Se despojaron de las armaduras, se vistieron con unos toscos sayos de faena que trajo Occuda y se pusieron manos a la obra. Pronto habían derruido una parte de la pared posterior del establo, trabajando bajo la dirección de Kurik. Occuda preparó una gran tina de argamasa y los caballeros comenzaron a transportar piedras por la curvada escalera hasta la puerta de lo alto de la torre.
—Antes de que empecéis, caballeros —advirtió Sephrenia—, he de verla.
—¿Estáis segura de que es necesario? —le preguntó Kalten—. Sabéis que aún puede ser peligrosa.
—Eso es lo que he de averiguar. Estoy convencida de que está inerme, pero es mejor cerciorarse y no puedo hacerlo sin verla.
—Y a mí me gustaría ver su rostro por última vez —añadió el conde Ghasek—. No puedo soportar la criatura en que se ha convertido, pero hubo un tiempo en que la amé.
Subieron la escalera y Kurik abrió con una palanca de acero la pesada cadena, tras lo cual el conde sacó una llave y la hizo girar en la cerradura.
Bevier desenvainó la espada.
—¿Es ello en verdad necesario? —le preguntó Tynian.
—Podría serlo —repuso lúgubremente Bevier.
—Vamos, caballero —indicó Sephrenia al conde—, abrid la puerta.
Lady Bellina se hallaba de pie cerca del umbral. Su rostro, horriblemente deformado, estaba fláccido y su cuello, arrugado. Su enmarañado pelo tenía mechones grises y las carnes colgaban en desagradables pliegues en su cuerpo desnudo. Tenía la mirada totalmente enloquecida y retraía los labios en una mueca de odio, mostrando sus puntiagudos dientes.
—Bellina —dijo el conde lleno de tristeza, pero ella se abalanzó hacia él con las manos extendidas cual garras.
Sephrenia pronunció una palabra, apuntándola con un dedo, y Bellina retrocedió como si hubiera recibido un tremendo golpe. Aullando por su fracaso, intentó precipitarse contra ellos otra vez, pero de pronto se detuvo, arañando el aire frente a ella como si mediara entre ellos una pared que sólo ella alcanzaba a ver.
—Volved a cerrarla, mi señor —aconsejó Sephrenia—. Ya he visto bastante.
—Yo también —replicó el conde con voz turbada y ojos anegados en lágrimas mientras cerraba la puerta—. Ahora está loca sin remisión, ¿no es así?
—Completamente. Claro que ya había perdido el juicio al salir de esa casa de Chyrellos, pero ahora su demencia es absoluta y únicamente entraña peligro para sí misma. —La voz de Sephrenia expresaba una profunda compasión—. No hay espejos en esa habitación, ¿verdad?
—No. ¿Representaría ello una amenaza?
—No, pero al menos no habrá de sufrir contemplando su imagen. Sería demasiado cruel. —Se detuvo, reflexionando—. He advertido algunas hierbas silvestres por los alrededores. Existe un procedimiento para extraer su jugo, el cual produce un efecto sedante. Hablaré con Occuda y le daré indicaciones para que lo añada a su comida. Aunque no la curen, contribuirán a prevenir que se cause algún daño. Cerrad la puerta, mi señor. Esperaré adentro mientras realizáis esta obligada tarea. Avisadme cuando hayáis concluido. —Flauta y Talen salieron tras ella cuando se encaminaba hacia el castillo.
—Un momento, joven —dijo Kurik a su hijo.
—¿Qué pasa ahora?
—Tú te quedas aquí.
—Kurik, yo no sé nada de cómo poner ladrillos.
—No tienes por qué saber tanto para subir piedras por esa escalera.
—¡Estáis de broma!
Kurik se llevó la mano al cinturón y Talen se alejó presuroso hacia la pila de piedras cuadradas que había al fondo del establo.
—Buen chico —apreció Ulath—. Enseguida se adapta a la realidad.
Bevier insistió en acometer el trabajo principal. El joven cirínico colocaba piedras de un modo casi frenético.
