Al día siguiente ensillaron entristecidos los caballos en la penumbra predecesora del alba.
—¿Era un buen amigo? —inquirió Ulath, poniendo la silla en el lomo del caballo de Kalten.
—Uno de los mejores —repuso Sparhawk—. Hablaba muy poco, pero sabíamos que podíamos contar siempre con él. Lo añoraré mucho.
—¿Qué vamos a hacer con esos zemoquianos que nos siguen? —preguntó Kalten.
—No creo que podamos hacer gran cosa —respondió Sparhawk—. Estaremos algo escasos de fuerzas hasta que tú, Tynian y Bevier os recuperéis. Mientras se limiten a ir detrás de nosotros, no representan un gran problema.
—Me parece que ya os dije que no me gusta tener enemigos tras de mí —señaló Ulath.
—Prefiero tenerlos detrás en donde pueda verlos en lugar de que se escondan más adelante para tenderme una celada —declaró Sparhawk.
Kalten hizo una mueca de dolor al apretar la cincha de la silla.
—Esto se pone peor —dijo, apoyando suavemente una mano en su costado.
—Te curarás —lo animó Sparhawk—. Siempre te repones.
—La única pega es que cada vez tardo más. Ya no vamos para jóvenes, Sparhawk. ¿Estará Bevier en condiciones de cabalgar?
—Mientras no lo forcemos —contestó Sparhawk—. Tynian está mejor, pero iremos a paso lento durante el primer día. Pondré a Sephrenia en el carro. Cada vez que recibe otra de esas espadas, se debilita un poco más. Aguanta una carga superior a la que reconoce.
Kurik sacó el resto de los caballos al patio. Iba vestido con su habitual chaleco de cuero.
—Supongo que habré de devolverle la armadura a Bevier —tanteó esperanzadamente.
—Quédate con ella por el momento —lo desengañó Sparhawk—. No quiero que comience a sentirse lleno de arrojo aún. Es un poco empecinado y no conviene alentarlo hasta que no estemos seguros de que se ha recuperado.
—Esto es muy incómodo, Sparhawk —se quejó Kurik.
—Ya te expliqué los motivos el otro día.
—No me refería a las causas. Bevier y yo tenemos aproximadamente la misma talla, pero hay diferencias. Tengo rozaduras por todo el cuerpo.
—Seguramente sólo será durante un par de días más.
—Para entonces ya estaré en carne viva.
Berit sostuvo a Sephrenia al salir ésta de la puerta de la posada, la ayudó a subir al carro y después colocó a Flauta a su lado. La menuda mujer estiria estaba demacrada y llevaba en brazos la espada de Olven, con el mismo amor con que transportaría uno a un niño.
—¿Os repondréis? —le preguntó Sparhawk.
—Sólo necesito un poco de tiempo para habituarme, eso es todo —respondió.
Talen sacó el caballo del establo.
—Átalo detrás del carro —indicó Sparhawk al muchacho—. Tú lo conducirás.
—Lo que vos digáis, Sparhawk —aceptó Talen.
—¿Sin discutir? —Sparhawk estaba algo sorprendido.
—¿Para qué voy a discutir? No veo que haya razón para ello. Además, el pescante del carro es más cómodo que mi silla…; mucho más cómodo, si se para uno a pensar.
Tynian y Bevier salieron con paso lento de la posada, ambos pertrechados con cota de malla.
—¿No os ponéis la armadura? —preguntó Ulath a Tynian.
—Es muy pesada —replicó Tynian— y no estoy seguro de estar en condiciones de llevarla.
—¿Seguro que no nos dejamos nada? —preguntó Sparhawk a Kurik.
El escudero le asestó una mirada hostil.
—Solamente preguntaba —se excusó Sparhawk—. No te irrites tan de mañana. —Miró a los demás—. Hoy no vamos a cabalgar deprisa —les comunicó—. Me daré por satisfecho si cubrimos cinco leguas, a ser posible.
—Vais cargado con un grupo de lisiados, Sparhawk —señaló Tynian—. ¿No sería mejor que vos y Ulath os adelantarais? Nosotros podemos alcanzaros después.
—No —decidió Sparhawk—. Hay gente rondándonos con intenciones poco amistosas y vos y los otros todavía no estáis en disposición de defenderos. —Dirigió una breve sonrisa a Sephrenia—. Además —añadió—, se supone que hemos de ser diez. No querría ofender a los dioses menores.
Ayudaron a montar a Kalten, Tynian y Bevier y salieron lentamente a las aún oscuras y solitarias calles de Paler. Prosiguieron al paso hasta la puerta norte, la cual se apresuraron a abrirles los guardias.
—Dios os bendiga, hijos míos —les dijo majestuosamente Kalten al pasar junto a ellos.
—¿Por qué tenías que hacer eso? —le reprochó Sparhawk.
—Sale más barato que dar dinero. ¿Y quién sabe? Quizá mi bendición pueda servir de algo.
—Me parece que va a mejorarse —auguró Kurik.
—No si sigue haciendo el tonto —disintió Sparhawk.
El cielo se aclaraba por oriente mientras avanzaban con paso sosegado por el camino que seguía rumbo noroeste hacia el lago Venne. Las ondulantes tierras que se extendían entre ambos lagos, dedicadas en su mayor parte al cultivo de cereales, estaban distribuidas en grandes propiedades en las que se diseminaban las aldeas donde moraban los siervos. La servidumbre había sido abolida en Eosia occidental hacía siglos, pero aún perduraba en Kelosia, dado que, a juicio de Sparhawk, la nobleza kelosiana carecía de habilidad administrativa para poner en funcionamiento otro sistema. Vieron algunos de aquellos aristócratas, normalmente ataviados con jubones de brillante satén, supervisando a caballo el trabajo de los gañanes vestidos con camisas de burdo lino, los cuales, a pesar de los males que Sparhawk había escuchado decir que acarreaba la servidumbre, parecían bien alimentados y no evidenciaban malos tratos.
