Capítulo 13

Dado que la ruta que se proponían seguir era, según todos los indicios, bastante accidentada, dejaron el carro al posadero y partieron a caballo de madrugada entre lóbregas calles iluminadas por antorchas. Como quiera que Sparhawk les había explicado la información que Kurik había sonsacado al borracho el día anterior, todos miraban con recelo a su alrededor después de haber traspuesto la puerta norte de la ciudad de Venne.

—Seguramente sólo se trata de alguna superstición —se mofó Kalten—. He escuchado terribles historias sobre algunos lugares y la mayoría de las veces han resultado ser sucesos acaecidos varias generaciones antes.

—Verdad es que no parece tener sentido —acordó Sparhawk—. Ese curtidor de Paler dijo que el conde Ghasek es un erudito. No suele ser ése el tipo de hombre que busca entretenimientos extravagantes. Permanezcamos en guardia de todas formas. Nos hallamos muy lejos de casa y sería un tanto difícil reclamar ayuda.

—Me rezagaré un poco —se ofreció Berit—. Creo que todos nos sentiríamos mejor si tenemos la certeza de que esos zemoquianos ya no nos siguen.

—Me parece que podemos contar con la eficiencia del domi —opinó Tynian.

—Aun así… —objetó Berit.

—Adelante, Berit —concedió Sparhawk—. No está de más ser prudentes.

Cabalgaban al trote lento con la salida del sol cuando llegaron a la bifurcación del camino. El estrecho ramal de la izquierda se encontraba lleno de baches y en pésimas condiciones. La lluvia que había azotado la región hacía días lo había dejado fangoso y en mal estado, empeorado, además, por la tupida maleza que lo bordeaba.

—Va a entorpecernos la marcha —auguró Ulath—, y no van a mejorar las cosas cuando subamos esas colinas. —Tendió la mirada al frente, hacia la suave cordillera cubierta de bosques.

—Haremos lo que podamos —replicó Sparhawk—, pero tenéis razón. Cuarenta leguas es una considerable distancia, sobre todo transitando por mal camino.

Avanzaron al trote, hollando el fango y, tal como había previsto Ulath, la vereda se tornó aún más escarpada. Media hora después entraron en el bosque, entre cuyos árboles de hoja perenne reinaba una sombría penumbra. Los caballeros, vestidos con armaduras, hallaron alivio en su interior a causa del frescor y la humedad del aire. Hicieron una breve parada a mediodía para tomar una comida consistente en pan y queso y siguieron cabalgando, ascendiendo hacia las cumbres de las montañas.

La región estaba ominosamente desierta e incluso los pájaros parecían haber enmudecido, con excepción de los negros cuervos, que emitían desde los árboles un casi incesante graznar. Cuando el crepúsculo descendía sobre la umbría floresta, Sparhawk condujo la comitiva a cierta distancia del camino y montaron el campamento para pasar la noche.

El deprimente bosque había abatido incluso al incorregible Kalten, y la cena que tomaron antes de acostarse estuvo presidida por un silencio poco habitual.

Alrededor de medianoche, Ulath despertó a Sparhawk para que lo relevara en el puesto de guardia.

—Según parece, hay muchos lobos por aquí —le informó en voz baja el corpulento genidio—. No sería mala idea que apoyarais la espalda en el tronco de un árbol.

—Nunca he oído que un lobo atacara a un hombre —objetó Sparhawk, hablando también quedamente para no turbar el sueño de los demás.

—Por lo general no lo hacen —convino Ulath—, a menos que estén rabiosos.

—Una alentadora idea.

—Me alegro de que os haya gustado. Me voy a la cama. Ha sido un largo día.

Sparhawk abandonó el círculo de luz y se detuvo a unos cincuenta metros entre la espesura para acostumbrar los ojos a la oscuridad. Oyó el aullido de los lobos allá en los bosques y creyó descubrir en ellos la fuente de muchas de las historias que circulaban acerca de Ghasek. Esa tenebrosa frondosidad bastaría para despertar el miedo de las gentes supersticiosas y, si a ella se añadían las bandadas de cuervos —animales de invariable mal agüero— y los escalofriantes aullidos de manadas enteras de lobos, no era difícil adivinar cómo se habían iniciado los rumores. Sparhawk rodeó con cautela el campamento, aguzando el oído y la vista.

