimentó una gran satisfacción. Aun cuando no siempre le era dado solucionar sus propios problemas, parecía tener la capacidad de arreglar los de los demás.

—Kring nos ha informado de que los alrededores del campamento están patrullados —le anunció Tynian cuando entró en la tienda—. Eso nos dificultará la huida, ¿no es cierto?

—Sin duda —convino Sparhawk.

—Oh —añadió Tynian—, Flauta ha estado haciendo preguntas sobre distancias. Kurik ha ido a buscar el mapa, pero no lo ha encontrado.

—Está en mi alforja.

—Debí suponerlo —reconoció Kurik.

—¿Qué es lo que quieres saber? —preguntó Sparhawk a la niña.

—¿A qué distancia está Agnak de Acie?

Sparhawk extendió el mapa en la mesa que había en el centro del pabellón.

—Es un dibujo muy bonito, pero no me ofrece ninguna respuesta —objetó Flauta.

Sparhawk calculó la distancia.

—Unas trescientas leguas —respondió.

—Eso tampoco aclara mi pregunta. He de saber cuánto tiempo tardaremos.

—Unos veinte días.

—Quizá pueda hacerlo menguar un poco —aventuró.

—¿De qué hablas? —inquirió Sparhawk.

—Acie está en la costa, ¿no es cierto?

—Sí.

—Necesitaremos un barco para llegar a Thalesia. Ghwerig está llevando Bhelliom a su cueva.

—Somos suficientes para dominar a los centinelas —aseveró Kalten— y no es tan complicado enfrentarse a las patrullas en noche cerrada. Ghwerig no ha tomado tanta distancia como para que no podamos alcanzarlo.

—Debemos hacer algo en Acie —le anunció la niña—. Al menos yo…, y se trata de algo que debe llevarse a cabo antes de volver a iniciar la persecución de Ghwerig. Ahora sabemos dónde está y no será difícil encontrarlo. Ulath, id a comunicar a Wargun que lo acompañaremos a Acie. Inventad algún motivo razonable.

—Sí, señora —contestó el thalesiano con una leve sonrisa.

—Me gustaría que dejarais de comportaros así —se quejó la pequeña—. Oh, por cierto, de camino a la tienda de Wargun, pedid a alguien que nos traiga la cena.

—¿Qué quieres comer?

—No estaría mal cabrito, pero me conformaré con cualquier cosa que no sea cerdo.

Llegaron a Agnak al atardecer del día siguiente y plantaron su enorme campamento. Las autoridades locales se apresuraron a cerrar las puertas de la ciudad. El rey Wargun insistió en que Sparhawk y los otros caballeros de la Iglesia lo acompañaran a la puerta norte bajo la bandera de tregua.

—Soy Wargun de Thalesia —tronó ante las murallas—. El rey Soros viene conmigo…, al igual que estos caballeros de la Iglesia. El reino de Arcium ha sido invadido por los rendoreños y yo exhorto a todo hombre capacitado que tenga fe en Dios a contribuir a nuestros esfuerzos para erradicar la herejía eshandista. No estoy aquí para causaros molestias, amigos míos, pero, si esta puerta no se ha abierto cuando se ponga el sol, reduciré a escombros vuestras murallas y os haré salir para que podáis contemplar cómo vuestra ciudad arde hasta convertirse en cenizas.

—¿Creéis que lo han oído? —preguntó Kalten.

—Seguramente lo han oído hasta en Chyrellos —repuso Tynian—. Vuestro rey tiene una voz realmente penetrante, sir Ulath.

—En Thalesia quedan muy alejadas entre sí las cimas de las montañas —contestó Ulath encogiéndose de hombros—. Hay que hablar muy alto si se quiere que lo escuchen a uno.

El rey Wargun esbozó una torcida sonrisa.

—¿Alguno desea apostar si se abrirá o no esta puerta antes de que el sol se oculte detrás de esa colina? —los animó.