Berit, que cabalgaba varios cientos de metros a la zaga, se volvía continuamente en la silla para mirar atrás.
—Va a torcerme por completo la armadura si continúa haciendo eso —se lamentó Kalten.
—Siempre podemos pararnos en una herrería para que te la arreglen —lo tranquilizó Sparhawk—. Tal vez podrías aprovechar para aflojarte algunas de las costuras, ya que estás tan aficionado a atiborrarte de comida en cuanto se te presenta la ocasión.
—Estás de un pésimo humor esta mañana, Sparhawk.
—Tengo muchos quebraderos de cabeza.
—Algunas personas no cumplen los requisitos para ocupar el mando —observó grandilocuentemente Kalten, dirigiéndose a los demás—. Por lo que parece, este amigo mío tan feo es uno de ellos. Se preocupa demasiado.
—¿Quieres hacerlo tú? —lo desafió Sparhawk.
—¿Yo? No bromees, Sparhawk. Ni siquiera sería capaz de guardar una manada de gansos, y mucho menos un cuerpo de caballería.
—Entonces ¿te importaría cerrar la boca y dejarme tranquilo?
Berit se adelantó con ojos entornados y la mano apoyada en el hacha que pendía de su silla.
—Los zemoquianos están de nuevo ahí, sir Sparhawk —informó—. Los he visto varias veces.
—¿A qué distancia?
—A poco menos de un kilómetro. La mayoría van rezagados, pero envían algunos para explorar. Nos están espiando.
—Si atacáramos la retaguardia, se limitarían a dispersarse —opinó Bevier—, y después volverían a localizar el rastro.
—Es probable —convino sombríamente Sparhawk—. Bien, no puedo contenerlos. No dispongo de suficientes hombres. Dejad que nos sigan si eso los contenta. Nos libraremos de ellos cuando nos sintamos en mejores condiciones. Berit, regresa atrás y mantén la vigilancia… y nada de heroísmos.
—Comprendido, sir Sparhawk.
El calor fue en aumento a medida que se acercaba el mediodía, y Sparhawk comenzó a sudar bajo la armadura.
—¿Estoy recibiendo castigo por algo? —le preguntó Kurik, enjugándose el sudor de la cara con un trapo.
—Sabes bien que no haría tal cosa.
—¿Entonces por qué estoy apresado dentro de esta estufa?
—Lo siento. Es necesario.
A media tarde, cuando cruzaban un largo y verde valle, una docena de jóvenes lujosamente vestidos llegaron galopando de una finca cercana y se interpusieron en su camino.
—No paséis de aquí —les ordenó uno de ellos, un pálido muchacho vestido con jubón de terciopelo verde, con la cara llena de espinillas y expresión vanidosa y arrogante, alzando imperiosamente una mano.
—¿Cómo decís? —inquirió Sparhawk.
—Exijo saber por qué estáis entrando sin permiso en las tierras de mi padre. —El joven volvió con suficiencia la mirada a sus amigos, que reían disimuladamente.
—Tenemos entendido que éste es un camino público —replicó Sparhawk.
—Sólo con el consentimiento de mi padre. —El muchacho hinchó el pecho, tratando de adoptar un ademán amedrentador.
—Está presumiendo delante de sus amigos —murmuró Kurik—. Apartémoslos del camino y prosigamos la marcha. Esos espadines que llevan apenas constituyen una amenaza.
—Intentemos primero arreglarlo con diplomacia —propuso Sparhawk—, no sea que después nos venga pisando los talones una multitud de airados siervos.
—Yo me encargaré —se ofreció Kurik—. Ya he tratado con gente así en otras ocasiones. —Avanzó despacio, envuelto en la reluciente armadura de Bevier y sus resplandecientes sobreveste y capa—. Joven —dijo con voz firme—, no parecéis estar al corriente de la cortesía acostumbrada. ¿Es posible que no nos reconozcáis?
—Nunca os había visto.
—No hablaba de quiénes somos, sino de qué somos. Es comprensible, supongo. Es evidente que apenas habéis viajado fuera de aquí.
Los ojos del muchacho se desorbitaron a causa del ultraje que para él representaba tal observación.
—No tanto. No tanto —objetó con voz chillona—. He estado al menos dos veces en la ciudad de Venne.
—¡Ah! —exclamó Kurik—. Y, cuando estuvisteis allí, ¿oísteis por azar hablar de la Iglesia?
—Tenemos nuestra propia capilla aquí mismo en la finca. No necesito que me den lecciones sobre esas estupideces —repuso el joven adoptando una expresión desdeñosa, la cual era probablemente la que solía lucir.
De la casa solariega salió cabalgando furiosamente un hombre ataviado con un jubón de brocado negro.
—Siempre es gratificante hablar con un hombre educado —dijo Kurik—. ¿Habéis oído por ventura mencionar a los caballeros de la Iglesia?
El joven hizo un ademán vago por respuesta. El hombre del jubón negro se acercaba a toda carrera a espaldas del grupo de jóvenes.
—Os aconsejo enérgicamente que os hagáis a un lado —prosiguió con calma Kurik—. Lo que hacéis pone en peligro vuestra alma…, por no hablar de vuestra vida.
—No podéis amenazarme en las propiedades de mi padre.
