La noche era entrada. Una densa niebla gris se había levantado del río Cimmura y se mezclaba con el persistente humo de leña que despedían miles de chimeneas, tornando borrosa la imagen de las casi desiertas calles de la ciudad. Aun así, el caballero pandion, sir Sparhawk, caminaba con cautela, manteniéndose al abrigo de las sombras en la medida de lo posible. Las calles relucían con la humedad y unas pálidas aureolas con los colores del arco iris rodeaban las antorchas que trataban débilmente de alumbrar con su tenue luz las callejas por las que ningún hombre sensato se aventuraría a esas horas. Las casas que flanqueaban la rúa por la que transitaba Sparhawk apenas eran más que negras sombras perfiladas. Sparhawk seguía avanzando, aguzando aún más el oído que la vista, pues en aquella lóbrega noche el sonido era mucho más importante que la visión para advertir la proximidad del peligro.
Era aquélla una mala hora para deambular a la intemperie. De día, Cimmura no era más peligrosa que cualquier otra ciudad. De noche, era una jungla donde los fuertes se cebaban en los débiles y los incautos. Pero Sparhawk no pertenecía a ninguna de esas categorías. Bajo su sencilla capa de viaje iba revestido de cota de malla, y una pesada espada pendía de su costado. En la mano llevaba, además, una corta lanza de guerra de ancho hierro. El hombre de nariz torcida casi deseaba que algún insensato intentara atacarlo. Cuando lo provocaban, Sparhawk no era el más razonable de los hombres y en los últimos tiempos había soportado diversas provocaciones.
Sin embargo, era asimismo consciente de la urgencia del cometido que le aguardaba. Por más satisfactoria que le hubiera resultado la excitación de la pelea con unos desconocidos e insignificantes asaltantes, tenía responsabilidades. La vida de su pálida y joven reina pendía de un hilo y, aunque calladamente, ella exigía fidelidad absoluta a su paladín. Por nada del mundo la traicionaría, y morir en algún cenagoso arroyo a consecuencia de un enfrentamiento sin importancia no serviría de nada a la soberana que había jurado proteger. Ése era el motivo por el que se movía con cautela, con un andar más silencioso que el de un asesino a sueldo.
En algún punto, más adelante, percibió el balanceo de nebulosas antorchas y oyó el paso acompasado de varios hombres marchando al unísono. Murmuró un juramento y se retiró hacia un maloliente callejón.
Media docena de individuos pasaron, con sus rojas túnicas humedecidas por la niebla y largas picas inclinadas sobre el hombro.
—Es en ese local de la calle de la Rosa —decía con arrogancia el oficial— donde los pandion intentan esconder sus impíos manejos. Saben que estamos vigilando, por supuesto, pero nuestra presencia limita sus movimientos y deja a Su Excelencia, el primado, libre de su interferencia.
—Conocemos los hechos, lugarteniente —señaló, aburrido, un cabo—. Hace ya un año que hacemos lo mismo.
—Oh. —El vanidoso y joven lugarteniente parecía algo alicaído—. Solamente quiero asegurarme de que lo habéis entendido bien, eso es todo.
—Sí, señor —contestó el cabo.
—Esperad aquí —indicó el lugarteniente, tratando de adoptar un tono tajante—. Voy a inspeccionar. —Caminó por la calle, hollando ruidosamente los adoquines rezumantes de humedad.
—Vaya un burro —murmuró el cabo, dirigiéndose a sus compañeros.
—A ver si maduras, cabo —dijo un viejo veterano de pelo gris—. Nosotros recibimos la paga, de manera que obedecemos sus órdenes y nos guardamos las opiniones para nosotros mismos. Limítate a hacer tu trabajo y deja las opiniones para los oficiales.
El cabo gruñó amargamente.
—Estuve en la corte ayer —explicó—. El primado Annias había mandado llamar a ese mocoso de ahí, y el necio había de llevar una escolta, faltaría más. ¿Vais a creer que el lugarteniente no paró de adular al bastardo Lycheas?
—Ésa es la especialidad de los lugartenientes —repuso con indiferencia el veterano—. Son unos pelotilleros natos y el bastardo es el príncipe regente, a pesar de todo. Estoy convencido de que eso da un sabor dulzón a sus botas para aquellos que le lamen los pies, pero el lugarteniente ya tendrá seguramente callos en la lengua a estas alturas.