Cuarenta leguas. Habida cuenta del creciente deterioro del camino, no era probable que pudieran recorrer diez leguas por día. A Sparhawk le irritaba aquella marcha lenta que, sin embargo, no estaba a su alcance modificar. Habían de ir a Ghasek. Pensó que tal vez el conde no hubiera encontrado a nadie que conociera la ubicación de la tumba del rey Sarak, y que aquel tedioso y largo viaje no resultara en fin de cuentas más que una pérdida absoluta de tiempo. Se apresuró a alejar tales cavilaciones de la mente.

Distraídamente, manteniendo la vigilancia, comenzó a preguntarse cómo sería su vida en caso de que lograran restablecer la salud de Ehlana. Él la había conocido de niña, pero ella ya no era una chiquilla. Había percibido algunos atisbos de su personalidad adulta, pero nada que le permitiera pensar que la conocía cabalmente. Sería una buena reina, no le cabía duda de ello, pero ¿qué clase de mujer era exactamente?

Advirtió un movimiento en las sombras y se detuvo, llevando la mano a la espada mientras escudriñaba la oscuridad. Entonces vio un par de ardientes ojos verdes que reflejaban la luz del fuego. Era un lobo. El animal contempló largamente las llamas y luego se volvió para escabullirse en silencio hacia el bosque.

Sparhawk cayó en la cuenta de que había estado conteniendo el aliento, y espiró de golpe. Nadie está jamás preparado para afrontar un encuentro con un lobo, e, incluso a sabiendas de lo irracional de tal reacción, él también sentía una crispación instintiva.

La luna se elevó, proyectando su pálida luz sobre la oscura espesura. Sparhawk alzó la cabeza y vio las nubes que se aproximaban. Poco a poco oscurecieron la luna y siguieron extendiéndose.

—Oh, estupendo —murmuró—. Justo lo que necesitábamos: más lluvia. —Sacudió la cabeza y continuó andando, escrutando las tinieblas que lo rodeaban.

Al cabo de un rato, Tynian lo relevó y entonces regresó a su tienda.

—Sparhawk. —Era Talen, que le tocaba el hombro para despertarlo.

—¿Sí? —Sparhawk se incorporó al reconocer la nota de urgencia que contenía la voz del chico.

—Hay algo allá afuera.

—Ya lo sé. Lobos.

—Eso no era un lobo…, a menos que hayan aprendido a caminar sobre las patas traseras.

—¿Qué has visto?

—Estaba a oscuras debajo de esos árboles. No he podido verlo muy bien, pero me parece que llevaba una especie de túnica que no le ajustaba muy bien al cuerpo.

—¿El Buscador?

—¿Cómo voy a saberlo? Sólo lo he visto un instante. Ha llegado hasta el lindero y luego ha vuelto a entrar en el bosque. Seguramente ni siquiera lo habría visto a no ser por el brillo de su cara.

—¿Verde?

Talen asintió.

Sparhawk comenzó a proferir imprecaciones.

—Cuando se os acaben las palabras, decídmelo —se ofreció Talen—. Soy muy bueno soltando juramentos.

—¿Has avisado a Tynian?

—Sí.

—¿Qué hacías levantado?

Talen exhaló un suspiro.

—A ver si crecéis, Sparhawk —dijo en un tono que delataba más años de los que en realidad tenía—. Ningún ladrón duerme más de dos horas seguidas sin salir a echar un vistazo.

—No lo sabía.

—Debierais saberlo. Es una vida de mucho nerviosismo, pero es divertida.

Sparhawk apoyó una mano en la nuca del chiquillo.

—Voy a hacer de ti un niño normal —aseveró.

—¿Por qué molestaros? Ya hace tiempo que dejé eso atrás. Quizás habría sido agradable correr y jugar…, si las cosas hubieran sido distintas…, pero no lo fueron, y esto es mucho más divertido. Volved a dormiros, Sparhawk. Tynian y yo vigilaremos. Oh, por cierto, va a llover mañana.

Al día siguiente, no obstante, no llovía, si bien las lóbregas nubes oscurecían el cielo. Hacia media tarde, Sparhawk refrenó a Faran.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Kurik.