—¡Jaken! —tronó el hombre vestido de negro—. ¿Has perdido la cabeza?
—Padre —tartamudeó el muchacho—, sólo estaba interrogando a estos intrusos.
—¿Intrusos? —farfulló el hombre—. ¡Éste es el camino real, zoquete!
—Pero…
El individuo del jubón negro acercó más el caballo, se irguió sobre los estribos y desarzonó de la montura a su hijo con un contundente puñetazo. Después se encaró a Kurik.
—Mis disculpas, caballero —se excusó—. El idiota de mi hijo no sabía con quién hablaba. Yo venero a la Iglesia y honro a sus caballeros. Ruego y espero que no os hayáis ofendido.
—De ningún modo, mi señor —lo apaciguó Kurik—. Vuestro hijo y yo estábamos a punto de resolver nuestras diferencias.
El aristócrata torció el gesto.
—Gracias a Dios que he llegado a tiempo. Apenas puedo considerar como hijo a ese estúpido, pero su madre se habría afligido mucho si os hubierais visto obligado a cortarle la cabeza.
—Dudo que hubiéramos llegado a tal extremo, mi señor.
—¡Padre! —se indignó horrorizado el joven desde el suelo—. ¡Me habéis pegado! —Le manaba un hilillo de sangre de la nariz—. ¡Se lo diré a madre!
—Bien. Estoy seguro de que quedará muy impresionada. —El noble miró con gesto de disculpa a Kurik—. Excusadme, caballero. Creo que necesita hace tiempo un trato de mano dura. —Asestó una dura mirada a su hijo—. Vuelve a casa, Jaken —ordenó fríamente—. Cuando llegues allí, prepara el equipaje de esta pandilla de inútiles parásitos y mándalos a paseo. Quiero que estén fuera de la finca antes de esta noche.
—¡Pero si son mis amigos! —gimió su hijo.
—Bueno, no son los míos. Deshazte de ellos. Tú también harás las maletas. No te molestes en llevarte ricos atuendos, porque vas a ir a un monasterio. Los hermanos son muy estrictos y ellos se ocuparán de tu educación…, respecto a lo cual he demostrado por lo visto gran negligencia.
—¡Madre no os lo permitirá! —exclamó el joven, palideciendo.
—Ella no tiene nada que decir en todo esto. Tu madre nunca ha sido para mí más que un inconveniente secundario.
—Pero… —El rostro del mocoso se desencajaba por momentos.
—Me pones enfermo, Jaken. Eres el peor remedo de hijo con que haya sido castigado un hombre. Presta atención a las enseñanzas de los monjes. Tengo algunos sobrinos mucho más aventajados que tú. Tu herencia no está tan segura y podría ser que te quedaras como monje para el resto de tus días.
—No podéis hacer eso.
—Sí, en verdad sí puedo.
—Madre os castigará.
La risa del aristócrata era escalofriante.
—Tu madre ha empezado a cansarme, Jaken —aseveró—. Es inmoderada en sus deseos, regañona y bastante estúpida. Ella te ha convertido en algo que preferiría no tener que ver. Además, ya no es muy atractiva. Me parece que la enviaré a un monasterio para que acabe de pasar allí su vida. La oración y el ayuno tal vez le abrirán las puertas del cielo, y es mi obligación como amante esposo enderezar su espíritu, ¿no crees?
Jaken, cuyo semblante había abandonado todo resto de desdén, comenzó a temblar violentamente al ver venirse abajo todo su mundo.
—Veamos, hijo mío —continuó con desprecio el aristócrata—, ¿harás lo que te digo o habré de permitir que este caballero de la Iglesia te aplique el castigo que tanto mereces?
Kurik volvió a entrar en escena desenvainando lentamente la espada de Bevier, la cual emitió un desagradable sonido con el roce de la funda.
El joven se apartó a gatas.
—Tengo una docena de amigos conmigo —amenazó con voz chillona.
Kurik miró de pies a cabeza a los consentidos vástagos y luego escupió al suelo.
—¿Y bien? —inquirió, moviendo el escudo y flexionando el brazo con que empuñaba la espada—. ¿Querríais conservar su cabeza como recuerdo, mi señor? —preguntó educadamente al noble.
—¡No sois capaz! —Jaken estaba a punto de desmoronarse.
Kurik hizo avanzar el caballo al tiempo que su espada relumbraba de manera inquietante a la luz del sol.
—Poned a prueba mi brazo —lo retó con un tono tan imponente que habría amedrentado hasta a las propias piedras.
Con la mirada desorbitada, el joven se apresuró a montar y partió a la carrera seguido de sus sicofantes ataviados de satén.
—¿Era más o menos ésa la idea que teníais, mi señor? —preguntó Kurik al noble.
—Ha sido perfecto, caballero. Hace años que quería hacerlo yo mismo. —Exhaló un suspiro—. El mío fue un matrimonio de conveniencia, caballero —confesó a modo de explicación—. La familia de mi esposa tenía un título nobiliario, pero estaba completamente endeudada; la mía tenía capital y tierras, pero nuestro título no era gran cosa. Nuestros padres lo consideraron un sensato intercambio, pero ella y yo apenas si nos dirigimos la palabra. La he evitado en la medida de lo posible. He buscado solaz en otras mujeres, aunque me avergüence haber de admitirlo. Hay muchas jóvenes damas complacientes…, si uno es un hombre importante. Mi esposa ha hallado consuelo en ese abominable mocoso que acabáis de ver, aparte del cual dispone de pocas distracciones, la principal de las cuales es amargarme la vida por todos los medios posibles. Me temo que no he sabido cumplir con mi deber.