—Ponedlas rectas —le ordenó Kurik—. Ésta será una pared permanente, de modo que debemos trabajar a conciencia.
Sparhawk emitió una involuntaria carcajada.
—¿Hay algo que os resulta divertido, mi señor? —le preguntó fríamente Kurik.
—No. Es sólo que acabo de acordarme de algo.
—Deberéis contárnoslo más tarde. No os quedéis ahí plantado, Sparhawk. Ayudad a Talen a acarrear piedras.
El alféizar donde se insertaba la puerta era grueso, dado que aquella torre formaba parte de las fortificaciones del castillo. Levantaron una pared encajada en él al tiempo que la hermana del conde chillaba desaforadamente, aporreando la puerta que estaban sellando. Después iniciaron un segundo muro pegado al primero. Era media mañana cuando Sparhawk entró en el castillo para comunicar a Sephrenia que habían terminado.
—Bien —contestó ésta.
Volvieron a salir al patio. La lluvia había cesado y el cielo comenzaba a aclararse, lo cual interpretó Sparhawk como un signo de buen augurio. Condujo a Sephrenia a la escalera que circundaba la torre.
—Muy bonita, caballeros —alabó Sephrenia, dirigiéndose a los otros, que efectuaban los últimos toques en el muro que acaban de construir—. Ahora bajad. He de hacer algo.
Cuando se hallaron abajo, la menuda mujer subió y comenzó a declamar en estirio. Una vez liberado el hechizo, la pared recién construida pareció relucir un momento. Luego el resplandor se disipó y la estiria bajó al patio.
—Ya podéis derribar la escalera ahora —indicó.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó Kalten con curiosidad.
—Vuestro trabajo ha sido más perfecto de lo que hubierais creído, querido —le explicó, sonriendo—. La pared que habéis levantado es totalmente inexpugnable ahora. Ese trovador o los criados pueden golpearla con almádenas hasta que estén viejos y canosos, sin alterarla en lo más mínimo.
—La argamasa está completamente seca —les informó Kurik, que había ascendido de nuevo—. Eso suele llevar días.
Sephrenia señaló la puerta de la base de la torre.
—Avisadme cuando hayáis terminado ésta. Hace fresco y hay humedad aquí. Creo que volveré adentro a calentarme.
El conde, más apesadumbrado por la imprescindible sepultura de su hermana de lo que había dado a entender, la acompañó mientras Kurik daba instrucciones a su improvisada cuadrilla de obreros.
Hubieron de trabajar durante casi el resto de la jornada para desmontar la escalera que conducía a la ya tapiada puerta de arriba y sellar la de abajo, tras lo cual Sephrenia salió, repitió el encantamiento y regresó al castillo.
Sparhawk y los otros se dirigieron a la cocina, situada en un ala del castillo lindante con la torre.
Kurik examinó la puertecilla que daba a la escalera interior.
—¿Y bien? —inquirió Sparhawk.
—No me atosiguéis, Sparhawk.
—Se está haciendo tarde, Kurik.
—¿Queréis hacerlo vos?
Sparhawk cerró la boca y se limitó a observar sin añadir palabra alguna ni aun cuando Talen escurrió el bulto. El muchacho parecía cansado, y Kurik era un severo capataz, al igual que lo era él mismo en ocasiones.
Kurik habló con Occuda un momento y luego se volvió hacia su cuadrilla de albañiles manchados de argamasa.
—Es hora de que aprendáis otro oficio, caballeros —anunció—. Ahora haréis de carpinteros. Vamos a transformar esa puerta en un armario para la loza. Servirán las mismas bisagras y yo fabricaré un cerrojo que irá oculto. La puerta quedará totalmente tapada. —Reflexionó un instante, ladeando la cabeza para escuchar los amortiguados gritos que llegaban de arriba—. Creo que necesitaré algunos edredones, Occuda —declaró con gesto pensativo—. Los clavaremos en el otro lado de la puerta para que no se oiga tanto el ruido aquí.
