Capítulo 3

Sephrenia estaba curando una gran herida de desagradable aspecto en el brazo de Berit cuando Sparhawk y Bevier le llevaron, sosteniéndolo, al renuente Kalten.

—¿Es grave? —preguntó Sparhawk al joven novicio.

—No es nada, mi señor —respondió con valor Berit, a pesar de la palidez de su rostro.

—¿Es lo primero que os enseñan a los pandion? —preguntó sarcásticamente Sephrenia—. ¿A desdeñar vuestras heridas? La cota de malla de Berit ha parado gran parte del golpe, pero dentro de una hora tendrá el brazo morado del codo al hombro. Apenas podrá servirse de él.

—Estáis de un espléndido humor esta tarde, pequeña madre —observó Kalten.

La mujer lo apuntó con un dedo amenazador.

—Kalten —ordenó—, sentaos. Me ocuparé de vos cuando acabe con el brazo de Berit.

Kalten suspiró y se dejó caer en el suelo.

—¿Dónde están Ulath, Tynian y Kurik? —preguntó Sparhawk después de mirar en derredor.

—Están explorando los alrededores para cerciorarse de que no nos han preparado más emboscadas, sir Sparhawk —repuso Bevier.

—Buena idea.

—Esa criatura no me ha parecido tan peligrosa —comentó Bevier—. Algo misteriosa tal vez, pero no tan temible.

—A vos no os ha golpeado —le dijo Kalten—. Es peligrosa, podéis estar seguro. Os doy mi palabra.

—Es más peligrosa de lo que podáis imaginar —terció Sephrenia—. Es capaz de mandar ejércitos enteros contra nosotros.

—Si dispone de la clase de poder que me ha derribado del caballo, no necesita ejércitos.

—Olvidáis una vez más, Kalten, que su mente es la mente de Azash. Los dioses prefieren delegar el trabajo en los humanos.

—Los hombres que han bajado por esa colina parecían sonámbulos —señaló Bevier, estremeciéndose—. Los hemos despedazado y no han emitido ni un grito. —Guardó silencio, frunciendo el entrecejo—. No pensaba que los estirios fueran tan agresivos —añadió—. Nunca había visto ninguno esgrimiendo una espada.

—Ésos no eran estirios occidentales —lo disuadió Sephrenia, atando el vendaje alrededor del brazo de Berit—. Intentad no utilizarlo mucho —aconsejó—. Dadle tiempo a que sane.

—Sí, señora —repuso Berit—. Ahora que lo mencionáis, empieza a dolerme un poco.

La mujer sonrió y posó afectuosamente la mano en su hombro.

—Puede que éste salga bien, Sparhawk. Su cabeza no se compone totalmente de materia ósea… como la de algunos que podría nombrar. —Lanzó una significativa ojeada a Kalten.

—¡Sephrenia! —protestó el rubio caballero.

—Quitaos la cota de malla —le indicó secamente—. Quiero ver si tenéis algo roto.

—Habéis dicho que los estirios de ese grupo no eran estirios occidentales —le recordó Bevier.

—No. Eran zemoquianos. Es lo que habíamos sospechado en aquella posada. El Buscador está dispuesto a utilizar a cualquiera, pero un estirio occidental es incapaz de utilizar armas de acero. Si hubieran sido gentes del lugar, sus espadas habrían sido de bronce o de cobre. —Miró con aire crítico a Kalten, que se acababa de quitar la cota de malla, y se estremeció—. Parecéis una alfombra de pelo rubio —le dijo.

—No es culpa mía, pequeña madre —se defendió éste, ruborizándose—. Todos los hombres de mi familia han sido peludos.

—¿Qué ha sido lo que ha ahuyentado a esa criatura? —preguntó con perplejidad Bevier.

—Flauta —respondió Sparhawk—. Ya lo ha hecho anteriormente. En una ocasión espantó incluso al damork con su caramillo.