—Yo también tengo hijos, mi señor —le confió Kurik mientras todos reemprendían la marcha—. La mayoría de ellos son buenos chicos, pero hay uno que me ha supuesto una gran decepción.
Talen alzó los ojos al cielo, pero no dijo nada.
—¿Vais muy lejos, caballero? —inquirió el noble con evidentes ansias por cambiar el tema de conversación.
—A Venne —respondió Kurik.
—Un largo trecho de camino. Tengo una mansión de recreo cerca del límite occidental de mi propiedad. ¿Podría ofreceros sus comodidades? Llegaríamos a ella antes del ocaso y hay criados que pondría a vuestra disposición. —Torció el gesto—. Os brindaría la hospitalidad de la casa solariega, pero me temo que esta noche habrá demasiado ruido allí. Mi mujer tiene una voz estridente, y no va a avenirse de buen grado a ciertas decisiones que he tomado esta tarde.
—Sois muy amable, mi señor. Será un honor aceptar vuestra hospitalidad.
—Es lo mínimo que puedo hacer para compensar el comportamiento de mi hijo. Ojalá supiera qué disciplina aplicarle para enmendarlo.
—Yo siempre he obtenido buenos resultados con una correa de cuero, mi señor —sugirió Kurik.
El aristócrata rió con sarcasmo.
—Posiblemente no sea una mala idea, caballero —convino.
Cuando la soleada tarde tocaba a su fin llegaron a la opulenta mansión de recreo. El aristócrata dio instrucciones a los criados y luego volvió a montar a caballo.
—Me quedaría aquí con gusto, caballero —aseguró a Kurik—, pero creo que será mejor que regrese a casa antes de que mi esposa rompa todos los platos de la casa. Buscaré un acogedor monasterio donde retirarla y viviré apaciblemente mi vida.
—Comprendo bien vuestras razones, mi señor —acordó Kurik—. Buena suerte.
—Dios acompañe vuestro camino, caballero. —El noble volvió grupas y regresó sobre sus pasos.
—Kurik —alabó gravemente Bevier cuando entraban en una de las salas de suelo de mármol de la casa—, habéis rendido honor a mi armadura. Yo hubiera atravesado con mi espada a ese joven al escuchar su segunda observación.
—Es mucho más divertido así, sir Bevier —señaló, sonriendo, Kurik.
La mansión de recreo del noble kelosiano era aún más espléndida por dentro de lo que aparentaba su exterior. Las paredes estaban revestidas con paneles de exóticas maderas exquisitamente labradas, los suelos y las chimeneas eran de mármol y los muebles estaban tapizados con los más finos brocados. El servicio, eficiente y discreto, satisfizo todo lo concerniente a su comodidad.
Sparhawk y sus amigos cenaron opíparamente en un comedor de dimensiones apenas más reducidas que un gran salón de baile.
—Esto es lo que yo llamo vivir. —Kalten suspiró de contento—. Sparhawk, ¿a qué se debe que nosotros no podamos disfrutar de un poco más de lujo en nuestras vidas?
—Somos caballeros de la Iglesia —le recordó Sparhawk—. La pobreza nos curte.
—Pero ¿es necesario soportar tantas penurias?
—¿Cómo os encontráis? —preguntó Sephrenia a Bevier.
—Mucho mejor, gracias —repuso el arciano—. No he escupido sangre al toser desde esta mañana. Creo que mañana podremos avanzar al trote, Sparhawk. El placentero paso que venimos llevando nos hace perder tiempo.
—Sigamos con paso comedido un día más —propuso Sparhawk—. De acuerdo con mi mapa, la zona próxima a la ciudad de Venne es algo escarpada y está muy despoblada, por lo cual es un terreno ideal para emboscadas. Están siguiéndonos, y quiero que vos, Kalten y Tynian estéis en condiciones de defenderos.
—Berit —llamó Kurik.
—¿Sí?
—¿Querréis hacerme un favor antes de que nos vayamos de aquí?
—Desde luego.
—Mañana por la mañana, llevaos a Talen al patio y registradlo concienzudamente. El propietario de esta casa ha sido muy hospitalario y no estaría bien ofenderlo.
—¿Qué os hace pensar que iba a robar algo? —objetó Talen.
—¿Por qué iba a pensar lo contrario? Sólo es una medida de precaución. Hay un gran número de pequeños y valiosos objetos en esta mansión y puede que algunos llegaran a parar por accidente a tus bolsillos.
Las camas de la casa tenían colchones de plumón y eran espaciosas y confortables. Se levantaron al amanecer y tomaron un suculento desayuno. Después dieron las gracias a los criados, subieron a caballo y reemprendieron camino. El sol recién nacido tenía matices dorados y las alondras volaban y cantaban en el cielo. Flauta, sentada en el carro, las acompañó con su música. Sephrenia parecía haber recobrado fuerzas, pero, ante la insistencia de Sparhawk, continuó viajando en el vehículo.
Poco antes del mediodía un grupo de unos cincuenta hombres de fiero aspecto, con cabezas rapadas y vestimenta de cuero, llegaron galopando por una colina cercana.
—Miembros de una tribu de las marcas occidentales —advirtió Tynian, que había estado anteriormente en Kelosia—. Obrad con cautela, Sparhawk. Son muy temerarios.