—Eso sí que es la pura verdad —aprobó, riendo, el cabo—, pero, si la reina se recuperara, ¿no sería una sorpresa para él descubrir que había tragado todo ese betún de las botas para nada?
—Sería mejor que no pusieras tus esperanzas en ello, cabo —observó uno de los soldados—. Si se despierta y vuelve a tomar control de su propio tesoro, Annias ya no tendrá dinero para pagarnos el mes que viene.
—Siempre puede hurgar en los cepillos de la iglesia.
—No sin rendir cuentas. La jerarquía de Chyrellos exprime cada ochavo del dinero de las iglesias hasta hacerlo chirriar.
—Todo en orden —llamó el oficial entre la niebla—. La posada de los pandion está en línea recta. He relevado a los soldados que estaban de guardia, de modo que será mejor que vayáis a ocupar vuestros puestos.
—Ya lo habéis oído —dijo el cabo—. Moveos. —Los soldados eclesiásticos se alejaron en formación entre la bruma.
Sparhawk sonrió brevemente en la oscuridad. Eran raras las ocasiones en que le era dado escuchar las fortuitas conversaciones del enemigo. Hacía tiempo que sospechaba que a los soldados del primado de Cimmura los alentaba más la avaricia que cualquier sentimiento de lealtad o piedad. Dio un paso afuera del callejón y volvió a retroceder de un salto al oír otras pisadas que se acercaban por la calle. Por alguna desconocida razón, las calles de Cimmura, habitualmente vacías por la noche, estaban inundadas de gente. Los pasos eran ruidosos, de lo cual infirió que quienquiera que fuese no intentaba huir de nadie. Sparhawk alzó la lanza de corta asta. Entonces vio la silueta de un hombre recortada en la niebla. El individuo llevaba un sayo oscuro y un gran cesto al hombro. Parecía un obrero, pero no había modo de comprobarlo. Sparhawk permaneció quieto y dejó que pasara. Aguardó hasta que se perdió el rumor de sus pasos antes de salir otra vez a la calle. Caminaba con cuidado, sin producir ningún sonido al rozar con sus flexibles botas los mojados adoquines, y mantenía su capa gris firmemente pegada al cuerpo para amortiguar cualquier tintineo de su cota de malla.
Atravesó una calle solitaria para evitar la vacilante y amarillenta luz de las lámparas que proyectaba la puerta abierta de una taberna donde sonaban canciones obscenas. Al pasar entre la luz envuelta en niebla, tomó la lanza con la mano izquierda y tiró más adelante la capucha de su capa para cubrirse el rostro.
Se detuvo, con los ojos y oídos alerta, escrutando la nebulosa calle que se hallaba ante él. La dirección que seguía conducía a la Puerta del Este, pero nada le impedía desviarse. El rumbo del que camina en línea recta es previsible, lo cual lo convierte en presa fácil. Era de vital importancia que abandonara la ciudad sin ser visto ni reconocido por los hombres de Annias, aun cuando para ello hubiera de emplear toda la noche. Cuando comprobó que la calle estaba vacía, continuó su camino, al abrigo de las más profundas sombras. En una esquina, bajo la difusa luz anaranjada de una antorcha, un andrajoso mendigo permanecía sentado junto a un muro. Llevaba los ojos vendados y en sus brazos y piernas se advertían diversas llagas de apariencia genuina. Sparhawk sabía que no era una hora provechosa para pedir limosna, lo cual lo llevó a pensar que aquel sujeto debía de hallarse allí con otro fin. En ese momento, una pizarra de un tejado cayó a la calle, a corta distancia de donde se encontraba Sparhawk, y se rompió contra los adoquines.
—¡Caridad! —clamó el pedigüeño con voz desesperada, a pesar de que los pies calzados de suave piel de Sparhawk no habían producido el menor ruido.
—Buenas noches, compadre —saludó el fornido caballero en voz baja y, cruzando la calle, arrojó un par de monedas en la escudilla del mendigo.
—Gracias, mi señor. Dios os bendiga.
—Se supone que no podéis verme, compadre —le recordó Sparhawk—. Ignoráis si soy un señor o un plebeyo.