—¿Esa niñita? —El tono de Bevier era de absoluta incredulidad.

—Flauta posee cualidades que se escapan a simple vista —le aseguró Sparhawk. Tendió la vista hacia la ladera de la colina—. ¡Talen —gritó—, para de hacer eso!

Talen, ocupado en saquear los cadáveres, alzó los ojos con cierta consternación.

—Pero, Sparhawk…

—Apártate de ahí. Eso es repugnante.

—Pero…

—¡Haz lo que te dice! —tronó Berit.

Talen suspiró y regresó a su lado.

—Reunamos los caballos, Bevier —propuso Sparhawk—. Creo que habremos de reanudar camino en cuanto lleguen Kurik y los otros. Ese Buscador aún está acechando y puede volver a atacarnos con un nuevo grupo de personas en cualquier momento.

—Puede hacerlo tanto de noche como con la luz del día, Sparhawk —le recordó Bevier— y es capaz de seguirnos el rastro por el olor.

—Lo sé. En tales circunstancias, creo que la velocidad es nuestra única defensa. Vamos a tener que correr más deprisa que esa criatura.

Kurik, Ulath y Tynian regresaron cuando el crepúsculo se instalaba sobre el desolado paisaje.

—No parece que haya nadie por los alrededores —informó el escudero, desmontando.

—Deberemos continuar la marcha —le indicó Sparhawk.

—Los caballos están al borde del colapso, Sparhawk —protestó el escudero. Miró a los demás—. Y las personas apenas se hallan en mejores condiciones. Ninguno de nosotros ha dormido lo suficiente a lo largo de los dos últimos días.

—Yo me ocuparé de ello —anunció con calma Sephrenia, levantando la mirada del peludo torso de Kalten, que aún examinaba.

—¿Cómo? —Kalten parecía un tanto malhumorado.

La mujer le sonrió e hizo girar los dedos delante de sus narices.

—¿Qué creéis?

—Si existe un hechizo que contrarresta el estado en que nos sentimos en estos momentos, ¿por qué no nos lo enseñasteis antes? —Sparhawk, aquejado otra vez de dolor de cabeza, también tenía el ánimo huraño.

—Porque es peligroso, Sparhawk —replicó la mujer—. Conozco bien a los pandion. En casos concretos, trataríais de seguir ininterrumpidamente durante semanas.

—¿Y qué? Si el encantamiento es realmente eficaz, ¿en qué modificaría las cosas?

—El hechizo sólo lo hace sentir a uno como si hubiera descansado, pero, de hecho, no ha disfrutado de reposo alguno. Si uno se empecinara en proseguir el esfuerzo, acabaría muriendo.

—¡Oh! Es una buena explicación, supongo.

—Me alegra que lo comprendáis.

—¿Cómo está Berit? —preguntó Tynian.

—Tendrá dolor durante un tiempo, pero está bien —respondió la estiria.

—Ese joven parece prometedor —señaló Ulath—. Cuando tenga el brazo curado, le daré algunas lecciones con esa hacha que lleva. Tiene el arrojo necesario, pero le falta perfeccionar la técnica.

—Traed los caballos —indicó Sephrenia.

Después comenzó a hablar en estirio, pronunciando algunas de las palabras entre dientes y ocultando a sus ojos los movimientos de sus dedos. Por más que lo intentó, Sparhawk no logró retener la totalidad del encantamiento ni atisbar siquiera los gestos que acrecentaban su efecto. Entonces se sintió de improviso enormemente repuesto. El dolor y el embotamiento de cabeza desaparecieron como por ensalmo. Una de las bestias de carga, que tenía la cabeza gacha y las piernas trémulas, se puso a hacer cabriolas como un potro.

—Buen hechizo —apreció lacónicamente Ulath—. ¿Nos ponemos en camino?

