Ulath se aproximó al lugar donde Tynian permanecía sentado en el mojado suelo con la cabeza hundida entre las manos.
—¿Estáis bien? —preguntó.
Sparhawk ya había advertido que el descomunal y salvaje thalesiano era curiosamente amable y solícito con sus compañeros.
—Sí. Estoy bien, pero un poco cansado —respondió débilmente Tynian.
—No podéis seguir haciéndolo —se inquietó Ulath.
—Puedo continuar un poco más.
—Enseñadme el hechizo —lo instó Ulath—. Yo soy capaz de luchar con los mejores guerreros, vivos o muertos.
—Apuesto a que sí, amigo mío —repuso Tynian con una leve sonrisa—. ¿Os han vencido alguna vez?
—La última fue cuando tenía siete años —confesó Ulath—. Entonces metí la cabeza de mi hermano en el cubo de madera del pozo. Nuestro padre tardó dos horas en sacársela, porque a mi hermano se la habían enganchado las orejas. Siempre tuvo unas orejas muy grandes. Lo echo mucho de menos. Murió peleando con un ogro. —El fornido caballero miró a Sparhawk—. Bien —añadió—, ¿qué hacemos ahora?
—Sin duda no podemos recorrer todo el norte de Kelosia y Deira —señaló Kalten.
—Eso resulta evidente —replicó Sparhawk—. No tenemos tanto tiempo. Debemos procurar obtener una información más precisa. Bevier, ¿se os ocurre algo que pueda aportar un dato sobre el sitio donde hemos de buscar?
—Las referencias a esta parte de la batalla son escasas, Sparhawk —respondió dubitativamente el caballero de blanca capa—. Nuestros hermanos genidios son un tanto descuidados en lo que a elaborar crónicas se refiere —agregó, dedicándole una sonrisa a Ulath.
—Escribir en runas es tedioso —confesó Ulath—. En piedra sobre todo. En ocasiones lo dejamos pendiente por espacio de una generación.
—Creo que debemos encontrar un pueblo o una ciudad, Sparhawk —opinó Kurik.
—¿Por qué?
—Tenemos algunas preguntas candentes a las que no hallaremos respuesta a menos que las formulemos a alguien.
—Kurik, la batalla se libró hace quinientos años —le recordó Sparhawk—. No vamos a encontrar a nadie vivo que presenciara lo sucedido.
—Por supuesto que no, pero a veces los lugareños, en especial la gente del pueblo llano, mantienen las tradiciones locales, y los diferentes puntos del terreno tienen nombres. El nombre de una montaña o un riachuelo podría ser el indicio que buscamos.
—Vale la pena intentarlo, Sparhawk —convino Sephrenia—. Aquí nos hallamos en un punto muerto.
—Es una vía con escasas posibilidades.
—¿Qué opciones tenemos además de ésta?
—Supongo que dada la situación habremos de proseguir hacia el norte.
—Y probablemente dejar atrás todas las excavaciones —añadió la mujer—. El hecho de que el terreno haya sido removido, es una señal bastante segura de que el Bhelliom no está ahí.
—Supongo que tenéis razón. De acuerdo, iremos hacia el norte y, si descubrimos algo prometedor, Tynian puede invocar otro espíritu.
—Me parece que habremos de ser prudentes en ese sentido —previno Ulath—. El esfuerzo de levantar a esos dos casi lo ha tumbado.
—Me recuperaré —protestó débilmente Tynian.
—Desde luego que sí… o así lo haríais si dispusiéramos de tiempo para dejaros descansar en cama durante unos días.
Ayudaron a montar a Tynian, lo rodearon con su capa azul, y cabalgaron rumbo norte bajo la persistente llovizna.
La ciudad de Randera se levantaba en las riberas orientales del lago, rodeada por altas murallas cuyos ángulos dominaban siniestras torres de vigilancia.
—¿Y bien? —inquirió Kalten, examinando la desolada ciudad lamorquiana.
—Una pérdida de tiempo —gruñó Kurik, señalando un gran montón de tierra que lentamente iba diluyendo la lluvia—. Todavía hay excavaciones. Hemos de alejarnos más.
Sparhawk observó a Tynian, cuyo rostro había recobrado en parte su color habitual y mostraba algo más de vigor en su ademán. Luego puso a Faran al trote y condujo a sus amigos a través del monótono paisaje.