—Hay un pueblo en ese pequeño valle.

—¿Qué demonios harán allá en medio del bosque? No puede cultivarse la tierra con tantos árboles por todas partes.

—Podríamos preguntárselo, supongo. De todas maneras quiero hablar con ellos. Están más cerca de Ghasek que la gente de Venne, y me gustaría recabar información más efectiva. No hay por qué cabalgar a ciegas hacia un sitio si es posible evitarlo. Kalten —llamó.

—¿Qué quieres? —contestó su amigo.

—Llévate a los otros y seguid avanzando. Kurik y yo vamos a bajar a ese pueblo para hacer unas cuantas preguntas. Ya os alcanzaremos.

—De acuerdo. —El tono de Kalten era algo brusco y desabrido.

—¿Qué te pasa?

—Estos bosques me deprimen.

—Sólo son árboles, Kalten.

—Ya lo sé, pero ¿por qué tiene que haber tantos?

—Mantén los ojos bien abiertos. Ese Buscador merodea por aquí.

Kalten desenvainó la espada con la mirada iluminada y tentó el filo con el pulgar.

—¿Qué te propones? —inquirió Sparhawk.

—Esta puede ser la ocasión que esperábamos para quitarnos de encima a esa criatura de una vez por todas. Ese bicho de Otha es muy huesudo y con un buen mandoble se partiría fácilmente en dos. Me parece que me rezagaré un poco y le tenderé una emboscada por mi cuenta.

Sparhawk reflexionó velozmente.

—Un bonito plan —fingió convenir—, pero alguien debe guiar a los otros y ocuparse de su seguridad.

—Tynian puede hacerlo.

—Tal vez, pero ¿estás dispuesto a confiar el bienestar de Sephrenia a alguien que conocemos sólo desde hace seis meses y que todavía está recuperándose de una herida?

Kalten dedicó una buena sarta de obscenidades a su amigo.

—El deber, amigo mío —replicó con calma Sparhawk—. La implacable llamada del deber nos sustrae a entretenimientos diversos. Haz lo que te he pedido, Kalten. Ya nos encargaremos más adelante del Buscador.

Kalten siguió profiriendo maldiciones. Después volvió grupas y se reunió con los demás.

—Habéis estado casi a punto de pelearos —comentó Kurik.

—Ya me he fijado.

—Kalten es un buen hombre combatiendo, pero a veces es un poco alocado.

Las casas del pueblo eran de troncos, con techos de tierra. Era evidente el esfuerzo realizado por sus habitantes para talar los árboles dejando un círculo despejado, con tocones diseminados, de un radio de unos cien pasos.

—Han despejado el terreno —observó Kurik—, pero apenas veo más que patios traseros. Todavía me pregunto qué hacen aquí.

Al entrar en la aldea obtuvieron respuesta a la pregunta. Varios lugareños serraban tablones sobre rudimentarios caballetes. Grandes pilas de maderos verdes alabeados al lado de las casas explicaban la existencia del pueblo.

Uno de los aldeanos paró de serrar y se secó la frente con un sucio trapo.

—No hay ninguna posada aquí —dijo a Sparhawk con tono hosco.

—No venimos en busca de una posada, compadre —replicó éste—, sino de información. ¿A cuánto queda la casa del conde Ghasek?

La tez del hombre perdió el color.

—No lo bastante lejos para mi gusto —respondió, observando con nerviosismo al fornido caballero de negra armadura.

—¿Cuál es su inconveniente, amigo? —le preguntó Kurik.

—Ningún hombre que esté en sus cabales se acerca a Ghasek —repuso el aldeano—. La mayoría de la gente ni siquiera quiere hablar de ese sitio.

—Ya oímos algo parecido en Venne —confesó Sparhawk—. ¿Qué es lo que ocurre en la casa del conde?

—No podría precisarlo, mi señor —contestó evasivamente el hombre—. Nunca he estado allí. Sin embargo, he escuchado algunas historias.

—¿Ah, sí?

—Han desaparecido algunas personas en la región. Como no los han vuelto a ver más, nadie sabe a ciencia cierta lo que les sucedió. Pero los siervos del conde vienen escapándose y él no tiene fama de ser un amo con mano dura. Algo maligno pasa en esa casa y toda la gente que vive en sus proximidades está aterrorizada.