—Buena idea —acordó Occuda—. No habiendo más criados, pasaré bastante tiempo aquí adentro y esos gritos podrían llegar a exasperarme.
—No lo hacemos únicamente con ese fin, pero me alegra facilitaros la existencia. Muy bien, caballeros, manos a la obra —indicó Kurik, esbozando una sonrisa—. Todavía haré de vosotros personas de utilidad.
Cuando hubieron concluido, Kurik ensució el armario con una extensa mancha oscura y luego retrocedió unos pasos para observar atentamente la flamante pieza de carpintería.
—Enceradlo un par de veces cuando se haya secado la mancha —instruyó a Occuda— y después arañadlo un poco. También sería conveniente que lo rayarais aquí y allá y que aventarais polvo en las esquinas. A continuación llenadlo de loza. Nadie sospechará jamás que no lleve aquí por lo menos un siglo.
—Tenéis un excelente escudero, Sparhawk —apreció Ulath—. ¿Os plantearíais la posibilidad de vendérmelo?
—Su mujer me mataría —respondió Sparhawk—. Además, en Elenia no vendemos a las personas.
—No estamos en Elenia.
—¿Por qué no volvemos a esa sala principal?
—Todavía no, caballeros —los disuadió con firmeza Kurik—. Primero habéis de barrer el serrín del suelo y llevaros las herramientas.
Sparhawk suspiró y fue a buscar una escoba.
Después de asear la cocina, se limpiaron la argamasa y el serrín prendido al cuerpo, se vistieron con túnica y calzas y regresaron a la gran estancia de techo abovedado, donde encontraron al conde y a Sephrenia enfrascados en animada conversación y a Talen y Flauta sentados cerca de ellos. El chiquillo parecía enseñar a la niña a jugar a damas.
—Ahora tenéis mucho mejor aspecto —señaló Sephrenia con aprobación—. La verdad es que lucíais una apariencia bastante impresentable allá en el patio.
—No se puede hacer paredes sin ensuciarse —contestó Kurik encogiéndose de hombros.
—Me parece que me he clavado una astilla —se lamentó Kalten, mirándose la palma de la mano.
—Es el primer trabajo honesto que ha realizado desde que lo armaron caballero —dijo Kurik al conde—. Con un poco de entrenamiento, no sería un mal carpintero, pero me temo que al resto aún les queda un largo camino.
—¿Cómo habéis disimulado la puerta de la cocina? —le preguntó el conde.
—Le hemos adosado un armario para la loza. Occuda le aplicará ciertos tratamientos para que parezca viejo y luego lo llenará de platos. Hemos acolchado la parte trasera de la hoja para amortiguar el sonido de los gritos de vuestra hermana.
—¿Todavía grita? —El conde exhaló un suspiro.
—Ello no remitirá con los años, mi señor —le advirtió Sephrenia—. Me temo que seguirá gritando hasta que muera. Cuando los alaridos hayan cesado, será la señal de que ha fallecido.
—Occuda está preparándonos algo para comer —anunció Sparhawk al conde—. Como va a tardar un rato, podríamos aprovechar para echar un vistazo a la crónica que habéis compilado.
—Excelente idea, sir Sparhawk —aceptó el conde, levantándose de la silla—. ¿Nos disculpáis, señora?
—Desde luego.
—Tal vez os dignéis acompañarnos.
—Ah, no, mi señor —repuso, riendo, la mujer—. Mi presencia no serviría de nada en una biblioteca.
—Sephrenia no sabe leer —explicó Sparhawk—. Creo que eso guarda relación con su religión.
—No —disintió la estiria—. Está relacionado con la lengua, querido. No quiero adoptar la costumbre de pensar en elenio porque ello podría ser un obstáculo cuando necesito reflexionar… y hablar… en estirio con rapidez.
—Bevier, Ulath, ¿por qué no venís con nosotros? —propuso Sparhawk—. Entre los dos, podríais aportar algunos detalles que contribuyan a hilar con precisión los sucesos que hemos de reconstruir.