Ayudaron a Berit a montar y emprendieron la marcha bajo el resplandeciente crepúsculo. La luna llena, que salió alrededor de una hora después, les proporcionó luz suficiente para aventurarse a ir al trote.

—Hay un camino justo al otro lado de esa colina —informó Kurik a Sparhawk—. Lo hemos visto al explorar los alrededores. Sigue aproximadamente la dirección correcta y podríamos avanzar más aprisa por él en lugar de cabalgar a trompicones sobre este terreno irregular en la oscuridad.

—Me parece que tienes razón —acordó Sparhawk—. Nos interesa abandonar estos parajes lo antes posible.

Una vez llegados al camino, prosiguieron rumbo este al galope. Era pasada la medianoche cuando las nubes, procedentes de poniente, oscurecieron el cielo nocturno. Sparhawk musitó una maldición y aminoró el paso.

Justo antes del alba encontraron un río, junto al cual se desviaba el camino hacia el norte. Lo siguieron, esperando hallar un puente o un vado. El amanecer era sombrío bajo la espesa capota de nubes. Cabalgaron la orilla unos cuantos kilómetros y entonces el camino volvió a girar hacia el este y atravesó el cauce para emerger en la otra orilla.

Junto al vado había una pequeña cabaña. Su propietario era un individuo de mirada insidiosa vestido con una túnica verde, el cual exigió un peaje para cruzar. Prefiriendo no discutir con él, Sparhawk pagó lo que pedía.

—Decidme, compadre —inquirió una vez llevada a cabo la transacción—, ¿a qué distancia queda la frontera con Kelosia?

—A unas cinco leguas —repuso el sujeto de incisiva mirada—. Si no os detenéis, llegaréis a ella a primera hora de la tarde.

—Gracias por vuestra colaboración, compadre.

Ya en la otra ribera, Talen se acercó a Sparhawk.

—Aquí tenéis vuestro dinero —dijo el joven ladrón, tendiéndole varias monedas.

Sparhawk le asestó una desconcertada mirada.

—No me importa pagar peaje por cruzar un puente —manifestó airadamente Talen—. Después de todo, alguien ha debido ocuparse de los gastos de su construcción. Ese tipo, sin embargo, sólo estaba aprovechándose de un bajío natural del río. Si no le costó nada, ¿por qué debería beneficiarse de ello?

—¿Le has rajado la bolsa entonces?

—Naturalmente.

—¿Y adentro había más monedas de las que yo le he dado?

—Algunas. Considerémoslo mi tarifa por recuperar vuestro dinero. Después de todo, merezco una ganancia, ¿no?

—Eres incorregible.

—Necesitaba practicar.

Del otro lado del río llegó un alarido angustiado.

—Diría que acaba de descubrir su pérdida —observó Sparhawk.

—Suena a eso, ¿verdad?

Las tierras de aquella ribera apenas eran mejores que los eriales cubiertos de maleza por los que acababan de pasar. De trecho en trecho veían pobres fincas donde se afanaban duramente campesinos de aspecto andrajoso vestidos con sayos pardos manchados de barro para arrebatar escasas cosechas a la inexorable tierra. Kurik resopló con desdén.

—Aficionados —gruñó. Kurik se tomaba muy en serio el oficio de granjero.

Hacia media mañana, el angosto sendero que transitaban desembocó en un camino más frecuentado que proseguía en dirección este.

—Una sugerencia, Sparhawk —dijo Tynian, moviendo su escudo blasonado de azul.

—Adelante.

—Sería preferible que siguiéramos este camino hasta la frontera en lugar de cortar a campo traviesa de nuevo. La gente que evita los puestos fronterizos guarnecidos tiende a despertar suspicacias en los kelosianos. No creo que ganáramos nada sosteniendo una escaramuza con una de sus patrullas.

—De acuerdo —convino Sparhawk—. Evitemos conflictos innecesarios.