Era mediodía cuando dejaron atrás los últimos rastros de socavones.
—Hay una especie de pueblo allá junto al lago, sir Sparhawk —indicó Berit.
—No parece un mal sitio para comenzar —acordó Sparhawk—. Veamos si encontramos una posada allí. Creo que ya es hora de que tomemos una comida caliente, nos guarezcamos de la lluvia y nos quitemos la humedad de encima.
—Y una taberna, tal vez —añadió Kalten—. Los parroquianos de las tabernas suelen ser aficionados a hablar y siempre hay algunos ancianos que se enorgullecen de conocer al dedillo la historia de la región.
Siguieron cabalgando hacia la orilla del lago y luego se dirigieron al pueblo. Sus casas estaban destartaladas sin excepción y el adoquinado se hallaba en un lamentable estado. En la parte baja de la población, una serie de muelles se adentraban en el lago, a lo largo de cuya orilla pendían las redes en hileras de palos. El olor de pescado podrido impregnaba el aire de las angostas callejas. Un lugareño de mirada desconfiada los encaminó a la única posada del pueblo, un viejo edificio de piedra con tejado de pizarra.
Sparhawk desmontó en el patio y entró. Un rollizo individuo de cara colorada y pelo mal igualado hacía rodar un barril por el suelo hacia una gran puerta trasera.
—¿Tenéis habitaciones vacías, compadre? —le preguntó Sparhawk.
—Todo el piso de arriba lo está, mi señor —respondió respetuosamente el gordo personaje—, pero ¿estáis seguro de que queréis deteneros aquí? Mis aposentos son adecuados para los viajeros habituales, pero apenas convenientes para la nobleza.
—Estoy convencido de que son mejor que dormir bajo un matorral en una lluviosa noche.
—Ello es bien cierto, mi señor, y me alegrará teneros como huéspedes. No recibo muchos en esta época del año. Esa cervecería de atrás es lo único que me mantiene el negocio.
—¿Hay gente allí en estos momentos?
—Una media docena de clientes, mi señor. El local se anima cuando los pescadores vuelven del lago.
—Somos diez —le comunicó Sparhawk—, de modo que necesitaremos unas cuantas habitaciones. ¿Tenéis a alguien que pueda ocuparse de nuestros caballos?
—Mi hijo se encarga de los establos, caballero.
—Advertidle que tenga cuidado con el gran ruano. Es un caballo juguetón y tiene cierta tendencia a morder.
—Se lo diré a mi hijo.
—Iré a buscar a mis amigos entonces y subiremos a echar un vistazo. Oh, por cierto, ¿tenéis por azar una bañera? Mis amigos y yo llevamos cierto tiempo a la intemperie y apestamos un poco a herrumbre.
—Hay un cuarto de baño en la parte trasera, mi señor. Nadie lo utiliza con frecuencia.
—Estupendo. Haced que alguno de vuestros criados comience a calentar agua y ahora mismo vuelvo. —Giró sobre sus talones y se adentró de nuevo en la lluvia.
Las habitaciones, aunque algo polvorientas por la falta de uso, parecían sorprendentemente acogedoras. Las camas estaban limpias y, al parecer, sin chinches, y había un gran comedor en el mismo piso.
—Muy bonito —aprobó Sephrenia, mirando en torno a sí.
—También hay un cuarto de baño —le anunció Sparhawk.
—Oh, eso es maravilloso —dijo, con un suspiro de contento.
—Os dejaremos utilizarlo primero.
—No, querido. No me gusta bañarme con prisa. Los caballeros primero. —Los olfateó apreciativamente—. No temáis gastar demasiado jabón —agregó—. Usad grandes cantidades de jabón… y lavaos también el pelo.
—Después de bañarnos, sería recomendable que nos pusiéramos unas simples túnicas —aconsejó a los demás—. Ya que nos proponemos hacer unas preguntas a esa gente, la armadura resultaría algo intimidatoria.
Los cinco caballeros se quitaron las armaduras, tomaron las túnicas y bajaron en tropel las escaleras con Kurik, Berit y Talen, vestidos con las acolchadas prendas interiores manchadas de óxido que llevaban bajo el metal. Se lavaron en grandes bañeras semejantes a barriles y salieron de ellas con la agradable sensación del que se ha aseado.