Los tres caballeros abandonaron la sala y se dirigieron entre polvorientos pasillos hasta una puerta del ala oeste. El conde la abrió y los hizo pasar a una lóbrega habitación. Ghasek buscó a tientas en una mesa, tomó una vela y salió al corredor para encenderla en la antorcha que ardía afuera.
La estancia, de reducidas dimensiones, estaba abarrotada de libros.
—Debéis de leer mucho, mi señor —observó Bevier.
—Es lo que hacen los eruditos, sir Bevier. La tierra de esta zona no es buena más que para criar árboles y su cultivo no es una actividad muy estimulante para un hombre civilizado. —Miró en derredor con aire satisfecho—. Éstos son mis amigos —dijo—. Me temo que ahora necesitaré de su compañía más que nunca. Ya no podré volver a salir de esta casa. Habré de quedarme aquí para guardar a mi hermana.
—Los locos no suelen tener una larga vida, mi señor —le aseguró Ulath—. Una vez que han perdido el juicio, comienzan a desatender el cuidado de su persona. Tenía una prima que enloqueció un invierno, y a la primavera siguiente falleció.
—Es penoso hacer votos por la muerte de un ser querido, sir Ulath, pero, Dios me asista, reconozco como propio ese deseo. —El conde posó la mano en un montón de papeles depositados sobre el escritorio—. La labor de mi vida, caballeros. Al grano pues —dijo, tomando asiento—. ¿Qué es exactamente lo que buscáis?
—La tumba del rey Sarak de Thalesia —le respondió Ulath—. No llegó al campo de batalla de Lamorkand, con lo cual suponemos que pereció en alguna escaramuza aquí en Kelosia o en Deira…, a menos que su barco naufragara.
Sparhawk se estremeció al considerar por vez primera la posibilidad de que Bhelliom yaciera en el fondo del mar de Kelos, en el estrecho de Thalesia.
—¿Podríais precisar algo más? —pidió el conde—. ¿A qué lado del lago se dirigía el rey? He organizado mi crónica por regiones.
—Todo apunta a que el objetivo del rey Sarak era la ribera oriental —repuso Bevier—. Allí fue donde el ejército thalesiano se enfrentó a los zemoquianos.
—¿Disponéis de algún dato indicativo del lugar donde tomó tierra el barco?
—Ninguno del que tengamos referencias —contestó Ulath—. Yo he realizado algunas deducciones, pero podrían apartarse cien leguas del sitio donde realmente echaron anclas. Es posible que Sarak hubiera tomado rumbo hacia algún puerto de la costa norteña, aunque los barcos thalesianos no siempre lo hacen. Tenemos cierta fama de ser algo dados a la piratería, y tal vez Sarak quiso evitar tediosos interrogatorios y dirigió su proa a alguna playa desierta.
—Eso complica un poco las cosas —admitió el conde Ghasek—. Si supiera dónde había desembarcado, sabría las regiones que podría haber atravesado. ¿Consta en la tradición thalesiana alguna descripción del rey?
—No muy específica —respondió Ulath—, solamente que tenía más de dos metros de estatura.
—Es un dato útil. Seguramente el vulgo ignoraba su nombre, pero recordarían a un personaje tan alto. —Comenzó a hojear el manuscrito—. ¿Podría haber tomado tierra en la costa norte de Deira? —inquirió.
—Es posible, aunque poco probable —opinó Ulath—. Las relaciones entre Deira y Thalesia eran algo tensas por aquel entonces. No creo que Sarak se haya expuesto a que lo capturasen.
—Centrémonos pues en el puerto de Apalia para comenzar. La ruta más corta hacia la orilla oriental del lago Randera partiría de allí. —Fue pasando páginas ante él. Frunció el entrecejo—. No parece que haya ningún dato de interés aquí —apuntó—. ¿Era numerosa la comitiva del rey?
—No era un grupo muy nutrido —repuso Ulath con voz cavernosa—. Sarak partió apresuradamente de Emsat y sólo se llevó a un reducido séquito.