Poco después de franqueado el umbral de una triste mañana nublada, llegaron a la frontera y entraron sin incidentes en la región sureña de Kelosia. El campesinado se hallaba aquí en condiciones aún más miserables que en el noroeste de Elenia. Las casas y edificaciones auxiliares tenían techos de tierra, sobre los cuales pastaban ágiles cabras. Kurik miraba con ademán reprobador, pero sin decir nada.

Cuando el atardecer comenzaba a ensombrecer el paisaje, coronaron una colina y vieron las vacilantes luces de un pueblo situado en el valle.

—¿Una posada tal vez? —sugirió Kalten—. Me parece que el hechizo de Sephrenia empieza a perder efecto. Mi montura se tambalea y yo no me siento en mejor estado.

—Seríais incapaz de dormir en una posada kelosiana —le advirtió Tynian—. Las camas suelen estar ocupadas por toda clase de desagradables animalillos.

—¿Pulgas? —infirió Kalten.

—Y piojos y chinches tan grandes como ratones.

—Me temo que deberemos correr ese riesgo —decidió Sparhawk—. Los caballos no podrían continuar mucho rato y no creo que el Buscador nos ataque en el interior de un edificio. Por lo visto, prefiere el campo. —Poniéndose a la cabeza, descendió la colina en dirección al pueblo.

En las calles sin pavimentar los pies se hundían en el fango. Al llegar a la única posada de la población, Sparhawk transportó a Sephrenia hasta el porche mientras Kurik lo seguía con Flauta. Las escaleras que subían hasta la puerta estaban rebozadas de barro y la alfombra situada frente a ella no evidenciaba frecuencia de uso. Los kelosianos, al parecer, no se inmutaban por el barro. El oscuro interior del establecimiento estaba turbio a causa del humo y apestaba a sudor rancio y comida podrida. El suelo había sido cubierto en un tiempo con juncos pero, salvo en los rincones, éstos estaban enterrados en fango seco.

—¿Estáis seguro de que no queréis volver a planteároslo? —preguntó Tynian a Kalten al entrar.

—Tengo un estómago bastante resistente —replicó Kalten—, y he notado el olor a cerveza.

La cena que les ofreció el posadero era al menos comestible, aunque demasiado guarnecida con col hervida, y las camas, meros jergones de paja, no estaban tan infestadas de chinches como Tynian había augurado.

Se levantaron de madrugada y abandonaron el cenagoso pueblo bajo un lóbrego cielo.

—¿Nunca brilla el sol en esta parte del mundo? —inquirió agriamente Talen.

—Es primavera —le respondió Kurik—. Siempre llueve y hay nubes en primavera. Es bueno para las cosechas.

—Yo no soy un rábano —replicó el muchacho—. No necesito que me rieguen.

—Formula tus quejas a Dios —dijo Kurik encogiéndose de hombros—. Yo no soy responsable del tiempo que hace.

—Dios y yo no mantenemos unas relaciones muy estrechas —apuntó con facundia Talen—. Él está ocupado y yo también. Los dos intentamos no inmiscuirnos en los asuntos del otro.

—Este chico es un insolente —observó Bevier con desaprobación—. Joven —le dijo—, no es decente hablar así del Señor del Universo.

—Vos sois un honrado caballero de la Iglesia, sir Bevier —arguyó Talen—. Yo no soy más que un ladrón callejero. Los dos seguimos normas distintas. El gran jardín florido de Dios necesita unas cuantas malas hierbas para realzar el esplendor de las rosas. Yo soy un hierbajo. Estoy convencido de que Dios me lo perdona, dado que formo parte de su grandioso designio.

Bevier lo miró con indefensión y luego estalló en risas.

Atravesaron con inflexible empeño la zona suroriental de Kelosia, cumpliendo turnos para explorar el terreno que habían de cruzar y subir a los cerros para otear el campo circundante. El cielo continuó plomizo mientras proseguían hacia el este. Vieron campesinos —siervos en realidad— trabajando en los campos con las más rudimentarias herramientas. Había pájaros que anidaban en los setos y de vez en cuando advirtieron ciervos pastando entre rebaños de achaparrado ganado.

