Capítulo 2

La niebla era aún más espesa cuando se reunieron en el patio un cuarto de hora más tarde. Los novicios se afanaban en los establos ensillando los caballos.

Vanion salió por la puerta principal, con su túnica estiria resplandeciente en la oscuridad sumida en niebla.

—Voy a enviar veinte caballeros con vosotros —informó en voz baja a Sparhawk—. Tal vez os sigan, en cuyo caso os ofrecerán cierta protección.

—Hemos de obrar con celeridad, Vanion —objetó Sparhawk—. Si llevamos a otros en nuestra compañía, habremos de avanzar al paso del más lento de los caballos.

—Lo sé, Sparhawk —replicó pacientemente Vanion—, pero no deberéis permanecer con ellos por mucho tiempo. Esperad hasta hallaros en campo abierto a la salida del sol. Cercioraos de que nadie os pisa los talones y entonces escabullíos de la columna. Los caballeros cabalgarán hasta Demos. Si alguien os sigue, no advertirán que ya no os halláis entre ellos.

—Ahora sé cómo llegasteis a ser preceptor, amigo —bromeó Sparhawk—. ¿Quién va al mando de la columna?

—Olven.

—Bien. Olven es de fiar.

—Id con Dios, Sparhawk —se despidió Vanion, estrechando la mano del fornido caballero—, y sed prudente.

—No dudéis que lo intentaré.

Sir Olven era un voluminoso caballero pandion con el rostro marcado por rojas cicatrices. Salió del castillo vestido con armadura completa esmaltada de negro y sus hombres avanzaron en fila tras él.

—Me alegra volver a veros, Sparhawk —dijo mientras Vanion regresaba al interior del edificio. Olven hablaba quedamente para no alertar a los soldados eclesiásticos acampados fuera de la puerta de la muralla—. Vos y los demás —prosiguió— cabalgaréis en medio de nosotros. Con esta niebla, esos soldados no podrán veros. Bajaremos el puente levadizo y saldremos aprisa. No nos interesa que nos vean por espacio de más de uno o dos minutos.

—Ésta es la retahíla de palabras más larga que os he oído utilizar en veinte años —señaló Sparhawk a su habitualmente taciturno amigo.

—Lo sé —acordó Olven—. Habré de tratar de ser un poco más conciso.

Sparhawk y sus amigos llevaban cotas de malla y capas de viaje, dado que la armadura oficial llamaría demasiado la atención en la campiña. Ésta, no obstante, se encontraba cuidadosamente guardada en paquetes en la reata de media docena de caballos que conduciría Kurik. Montaron y los soldados formaron en torno a ellos. Olven hizo una señal a los hombres encargados del torno que subía y bajaba el puente levadizo y éstos accionaron el mecanismo. Se oyó un ruidoso roce de cadenas, y el puente bajó con estrépito. Olven ya galopaba sobre él casi antes de que se posara en el otro extremo del foso.

La densa niebla fue una incomparable ayuda. No bien hubo atravesado el puente, Olven se desvió bruscamente a la izquierda y condujo a la columna a campo traviesa en dirección al camino de Demos. Tras ellos, Sparhawk oyó gritos de estupefacción mientras los soldados eclesiásticos salían corriendo de las tiendas para mirar con pesar la retaguardia de la comitiva.

—Muy hábil —aprobó alegremente Kalten—. Hemos cruzado el puente y nos hemos disipado en la niebla en menos de un minuto.

—Olven sabe lo que hace —corroboró Sparhawk— y, lo que es mejor, habrá de transcurrir una hora como mínimo hasta que los soldados puedan organizar cualquier tipo de persecución.

—Dame una hora de ventaja y jamás me darán alcance —rió con alborozo Kalten—. Esto está teniendo un buen comienzo, Sparhawk.

—Disfrútalo mientras puedes. Es probable que las cosas comiencen a estropearse más tarde.

—Eres un pesimista, ¿lo sabías?

—No. Simplemente estoy acostumbrado a padecer pequeñas decepciones.

Aminoraron la marcha a medio galope al llegar al camino de Demos. Olven era un veterano y, como tal, siempre trataba de no fatigar en exceso las monturas. Tal vez más tarde fuera preciso aligerar el paso, y sir Olven era persona precavida.

La luna llena suspendida sobre la niebla prestaba una luminosidad engañosa a la vaporosa densidad del aire. La reluciente bruma blanca que los rodeaba confundía la mirada, encubriendo más de lo que alumbraba. La niebla abrigaba una gélida humedad que hizo arrebujarse a Sparhawk en la capa.

El camino de Demos viraba rumbo norte, en dirección a la ciudad de Lenda, antes de girar de nuevo hacia el sureste para desembocar en Demos, donde estaba situado el castillo principal de los pandion. A pesar de no distinguirlo, Sparhawk sabía que la campiña que bordeaba el camino formaba suaves ondulaciones, cubiertas de trecho en trecho por amplias arboledas en cuya espesura contaba ocultarse una vez que él y sus amigos hubieran abandonado la columna.

Siguieron cabalgando. La niebla había humedecido la tierra del camino y ésta amortiguaba el ruido del choque de los cascos.

De tanto en tanto, las negras sombras de los árboles se recortaban de improviso entre la bruma a ambos lados del camino. Talen se sobresaltaba cada vez que ello ocurría.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Kurik.

—Detesto esto —repuso el muchacho—. Lo detesto. Podría esconderse cualquier cosa a la orilla del camino: lobos, osos… o algo más horrible.