—Todas las referencias que reuní sobre Apalia mencionan grandes formaciones de tropas thalesianas. Claro que podría haber sucedido lo que vos habéis sugerido, sir Ulath. El rey Sarak habría podido desembarcar en alguna playa solitaria, pasando de largo Apalia. Probemos el puerto de Nadera antes de examinar playas y aislados pueblos de pescadores. —Consultó un mapa y luego hojeó las páginas centrales—. ¡Creo que hemos encontrado algo! —exclamó con el entusiasmo de un especialista—. Un campesino de la zona de Nadera me habló de un barco thalesiano que pasó de noche frente a la ciudad, al comienzo de la campaña, y remontó varias leguas el río antes de echar anclas. Desembarcaron unos cuantos guerreros, uno de los cuales sobrepasaba más de un palmo en estatura al resto. ¿Tenía algo fuera de lo común la corona de Sarak?
—Estaba rematada con una joya azul —informó Ulath con gesto expectante.
—Entonces era él —dedujo, exultante, el conde—. Aquí se hace mención especial de esa joya. Dicen que era grande como un puño.
Sparhawk exhaló el aliento que había estado conteniendo.
—Al menos el navío de Sarak no se hundió en el mar —constató con alivio.
El conde mojó la pluma en el tintero y efectuó unas cuantas anotaciones.
—Muy bien —dijo con voz animada—. Suponiendo que el rey Sarak tomara el camino mas corto entre Nadera y el campo de batalla, habría pasado por las regiones incluidas en esta lista, en todas las cuales he investigado. Estamos acercándonos, caballeros. Seguiremos la pista de ese monarca. —Comenzó a pasar hojas con presteza—. No hay ninguna mención aquí —murmuró medio para sí—, pero no hubo ningún enfrentamiento en esta zona. —Siguió leyendo con los labios fruncidos—. ¡Aquí! —exclamó con el rostro iluminado por una sonrisa triunfal—. Un grupo de thalesianos pasó a caballo por un pueblo situado a veinte leguas al norte del lago Venne. Su cabecilla era un hombre muy alto que llevaba una corona. Estamos limitando las posibilidades.
Sparhawk cayó en la cuenta de que contenía la respiración. Había llevado a cabo muchas misiones en su vida, pero aquella búsqueda de un rastro en el papel le producía una extraña excitación. Comenzó a comprender los motivos que inducían a un hombre a consagrar su vida a la investigación y a hallar su gratificación en ello.
—¡Y aquí está! —exclamó alborozado el conde—. Lo hemos encontrado.
—¿Dónde? —preguntó ansiosamente Sparhawk.
—Os leeré la totalidad del pasaje —respondió el conde—. Comprenderéis, claro está, que yo he transcrito la información en un lenguaje más elegante del que usaba la persona que me la transmitió. —Sonrió—. El habla de los campesinos y siervos es colorista, pero poco apropiada para una obra de erudición. —Lanzó una ojeada a la página—. Oh, sí. Ahora lo recuerdo. Ese hombre era un siervo. Su amo me dijo que era aficionado a las viejas historias. Lo encontré destripando terrones con un azadón en un campo cerca de la orilla este del lago Venne. Esto es lo que me dijo:
«Era durante la fase inicial de la campaña, y los zemoquianos habían invadido bajo las órdenes de Otha los confines orientales de Lamorkand y devastaban cuanto hallaban a su paso. Los reinos elenios occidentales se apresuraron a salir a su encuentro y grandes formaciones de tropas cruzaron la frontera occidental de Lamorkand, pero casi todas se encontraban mucho más al sur del lago Venne. Las fuerzas que bajaban del norte eran en su mayoría thalesianas. Incluso antes de que el ejército thalesiano tomara tierra, una avanzadilla procedente de ese país pasó cabalgando por el lago Venne en dirección sur. Otha, como es bien sabido, había enviado tiradores y patrullas que se adelantaban al grueso de sus fuerzas. Fue una de esas patrullas la que interceptó el grupo de thalesianos que he mencionado antes, en un lugar llamado el Túmulo del Gigante».
—¿Le dieron ese nombre antes o después de la batalla? —preguntó Ulath.