En los lugares frecuentados, Sparhawk y sus amigos no volvieron a ver soldados eclesiásticos ni zemoquianos. Aun así, conservaron la cautela, evitando a la gente en la medida de lo posible y perseverando en su vigilancia, puesto que sabían que el Buscador de negro sayo era capaz de recurrir incluso a los tímidos siervos para someterlos a su voluntad.

A medida que se aproximaban a la frontera con Lamorkand, recibían informes cada vez más alarmantes concernientes a los disturbios que agitaban aquel país. Los lamorquianos no eran el pueblo más estable del mundo. El rey de Lamorkand gobernaba únicamente con la tolerancia de los barones, en gran medida independientes, quienes en épocas de desorden se guarecían tras las murallas de imponentes castillos. Las seculares enemistades hereditarias eran comunes, y los desalmados barones cometían pillajes y saqueos con total impunidad. En la mayoría de los aspectos, Lamorkand persistía como tal en un estado de perpetua guerra civil.

Una noche en que establecieron su campamento a unas tres leguas de la frontera de aquel país, el más desorganizado de los reinos occidentales, Sparhawk se levantó inmediatamente después de una cena en que dieron cuenta del último de los cuartos traseros de vaca que le habían dado a Kalten.

—Bien —planteó—, ¿adónde nos dirigimos? ¿Cuál es la causa de la agitación que reina en Lamorkand? ¿Tenéis alguna idea?

—Yo pasé los últimos ocho o nueve años en Lamorkand —respondió seriamente Kalten—. Son gente extraña. Un lamorquiano está dispuesto a sacrificar cuanto posee para cumplir una venganza… y las mujeres son incluso peores que los hombres. Una típica muchacha lamorquiana dedicará su vida entera…, y la totalidad de la fortuna de su padre, a aguardar la ocasión de clavar una lanza en el cuerpo de quien rechazó su invitación en una danza de alguna fiesta invernal. Yo pasé todos esos años allí y, durante todo ese tiempo, jamás oí reír a nadie ni los vi sonreír. Es el sitio más triste de la tierra. Está prohibido que el sol brille en Lamorkand.

—¿Es normal esta guerra generalizada de la que hablan los kelosianos? —inquirió Sparhawk.

—Los kelosianos no son los más indicados para enjuiciar las peculiaridades de los lamorquianos —contestó con aire pensativo Tynian—. Únicamente la influencia de la Iglesia, y la presencia de los caballeros eclesiásticos, ha impedido que Kelosia y Lamorkand se embarcaran en una guerra que los llevaría a la extinción mutua. Se detestan entre sí con un encarnizamiento que consideran casi sagrado en su ferocidad irracional.

—Elenios —suspiró Sephrenia.

—Tenemos nuestros defectos, pequeña madre —concedió Sparhawk—. Entonces vamos a topar con dificultades al cruzar la frontera, ¿no es cierto?

—No del todo —opinó Tynian, acariciándose la barbilla—. ¿Aceptaríais otra sugerencia tal vez?

—Siempre recibo de buen grado las sugerencias.

—¿Por qué no nos ponemos las armaduras oficiales? Ni siquiera el barón lamorquiano de mirada más extraviada movería a enfado a la Iglesia por voluntad propia, dado que los caballeros eclesiásticos podrían aplastar Lamorkand occidental con sólo proponérselo.

—¿Y qué ocurriría si alguien nos obliga a poner las cartas boca arriba? —preguntó Kalten—. Después de todo, sólo somos cinco.

—No creo que tuvieran motivos para hacerlo —objetó Tynian—. La neutralidad de los caballeros de la Iglesia en estas disputas locales es legendaria. Puede que la armadura oficial sea precisamente lo que prevenga posibles malentendidos. Nuestro objetivo es llegar al lago Randera, no involucrarnos en caprichosas contiendas entre sujetos de mentes calenturientas.