Los recién llegados bajaron la colina haciendo alarde de soberbias dotes para la equitación. Llevaban unos sables de brutal apariencia en el cinto, lanzas cortas en ristre y escudos circulares en la mano izquierda. Al realizar una súbita señal su cabecilla, la mayoría de ellos refrenaron las monturas con tal brusquedad que éstas patinaron en la hierba. El líder, un hombre delgado con ojos rasgados y cuero cabelludo marcado con cicatrices, dio orden de avanzar a las cinco cohortes. En la falda de la colina, los jinetes viraron súbitamente en un ostensible acto de demostración y los altivos sementales caracolearon en perfecta sincronía. Después, clavando las lanzas en la tierra, los guerreros desenvainaron sus resplandecientes sables con pomposo gesto.
—¡No! —gritó Tynian al ver que Sparhawk y los demás hacían ademán instintivo de desenfundar las espadas—. Esto es una ceremonia. Quedaos quietos.
Los hombres de cráneo rasurado se aproximaron con paso majestuoso y entonces, siguiendo una misteriosa señal, sus caballos doblaron las rodillas de las patas delanteras, efectuando una especie de genuflexión, al tiempo que los jinetes ponían los sables en alto a modo de saludo.
—¡Dios! —musitó Kalten—. ¡Nunca había visto hacer eso a un caballo!
Faran agitó las orejas y Sparhawk sintió cómo se crispaba de irritación.
—Salve, caballeros de la Iglesia —entonó ceremoniosamente el cabecilla ataviado con cuero—. Os saludamos y nos ponemos a vuestro servicio.
—¿Puedo ocuparme yo de esto? —sugirió Tynian—. Tengo cierta experiencia.
—Obrad libremente, Tynian —acordó Sparhawk, observando la banda de feroces guerreros.
Tynian se adelantó, sujetando con firmeza las riendas de su negro caballo para que mantuviera un paso lento y mesurado.
—Con alegría saludamos a los keloi —declamó formalmente el deirano—. También nos alegra a nosotros este encuentro, pues los hermanos siempre deben cumplimentarse con respeto.
—Conocéis nuestras costumbres, caballero —aprobó el hombre con cicatrices en la cabeza.
—Estuve en el pasado en las marcas occidentales, domi —reconoció Tynian.
—¿Qué significa domi? —susurró Kalten.
—Una antigua palabra kelosiana —explicó Ulath—. Significa «jefe»… o algo parecido.
—¿Algo parecido?
—Cuesta mucho traducirlo.
—¿Tomaréis sal conmigo, caballero? —preguntó el guerrero.
—Con gusto, domi —respondió Tynian, descendiendo lentamente del caballo—. ¿Y podríamos sazonarlo tal vez con cordero asado? —sugirió.
—Una excelente idea, caballero.
—Ve a buscarlo —indicó Sparhawk a Talen—. Está en ese fardo verde. Y no protestes.
—Antes me mordería la lengua —repuso nerviosamente Talen, rebuscando en el paquete.
—Buen día hace, ¿verdad? —comentó el domi, sentándose con las piernas cruzadas en la lujuriante hierba.
—Eso mismo decíamos hace unos minutos —convino Tynian, tomando asiento a su vez.
—Yo soy Kring —se presentó el hombre de las cicatrices—, domi de esta banda.
—Yo, Tynian —contestó el deirano—, un caballero alcione.
—Así me parecía.
Talen se acercó dubitativamente a los dos hombres con una pierna de cordero asado en las manos.
—Una carne bien preparada —proclamó Kring, desatando una bolsa de cuero con sal de la correa—. Los caballeros de la Iglesia comen bien. —Partió la pierna en dos con ayuda de dientes y uñas y tendió la mitad a Tynian, tras lo cual le ofreció la bolsa de cuero—. ¿Sal, hermano?
Tynian introdujo los dedos en el recipiente, sacó un buen pellizco y lo espolvoreó sobre la carne. Después sacudió los dedos a los cuatros vientos.
—Veo que estáis bien versado en nuestras costumbres, amigo Tynian —alabó el domi, imitando el gesto—. Y este excelente chico ¿es vuestro hijo, tal vez?
—Ah, no, domi —repuso Tynian con un suspiro—. Es un buen chico, pero es adicto al robo.
—¡Jo, jo! —rió Kring, dando una palmada al hombro de Talen que lo derribó al suelo—. La de ladrón es la segunda profesión más honorable del mundo…, después de la de guerrero. ¿Eres bueno, muchacho?
Talen esbozó una fina sonrisa, entornando los ojos.
—¿Queréis ponerme a prueba, domi? —lo retó, poniéndose en pie—. Proteged cuanto podáis y yo os robaré el resto.
El guerrero echó la cabeza hacia atrás en un acceso de risa. Talen ya se encontraba cerca de él, moviendo las manos con celeridad.
—Bien, mi joven ladrón —dijo riéndose el domi, con las manos tendidas frente a él—, coge lo que puedas.
—Gracias de todos modos, domi —replicó Talen con una educada reverencia—, pero ya lo he hecho. Creo que tengo casi todos los objetos de valor que llevabais encima.
Kring pestañeó y comenzó a palparse el cuerpo con semblante consternado.
Kurik gruñó.
—Es posible que todo salga bien, después de todo —le murmuró Sparhawk.
—Dos broches —hizo inventario Talen, poniendo los objetos a un lado—, siete anillos… Ése del dedo gordo os va muy prieto. Una pulsera de oro… Haced que os la miren. Me parece que tiene una mezcla de bronce. Un pendiente de rubí… Espero que no lo compraseis muy caro. Es sin duda una piedra de calidad inferior. Después está esta daga con joyas y la piedra del pomo de la espada. —Talen se frotó las manos con aire de profesional.
El domi se desternillaba de risa.
—Voy a comprar a este chico, amigo Tynian —declaró—. Os daré por él una manada de los más selectos caballos y lo criaré como un hijo propio. Es un ladrón como nunca he visto antes.