—Estás en medio de un grupo de hombres armados, Talen.

—Para vos es fácil decirlo, pero yo soy el menor aquí…, con excepción de Flauta, quizás. He oído que los lobos y fieras siempre abaten así a los más pequeños cuando atacan. De veras no querría que me comieran, padre.

—El tema surge de nuevo —le comentó Tynian a Sparhawk—. Nunca habéis explicado por qué el chico continúa llamando a vuestro escudero con esa palabra.

—Kurik cometió una indiscreción de joven.

—¿Acaso nadie en Cimmura duerme en su propia cama?

—Es una peculiaridad cultural. Sin embargo, no está tan extendida como podría parecer.

Tynian se irguió ligeramente sobre los estribos y miró hacia adelante, donde Bevier y Kalten cabalgaban absortos en su conversación.

—Un consejo, Sparhawk —dijo en tono confidencial—. Vos sois un elenio y no parece que este tipo de cosas os ocasionen mayor problema, y en Deira somos bastante tolerantes con estas cuestiones, pero no sé si pondría a Bevier al corriente de esto. Los caballeros cirínicos son muy piadosos, al igual que todos los arcianos, y desaprueban tajantemente estas pequeñas irregularidades. Bevier es un buen hombre en la lucha, pero es algo estrecho de miras. Si se siente ofendido, podría llegar a causar problemas.

—Supongo que estáis en lo cierto —acordó Sparhawk—. Hablaré con Talen y le pediré que mantenga discretamente la relación que lo une con Kurik.

—¿Creéis que os hará caso? —preguntó con escepticismo el deirano de amplia faz.

—Vale la pena intentarlo.

De vez en cuando pasaban frente a una granja situada junto al brumoso camino que despedía imprecisos haces de luz dorada en las ventanas, en evidente señal de que, aun cuando el cielo no hubiera comenzado a clarear, el día había dado comienzo ya para los campesinos.

—¿Cuánto tiempo vamos a permanecer con esta columna? —inquirió Tynian—. Ir al lago Randera por la ruta de Demos representa un largo rodeo.

—Seguramente podremos escabullimos antes de que acabe la mañana —respondió Sparhawk—, cuando nos hayamos cerciorado de que no nos sigue nadie. Eso es lo que ha sugerido Vanion.

—¿Habéis apostado a alguien que vigile en retaguardia?

—Berit cabalga a un kilómetro a la zaga.

—¿Creéis que alguno de los espías del primado nos ha visto salir de vuestro castillo?

—No han dispuesto de mucho tiempo para ello —dijo Sparhawk—. Ya habíamos pasado ante ellos cuando salieron de las tiendas.

Tynian exhaló un gruñido.

—¿Qué camino planeáis tomar cuando abandonemos éste?

—Me parece que iremos a campo traviesa. Los caminos suelen estar vigilados. Estoy seguro de que a estas alturas Annias ha adivinado que tramamos algo.

Prosiguieron la marcha en las postrimerías de la brumosa noche. Sparhawk admitía para sí que el plan que tan apresuradamente habían concebido tenía escasas posibilidades de éxito. Aunque Tynian pudiera invocar los espectros de los thalesianos muertos, no había garantía alguna de que los espíritus conocieran el lugar exacto donde reposaban los restos del rey Sarak. Todo aquel viaje podía resultar fútil y servir únicamente para consumir el escaso tiempo de vida que le quedaba a Ehlana. Entonces tuvo una idea, y adelantó el caballo para hablar con Sephrenia.

—Se me acaba de ocurrir algo —le dijo.

—¿Qué es?

—¿Es generalizado el conocimiento del encantamiento que utilizasteis para envolver a Ehlana?

—Casi nunca se lleva a la práctica por los peligros que implica —respondió la mujer—. Tal vez lo conozcan unos cuantos estirios, pero dudo que cualquiera de ellos se atreva a utilizarlo. ¿Por qué lo preguntáis?

—He pensado que, si nadie aparte de vos está dispuesto a hacer uso del hechizo, entonces es bastante improbable que alguien más esté al corriente de la limitación de tiempo.

—Es cierto. No deben de saberlo.

—Con lo cual nadie está en condiciones de informar de ello a Annias.

—Así es.

—De manera que Annias ignora que nos queda tan poco tiempo. Por lo que él sabe, el cristal podría mantener indefinidamente con vida a Ehlana.

—No estoy segura de que ello represente una ventaja concreta, Sparhawk.

—Ni yo, pero es algo que hemos de tener en cuenta. Puede que algún día nos sirva.

El cielo iba cobrando claridad por el este, al tiempo que la niebla se arremolinaba en manojos cada vez más finos. Faltaba alrededor de media hora para el amanecer cuando Berit llegó al galope por la retaguardia. Llevaba su cota de malla y capa azul, y su hacha de guerra pendía a un costado de la silla. Sparhawk caviló casi ociosamente que el joven novicio necesitaría pronto instrucción en el manejo de la espada, antes de que tomara demasiado apego a esa hacha.

—Sir Sparhawk —anunció, tirando de las riendas—, hay una columna de soldados eclesiásticos aproximándose a nosotros. —El sudor se evaporaba del cuero de su caballo entre la fría niebla, tras el esfuerzo de la carrera.

—¿Cuántos? —le preguntó Sparhawk.

—Unos cincuenta y vienen a galope tendido. Los vi acercarse en un momento en que había despejado la niebla.

—¿A qué distancia?