—Sin duda fue después —repuso el conde—. Los kelosianos nunca erigen túmulos. Esa es una costumbre thalesiana, ¿no es cierto?
—En efecto, y la palabra «gigante» describe de forma bastante ajustada a Sarak, ¿no os parece?
—Es exactamente lo que pensaba. Pero aún hay más. —El conde continuó leyendo:
«El enfrentamiento entre los thalesianos y zemoquianos fue breve y muy violento. Los zemoquianos superaban en número apabullante a la reducida banda de guerreros norteños y pronto los redujeron. Uno de los últimos en caer fue el cabecilla, un hombre de enormes proporciones. Uno de sus hombres, aun gravemente herido, tomó algo del cuerpo del dirigente caído y con ello huyó hacia el lago. No se sabe a ciencia cierta qué fue lo que se llevó ni qué hizo con ello. El thalesiano, sometido a una persecución sin tregua por parte de los zemoquianos, murió a causa de sus heridas en la orilla del lago. Entonces pasó por fortuna por allí, de camino al lago Randera, una columna de caballeros alciones que habían regresado a su castillo principal de Deira para recobrarse de las lesiones recibidas en la campaña de Rendor, los cuales exterminaron a todos los componentes de la patrulla de zemoquianos. Enterraron al fiel compañero y prosiguieron la marcha, sin avistar por azar el campo donde había tenido lugar la escaramuza. El caso fue que un nutrido grupo de thalesianos venía siguiendo al primer grupo a menos de una jornada de camino y, cuando los campesinos de la zona les informaron de lo acontecido, enterraron a sus paisanos y erigieron el túmulo sobre sus sepulturas. Esta segunda fuerza thalesiana no llegó al lago Randera, ya que dos días después sufrieron una emboscada en la que perecieron todos».
—Eso explica por qué nadie tuvo noticias de lo acaecido a Sarak —comentó Ulath—. No quedó nadie vivo para contarlo.
—¿Podría ser la corona del rey lo que se llevó ese hombre? —se interrogó Bevier.
—Es posible —concedió Ulath—. Aunque lo más probable es que se tratara de su espada. Los thalesianos otorgan gran valor a las espadas reales.
—No será difícil averiguarlo —opinó Sparhawk—. Iremos al Túmulo del Gigante y allí Tynian podrá invocar el espectro de Sarak. Él nos dirá qué fue de su espada… y de su corona.
—Aquí hay algo curioso —dijo el conde—. Recuerdo que estuve a punto de no transcribirlo porque había ocurrido después de la batalla. Los siervos vienen viendo desde hace siglos una figura monstruosamente deforme en las zonas pantanosas que rodean el lago Venne.
—¿Alguna criatura de los pantanos? —sugirió Bevier—. ¿Un oso tal vez?
—Creo que los siervos reconocerían la forma de un oso —objetó el conde.
—Un alce quizás —apuntó Ulath—. La primera vez que vi uno, no podía creer que hubiera animales tan grandes, y los alces no son precisamente bien parecidos.
—Recuerdo que los siervos dijeron que ese ser camina sobre las patas traseras.
—¿No podría ser un troll? —inquirió Sparhawk—. ¿El mismo que gruñía cerca de nuestro campamento allá junto al lago?
—Es peludo, ciertamente, pero ellos afirman que es más bien bajo y que tiene los miembros retorcidos.
Ulath frunció el entrecejo.
—Eso no se corresponde con ninguna descripción de troll de la que yo tenga constancia… a menos que… —Los ojos se le desorbitaron de improviso—. ¡Ghwerig! —gritó, haciendo chasquear los dedos—. Ha de ser Ghwerig. Eso corrobora la información anterior, Sparhawk. Ghwerig está buscando el Bhelliom y sabe dónde se encuentra.
—Creo que será mejor que regresemos al lago Venne —propuso Sparhawk— y con la mayor celeridad posible. No querría que Ghwerig encontrara el Bhelliom antes que yo y que tuviera que arrebatárselo de las manos.