—Ah… lo siento, amigo Kring —se disculpó Tynian—, pero, no siendo mío, no puedo venderlo.
Kring exhaló un suspiro.
—¿Podrías robar caballos, chico? —preguntó con tristeza.
—Es difícil meterse un caballo en el bolsillo, domi —respondió Talen—. Sin embargo, estoy seguro de que lo conseguiría.
—Un genio —alabó fervientemente el guerrero—. Su padre es un hombre de gran fortuna.
—Pues yo no lo había advertido —murmuró Kurik.
—Ah, joven ladrón —dijo casi con pesar Kring—, me parece que también me falta una bolsa, bastante pesada por cierto.
—Oh, ¿la he olvidado? —exclamó Talen, dándose una palmada en la frente—. No sé en qué estaría pensando. —Sacó una abultada bolsa de cuero de debajo de la túnica y se la entregó.
—Contadlo, amigo Kring —le previno Tynian.
—Puesto que el chico y yo somos amigos ahora, me fiaré de su integridad.
Talen suspiró y extrajo una considerable cantidad de monedas de plata de distintos escondrijos.
—Ojalá la gente no hiciera eso —se lamentó, tendiendo el dinero—. Le quita toda la gracia.
—¿Dos manadas de caballos? —ofreció el domi.
—Lo siento, amigo mío —dijo Tynian, apesadumbrado—. Tomemos la sal y hablemos de negocios.
Los dos se quedaron sentados comiendo el cordero y Talen regresó junto al carro.
—Debiera haber aceptado los caballos —murmuró al oído de Sparhawk—. Yo habría podido escaparme antes del anochecer.
—Te hubiera encadenado a un árbol —objetó Sparhawk.
—Soy capaz de zafarme de cualquier cadena en menos de un minuto. ¿Tenéis idea de cuánto valen los caballos como los que él tiene, Sparhawk?
—Nos llevará más tiempo del que pensábamos enderezar a este muchacho —comentó Kalten.
—¿Necesitáis una escolta, amigo Tynian? —preguntaba Kring—. Nuestro actual trabajo apenas pasa de ser un mero entretenimiento y será un placer dejarlo para asistir a nuestra santa madre Iglesia y a sus amados caballeros.
—Gracias, amigo Kring —declinó Tynian—, pero no hay nada que podáis hacer para contribuir al buen fin de nuestra misión.
—Ciertamente. Las proezas de los caballeros de la Iglesia son legendarias.
—¿Cuál es el entretenimiento que habéis mencionado, domi? —inquirió Tynian, lleno de curiosidad—. Pocas veces he visto a los keloi en tierras tan occidentales.
—Por lo general actuamos en las marcas orientales —admitió Kring, atrancando con los dientes un gran pedazo de carne pegada al hueso—, pero, a lo largo de las últimas generaciones, los zemoquianos intentan de vez en cuando entrar en Kelosia. El rey paga media corona de oro por sus orejas. Es una manera fácil de conseguir dinero.
—¿Exige el rey ambas orejas?
—No, sólo las derechas. Aun así, debemos vigilar cómo descargamos los sables, porque se puede perder toda la recompensa por una estocada mal dirigida. El caso es que mis amigos y yo atacamos a un numeroso grupo de zemoquianos cerca de la frontera. Dimos cuenta de una buena cantidad de ellos, pero los demás huyeron. Venían en esta dirección la última vez que los vimos y algunos están heridos. La sangre deja un buen rastro. Nos abatiremos sobre ellos y nos haremos con sus orejas… y el oro. Es sólo cuestión de tiempo.
—Creo que tal vez yo pueda ahorraros un poco de tiempo, amigo mío —proclamó Tynian con una amplia sonrisa—. De cuando en cuando, entre ayer y hoy, venimos viendo una nutrida comitiva de zemoquianos cabalgando detrás de nosotros. Puede que sean los que buscáis. De todas maneras, una oreja es una oreja y el oro del rey es bueno aunque esté dispensado por error.
Kring rió alborozado.
—En efecto, amigo Tynian —acordó—. Y, quién sabe, hasta podría haber dos bolsas de oro ahí. ¿Cuántos calculáis que son?
—Hemos visto cuarenta más o menos. Vienen por este camino, provenientes del sur.
—No llegarán muy lejos —prometió Kring con sonrisa lobuna—. Éste ha sido en verdad un afortunado encuentro, sir Tynian… Al menos para mí y mis camaradas. Pero ¿por qué no habéis vuelto grupas vosotros para cobrar la recompensa?
—No estábamos al corriente de que hubiera tal recompensa, domi —confesó Tynian—, y debemos atender ciertos asuntos eclesiásticos urgentes. Además —agregó, torciendo el gesto—, en caso de obtener la recompensa, deberíamos entregarla a la Iglesia siguiendo los juramentos prestados. No veo el interés de sudar tanto para enriquecer a un hombre que nunca ha dado golpe en su vida. Prefiero encaminar a un amigo en la dirección de una honesta ganancia.
Kring lo abrazó impulsivamente.
—Hermano —dijo—, sois un verdadero amigo. Es un honor haberos conocido.
—El honor es mío, domi —replicó gravemente Tynian.
El domi se limpió los grasientos dedos en sus pantalones de cuero.
—Bien, deberíamos ponernos en camino, amigo Tynian —anunció—. No se ganan recompensas cabalgando con lentitud. —Hizo una pausa—. ¿Estáis seguro de que no queréis vender al muchacho?
—Es hijo de un amigo mío —explicó Tynian—. No me importaría deshacerme de él, pero la amistad es algo que valoro.