—A poco más de un kilómetro. Están en ese valle que acabamos de dejar.

—Creo que se impone una pequeña modificación en nuestros planes —decidió Sparhawk, tras un momento de reflexión. Miró en derredor y vio una oscura mancha entre la ondulante bruma, a la izquierda—. Tynian —señaló—, me parece que eso de ahí es un bosque. ¿Por qué no os lleváis a los demás y cruzáis ese campo y os adentráis entre los árboles antes de que los soldados nos den alcance? Vendré enseguida. —Sacudió las riendas de Faran—. Quiero hablar con sir Olven —dijo al gran ruano.

Faran movió con irritación las orejas y luego bordeó la columna al galope.

—Nos separaremos de vos aquí —comunicó Sparhawk al caballero de rostro plagado de costurones—. Hay medio centenar de soldados eclesiásticos detrás de nosotros. Quiero hallarme oculto antes de que estén a nuestra altura.

—Buena idea —aprobó Olven, poco propenso siempre a derrochar las palabras.

—¿Por qué no los obsequiáis con una pequeña carrera? —sugirió Sparhawk—. No podrán saber que no estamos en la columna hasta haberos alcanzado.

Olven sonrió tortuosamente.

—¿Hasta Demos? —inquirió.

—Eso estaría bien. Cortad a campo traviesa antes de llegar a Lenda y retomad de nuevo el camino al sur de la ciudad. Me consta que Annias también tiene espías en Lenda.

—Buena suerte, Sparhawk —le deseó Olven.

—Gracias —dijo Sparhawk, estrechando la mano del caballero del rostro marcado de cicatrices—. Estoy seguro de que la necesitaremos. —Se apartó del camino y la columna lo adelantó con estruendoso galope.

—Veamos a qué velocidad llegas a ese bosquecillo de allí —desafió Sparhawk a su desabrida montura.

Faran resopló burlonamente y emprendió una desenfrenada carrera.

Kalten esperaba en el linde de la arboleda, con su grisácea capa confundida con las sombras y la niebla.

—Los otros están en los bosques —informó—. ¿Por qué galopa de esa manera Olven?

—Yo se lo he pedido —respondió Sparhawk, bajando del caballo—. Los soldados no sabrán que hemos abandonado la columna si Olven conserva un kilómetro o dos de ventaja.

—Eres más listo de lo que pareces, Sparhawk —aprobó Kalten, desmontando—. Esconderé más los caballos. Podrían advertir el vapor que desprenden. —Miró con ojos entornados a Faran—. Dile a esta horrible bestia tuya que no me muerda.

—Ya lo has oído, Faran —indicó Sparhawk a su caballo de batalla.

Faran abatió las orejas.

Mientras Kalten retiraba los caballos entre los árboles, Sparhawk se tendió boca abajo detrás de un arbusto. El bosquecillo no se hallaba a más de cincuenta metros del camino; al disiparse la niebla con el advenimiento de la mañana, vio claramente que nadie transitaba la vía que acababan de dejar. De pronto, un soldado de roja túnica apareció al galope procedente del sur. Cabalgaba muy tieso y tenía el rostro extrañamente inexpresivo.

—¿Un explorador? —susurró Kalten, arrastrándose tras él.

—Es más que probable —contestó Sparhawk, también susurrando.

—¿Por qué susurramos? —preguntó Kalten—. Nosotros no oímos el ruido de los cascos de su caballo.

—Tú has comenzado.

—La fuerza de la costumbre, supongo. Siempre lo hago cuando me escondo.

El explorador refrenó su montura en la cima de la colina y luego volvió grupas para desandar el camino corriendo a rienda suelta. Su expresión seguía imperturbable.

—Va a reventar el caballo si continúa a esa velocidad —observó Kalten.

—Es su caballo.

—Eso es verdad, y es él el que habrá de andar cuando el animal se desmorone.

—A los soldados eclesiásticos les conviene caminar. Eso les enseña a ser humildes.

Unos cinco minutos después, los soldados de la Iglesia pasaron ante ellos, con sus rojas túnicas oscurecidas por la luz del alba. Acompañando al cabecilla de la columna iba una escuálida figura cubierta con sayo y capucha negros. Tal vez fuera una imagen engañosa debida a la velada luz del amanecer, pero de la capucha parecía emanar un tenue resplandor verdoso y la espalda de aquel individuo parecía deforme.

—No cabe duda de que no quieren perder de vista a esos caballeros —señaló Kalten.

—Espero que tengan buena estancia en Demos —comentó Sparhawk—. Olven mantendrá la ventaja durante todo el camino. He de hablar con Sephrenia. Regresemos junto a los otros. Nos quedaremos quietos alrededor de una hora hasta tener la certeza de que los soldados están fuera de la zona y después reanudaremos la marcha.

—Buena idea. De todas maneras me siento predispuesto a tomar el desayuno.

Condujeron los caballos por húmedos bosques hasta una pequeña depresión en cuyo centro brotaba entre helechos una fuente de escaso caudal.

—¿Han pasado? —preguntó Tynian.

—Al galope —repuso Kalten sonriendo—. Y apenas han mirado los contornos. ¿Tiene alguien algo que comer? Me muero de hambre.

—Yo tengo una tajada de tocino entreverado crudo —ofreció Kurik.

—¿Crudo?

—El fuego produce humo, Kalten. ¿De veras queréis llenar de soldados estos bosques?

Kalten suspiró.