—Es tarde —se excusó el pordiosero— y tengo sueño. A veces lo olvido.
—Un descuido muy peligroso —lo reprendió Sparhawk—. Poned atención en los negocios. Oh, ya que os he visto, presentadle mis respetos a Platime. —Platime era un sujeto extremadamente gordo que controlaba con puño de hierro los bajos fondos de la ciudad de Cimmura.
El mendicante se levantó la venda de los ojos, miró a Sparhawk y los ojos se le desorbitaron al reconocerlo.
—Y decidle a vuestro amigo del tejado que no se ponga nervioso —añadió Sparhawk—. En todo caso, podríais aconsejarle que mire dónde pone los pies. La última pizarra que ha desprendido casi me rompe la crisma.
—Es nuevo en el oficio —repuso el mendigo con un respingo—. Todavía le queda mucho que aprender para ser un buen ladrón.
—En efecto —acordó Sparhawk—. Tal vez podáis ayudarme, compadre. Talen me habló de una taberna adosada a la muralla oriental de la ciudad. Por lo visto tiene una buhardilla que alquila de tarde en tarde. ¿Sabéis por azar dónde está situada?
—Está en el callejón de la Cabra, sir Sparhawk. Tiene un letrero que pretende representar un racimo de uvas. Es inconfundible. —El pedigüeño entornó los ojos—. ¿Dónde ha estado Talen últimamente? Hace mucho que no lo veo.
—Su padre lo ha tomado a su cargo, por así decirlo.
—Ni siquiera sabía que Talen tuviera padre. Ese chico llegará lejos si no lo cuelgan antes. Ya es casi el mejor ladrón de Cimmura.
—Lo sé —confirmó Sparhawk—. Ya me ha vaciado los bolsillos unas cuantas veces. —Tiró un par de monedas más en la escudilla—. Agradecería que mantuvierais en secreto el hecho de que me habéis visto esta noche, compadre.
—No os he visto, sir Sparhawk —aseguró sonriendo el mendigo.
—Ni yo a vos ni a vuestro amigo del tejado.
—Entonces todos salimos ganando. Buena suerte.
—Lo mismo os deseo en la vuestra.
Sparhawk sonrió y prosiguió la marcha. Su breve contacto con el lado más sórdido de la sociedad de Cimmura había sido nuevamente productivo. Aun no siendo exactamente sus aliados, Platime y el inframundo que éste controlaba podían servir de gran ayuda. Sparhawk dobló un recodo para asegurarse de que, en caso de que el desmañado ladrón que deambulaba por el tejado fuera descubierto en el transcurso de sus actividades, la inevitable persecución que ello acarrearía no atrajera la guardia a la misma calle que él recorría.
Como siempre sucedía cuando se hallaba solo, los pensamientos de Sparhawk derivaron hacia su reina. Conocía a Ehlana desde que era una niña, si bien no la había visto durante los diez años que había permanecido exiliado en Rendor. El recuerdo de ella sentada en el trono, incrustada en un cristal tan duro como el diamante, le desgarraba el corazón. Comenzó a lamentar no haber aprovechado la oportunidad que había tenido aquella noche de matar al primado Annias. Cualquier envenenador era un ser detestable, pero el hombre que había envenenado a la reina de Sparhawk había atraído sobre sí un peligro mortal, pues Sparhawk no era persona que dejara fermentar durante demasiado tiempo antiguas afrentas.
Entonces oyó unos pasos furtivos tras él en la niebla y, retirándose hacia un recóndito zaguán, guardó una completa inmovilidad. Eran dos hombres, vestidos con ropajes no identificables.
—¿Aún lo ves? —susurró uno de ellos al otro.
—No. Esta niebla es cada vez más espesa. Sin embargo, está justo delante de nosotros.
—¿Estás seguro de que es un pandion?
—Cuando lleves en esto tanto tiempo como yo, aprenderás a reconocerlos. Es su manera de andar y el porte de su espalda. Es un pandion, sin lugar a dudas.
—¿Qué está haciendo por la calle a estas horas de la noche?
—Eso es lo que nosotros hemos venido a averiguar. El primado quiere informes sobre todos sus movimientos.
—La idea de intentar deslizarme a escondidas tras un pandion en una noche de niebla me produce cierto nerviosismo. Todos hacen uso de la magia y pueden detectar la proximidad de alguien. No me gustaría acabar con su espada en el vientre. ¿Le has visto la cara?