—¿Creéis que el conde es responsable de ello?

—No es muy probable. El conde estuvo ausente durante el pasado año. Viaja mucho.

—Eso nos dijeron. —Sparhawk tuvo una idea—. Decidme, compadre, ¿habéis visto algún estirio últimamente?

—¿Estirios? No, no vienen a estos bosques. Es bien sabido que a nosotros no nos gusta esa gente.

—Ya veo. ¿A qué distancia habéis dicho que queda la casa del conde?

—No os lo he dicho. Está a unas quince leguas.

—Un tipo de Venne afirmó que estaba a cuarenta leguas de la ciudad —objetó Kurik.

El aldeano bufó con desdén.

—Las gentes de ciudad ni siquiera saben qué es una legua. No puede haber más de treinta de Venne a Ghasek.

—Anoche vimos una persona en el bosque —refirió Kurik con aire conversador—. Llevaba un sayo negro, con la capucha levantada. ¿Podría tratarse de uno de vuestros vecinos?

El rostro del hombre cobró una mortal palidez.

—Nadie de por aquí lleva ese tipo de ropa —dijo lacónicamente.

—¿Estáis seguro?

—Ya me habéis oído. He dicho que nadie de esta zona viste de esa manera.

—Entonces debió de ser algún viajero.

—Sería eso. —Su tono era otra vez hostil y su mirada, extraña.

—Gracias por dedicarnos parte de vuestro tiempo, compadre —le agradeció Sparhawk, volviendo grupas para abandonar el pueblo.

—Sabe más de lo que dice —observó Kurik cuando pasaban delante de las últimas casas.

—En efecto —acordó Sparhawk—. No ha caído en las garras del Buscador, pero tiene mucho miedo. Aligeremos el paso. Quiero dar alcance a los otros antes de que oscurezca.

Se reunieron con sus amigos cuando el cielo se teñía con los tonos rojizos del crepúsculo y establecieron el campamento junto a un silencioso lago de montaña a corta distancia del camino.

—¿Creéis que va a llover? —preguntó Kalten después de la cena, cuando estaban sentados alrededor del fuego.

—No lo mentéis —dijo Talen—. Acabo de secarme toda la lluvia que nos cayó encima en Lamorkand.

—Siempre cabe la posibilidad, desde luego —admitió Kurik en respuesta a la pregunta de Kalten—. Es la época del año más propicia, pero no noto mucha humedad en el aire.

Berit llegó del lugar donde habían atado los caballos.

—Sir Sparhawk —anunció en voz baja—, se acerca alguien.

Sparhawk se puso en pie.

—¿Cuántos?

—Sólo he oído un caballo. Viene del lado adonde nos dirigimos nosotros. —El novicio hizo una pausa—. El jinete está forzando mucho al animal —añadió.

—No es una actitud aconsejable —gruñó Ulath—, teniendo en cuenta la oscuridad y el estado del camino.

—¿Deberíamos apagar el fuego? —inquirió Bevier.

—Me parece que ya lo ha visto, sir Bevier —replicó Berit.

—Veamos si decide detenerse —sugirió Sparhawk—. Un hombre solo no representa una seria amenaza.

—A menos que sea el Buscador —apuntó Kurik, descolgando su maza—. Vamos, caballeros —dijo con su brusco tono de sargento—, dispersaos y estad preparados.

Los caballeros respondieron al instante a la nota autoritaria de su voz. Todos reconocían intuitivamente el hecho de que Kurik probablemente sabía más sobre refriegas que cualquier componente de las cuatro órdenes. Sparhawk desenvainó la espada, con un repentino sentimiento de orgullo por tenerlo como amigo.

El viajero refrenó la montura en el camino no lejos de su campamento, desde donde podían oírse con claridad los jadeos del animal.

—¿Puedo acercarme? —pidió en la oscuridad el recién llegado con voz aguda, casi histérica.

—Aproximaos, forastero —contestó Kalten después de lanzar una ojeada a Kurik.