—Ésta es la primera vez que no siento frío desde hace una semana —confesó Kalten—. Creo que estoy listo para visitar esa cervecería ahora.
Talen, a quien se le había encomendado llevar la ropa sucia arriba, obedeció con cierto malhumor.
—No pongas mala cara —lo reprendió Kurik—. De todas formas, no te habría dejado ir a esa cervecería. Al menos le debo eso a tu madre. Dile a Sephrenia que ya pueden utilizar el baño. Vuelve a bajar con ella y monta guardia en la puerta para que nadie las interrumpa.
—Pero tengo hambre.
Kurik se llevó amenazadoramente la mano al cinturón.
—De acuerdo, de acuerdo, no os sulfuréis. —El muchacho subió las escaleras a toda prisa.
Había bastante humo en la cervecería y el suelo estaba cubierto de serrín y plateadas escamas de pescado. Los cinco caballeros, ataviados con sencillez, entraron discretamente y tomaron asiento en la mesa de un rincón.
—Tomaremos cerveza —encargó con entusiasmo Kalten a la moza de servicio—, cerveza a discreción.
—No te propases —murmuró Sparhawk—. Pesas mucho y no quiero tener que subirte por las escaleras.
—No te preocupes, amigo mío —replicó alegremente Kalten—. Me pasé diez años enteros en Lamorkand y no me emborraché una sola vez. La cerveza de aquí es floja y aguada.
La camarera era una típica mujer lamorquiana: rubia, de anchas caderas y prominentes pechos, y no demasiado inteligente. Llevaba una blusa de campesina muy escotada y una pesada falda roja. Por la sala resonaba el claqueteo de sus zuecos de madera y sus necias risitas. Les sirvió grandes jarras de madera sujetas con aros de cobre rebosantes de espuma.
—No os vayáis aún, muchacha —le dijo Kalten. Levantó la jarra y dio cuenta de su contenido sin apartarla ni una vez de los labios—. Parece que ésta ya está vacía. Sed buena chica y llenadla. —Le dio una palmadita en el culo y la moza se escabulló con una risita.
—¿Se comporta siempre así? —preguntó Tynian a Sparhawk.
—Siempre que tiene ocasión.
—Como afirmaba antes de entrar aquí —proclamó Kalten en voz tan alta como para que pudieran oírlo en casi todo el local—, apostaría media corona de plata a que la batalla nunca llegó tan al norte.
—Y yo apuesto dos a que sí —replicó Tynian, comprendiendo enseguida el ardid.
Bevier pareció perplejo durante un instante y después sus ojos mostraron un brillo de comprensión.
—No sería difícil averiguarlo —comentó, mirando en derredor—. Estoy seguro de que alguno de los presentes lo sabe.
Ulath echó atrás su banco y se puso en pie. Luego golpeó la mesa con el puño en demanda de atención.
—Caballeros —expuso, alzando la voz para que fuera audible para todos—, estos dos amigos míos se han pasado las últimas cuatro horas discutiendo sobre esto y ya han llegado al punto de apostar dinero. Francamente, estoy un poco harto de oírlos. Tal vez alguno de vosotros pueda esclarecer la cuestión y otorgar un descanso a mis oídos. Aquí se libró una batalla hará quinientos años. Éste —dijo, señalando a Kalten— con la barbilla llena de espuma de cerveza asegura que el combate no llegó tan al norte. El otro de la cara redondeada afirma que sí se prolongó hasta este pueblo. ¿Cuál de los dos está en lo cierto?
Tras un largo silencio, un anciano de mejillas sonrosadas y finos cabellos blancos atravesó la sala arrastrando los pies hasta su mesa. Iba andrajoso y la cabeza se le tambaleaba sobre el flojo soporte del cuello.
—Me parece que puedo zanjar vuestra disputa, buenos señores —dijo con voz chillona—. Mi padre acostumbraba contarme historias sobre la batalla esa de que habláis.
—Traed una jarra a este buen hombre, cariño —pidió familiarmente Kalten a la camarera.
—Kalten —advirtió con disgusto Kurik—, mantened la mano alejada de su trasero.
—Sólo me comportaba de forma amistosa.
—¿Así es como lo llamáis?