—Somos caballeros de la Iglesia, majestad —le recordó Bevier—. Dado que hacemos voto de pobreza, no nos hallamos en posición de apostar dinero.

El monarca prorrumpió en carcajadas.

La puerta de la ciudad se abrió vacilante.

—¡Sabía que comprenderían mi punto de vista! —exclamó con alborozo Wargun, disponiéndose a entrar en la ciudad—. ¿Dónde encontraré a vuestro alcalde? —preguntó a uno de los temblorosos guardas de la puerta.

—C…, creo que está en la sala del consejo, majestad —tartamudeó el guardia—. Seguramente escondido en la bodega.

—Sed un buen chico e id a buscarlo.

—De inmediato, majestad. —El hombre arrojó la pica al suelo y salió corriendo por la calle.

—Me gustan los lamorquianos —declaró con jovialidad Wargun—. Siempre están ansiosos por complacerlo a uno.

El alcalde era un hombre gordinflón que llegó sudando copiosamente detrás del guardia.

—Necesitaré alojamiento conveniente para el rey Soros, para mí mismo y para nuestro séquito, excelencia —le informó Wargun—. Ello no representará un gran inconveniente para vuestros ciudadanos, pues de todos modos pasarán la noche en vela equipándose para sumarse a la campaña militar.

—Como ordene Su Majestad —repuso con voz aguda el edil.

—¿Veis lo que os decía de los lamorquianos? —dijo Wargun—. Soros no tendrá más que dar un paseo por aquí. Dejará el reino entero sin hombres en una semana… si no se para a rezar con excesiva frecuencia. ¿Por qué no vamos a algún sitio a tomar un trago mientras su excelencia nos vacía una docena de casas?

Tras consultar con el rey Soros y el patriarca Bergsten a la mañana siguiente, Wargun tomó una tropa de caballería thalesiana y partió con ella en dirección oeste. Sparhawk cabalgaba a su lado mientras el sol refulgía en el lago y una ligera brisa les acariciaba el rostro.

—Supongo que seguís decidido a no contarme qué estabais haciendo en Kelosia —sondeó Wargun a Sparhawk.

El monarca thalesiano parecía relativamente sobrio aquella mañana y por ello Sparhawk resolvió tentar su humor.

—Estaréis informado sobre la enfermedad de la reina Ehlana —comenzó.

—Todo el mundo lo sabe. Por esa razón su primo bastardo trata de hacerse con el poder.

—Es algo más complejo, majestad. Finalmente hemos averiguado la causa de su dolencia. Como el primado Annias necesitaba acceder al tesoro, la envenenó.

—¿Cómo?

—Annias carece de escrúpulos y haría cualquier cosa para ascender al archiprelado.

—Ese hombre es un canalla —gruñó Wargun.

—Lo cierto es que hemos descubierto una posible cura para Ehlana en la que interviene el uso de la magia, y para ponerla en práctica necesitamos un talismán concreto que se encuentra en el lago Venne.

—¿Qué es ese talismán? —inquirió Wargun, entornando los ojos.

—Es una especie de ornamento —respondió evasivamente Sparhawk.

—¿Realmente depositáis tanta confianza en todas esas insensateces de la magia?

—He visto cómo daba resultados en varias ocasiones, majestad. Sea como fuere, ése es el motivo por el que nos resistimos cuando insististeis en que os acompañáramos. No era nuestra intención ser irrespetuosos. La vida de Ehlana se mantiene gracias a un hechizo, pero sus efectos tienen una duración limitada. Si ella muere, Lycheas ascenderá al trono.

—No si yo puedo evitarlo. No quiero que un trono de Eosia esté ocupado por un hombre que no conoce a su propio padre.

—A mí tampoco me resulta atractiva la idea, pero creo que Lycheas sabe de hecho quién es su padre.

—¿Oh? ¿Quién es? ¿Lo sabéis?