El hombre que se presentó ante ellos vestía de forma llamativa, casi chillona. Llevaba un sombrero de plumas de ala ancha, un jubón de satén rojo, calzas azules y botas de cuero hasta la rodilla. De su hombro pendía un laúd y sólo iba armado con una pequeña daga. Su caballo se tambaleaba, dando bandazos, y el propio jinete no parecía hallarse en mejores condiciones.

—Gracias a Dios —dijo el hombre al ver a los caballeros de pie alrededor del fuego.

Vaciló peligrosamente sobre la silla y habría caído si Bevier no se hubiera precipitado a sostenerlo.

—El pobre hombre parece extenuado —observó Bevier—. Me pregunto de qué debía de huir.

—Lobos, tal vez —sugirió Tynian—. Espero que nos lo cuente tan pronto como recupere el aliento.

—Ve a buscarle un poco de agua, Talen —indicó Sephrenia.

—Sí, señora. —El chiquillo tomó un cubo y se encaminó al lago.

—Tumbaos un momento —aconsejó Bevier al desconocido—. Ahora os halláis a salvo.

—No hay tiempo —jadeó el hombre—. Debo deciros algo de vital urgencia.

—¿Cómo os llamáis, amigo? —le preguntó Kalten.

—Soy Arbele, trovador de oficio —respondió—. Escribo poemas y compongo las canciones que interpreto para entretenimiento de señores y damas. Acabo de llegar de la casa de ese monstruo, el conde Ghasek.

—Esto suena muy prometedor —murmuró Ulath.

Talen trajo el cubo de agua, de la que Arbele bebió ansiosamente.

—Lleva su caballo al lago —ordenó Sparhawk al muchacho—. No lo dejes beber demasiado al principio.

—De acuerdo —contestó Talen.

—¿Por qué llamáis monstruo al conde? —inquirió Sparhawk.

—¿Qué otra cosa llamaríais a un hombre que encierra a una bella damisela en una torre?

—¿Quién es esa bella damisela? —preguntó Bevier, mostrando un profundo interés.

—¡Su propia hermana! —repuso Arbele con tono ultrajado—. Una dama incapaz de hacer nada malo.

—¿Os explicó por azar cuál era el motivo? —preguntó Tynian.

—Me contó unas cosas desatinadas y vertió graves acusaciones sobre ella. Yo me negué a escucharlo.

—¿Estáis seguro de esto? —La voz de Kalten sonaba escéptica—. ¿Visteis alguna vez a la dama?

—Bueno, no, no en realidad, pero los siervos del conde me hablaron de ella. Dijeron que es la mujer más hermosa de la región y que el conde la encerró en esa torre cuando regresó de un viaje. Me ha echado a mí y a todos los criados del castillo y ahora se propone mantener prisionera a su hermana en esa torre durante el resto de su vida.

—¡Monstruoso! —exclamó Bevier, con los ojos chispeantes de indignación.

Sephrenia había estado observando con atención al trovador.

—Sparhawk —lo llamó, haciéndole señas para que se alejara del fuego.

Ambos se apartaron, seguidos de Kurik.

—¿De qué se trata? —preguntó Sparhawk una vez que pudieron hablar sin ser oídos.

—No lo toquéis —respondió la mujer— y advertid a los demás de que no lo hagan.

—No comprendo.

—Se lo ve algo raro, Sparhawk —señaló Kurik—. Tiene una mirada extraña y habla demasiado deprisa.

—Está infectado por algo —aseveró Sephrenia.

—¿Una enfermedad?

Sparhawk se estremeció al escuchar de sus labios aquella palabra que, en un mundo azotado por las epidemias, resonaba en la imaginación de las gentes como una señal de perdición.

—No en el sentido a que os referís —replicó la estiria—. Esta no es una dolencia física. Algo le ha contaminado la mente…, algo maligno.

—¿El Buscador?

—Me parece que no. Los síntomas no son iguales. Tengo el firme presentimiento de que puede ser contagioso, de modo que mantenedlos a todos alejados de él.

—Este habla —observó Kurik— y no tiene la cara imperturbable. Creo que tenéis razón, Sephrenia. Sin duda no es el Buscador, sino algo distinto.

—Es muy peligroso —advirtió la mujer.

—No por mucho tiempo —dijo con ferocidad Kurik, tendiendo la mano hacia la maza.