—Hay alguien… o algo… cabalgando con esos soldados —anunció Sparhawk, mirando a Sephrenia—. Me ha causado un sentimiento de inquietud, y creo que era la misma criatura que entreví anoche.

—¿Podríais describirlo?

—Es bastante alto y extremadamente delgado. Tiene la espalda como deformada y lleva un sayo negro con capucha, con lo cual no he podido verlo en detalle. —Frunció el entrecejo—. Esos soldados eclesiásticos de la columna parecían medio dormidos. Por lo general ponen más atención en lo que hacen.

—Esa criatura que habéis visto —dijo con semblante serio Sephrenia—, ¿tenía algo de particular?

—No estoy en condiciones de asegurarlo, pero su cara parecía despedir una especie de luz verdusca. Anoche también reparé en ello.

—Me parece que será mejor que partamos de inmediato, Sparhawk —aconsejó la mujer, con expresión preocupada.

—Los soldados no saben que estamos aquí —objetó.

—Lo sabrán dentro de poco. Acabáis de describir a un Buscador. En Zemoch los utilizan para perseguir a los esclavos fugitivos. El bulto de la espalda lo producen las alas.

—¿Alas? —se extrañó Kalten—. Sephrenia, ningún mamífero tiene alas… salvo los murciélagos.

—Esto no es un mamífero, Kalten —replicó—. Es más semejante a un insecto…, aunque ninguna palabra designa con exactitud las criaturas que invoca Azash.

—No creo que debamos preocuparnos por un simple bicho —restó importancia el caballero.

—Con esta criatura concreta, sí. Apenas tiene algo semejante a un cerebro, pero eso da igual, porque Azash le infunde su espíritu y sus pensamientos. Puede ver a gran distancia en la niebla y la oscuridad. Tiene oído muy fino y un agudo olfato. En cuanto esos soldados divisen la columna de Olven, sabrá que no cabalgamos con los caballeros. Los soldados retrocederán de inmediato.

—¿Estáis diciendo que los soldados eclesiásticos acatarán órdenes de un insecto? —inquirió, incrédulo, Bevier.

—No tienen opción. Ahora carecen de voluntad propia. El Buscador los controla por completo.

—¿Cuánto duran los efectos? —le preguntó.

—Mientras duren sus vidas…, las cuales no suelen prolongarse mucho. Tan pronto como deja de necesitarlos, los consume. Sparhawk, corremos un grave peligro. Partamos sin dilación.

—Ya la habéis oído —corroboró, ceñudo, Sparhawk—. Salgamos de aquí.

Dejaron atrás la arboleda a galope medio y cruzaron un amplio y verde prado donde unas vacas moteadas de marrón y blanco pacían con las rodillas hundidas en la hierba. Sir Ulath situó su montura al lado de Sparhawk.

—No es asunto de mi incumbencia —dijo el caballero genidio de enmarañado pelo—, pero teníais veinte pandion con vos allá. ¿Por qué no habéis vuelto grupas y eliminado simplemente a esos soldados y su bicho?

—Cincuenta soldados muertos esparcidos en la orilla de un camino llamarían la atención —explicó Sparhawk— y las tumbas recientes son también demasiado llamativas.

—Tiene sentido, supongo —repuso Ulath con un gruñido—. El hecho de vivir en un reino superpoblado tiene sus propios inconvenientes, ¿no es cierto? Allá en Thalesia, los trolls y ogros suelen dar cuenta de ese tipo de cosas antes de que alguien pase por allí.

—¿De veras comen carroña? —preguntó Sparhawk, estremecido, atisbando por encima del hombro posibles señales de persecución.

—¿Los trolls y ogros? Oh, sí…, siempre que la carroña no esté demasiado putrefacta. Un rollizo soldado eclesiástico serviría para alimentar a una familia de trolls durante una semana más o menos. Ése es uno de los motivos por los que en Thalesia no hay muchos soldados eclesiásticos ni muchos cementerios de éstos. La cuestión es, sin embargo, que no me gusta dejar enemigos vivos tras de mí. Esos soldados eclesiásticos podrían volver para darnos caza y, si esa criatura que los acompaña es tan peligrosa como afirma Sephrenia, deberíamos haber acabado con ella mientras teníamos ocasión de hacerlo.

—Tal vez tengáis razón —admitió Sparhawk—, pero ahora es demasiado tarde, me temo. Olven está demasiado lejos. Lo único que podemos hacer es acelerar el paso y confiar en que los caballos de los soldados caigan exhaustos antes que los nuestros. Hablaré un poco más con Sephrenia respecto a ese Buscador. Tengo la impresión de que hay cosas sobre él que no me ha revelado.

Tras una jornada de dura marcha, no percibieron señales de que los soldados los siguieran.

—Hay una posada más adelante —anunció Kalten cuando el crepúsculo se instalaba sobre el ondulado terreno—. ¿Queréis pernoctar en ella?

Sparhawk miró a Sephrenia.

—¿Qué opináis?

—Solamente unas horas —aconsejó—, el tiempo suficiente para dar de comer a los caballos y dejar que descansen un poco. El Buscador ya sabe que no estamos con esa columna y es seguro que nos seguirá el rastro. Hemos de seguir avanzando.

—Podríamos al menos cenar —añadió Kalten— y dormir tal vez un par de horas. Llevo muchas horas despierto. Además, podríamos conseguir alguna información si formulamos las preguntas acertadas.