La doncella se ruborizó ligeramente y se retiró en busca de la cerveza, guiñando el ojo a Kalten.
—Creo que acabáis de hacer una nueva amistad —señaló secamente Ulath al rubio pandion—, pero no intentéis sacar partido de ello aquí en público. —Dirigió la mirada al viejo de tembloroso cuello—. Tomad asiento, amigo —lo invitó.
—Ah, gracias, buen señor. Me figuro por vuestro aspecto que sois de la lejana Thalesia —dijo, sentándose vacilante en el banco.
—Bien suponéis, anciano —acordó Ulath—. ¿Qué os contó vuestro padre sobre esa antigua batalla?
—Bueno —comenzó el hombrecillo, rascándose una incipiente barba—, según recuerdo, me decía, decía… —Hizo una pausa cuando la camarera de opulento pecho deslizó una jarra de cerveza frente a él—. Vaya, gracias, Nima.
La chica sonrió, acercándose furtivamente a Kalten.
—¿Cómo está la vuestra? —preguntó, inclinándose sobre él.
—Ah… bien, querida —tartamudeó el caballero, con la cara un tanto sonrojada. Curiosamente, el descaro de la mujer pareció desarmarlo.
—Si queréis algo, me lo haréis saber, ¿verdad? —lo alentó la camarera—. Lo que sea. Ya sabéis que estoy aquí para serviros.
—Por el momento no —contestó Kalten—. Quizá más tarde.
Tynian y Ulath intercambiaron una larga mirada y luego sonrieron.
—Los caballeros norteños tenéis una visión del mundo distinta de la nuestra —observó Bevier, evidenciando cierto embarazo.
—¿Queréis recibir alguna lección? —inquirió Ulath.
Bevier se ruborizó súbitamente.
—Es un buen chico —comentó Ulath, esbozando una amplia sonrisa destinada a los otros y dando una palmada en el hombro a Bevier—. Sólo hemos de mantenerlo fuera de Arcium una temporada para tener tiempo de corromperlo. Bevier, os quiero como a un hermano, pero sois terriblemente envarado y formal. Intentad relajaros un poco.
—¿Tan rígido soy? —preguntó Bevier un tanto avergonzado.
—Ya lo arreglaremos —le aseguró Ulath.
Sparhawk se volvió hacia el sonriente y desdentado viejo lamorquiano.
—¿Podéis poner fin a esta estúpida discusión, abuelo? ¿Llegó de veras hasta aquí la batalla?
—Vaya que sí, buen señor —murmuró el anciano—, y hasta más lejos, si he de deciros verdad. Mi padre me contó que hubo peleas y matanzas hasta el norte de Kelosia. Veréis, los thalesianos llegaron a hurtadillas rodeando la parte de arriba del lago y se abalanzaron por sorpresa sobre los zemoquianos. El problema es que había una tremenda cantidad de zemoquianos, muchos más que thalesianos. Bueno, señor, como yo lo veo, la cosa fue que los zemoquianos se recuperaron del ataque y pasaron arrasando todo por aquí, matando casi todo lo que veían. La gente de los contornos se escondió en las bodegas mientras tanto, ésa es la verdad. —Se detuvo para tomar un largo trago—. Sí, señor —continuó—, parecía que la batalla se había acabado, porque los zemoquianos habían ganado y todo eso, pero entonces un buen puñado de guerreros thalesianos, que seguro que habían estado esperando los barcos allá arriba en su país, llegaron a la carga y les hicieron grandes descalabros a los zemoquianos aquí. —Lanzó una ojeada a Ulath—. Vuestro pueblo tiene muy mal genio, si no os molesta que lo diga, amigo.
—Creo que tiene que ver con el clima —convino Ulath.
El anciano miró con tristeza su jarra.
—¿Podríais a lo mejor decidiros a repetir la invitación? —preguntó esperanzadamente.
—Desde luego, abuelo —respondió Sparhawk—. Encárgalo tú, Kalten.
—¿Por qué yo?
—Porque tienes un trato más familiar con la camarera que yo. Seguid con la historia, abuelo.