—¡Oh, Kurik! —exclamó la mujer con voz resignada—. Dejad eso. ¿Qué diría Aslade si se enterara de que habéis estado asaltando a indefensos viajeros?

—No tenemos por qué contárselo, Sephrenia.

—¿Cuándo llegará el día en que los elenios dejen de pensar con sus armas? —preguntó con exasperación la mujer, antes de agregar algo en estirio cuyo sentido no captó Sparhawk.

—¿Cómo decíais? —inquirió.

—No importa.

—Hay un problema —afirmó gravemente Kurik—. Si lo del trovador es contagioso, Bevier ya lo tiene también. Lo ha tocado cuando se caía del caballo.

—No perderé de vista a Bevier —prometió la mujer—. Tal vez la armadura lo ha protegido. Lo sabré con más certeza dentro de un rato.

—¿Y Talen? —preguntó Sparhawk—. ¿Ha tocado al trovador al llevarle el agua?

—Me parece que no.

—¿Podríamos curar a Bevier si se ha contagiado? —inquirió Kurik.

—Ni siquiera sé todavía de qué se trata. Lo único que me consta es que algo se ha adueñado de ese trovador. Regresemos y tratemos de mantener a los otros apartados de él.

—Os encomiendo, caballeros de la Iglesia —los exhortaba el trovador con voz estridente— que cabalguéis en el acto hacia la morada del malvado conde. Castigadlo por su crueldad y liberad a su hermosa hermana de su inmerecido calvario.

—¡Sí! —acordó Bevier lleno de fervor.

Sparhawk dirigió una rápida mirada a Sephrenia y ésta asintió para advertirle de que estaba contagiado.

—Quedaos con él, Bevier —indicó al arciano—. El resto venid conmigo.

Se alejaron del fuego y Sephrenia los puso al corriente de la situación.

—¿Y ahora Bevier también lo tiene? —le preguntó Kalten.

—Me temo que sí. Ya está comenzando a comportarse de manera irracional.

—Talen —dijo Sparhawk—, cuando le has alcanzado el cubo de agua, ¿lo has tocado?

—Me parece que no —respondió el chiquillo.

—¿Ardes en deseos de ir por ahí salvando a doncellas en apuros?

—¿Yo? Seamos serios, Kurik.

—Está bien —dictaminó Sephrenia con alivio.

—Bien —inquirió Sparhawk—, ¿qué hacemos?

—Iremos a Ghasek con la menor dilación posible —repuso la mujer—. He de averiguar la causa de la infección para poder curarla. Debemos entrar a toda costa en ese castillo…, incluso a la fuerza si es preciso.

—Está en nuestras manos hacerlo —aseguró Ulath—, pero ¿qué vamos a hacer con ese trovador? Si es capaz de contagiar a otra gente sólo con tocarlos, es posible que regrese encabezando un ejército.

—Hay una manera muy sencilla de impedirlo —afirmó Kalten, llevando la mano a la empuñadura de la espada.

—No —lo cortó Sephrenia—. Lo dormiré. Unos cuantos días de descanso no le vendrán mal. —Asestó una severa mirada a Kalten—. ¿Por qué recurrís primero a la espada ante cualquier problema?

—Será un exceso de entrenamiento, supongo —contestó con un gesto displicente.

Sephrenia comenzó a pronunciar el encantamiento, moviendo los dedos, y luego lo liberó lentamente.

—¿Qué hay de Bevier? —preguntó Tynian—. ¿No sería una buena idea dormirlo también?

La mujer negó con la cabeza.

—Ha de estar en condiciones para cabalgar. No podemos dejarlo aquí. Limitaos a no acercaros tanto a él como para que pueda tocaros. Yo ya tengo suficientes problemas.

Volvieron al lado del fuego.

—El pobre se ha quedado dormido —les informó Bevier—. ¿Qué vamos a hacer al respecto?

—Mañana por la mañana iremos a Ghasek —respondió Sparhawk—. Oh, una cosa, Bevier —agregó—, sé cuán indignado os sentís por esto, pero intentad mantener el control de vuestras emociones cuando lleguemos allí. Conservad la mano alejada de la espada y la lengua atada. Es mejor que primero observemos cuál es la situación antes de pasar a la acción.