—El primado Annias.

A Wargun se le desorbitó la mirada.

—¿Estáis seguro de ello?

Sparhawk asintió con la cabeza.

—Lo sé de buena tinta. Fue el espectro del rey Aldreas quien me lo contó. Su hermana era un tanto libertina.

Wargun hizo la señal de protección contra el maligno, un gesto campesino que resultaba bastante extraño en la persona de un monarca.

—¿Un espectro decís? La palabra de un fantasma no tiene valor en ningún tribunal, Sparhawk.

—No me proponía llevarlo ante los tribunales, majestad —replicó con ceño torvo Sparhawk, apoyando la mano en la empuñadura de la espada—. Tan pronto como disponga de tiempo, los culpables comparecerán ante una más alta instancia.

—Bien pensado —aprobó Wargun—. Sin embargo, no hubiera pensado que un eclesiástico sucumbiera a los encantos de Arissa.

—Arissa puede ser muy persuasiva a veces. Por otra parte, esta campaña que habéis emprendido guarda relación con otra de las estratagemas de Annias. Abrigo fundadas sospechas de que la invasión rendoreña está encabezada por un hombre llamado Martel. Martel trabaja para Annias y ha realizado diversas tentativas de provocar disturbios para alejar de Chyrellos a los caballeros de la Iglesia durante las elecciones. Dado que nuestros preceptores podrían probablemente impedir que Annias subiera al trono del archiprelado, ha de mantenerlos al margen.

—Ese hombre es una serpiente.

—Es una descripción bastante ajustada.

—Me habéis dado mucho en qué pensar esta mañana, Sparhawk. Meditaré sobre ello y conversaremos un poco después.

Los ojos de Sparhawk se iluminaron súbitamente.

—No alentéis excesivas esperanzas —agregó el monarca—. Todavía opino que voy a necesitaros al llegar a Arcium. Además, las órdenes militares ya han emprendido la marcha hacia el sur. Vos sois el brazo derecho de Vanion y me parece que él os echaría de menos si os mantuvierais al margen.

El tiempo y la distancia parecieron arrastrarse interminablemente mientras cabalgaban hacia el oeste. Volvieron a entrar en Kelosia y prosiguieron camino por infinitas llanuras bajo la brillante luz de estío.

Una noche, cuando todavía se hallaban a cierta distancia de la frontera con Deira, Kalten increpó a Flauta.

—Creía que habías asegurado que ibas a acortar la duración de este viaje —señaló con tono acusador.

—Y lo he hecho —repuso ésta.

—¿De veras? —replicó sarcásticamente el caballero—. Llevamos una semana de camino y aún no hemos llegado siquiera a Deira.

—En realidad, Kalten, sólo llevamos viajando dos días. Debo hacer que parezca más largo para que Wargun no sospeche nada.

Kalten la observó con incredulidad.

—Querría hacerte otra pregunta, Flauta —intervino Tynian—. Allá en el lago, estabas anhelante por atrapar a Ghwerig y arrebatarle el Bhelliom. Después cambiaste de improviso de parecer y dijiste que debías ir a Acie. ¿Qué sucedió?

—Recibí un mensaje de mi familia —explicó la niña—, indicándome la tarea que debía atender en Acie antes de reemprender la búsqueda del Bhelliom. —Torció el gesto—. Seguramente yo misma habría llegado a la misma conclusión.

—Volvamos al tema anterior —instó con impaciencia Kalten—. ¿Cómo has concentrado el tiempo de la manera que afirmas haberlo hecho?

—Existen diversos métodos —respondió evasivamente la pequeña Flauta.

—Yo no seguiría intentándolo, Kalten —aconsejó Sephrenia—. Si no vais a comprender lo que ha realizado, ¿por qué preocuparos de ello? Además, si continuáis haciéndole preguntas, tal vez decida contestarlas y sin duda las respuestas no serían de vuestro agrado.