La posada estaba regentada por un delgado hombre de animado talante y su regordeta y jovial esposa. Era un lugar acogedor y esmeradamente limpio. La gran chimenea del fondo de la sala principal no humeaba y había juncos frescos en el suelo.

—No vemos mucha gente de la ciudad en estos parajes recónditos del campo —comentó el posadero, sirviendo una bandeja de carne de vaca asada— y muy raramente caballeros… Al menos, deduzco por vuestra vestimenta que sois caballeros. ¿Qué os trae por estas tierras, mis señores?

—Nos dirigimos a Kelosia —mintió sin esfuerzo Kalten—. Asuntos eclesiásticos. Como teníamos prisa, decidimos cortar a campo traviesa.

—Hay un camino que lleva a Kelosia, unas tres leguas al sur —informó amablemente el posadero.

—Los caminos dan muchas vueltas —adujo Kalten— y, como os he dicho, tenemos prisa.

—¿Algún suceso de interés por la comarca? —preguntó Tynian sin mostrar apenas curiosidad.

El ventero rió irónicamente.

—¿Qué puede acontecer en un lugar como éste? Los campesinos pasan el tiempo conversando sobre una vaca que murió hace seis meses. —Acercó una silla y tomó asiento en la mesa sin aguardar invitación. Exhaló un suspiro—. De joven viví unos años en Cimmura. Ése sí es un sitio donde ocurren realmente cosas. ¡Cuánto añoro su bullicio!

—¿Qué os impulsó a instalaros aquí? —inquirió Kalten, cortando una nueva tajada de vaca con su daga.

—Mi padre me dejó este establecimiento al morir. Nadie quería comprarlo, de modo que no tuve posibilidad de elección. —Frunció ligeramente el entrecejo—. Ahora que lo mencionáis —añadió, volviendo al tema anterior—, durante los últimos meses ha venido ocurriendo algo fuera de lo habitual.

—¿Ah, sí? —exclamó prudentemente Tynian.

—Hemos visto bandas de estirios errantes. Todo el campo está infestado de ellos. Por lo general no viajan tanto, ¿verdad?

—No —respondió Sephrenia—. No somos un pueblo nómada.

—Ya me ha parecido que erais estiria, señora, por vuestro aspecto y la ropa que lleváis. Tenemos un pueblo estirio no lejos de aquí. Son buenas personas, supongo, pero se mantienen al margen de las demás. —Recostó la espalda en el respaldo—. Creo que los estirios podríais evitar muchos de los problemas que surgen de vez en cuando, si sostuvierais relaciones más estrechas con vuestros vecinos.

—No va con nuestra naturaleza —murmuró Sephrenia—. Yo no creo que los elenios y los estirios deban vivir conjuntamente.

—Es posible que tengáis parte de razón —acordó el posadero.

—¿Realizan esos estirios alguna actividad especial? —preguntó Sparhawk, confiriendo un tono neutro a su voz.

—Hacen preguntas mayormente. No sé por qué, parecen sentir gran curiosidad por la guerra contra los zemoquianos. —Se puso en pie—. Que aproveche la cena —les deseó antes de regresar a la cocina.

—Tenemos un problema —anunció gravemente Sephrenia—. Los estirios occidentales no vagan por el campo. Nuestros dioses prefieren que permanezcamos cerca de sus altares.

—¿Son zemoquianos pues? —dedujo Bevier.

—Casi con toda certeza.

—Cuando estaba en Lamorkand, hubo informes acerca de zemoquianos infiltrados en el campo al este de Motera —recordó Kalten—. Hacían lo mismo que aquí: vagar por las zonas rurales haciendo preguntas, en su mayor parte referentes al folklore.

—Al parecer, Azash tiene un plan en gran medida similar al nuestro —reflexionó Sephrenia—. Intenta reunir la información que lo conduzca a Bhelliom.

—Entonces hemos emprendido una carrera —infirió Kalten.

—Me temo que sí, y él dispone de zemoquianos diseminados que nos han tomado la delantera.

—Y de soldados eclesiásticos que nos siguen los pasos —agregó Ulath—. Por cierto, habéis permitido que nos cercaran, Sparhawk. ¿Cabe la posibilidad de que ese Buscador controle a esos zemoquianos errantes al igual que domina la mente de los soldados? —preguntó el corpulento thalesiano a Sephrenia—. Podríamos precipitarnos en una emboscada si ése fuera el caso.

—No estoy del todo segura —repuso la mujer—. He oído muchas descripciones de los Buscadores de Otha, pero no he visto ninguno en acción.

—Esta mañana no habéis tenido tiempo de especificar sus características —señaló Sparhawk. Exactamente, ¿cómo controla ese ser a los soldados de Annias?

—Es venenoso —dijo—. Su mordedura paraliza la voluntad de sus víctimas… o de aquellos a quienes quiere dominar.

—En ese caso, cumpliré gustosamente el deber de no permitir que me muerda —bromeó Kalten.

—Tal vez no podáis evitarlo —advirtió Sephrenia—. Ese brillo verde es hipnótico. Ello le permite acercarse lo bastante para inyectar el veneno.

—¿A qué velocidad puede volar? —inquirió Tynian.

—En esta fase de su desarrollo no vuela —respondió la estiria—. Sus alas no maduran hasta no haber alcanzado la edad adulta. Además, ha de estar en el suelo para captar el olor de su futura presa. Por lo general viaja a caballo, y, dado que controla la montura del mismo modo que a las personas, el Buscador se limita a cabalgarla sin descanso hasta que cae muerta de fatiga, y luego se adueña de otra. De esa manera puede recorrer un terreno considerable.