—Comprendo muy bien, amigo Tynian. —Kring realizó una reverencia—. Encomendadme a Dios la próxima vez que habléis con él. —Montó de un salto a caballo, el cual ya corría antes de que se hubiera apoyado en la silla.
Ulath se acercó a Tynian y le estrechó la mano.
—Tenéis vivo el ingenio —alabó—. Ésta ha sido una brillante jugada.
—Ha sido un trato justo —repuso Tynian con modestia—. Nosotros nos libramos de los zemoquianos que nos siguen y Kring se queda las orejas. Ningún acuerdo entre amigos es justo a menos que ambas partes resulten beneficiadas.
—Realmente cierto —convino Ulath—. Nunca había oído que se compraran orejas. Por lo general son las cabezas.
—Las orejas pesan menos —explicó Tynian—, y no lo miran a uno cada vez que abre las alforjas.
—¿Os importaría dejar ese tema, caballeros? —preguntó cáusticamente Sephrenia—. Después de todo, hay niños con nosotros.
—Perdonad, pequeña madre —se disculpó Ulath—. Sólo hablábamos de asuntos comerciales.
La mujer regresó con paso brioso al carro, murmurando. Sparhawk tenía la casi completa certeza de que algunas de las palabras estirias que pronunciaba para sus adentros no eran jamás pronunciadas en reuniones de buen tono.
—¿Quiénes eran? —inquirió Bevier, observando a los guerreros que desaparecían rápidamente hacia el sur.
—Pertenecen a los keloi —repuso Tynian—, un pueblo nómada dedicado a la cría de caballos. Fueron los primeros elenios de esta región y de ellos proviene el nombre del reino de Kelosia.
—¿Son tan fieros como parecen?
—Más fieros incluso. Su presencia en la frontera fue probablemente la causa de que Otha invadiera Lamorkand en lugar de Kelosia. Nadie que esté en su sano juicio ataca a los keloi.
Al día siguiente llegaron al lago Venne, una gran extensión de aguas poco profundas que las abundantes turberas circundantes mantenían turbia y pardusca. Flauta parecía presa de una extraña agitación cuando asentaron el campamento a cierta distancia de su pantanosa orilla y, tan pronto como estuvo levantada la tienda de Sephrenia, se introdujo presurosa en ella y rehusó volver a salir.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Sparhawk a Sephrenia, rozando distraídamente el dedo anular de su mano izquierda, que por alguna razón desconocida parecía palpitar con inusitada fuerza.
—De veras no lo sé —contestó Sephrenia, frunciendo el entrecejo—. Es como si tuviera miedo de algo.
Después de haber comido y una vez que Sephrenia hubo llevado la cena a Flauta, Sparhawk interrogó exhaustivamente a cada uno de sus compañeros lesionados y todos sin excepción aseguraron hallarse en perfecto estado de salud, lo cual interpretó él como puras pretensiones.
—De acuerdo pues —cedió al fin—. Volveremos a viajar como antes. Podéis volveros a poner las armaduras y mañana intentaremos ir al trote. Nada de galopar ni de correr y, si tuviéramos algún contratiempo, tratad de manteneros atrás a menos que las cosas se pongan feas.
—Es como una gallina con polluelos, ¿verdad? —señaló Kalten a Tynian.
—Si encuentra una lombriz rascando con las patas, os la coméis vos —replicó Tynian.
—Gracias de todos modos —declinó Kalten—, pero ya he cenado.
Sparhawk fue a acostarse.
Era alrededor de medianoche y la luna brillaba intensamente fuera de la tienda. Sparhawk se incorporó de improviso, despertado por un abominable y ensordecedor bramido.
—¡Sparhawk! —llamó Ulath desde afuera—. ¡Despertad a los otros! ¡Deprisa!
Sparhawk zarandeó a Kalten, se puso la cota de mallas y, asiendo la espada, salió de la tienda. Al lanzar una rápida ojeada en derredor, advirtió que no necesitaba llamar a los demás. Todos se apresuraban a acorazarse con mallas y a empuñar las armas. Ulath permanecía en el límite del campamento, con el escudo circular en una mano y el hacha en la otra, escrutando atentamente la oscuridad.
—¿Qué es? —le preguntó Sparhawk, reuniéndose con él—. ¿Qué produce un sonido semejante?
—Un troll —fue la parca respuesta de Ulath.
—¿Aquí? ¿En Kelosia? Ulath, eso es imposible. No hay ningún troll en Kelosia.
—¿Por qué no salís a explicárselo a él?
—¿Estáis totalmente seguro de que es un troll?
—He oído demasiadas veces ese ruido para confundirlo. Es un troll sin lugar a dudas, y está enfurecido por algo.
—Tal vez deberíamos encender un fuego —sugirió Sparhawk al tiempo que los otros se unían a ellos.
—No serviría de nada —objetó Ulath—. A los troll no los amedrenta el fuego.
—Conocéis su lengua, ¿no es cierto?
Ulath emitió un gruñido a modo de afirmación.
—¿Por qué no le habláis y le decís que no queremos hacerle ningún daño?
—Sparhawk —observó Ulath con cara de aflicción—, en esta situación se da el caso contrario. Si ataca, tratad de golpearle las piernas —les advirtió a todos—. Si arremetéis contra su cuerpo, os arrancará las armas de las manos y os las arrojará. Bien, intentaré hablar con él. —Alzó la cabeza y gritó algo en un horrendo lenguaje gutural.
Algo respondió entre la oscuridad, gruñendo y escupiendo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Sparhawk.