—Tal vez funcione, Sparhawk —apoyó Ulath—. De todos modos, vale la pena intentarlo.

—De acuerdo, adoptaremos esta estrategia —decidió Sparhawk.

Al levantarse a la mañana siguiente, los cinco caballeros desempaquetaron sus armaduras y comenzaron a ponérselas ayudados de Kurik y Berit. Sparhawk y Kalten llevaban armaduras negras con sobrevestes plateadas y severas capas negras. Las piezas metálicas del atuendo de Bevier, bruñidas, despedían un brillo argentino, y su sobreveste y capa eran de un blanco prístino. Tynian iba blindado en simple acero macizo, pero la sobreveste y capa que lo cubrían era de un luminoso azul celeste. Ulath se desprendió de la sencilla cota de malla que había llevado en el camino y la sustituyó por otra que le llegaba casi hasta la rodilla y unos pantalones también de malla. Asimismo se deshizo del simple yelmo cónico y la capa de viajero verde y se vistió en su lugar con una sobreveste verde y un yelmo de aspecto impresionante coronado de un par de curvados y sinuosos cuernos que, según había afirmado, procedían de un ogro.

—¿Y bien? —pidió opinión Sparhawk a Sephrenia cuando acabaron de enfundarse en sus galas—. ¿Qué aspecto tenemos?

—Muy impresionante —los halagó.

Talen, sin embargo, los observó con ojo crítico.

—Parecen herrajes con piernas —comentó a Berit.

—Compórtate educadamente —lo reprendió Berit, encubriendo una sonrisa tras el dorso de la mano.

—Es desalentador —dijo Kalten a Sparhawk—. ¿Crees que de veras le parecemos tan ridículos a la plebe?

—Probablemente.

Kurik y Berit cortaron lanzas en un cercano bosque de tejos y las remataron con puntas de acero.

—¿Llevamos pendones? —inquirió Kurik.

—¿Qué opináis? —preguntó Sparhawk a Tynian.

—No vendrían mal. Supongo que es mejor adoptar la apariencia más impresionante posible.

Montaron con cierta dificultad, ajustaron los escudos y, situando en posición bien visible las lanzas de las que pendían los pendones, emprendieron la marcha. Faran comenzó de inmediato a hacer cabriolas.

—Oh, para de hacer eso —le ordenó, molesto, Sparhawk.

Poco después de mediodía llegaron al puesto fronterizo. A pesar de su evidente suspicacia, los guardias permitieron la entrada a los caballeros de la Iglesia, que, ataviados con sus armaduras de ceremonia, lucían expresiones de inexorable arrojo en los rostros.

La ciudad lamorquiana de Kadach se encontraba en la ribera opuesta de un río. Había un puente, pero Sparhawk resolvió no atravesar aquella desolada y horrible urbe y, en su lugar, consultó su mapa y giró hacia el norte.

—El río se bifurca más arriba —anunció a los otros—. Podremos vadearlo allí. De todas maneras es aproximadamente ésa la dirección que seguimos, y las ciudades están llenas de gente que quizá mostraran disposición a hablar de nosotros a ciertos extranjeros.

Cabalgaron hacia las tierras septentrionales, sorteando los numerosos arroyos que afluían al cauce principal. Fue al cruzar uno de esos riachuelos, ya de tarde, cuando avistaron un gran grupo de guerreros lamorquianos en la otra orilla.

—Desplegaos —ordenó concisamente Sparhawk—. Sephrenia, llevaos a Talen y a Flauta hacia atrás.

—¿Piensas que tal vez actúen por cuenta del Buscador? —preguntó Kalten, dirigiendo la mano al asta de su lanza.

—Lo averiguaremos dentro de un minuto. No hagáis nada precipitado, pero mantened las armas prestas.