—¿Qué come? —preguntó Kurik—. Quizá podamos tenderle una trampa.

—Básicamente, humanos.

—Sería harto difícil encontrar señuelo —admitió el escudero.

Todos se acostaron después de la cena, pero a Sparhawk se le antojó que apenas acababa de recostar la cabeza en la almohada cuando Kurik lo despertó.

—Es medianoche —anunció el escudero.

—Bien —respondió Sparhawk, incorporándose con cansancio en la cama.

—Llamaré a los demás —notificó Kurik— y después iré con Berit a ensillar los caballos.

Tras vestirse, Sparhawk bajó a hablar con el adormilado posadero.

—Decidme, compadre —dijo—, ¿hay por azar algún monasterio en los contornos?

El ventero se rascó la cabeza.

—Me parece que hay uno cerca del pueblo de Verine —repuso—. Eso está a unas cinco leguas de aquí en dirección este.

—Gracias, compadre —dijo Sparhawk. Miró en derredor y añadió—: Tenéis una agradable y acogedora posada, y vuestra esposa mantiene limpias las camas y cocina muy bien. Mencionaré vuestra venta a mis amigos.

—Es muy amable de vuestra parte, caballero.

Sparhawk inclinó la cabeza y salió a reunirse con los demás.

—¿Cuál es el programa? —inquirió Kalten.

—El posadero cree que hay un monasterio cerca de un pueblo situado a unas cinco leguas. Deberíamos llegar allí por la mañana. Quiero enviar información de esto a Chyrellos, a Dolmant.

—Yo podría llevarle el mensaje, sir Sparhawk —se ofreció con vehemencia Berit.

Sparhawk sacudió la cabeza.

—A estas alturas el Buscador ya puede seguiros por el olor, Berit. No quiero que os tiendan una celada en el camino a Chyrellos. Es preferible enviar un monje anónimo en vuestro lugar. De todas maneras ese monasterio nos cae de camino, con lo cual no representa ninguna pérdida de tiempo. A caballo.

La luna estaba llena y el cielo nocturno claro mientras cabalgaban alejándose de la posada.

—Por allí —señaló Kurik.

—¿Cómo lo sabéis? —le preguntó Talen.

—Por las estrellas —repuso Kurik.

—¿Queréis decir que sois capaz de orientaros por las estrellas? —Talen parecía impresionado.

—Por supuesto. Los marinos vienen haciéndolo desde hace miles de años.

—No lo sabía.

—Debieras haberte quedado en la escuela.

—Yo no tengo intención de ser marinero, Kurik. Sólo me atrae la idea de robar el pescado.

Cabalgaron en la noche bañada por los rayos de luna, siguiendo rumbo este y, llegada la mañana, cuando habían recorrido alrededor de cinco leguas, Sparhawk subió a un cerro para inspeccionar el terreno.

—Hay un pueblo en línea recta —comunicó a los otros de regreso—. Confiemos en que sea el que buscamos.

La población se hallaba situada en un profundo valle. Era una pequeña aldea de unas doce casas de piedra con una iglesia en un extremo de su única calle pavimentada y una taberna en el otro. Una gran edificación amurallada se erguía sobre una colina en las afueras.

—Disculpad, compadre —preguntó Sparhawk a un transeúnte, tras entrar con estrépito de cascos en el pueblo—. ¿Es esto Verine?

—Lo es.

—¿Es el monasterio aquello de la colina?

—Lo es —volvió a responder el hombre, con voz algo lúgubre.

—¿Ocurre algún problema?

—Los monjes que viven allí poseen todas las tierras de los contornos —repuso el campesino—. El arrendamiento que hemos de pagarles es despiadado.

—¿No sucede siempre lo mismo? Los terratenientes son codiciosos.

—Los monjes exigen diezmos aparte del arrendamiento. Ello es un poco excesivo, ¿no os parece?

—En eso tenéis parte de razón.

—¿Por qué llamáis «compadre» a todo el mundo? —preguntó Tynian cuando reemprendieron la marcha.

—La costumbre, supongo —contestó Sparhawk—. Lo aprendí de mi padre y es algo que suele tranquilizar a la gente.

—¿Por qué no llamarlo «amigo» entonces?

—Porque nunca estoy seguro de que ése sea el caso. Vayamos a hablar con el abad de ese monasterio.

La abadía era un edificio de aspecto severo circundado por una muralla de arenisca amarilla. En los campos que lo rodeaban, cuidados con esmero, unos monjes con sombreros cónicos de paja trabajaban pacientemente bajo el sol de la mañana, entre certeros surcos de verduras. Sparhawk y sus compañeros entraron directamente al patio central, ya que las puertas estaban abiertas. Un delgado y ojeroso hermano de expresión algo temerosa salió a recibirlos.

—Buenos días, hermano —lo saludó Sparhawk, que abrió la capa para mostrar el pesado amuleto de plata prendido a una cadena que lo identificaba como un caballero pandion—. Si no es excesiva molestia, desearíamos hablar con vuestro abad.

—Lo traeré al instante, mi señor. —El monje se escabulló en el interior del edificio.

El abad era un jovial hombrecillo entrado en carnes con tonsura impecablemente rasurada y rostro colorado y sudoroso. El suyo era un pequeño y remoto monasterio que apenas tenía contacto con Chyrellos, y la obsequiosidad que desplegó ante la súbita e inesperada visita de los caballeros de la Iglesia resultaba casi embarazosa.