—Está maldiciendo. Puede que tarde una hora en acabar la retahíla. Los trolls tienen un montón de juramentos en su idioma. —Ulath arrugó el entrecejo—. Realmente no parece tan seguro de sí mismo —observó, algo desconcertado.
—Quizá nuestro número le inspire cautela —apuntó Bevier.
—Ellos desconocen el significado de esa palabra —disintió Ulath—. He visto a un solo troll atacar una ciudad amurallada.
Sonó un nuevo bramido en las tinieblas, esta vez más próximo.
—Vaya, ¿qué querrá decir con eso? —exclamó, perplejo, Ulath.
—¿Qué? —inquirió Sparhawk.
—Exige que le devolvamos lo robado.
—¿Talen?
—No lo sé. ¿Cómo iba a limpiarle Talen los bolsillos a un troll si no tienen bolsillos?
Entonces oyeron el sonido del caramillo de Flauta procedente de la tienda de Sephrenia. Su melodía era severa y vagamente amenazadora. Al cabo de un momento la bestia emitió un aullido, en parte de dolor y en parte de frustración, que fue perdiéndose en la lejanía.
—¿Por qué no vamos todos a la tienda de Sephrenia y le damos un beso a esa niña? —propuso Ulath.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kalten.
—Lo ha ahuyentado de alguna manera. Nunca he visto que un troll se arredrara por algo. En una ocasión vi cómo uno trataba de atacar una avalancha. Creo que será mejor que hablemos con Sephrenia. Ocurre algo ahí que no acabo de comprender.
Sephrenia, no obstante, se hallaba tan desconcertada como ellos. Llevaba a Flauta en brazos y la pequeña lloraba.
—Por favor, caballeros —les pidió en voz queda la mujer estiria—, dejadla sola ahora. Está muy, muy disgustada.
—Montaré guardia con vos, Ulath —se ofreció Tynian al salir de la tienda—. Ese bramido me ha paralizado la sangre en las venas y ya no podría volver a dormirme.
Llegaron a la ciudad de Venne dos días después, sin haber advertido posteriores señales de la presencia del troll. Venne no era una ciudad muy atractiva. Debido a los impuestos locales que gravaban el número de metros cuadrados de suelo que ocupaba cada casa, los ciudadanos habían burlado la ley construyendo inflados pisos superiores que en muchos casos sobresalían de tal modo que las calles semejaban angostos y oscuros túneles, incluso en pleno mediodía. Se instalaron en la posada más limpia que encontraron y Sparhawk y Kurik salieron para recabar información.
Por alguna misteriosa razón, la palabra «Ghasek» producía un gran nerviosismo en los habitantes de Venne y las respuestas que Sparhawk y Kurik recibían eran vagas y contradictorias, cuando los interpelados no se alejaban de ellos a toda prisa.
—Allí —indicó Kurik, señalando un hombre que salía con paso incierto de una taberna—. Está demasiado borracho para echar a correr.
Sparhawk observó apreciativamente al tambaleante individuo.
—También podría estar demasiado ebrio para hablar —arguyó.
Kurik, sin embargo, recurrió a métodos brutalmente expeditivos. Cruzando la calle, agarró al borrachín por el cogote, lo arrastró al final de la calle y le hundió la cabeza en la fuente que allí había.
—Me parece que ya nos entendemos ahora —dijo amigablemente—. Voy a haceros algunas preguntas y vos vais a responderme a ellas…, a menos que se os ocurra la manera de que os nazcan agallas.
Como el hombre farfullaba y tosía, Kurik le palmeó la espalda hasta que se calmó.
—Bien —comenzó Kurik—, la primera pregunta es: «¿Dónde está Ghasek?».
El beodo se puso blanco como el papel y los ojos se le desorbitaron a causa del horror.
Kurik volvió a sumergirle la cabeza.
—Esto está empezando a cansarme —comentó con calma a Sparhawk mientras contemplaba las burbujas que subían a la superficie del agua. Sacó al hombre tirándole del pelo—. Esto no marcha, amigo —le advirtió—. De veras creo que deberíais comenzar a cooperar. Probemos de nuevo. ¿Dónde está Ghasek?
—Al n…, norte. —El hombre se atragantó y vomitó, rociando de agua la calle. Ahora parecía casi sobrio.
—Eso ya lo sabemos. ¿Qué camino debemos tomar?
—Id a la puerta del norte. Un kilómetro y medio después de dejar la ciudad, el camino se bifurca. Tomad el desvío de la izquierda.
—Vais bien. ¿Veis?, ya casi os estáis secando. ¿A qué distancia se encuentra Ghasek?
—A…, a unas cuarenta leguas. —El hombre trató de zafarse de la férrea mano de Kurik.
—La última pregunta —prometió Kurik—. ¿Por qué se asusta toda la gente de Venne cuando oyen el nombre de Ghasek?
—E…, es un sitio horrible. Allí pasan cosas demasiado espeluznantes para describirlas.
—Tengo buenas tragaderas —le aseguró Kurik—. Adelante. No temáis trastornarme.
—Beben sangre… y se bañan en ella… e incluso se alimentan de carne humana. Es el lugar más malhadado de la tierra. Sólo mencionar su nombre atrae una maldición sobre la propia cabeza. —El hombre se estremeció y prorrumpió en sollozos.
—Vamos, vamos —lo calmó Kurik, soltándolo y dándole suaves palmadas en el hombro. Le entregó una moneda—. Parece que os habéis mojado, amigo —añadió—. ¿Por qué no volvéis a la taberna y os secáis?
El individuo se escabulló a toda prisa.
—No parece un lugar demasiado agradable, ¿eh? —observó Kurik.
—No —admitió Sparhawk—, pero iremos de todos modos.