—Bueno, señor, me contaron que hubo esa terrible batalla más o menos a unas dos leguas de aquí. Los thalesianos estaban muy enfadados con lo que les había pasado a sus amigos y parientes allá abajo al sur del lago y atacaron a los zemoquianos con hachas y cosas así. Hay tumbas allí donde están enterrados cien o más… y no todo son hombres, me han dicho. A los zemoquianos no les importaba mucho qué clase de aliados tomaban. Al menos, eso dice la historia. Aún ahora se pueden ver las tumbas allí en los campos: grandes montones de tierra, todos cubiertos de hierbajos y matas. Los granjeros vienen removiendo con los arados huesos, viejas espadas, lanzas y hierros de hachas desde hace quinientos años.
—¿Os dijo por azar vuestro viejo quién iba al mando de los thalesianos? —preguntó prudentemente Ulath—. Yo tenía un pariente que vino a hacer la guerra y nunca hemos sabido qué fue de él. ¿Creéis posible que quien los capitaneaba fuera el rey de Thalesia?
—Nunca oí decir que sí ni que no —confesó el viejo lamorquiano—. Claro que la gente de por aquí no tenía demasiadas ganas de ir a meterse en medio de esa carnicería. No es asunto del pueblo llano mezclarse en esa clase de cosas.
—No habría sido difícil reconocerlo —apuntó Ulath—. Las viejas leyendas de Thalesia afirman que sobrepasaba los dos metros de altura y que su corona llevaba una gran joya azul en la punta.
—Nunca oí hablar de nadie semejante… porque, como he dicho, el pueblo se mantenía bien apartado de la lucha.
—¿Creéis que pueda haber alguien más por aquí que haya oído otros relatos acerca de la batalla? —inquirió Bevier sin traslucir excesivo entusiasmo.
—Es posible, supongo —respondió el viejo con poca convicción—, pero mi padre era uno de los mejores narradores de los contornos. Lo atropello un carro cuando rondaba los cincuenta y se quebró de mala manera la espalda. Solía sentarse en el porche de esta misma posada, él y sus amigotes. Intercambiaban historias por horas, y así se entretenía. No tenía nada más que hacer, al estar tan tullido… Ya os hacéis cargo. Y él me transmitió todos esos viejos cuentos a mí… Yo era el hijo que más apreciaba, porque yo acostumbraba llevarle su jarra de cerveza desde esta misma cervecería. —Posó la mirada en Ulath—. No, señor —dijo—. Ninguna de las viejas historias cuentan nada sobre ningún rey como el que habéis descrito, pero, como digo, fue una batalla terriblemente grande y las gentes de aquí se quedaron al margen. Podría ser que ese rey vuestro estuviera allí, pero nadie que yo haya conocido lo mencionó.
—¿Y esa batalla tuvo lugar a un par de leguas al norte de aquí, decís? —insistió Sparhawk.
—A poco más de diez kilómetros, así es —repuso el anciano, tomando un largo trago de la nueva jarra que le había traído la muchacha de anchas caderas—. Para seros franco, joven señor, he estado un poco achacoso últimamente, y ya no salgo a caminar tan lejos como antes. —Los observó con ojos entornados—. Si no es pecar de indiscreción, vuestras mercedes parecen muy interesadas por ese rey de Thalesia que vivió hace tan luengo tiempo.
—Es muy simple, abuelo —reaccionó con presteza Ulath—. El rey Sarak de Thalesia fue uno de los héroes nacionales. Si consigo averiguar lo que realmente le acaeció, obtendría un gran prestigio. El rey Wargun podría incluso recompensarme con un condado… en el caso de que llegue a estar lo bastante sobrio para hacerlo.
—He oído hablar de él —dijo riendo el viejo—. ¿Es verdad que empina tanto el codo como dicen?
—Más, probablemente.
—Bueno, ya… ¿Un condado, decís? Hombre, es algo que vale la pena perseguir. Lo que podríais hacer, conde, es ir allá arriba al campo de batalla y hurgar un poco por ahí. No sería raro que toparais con alguna pista. Un hombre de más de dos metros de altura, y más un rey, bueno, debía de llevar alguna impresionante armadura o una cosa así. Conozco a un granjero de allá que se llama Wat. Le gustan los viejos cuentos igual que a mí, y el campo de batalla está, por así decirlo, en el patio trasero de su casa. Si alguna persona ha descubierto algo que pudiera conduciros a lo que buscáis, él lo sabría.