—Mis señores —dijo, casi postrándose en el suelo—, ¿en qué puedo serviros?

—Se trata de un pequeño favor —repuso Sparhawk—. ¿Conocéis al patriarca de Demos?

—¿El patriarca Dolmant? —exclamó con reverencia el abad después de tragar saliva.

—Un hombre alto —acordó Sparhawk—, de aspecto más bien delgado y macilento. Necesitamos enviarle un mensaje. ¿Disponéis de algún joven monje que tenga cierto nervio y un buen caballo, que pudiera llevarle un mensaje al patriarca? Sería en servicio de la Iglesia.

—D…, desde luego, caballero.

—Confiaba en que así fuera. ¿Tenéis una pluma y tinta a mano, mi señor abad? Anotaré el mensaje y después ya no os importunaremos más.

—Una petición mas, mi señor abad —agregó Kalten—. ¿Podríamos molestaros con una demanda de comida? Llevamos cierto tiempo por los caminos y nuestras existencias van mermando. Nada demasiado refinado, claro está… Unos cuantos pollos asados, tal vez un jamón o dos, una lonja de tocino, ¿un cuarto trasero de vaca, quizá?

—Por supuesto, caballero —se apresuró a aceptar el abad.

Sparhawk redactó la nota destinada a Dolmant mientras Kurik y Kalten cargaban las provisiones en un caballo de carga.

—¿Era necesario que hicieras eso? —preguntó Sparhawk a Kalten cuando se marchaban.

—La caridad es una virtud cardinal, Sparhawk —replicó Kalten con tono solemne—. Me gusta avivarla siempre que tengo la posibilidad de hacerlo.

El terreno por el que galopaban era cada vez más desolado. La tierra era escasa y pobre, fértil únicamente en espinos y malas hierbas. De trecho en trecho había charcas de agua estancada en torno a las cuales crecían raquíticos árboles de aspecto enfermizo. El cielo se había encapotado y el atardecer producía un sentimiento de tristeza.

Kurik rezagó su caballo castrado a la altura del de Sparhawk.

—No parece muy prometedor, ¿verdad? —observó.

—Deprimente —acordó Sparhawk.

—Creo que deberemos acampar en algún paraje esta noche. Los caballos están casi extenuados.

—Yo mismo tampoco me siento muy animado —admitió Sparhawk. Sentía los ojos cansados y tenía un molesto dolor de cabeza.

—El único inconveniente es que no he visto agua límpida en el transcurso de la última legua. ¿Por qué no me llevo a Berit e intentamos encontrar una fuente o arroyo?

—Mantén los ojos bien abiertos —lo previno Sparhawk.

—Berit —llamó Kurik, volviéndose—. Os necesito.

Sparhawk y el resto siguieron avanzando al trote mientras el escudero y el novicio se desviaban en busca de agua potable.

—También podríamos seguir cabalgando —propuso Kalten.

—No a menos que sientas deseos de continuar a pie antes de que amanezca —replicó Sparhawk—. Kurik tiene razón. A los caballos apenas les quedan fuerzas.

—Supongo que tienes razón.

En ese momento, Kurik y Berit descendieron una colina cercana al galope.

—¡Preparaos! —gritó Kurik, aprestando su maza—. ¡Tenemos compañía!

—¡Sephrenia! —ordenó Sparhawk—, coged a Flauta y ocultaos tras esas rocas. Talen, ve a buscar las bestias de carga. —Desenvainó la espada y se situó en vanguardia, al tiempo que los demás se armaban.

Eran unos cincuenta hombres que descendían de la colina cabalgando a rienda suelta. Soldados eclesiásticos ataviados con sus rojas túnicas, estirios con sayos tejidos a mano y unos cuantos campesinos componían un grupo extrañamente abigarrado. Todos tenían el semblante inexpresivo y los ojos apagados. Arremetieron sin temor alguno, a pesar de que los caballeros de la Iglesia, armados hasta los dientes, corrían a su encuentro.

Sparhawk y sus compañeros se dispersaron, preparados para afrontar el ataque.

—¡Por Dios y la Iglesia! —gritó Bevier, blandiendo su hacha.

Después espoleó el caballo y se precipitó en medio de los atacantes. La vertiginosa reacción del joven cirínico tomó de improviso a Sparhawk, pero pronto se recobró y salió en ayuda de su compañero. Bevier, no obstante, no parecía necesitarla. Con el escudo contenía las torpes y maquinales estocadas de espada de los emboscados, y su hacha de largo mango silbaba en el aire para penetrar profundamente en los cuerpos de sus enemigos. A pesar de las espantosas heridas que les infligía, los hombres que abatía no emitían ni un gemido al caer del caballo. Luchaban y morían inmersos en un extraño silencio. Sparhawk cabalgó tras de Bevier, derribando a los sujetos de embotada expresión que intentaban atacar al cirínico por la espalda. Su espada partió casi en dos a un soldado eclesiástico, pero éste, sin siquiera pestañear, alzó la espada para descargarla en la espalda de Bevier, lo cual impidió Sparhawk hendiéndole la cabeza con un amplio mandoble. El soldado cayó de la silla y quedó tendido, retorciéndose sobre la hierba manchada de sangre.

Kalten y Tynian habían flanqueado a los atacantes por ambos lados y se abrían paso a estocadas hacia el centro de la refriega mientras Ulath, Kurik y Berit interceptaban a los escasos supervivientes que lograban atravesar la línea del concertado contraataque.