El cabecilla de la banda era un individuo fornido que llevaba un jubón de malla, un yelmo de acero con una prominente visera semejante al hocico de un cerdo y resistentes botas de cuero. Avanzó solo hacia el arroyo y se levantó la visera para mostrar que no tenía intenciones hostiles.

—Creo que es normal, Sparhawk —señaló con calma Bevier—. No tiene la misma cara inexpresiva que los hombres que matamos en Elenia.

—Bien hallados, caballeros —saludó el lamorquiano.

Sparhawk hizo avanzar un poco a Faran entre la ondulante corriente.

—Bien hallados en efecto, mi señor —replicó.

—Éste es un encuentro providencial —continuó el lamorquiano—. Se me antojaba que deberíamos cabalgar hasta la misma Elenia para encontrar caballeros de la Iglesia.

—¿Y a qué se debe vuestro interés por los caballeros de la Iglesia, mi señor? —preguntó con cortesía Sparhawk.

—Solicitamos un servicio de vos, caballero… Un servicio del que depende directamente el bienestar de la Iglesia.

—A la cual dedicamos nosotros nuestras vidas —apostilló Sparhawk, esforzándose por ocultar su irritación—. Explicadnos con más detalle en qué consiste ese necesario servicio.

—Como todo el mundo sabe, el patriarca de Kadach es el sumo candidato al trono del archiprelado de Chyrellos —aseveró el lamorquiano.

—No lo había oído —dijo en voz baja Kalten desde atrás.

—Chitón —murmuró Sparhawk por encima del hombro—. Proseguid, mi señor —invitó al lamorquiano.

—Infortunadamente, las contiendas civiles están asolando actualmente Lamorkand occidental —reanudó el lamorquiano.

—Me gusta «infortunadamente» —musitó Tynian a Kalten—. Tiene una agradable sonoridad.

—¿Vais a callaros los dos? —espetó Sparhawk. Después volvió a posar la mirada en el hombre del jubón de malla—. Los rumores nos han informado de esta discordia, mi señor —replicó—. Pero sin duda éste es un asunto local en el que no está implicada la Iglesia.

—Os explicaré de qué se trata, caballero. El patriarca Ortzel de Kadach se ha visto obligado, a causa de los disturbios que acabo de mencionar, a buscar refugio en la fortaleza de su hermano, el barón Alstrom, a quien tengo el honor de servir. Las feroces discordias civiles se multiplican aquí en Lamorkand, y nosotros prevemos con asaz certidumbre que los enemigos de mi señor Alstrom asediarán dentro de poco su plaza fuerte.

—Nosotros sólo somos cinco, mi señor —observó Sparhawk—. Seguramente nuestra ayuda sería irrelevante en un estado de sitio prolongado.

—Ah, no, caballero —lo disuadió el lamorquiano con una sonrisa de desdén—. Podemos protegernos a nosotros mismos y el castillo de mi señor Alstrom sin la asistencia de los invencibles soldados de la Iglesia. El castillo de mi señor Alstrom es inexpugnable y sus enemigos pueden estrellarse tantas veces como quieran contra sus muros por espacio de una o varias generaciones sin alarmarnos. Como he dicho, no obstante, el patriarca Ortzel es el sumo candidato al archiprelado…, llegado el momento del fallecimiento del venerado Clovunus, el cual quiera Dios postergar por un tiempo. Por ello os encargo a vos y a vuestros nobles compañeros, caballero, que custodiéis a Su Ilustrísima hasta la ciudad santa de Chyrellos para que, una vez sana y salva allí, pueda participar en la elección en el momento en que esa triste necesidad se haga realidad. Con tal objeto, os acompañaré en seguida a vos y a vuestros camaradas caballeros a la fortaleza de mi señor Alstrom de manera que podáis haceros cargo de dicha noble tarea. Partamos pues.