—¿Su nombre es Wat, decís? —preguntó Sparhawk, afectando cierta indolencia.
—No podéis equivocaros, joven señor. Es un tipo bizco que se rasca mucho. Tiene picazón desde hace treinta años. —Agitó la jarra, esperanzado.
—Eh, muchacha —llamó Ulath, sacando varias monedas de la bolsa que llevaba prendida a la cintura—. ¿Por qué no vais sirviendo bebida a vuestro viejo amigo hasta que se caiga debajo de la mesa?
—Vaya, gracias, señor conde. —El anciano sonrió.
—Después de todo, abuelo —rió Ulath—, un condado habría de compartirse, ¿no os parece?
—No sabría decirlo con mejores palabras yo, mi señor.
Abandonaron la sala y se dirigieron a las escaleras.
—Ha funcionado bastante bien, ¿verdad? —comentó Kurik.
—Hemos tenido suerte —convino Kalten—. Pero ¿qué habría ocurrido si ese viejo no hubiera estado aquí esta noche?
—Entonces alguien nos habría acompañado a su casa. A las gentes sencillas les gusta prestar servicios a los que pagan la cerveza.
—Creo que sería bueno recordar la explicación que le ha dado Ulath al anciano —aconsejó Tynian—. Si le decimos a la gente que nuestra intención es retornar los restos del rey a Thalesia, no les extrañará nuestra curiosidad por saber dónde está enterrado.
—¿No sería eso una mentira? —inquirió Berit.
—En realidad, no —lo tranquilizó Ulath—. Nuestra intención es, en efecto, volver a enterrarlo después de conseguir su corona, ¿no es así?
—Desde luego.
—Bueno, pues ya lo veis.
—Iré a ver cómo está la cena —anunció Berit, poco convencido por los argumentos de Ulath—, pero me parece que hay puntos oscuros en vuestro razonamiento, sir Ulath.
—¿De veras? —inquirió éste con afectada sorpresa.
Al día siguiente aún llovía. Por la noche, Kalten se había ausentado de la habitación que compartía con Sparhawk. Éste abrigaba ciertas sospechas al respecto, en las que figuraba como protagonista la amable camarera de opulentas caderas, pero no presionó a su amigo para corroborarlo. Sparhawk era, en fin de cuentas, todo un caballero.
Cabalgaron en dirección norte por espacio de casi dos horas hasta llegar a un gran prado salpicado con túmulos funerarios cubiertos de hierba.
—Me pregunto por cuál debería comenzar —se interrogó Tynian mientras desmontaban.
—Elegid vos —le respondió Sparhawk—. Ese Wat del que nos hablaron podría tal vez proporcionarnos una información más precisa, pero probemos primero con este método. Quizá nos ahorremos tiempo, del cual andamos cada vez más escasos.
—Estáis constantemente preocupado por vuestra reina, ¿no es cierto, Sparhawk? —preguntó Bevier, con mirada perspicaz.
—Por supuesto. Es lo que se espera de mí.
—Creo, amigo mío, que tal vez sea un sentimiento más arraigado. El afecto que profesáis a la reina va más allá de una mera obligación.
—Hacéis gala de un absurdo romanticismo, Bevier. Es sólo una niña. —Sparhawk se sintió súbitamente ofendido y advirtió que adoptaba una actitud defensiva—. Antes de iniciar las pesquisas, caballeros —añadió con brusquedad—, echemos un vistazo por los alrededores. No quiero que nos espíe ningún zemoquiano y menos aún que, mientras estamos ocupados, nos ataque por la espalda uno de los soldados a quienes ha sorbido el cerebro el Buscador.
—Ya les daremos su merecido —aseguró con calma Kalten.
—Seguramente, pero olvidas algo importante, Kalten. Cada vez que matamos a uno, anunciamos nuestra posición al Buscador.
—Ese bicho de Otha está empezando a irritarme —se enfureció Kalten—. No es natural tener que andar a hurtadillas y con tantos rodeos.
—Puede que así sea, pero será mejor que te vayas acostumbrando a ello.
Dejaron a Sephrenia y los niños bajo un toldo de lona antes de salir a explorar los contornos y al poco rato regresaron sin haber observado nada extraño.
—¿Qué os parece éste? —sugirió Ulath a Tynian, señalando un montón de tierra poco elevado—. Tiene un aire thalesiano.