El suelo pronto estuvo lleno de cadáveres vestidos con rojas túnicas y ensangrentados sayos blancos estirios. Los caballos sin jinete huían de la contienda, relinchando despavoridos. Sparhawk sabía que, en circunstancias normales, los agresores situados en retaguardia cejarían y se darían a la fuga al ver lo acaecido a sus camaradas. Pero aquellos hombres de expresión inalterable persistían en su ataque, lo cual los obligaba a matarlos a todos.

—¡Sparhawk! —gritó Sephrenia—. ¡Allá arriba! —Señalaba a lo alto de la colina de donde habían surgido los agresores.

Era la alta y esquelética figura encapuchada de negro que Sparhawk ya había visto en dos ocasiones. Permanecía inmóvil a caballo con aquel tenue resplandor verde que emanaba de su rostro oculto.

—¡Ese bicho está comenzando a cansarme! —exclamó Kalten—. La mejor manera de librarse de un insecto es pisotearlo. —Alzó el escudo e, hincando los talones en los flancos de su montura, emprendió al galope el ascenso de la colina con la espada en alto en actitud amenazadora.

—¡Kalten! ¡No! —El penetrante grito de Sephrenia estaba impregnado de horror.

Pero Kalten no prestó atención a su advertencia. Profiriendo un juramento, Sparhawk se dispuso a seguir a su amigo.

En ese preciso momento Kalten fue desarzonado del caballo por alguna fuerza invisible, y la figura apostada sobre la colina gesticuló casi desdeñosamente. Sparhawk observó con repugnancia que lo que emergía de la manga del negro sayo no era una mano, sino algo muy semejante a las pinzas delanteras de un escorpión.

Cuando bajaba de lomos de Faran para correr a socorrer a Kalten, Sparhawk abrió la boca con estupor. De algún modo Flauta había escapado a la estrecha vigilancia de Sephrenia y había avanzado hacia la falda de la colina. Golpeó imperiosamente el suelo con un piececito manchado de hierba y se llevó su tosca flauta a los labios. La melodía que interpretó era severa, ligeramente disonante incluso; por alguna misteriosa razón, parecía disponer del acompañamiento de un vasto e invisible coro de voces humanas. El encapuchado de la colina se tambaleó sobre la silla como si le hubieran asestado un tremendo golpe. La canción de Flauta incrementó su fuerza y el incorpóreo coro la hinchó en un poderoso crescendo. El sonido era tan agobiante que Sparhawk hubo de taparse los oídos. La música había alcanzado el grado del dolor físico.

El Buscador exhaló un chillido, un sonido espantosamente inhumano, y también se llevó las garras a ambos costados de la encapuchada cabeza. Después volvió grupas y huyó por la ladera opuesta.

No había tiempo para perseguir a aquel monstruoso ser. Kalten yacía jadeante en el suelo, con semblante demudado y las manos aferradas al estómago.

—¿Estás bien? —le preguntó Sparhawk, arrodillándose junto a él.

—Déjame en paz —contestó resollando Kalten.

—No seas estúpido. ¿Estás herido?

—No. Simplemente tenía ganas de tumbarme aquí. —El rubio caballero espiró entrecortadamente—. ¿Con qué me ha golpeado? Nunca me habían propinado un golpe tan fuerte.

—Será mejor que dejes que te eche una mirada.

—Estoy bien, Sparhawk. Sólo me ha dejado sin resuello, eso es todo.

—Insensato. Sabes bien qué es esa cosa. ¿En qué estabas pensando? —Sparhawk sentía de pronto una furia irracional.

—Entonces me pareció una buena idea —dijo Kalten con una débil sonrisa—. Quizás he debido reflexionar un poco más.

—¿Está herido? —inquirió Bevier, desmontando y encaminándose hacia ellos con expresión preocupada.

—Creo que se repondrá. —Sparhawk se levantó, controlando, no sin esfuerzo, su cólera—. Sir Bevier —dijo un tanto ceremoniosamente—, tenéis experiencia en este tipo de cosas. Deberíais saber cómo obrar cuando sois atacado. ¿Qué demonio se ha adueñado de vos para precipitaros en medio de ellos de ese modo?

—No pensaba que fueran tantos, Sparhawk —respondió a la defensiva Bevier.

—Eran suficientes. Uno solo basta para matar.

—Estáis disgustado conmigo, ¿no es así, Sparhawk? —La voz de Bevier expresaba pesar.

Sparhawk observó un momento la sincera expresión del joven caballero y luego suspiró.

—No, Bevier, me parece que no. Simplemente me habéis dejado estupefacto, eso es todo. Por favor, por consideración a mis nervios, no volváis a actuar de manera inusitada. Yo ya voy para viejo y las sorpresas me echan años encima.

—Tal vez no he tenido en cuenta los sentimientos de mis camaradas —admitió, contrito, Bevier—. Prometo que no volverá a ocurrir.

—Os lo agradezco, Bevier. Ayudemos a Kalten a bajar la colina. Quiero que Sephrenia lo examine, y estoy seguro de que ella tendrá ganas de mantener una charla con él…, una buena y larga charla.

Kalten dio un respingo.

—Supongo que no puedo convencerte para que me dejes aquí. Se está muy bien encima de la tierra.

—En efecto, Kalten —respondió sin miramientos Sparhawk—. Pero no te apures. A ella le caes bien, de manera que seguramente no te hará nada…, al menos nada que tenga efectos duraderos.