—Eso es lo más prudente, supongo —admitió a regañadientes Bevier—. Fingiré una enfermedad al llegar allí. No estoy seguro de que pueda contener mi furia si he de mirar demasiadas veces a la cara a ese monstruoso conde.

—Buena idea —convino Sparhawk—. Tapad con una manta a este amigo nuestro y acostaos. Mañana será una dura jornada.

Después de que Bevier hubo entrado en su tienda, Sparhawk habló en voz baja a sus compañeros.

—No despertéis a Bevier para que monte guardia esta noche —los previno—. No quiero que se le ocurra partir a caballo por su cuenta.

A la mañana siguiente aún persistían las nubes, formando una densa capota gris que entenebrecía la aurora que despuntaba sobre el melancólico bosque. Después de desayunar, Kurik plantó con palos una lona por encima del trovador dormido.

—Por si llueve —dijo.

—¿Está bien? —preguntó Bevier.

—Sólo está agotado —contestó evasivamente Sephrenia—. Dejad que duerma.

Montaron y volvieron al tortuoso camino. Sparhawk impuso un trote al principio para calentar las monturas y luego, al cabo de media hora, puso a Faran al galope.

—Mirad bien el camino —advirtió a los demás—. No sea que después tengamos algún caballo cojo.

Cabalgaron velozmente por el lóbrego bosque, haciendo breves paradas de tanto en tanto para dar descanso a las monturas. A medida que avanzaba el día, comenzaron a oír por el lado oeste truenos que anunciaban una inminente tormenta, lo cual avivó su deseo de llegar al cuestionable refugio de la casa de Ghasek.

Ya en las proximidades del castillo del conde, pasaron por pueblos abandonados que habían quedado en ruinas. Los oscuros nubarrones corrían por el cielo y los distantes truenos se acercaban cada vez más.

Al declinar la tarde, tras bordear una curva avistaron el gran castillo encaramado en un risco al otro lado de un desolado campo donde se arracimaban unas casas hundidas, como temerosas de la desapacible estructura que se cernía sobre ellas. Sparhawk refrenó a Faran.

—No subamos al galope —recomendó—. Es mejor no dar pie a que malinterpreten nuestras intenciones.

Atravesaron el campo al trote y, cruzando el pueblo, se aproximaron a la base del recortado cerro, el cual ascendieron por un estrecho sendero.

—Un lugar triste —comentó Ulath, echando atrás la cabeza para observar el melancólico edificio que coronaba el risco.

—La verdad es que no contribuye a generar gran entusiasmo por esta visita —acordó Kalten.

La senda que seguían los condujo a una puerta atrancada, la cual golpeó Sparhawk con el puño revestido de acero.

Esperaron, pero nada ocurrió.

Sparhawk volvió a llamar.

Al poco rato se abrió una ventana en el centro de la puerta.

—¿Quién es? —preguntó una voz cavernosa.

—Somos viajeros —respondió Sparhawk— y buscamos refugio ante la tormenta que se avecina.

—La casa está cerrada para los forasteros.

—Abrid la puerta —conminó Sparhawk—. Somos caballeros de la Iglesia y la negativa a acceder a nuestra razonable demanda de cobijo es una ofensa contra Dios.

El hombre que se encontraba al otro lado de la puerta vaciló.

—Debo pedir permiso al conde —anunció de mala gana con voz lúgubre.

—Hacedlo de inmediato, pues.

—No es un comienzo muy alentador, ¿eh? —observó Kalten.

—Los porteros se toman a veces demasiado en serio su función —le contestó Tynian—. Las llaves y las cerraduras producen extraños efectos en el sentido de la proporción de la gente.

Aguardaron mientras los rayos surcaban el cielo púrpura de poniente.

Después, al cabo de lo que se les antojó un largo rato, oyeron el roce de una cadena seguido del sonido de una pesada barra de hierro corrida entre grandes soportes. La puerta gruñó al abrirse, como si lo hiciera a regañadientes.

El hombre de adentro era descomunal. Iba vestido con armadura de cuero de buey y, bajo unas espesas cejas, sus ojos aparecían hundidos. Su prominente mandíbula enmarcaba un rostro adusto.

Sparhawk lo conocía. Lo había visto en una ocasión.