—Parece tan apropiado como cualquiera de los otros —repuso Tynian, encogiéndose de hombros.
—No os excedáis —advirtió Sparhawk a Tynian cuando desmontaban—. Parad si os sentís demasiado fatigado.
—Necesitamos información, Sparhawk. No me pasará nada. —Tynian se quitó el pesado yelmo, tomó la cuerda y se dispuso a trazar sobre el túmulo el mismo dibujo que el día anterior. Después se irguió esbozando una mueca—. Bien —dijo—, allá vamos.
Se echó atrás la capa y comenzó a hablar sonoramente en estirio, realizando al mismo tiempo los intrincados gestos del hechizo, y al fin juntó las manos.
El montículo se agitó con violencia como sacudido por un terremoto y lo que brotó del suelo entonces no salió lentamente. Surgió rugiendo… y no era un ser humano.
—¡Tynian! —gritó Sephrenia—. ¡Devolvedlo a la tumba!
Pero Tynian estaba paralizado, con los ojos desencajados por el horror.
La repugnante criatura se precipitó sobre ellos. Hizo rodar al aterrorizado Tynian y se abalanzó sobre Bevier, sobre cuya armadura la emprendió a arañazos y dentelladas.
—¡Sparhawk! —gritó Sephrenia cuando el fornido pandion desenfundó la espada—. ¡Eso no! ¡No servirá de nada! ¡Utilizad la lanza de Aldreas!
Sparhawk giró sobre los talones y descolgó la corta lanza de la silla del caballo.
El monstruoso ser que atacaba a Bevier levantó el cuerpo revestido de armadura del caballero con tanta ligereza como lo haría un hombre con un niño y lo arrojó al suelo con tremenda fuerza. Después saltó hacia Kalten y trató de arrancarle el yelmo. Ulath, Kurik y Berit acudieron a socorrer a su amigo y hostigaron al monstruo con sus armas, pero éstas, en lugar de hundirse en su cuerpo, rebotaban contra él despidiendo una lluvia de rutilantes centellas. Sparhawk acometió velozmente con la lanza presta. El fantasma zarandeaba a Kalten como a un pelele y su yelmo negro aparecía abollado y rayado.
Deliberadamente, Sparhawk clavó la lanza en el costado del monstruo con toda su fuerza. La criatura dio un chillido y se volvió hacia él. Sparhawk hundió una y otra vez el arma, y con cada golpe experimentó el tremendo flujo de poder que de ella emanaba. Por fin vio la ocasión esperada y entonces ensartó con la lanza el pecho del monstruo. No fue sangre lo que brotó de sus fauces, sino una especie de baba negra. Inflexiblemente, Sparhawk hizo girar la lanza en el interior del cuerpo de la criatura, agrandando la herida. Se oyó un nuevo chillido y la bestia retrocedió. Al retirar Sparhawk la lanza, la criatura huyó aullando, tapándose con las manos la profunda herida del pecho, y con paso vacilante ascendió el túmulo funerario hasta el lugar de donde había surgido y se hundió de nuevo en sus entrañas.
Tynian estaba arrodillado en el fango, sollozando y aferrándose la cabeza con las manos. Bevier yacía inmóvil en el suelo y Kalten se incorporaba gimiendo.
Sephrenia se aproximó con presteza a Tynian y, después de echar un rápido vistazo a su cara, comenzó a hablar rápidamente en estirio, trazando un hechizo con los dedos. Los sollozos de Tynian se aplacaron y, tras un momento, se dejó caer de lado.
—Habré de mantenerlo dormido hasta que se recupere —dictaminó la mujer—. Si es que se recupera… Sparhawk, ayudad a Kalten. Yo examinaré a Bevier.
—¿Dónde te duele? —preguntó Sparhawk a su amigo una vez llegado a su lado.
—Creo que me he roto algunas costillas —respondió jadeante Kalten—. ¿Qué era eso? Mi espada rebotaba en su cuerpo.
—Ya nos preocuparemos después de saber qué era —lo atajó Sparhawk—. Ahora vamos a quitarte esa armadura y vendarte las costillas, no sea que se te clave una en los pulmones.
—Estoy completamente de acuerdo —asintió Kalten, haciendo una mueca de dolor—. Me duele todo. No necesito más problemas. ¿Cómo está Bevier?
—Aún no lo sabemos. Sephrenia está con él.
Las heridas de Bevier parecían más inquietantes que las de Kalten. Después de rodear apretadamente el pecho de su amigo con una tela de lino y cerciorarse de que no tenía más magulladuras, Sparhawk lo tapó con su capa y fue a informarse del estado del arciano.
—¿Cómo está? —preguntó a Sephrenia.
—Bastante grave, Sparhawk —respondió ésta—. No presenta ningún corte ni herida, pero me parece que tiene una hemorragia interna.
—Kurik, Berit —ordenó Sparhawk—. Montad las tiendas. Debemos guarecerlos de la lluvia. —Miró alrededor y vio a Talen alejándose al galope—. ¿Adónde va ése ahora? —preguntó con exasperación.
—Lo he mandado en busca de un carro —aclaró Kurik—. Esos hombres necesitan que los vea un médico y no están en condiciones de ir a caballo.
—¿Cómo habéis logrado clavarle la lanza a esa criatura, Sparhawk? —inquirió Ulath, ceñudo. Mi hacha salía disparada.
—No estoy seguro —confesó Sparhawk.
—Han sido los anillos —explicó Sephrenia, sin apartar los ojos del cuerpo inconsciente de Bevier.
—Me ha parecido notar algo cuando la hincaba en ese monstruo —refirió Sparhawk—. ¿Cómo es posible que nunca hasta ahora hayan dado indicios de tener tal poder?
—Porque estaban separados —respondió la mujer—. Pero vos lleváis uno en la mano y el otro está dentro de la lanza y, al reunirlos de este modo, adquieren gran poder. Participan del propio Bhelliom.
—Ahora comprendo —dijo Ulath—. ¿Qué ha fallado? Tynian trataba de invocar espíritus thalesianos. ¿Como ha levantado a ese monstruoso ser?
—Al parecer, ha abierto una sepultura equivocada —indicó la mujer—. Me temo que la nigromancia no es la más precisa de las artes. Cuando los zemoquianos invadieron estas tierras, Azash envió a algunas de sus criaturas con ellos. Tynian ha despertado accidentalmente una de ellas.
—¿Qué le ocurre?
—El contacto con ese ser casi le ha consumido la mente.
—¿Se pondrá bien?
—No lo sé, Ulath, la verdad es que no lo sé.
Berit y Kurik acabaron de montar las tiendas y Sparhawk y Ulath trasladaron a ellas a los heridos.
—Necesitaremos un buen fuego —observó Kurik— y no será fácil encenderlo hoy. Me queda un poco de leña seca, pero durará poco. Estos hombres están mojados y fríos y hemos de intentar calentarlos por todos los medios.
—¿Alguna sugerencia? —le preguntó Sparhawk.
—Lo pensaré.
Poco después del mediodía, Talen regresó con un desvencijado carro que más bien parecía una carretilla.
—Esto es lo mejor que he encontrado —se disculpó.
—¿Has tenido que robarlo? —inquirió Kurik.
—No. No quería que me persiguiera el granjero. Lo he comprado.
—¿Con qué?
Talen echó una maliciosa mirada a la bolsa de cuero que pendía del cinturón de su padre.
—¿No os sentís más liviano de ese lado, Kurik?
Kurik profirió un juramento y observó de cerca el portamonedas. Tenía el fondo rajado.
—Aquí tenéis lo que no he gastado —ofreció Talen, tendiéndole un exiguo puñado de monedas.
—¿Que me has robado a mí?
—Sed razonable, Kurik. Sparhawk y los otros llevan armadura y tienen los monederos adentro, de modo que el vuestro era el único al que podía recurrir.
—¿Qué hay debajo de esa lona? —preguntó Sparhawk, mirando la base del carro.
—Leña seca —repuso el muchacho—. El granjero tenía mucha apilada en el corral. También he cogido algunas gallinas. No he robado el carro —señaló cínicamente—, pero sí he hurtado la leña y las gallinas…, sólo para no perder la práctica. Oh, por cierto, ese campesino se llama Wat. Es un bizco que se rasca mucho. Anoche, cuando estaba fuera de la cervecería, me pareció que alguien decía que podía ser importante por algún motivo.