—No. Iba encapuchado y tenía el rostro en sombras.
Ambos siguieron avanzando por la calle, ignorantes del hecho de que sus vidas habían estado por un momento pendientes de un hilo. Si uno de ellos hubiera visto la cara a Sparhawk, los dos habrían muerto en el acto. Sparhawk era un hombre muy pragmático en situaciones como aquélla. Aguardó hasta no oír sus pisadas y volvió sobre sus pasos hasta una encrucijada donde tomó una calle lateral.
En la taberna sólo estaba el propietario, el cual dormitaba con los pies apoyados en una mesa y las manos entrelazadas sobre la panza. Era un hombre fornido que iba sin afeitar y vestía un sucio sayo.
—Buenas noches, compadre —lo saludó tranquilamente Sparhawk al entrar.
—Buenos días sería casi más apropiado —gruñó el tabernero, abriendo un ojo.
Sparhawk miró en torno a sí. El establecimiento era un típico lugar de solaz de trabajadores, con techo de vigas manchado de humo y un mostrador al fondo. Las sillas y bancos estaban rayados y el serrín del suelo no se había barrido ni cambiado hacía meses.
—Al parecer, esta noche transcurre lentamente —señaló con su impasible voz.
—Siempre es así tan de madrugada, amigo. ¿Qué vais a tomar?
—Vino arciano…, si tenéis.
—En Arcium tienen uvas negras a rebosar. A nadie se le acaba nunca el tinto arciano. —Con un suspiro de cansancio, el tabernero se puso en pie y sirvió a Sparhawk una copa de vino—. Tardáis en ir a casa esta noche, amigo —observó, tendiendo al caballero el grasiento recipiente.
—Cosas del trabajo —repuso Sparhawk—. Un amigo mío dijo que tenéis una buhardilla arriba.
El tabernero entornó los ojos con suspicacia.
—No parecéis el tipo de individuo que tuviera un acuciante interés por las buhardillas —objetó—. ¿Tiene nombre ese amigo vuestro?
—Ninguno que le convenga propagar normalmente —replicó Sparhawk, tomando un sorbo de vino y comprobando que era de una cosecha de baja calidad.
—Amigo, no os conozco y tenéis cierto aspecto de personaje oficial. ¿Por qué no acabáis vuestro vino y os marcháis? Es decir, a menos que me proporcionéis algún nombre que pueda reconocer.
—Ese amigo mío trabaja para un hombre llamado Platime. Tal vez hayáis escuchado ese nombre.
El tabernero abrió ligeramente los ojos.
—Platime debe de estar extendiendo sus actividades. Ignoraba que mantuviera relaciones con la nobleza…, salvo para robarles.
—Me debía un favor —explicó Sparhawk, encogiéndose de hombros.
—Cualquiera podría valerse del nombre de Platime —apuntó, todavía dubitativo, el hombre de barbilla sin rasurar.
—Compadre —espetó sin reparos Sparhawk, depositando la copa en el mostrador—, esto está comenzando a fastidiarme. O subimos a ese desván o voy a llamar a la guardia. Estoy convencido de que les interesará indagar en vuestro pequeño negocio.
—Os costará media corona de plata —advirtió el posadero, con expresión hosca.
—De acuerdo.
—¿Ni siquiera vais a discutir el precio?
—Tengo un poco de prisa. Podremos regatear la próxima vez.
—Al parecer estáis ansioso por salir de la ciudad, amigo. ¿No habréis matado a nadie con esa lanza esta noche?
—Todavía no. —La voz de Sparhawk era inexpresiva, pero el tabernero tragó saliva ante la velada amenaza.
—Mostradme el dinero —pidió.
—Desde luego, compadre. Y luego subimos a echar un vistazo al desván.
—Deberemos obrar con cautela. Con esta niebla, no podréis ver a los guardias que hacen la ronda.
—Ya me ocuparé de ello.
—Nada de asesinatos. Tengo un buen negocio suplementario con esto. Si alguien mata a uno de los guardias, habré de cerrarlo.
—No os apuréis, compadre. No creo que haya de matar a alguien esta noche.
El polvoriento desván no parecía utilizarse con frecuencia. El tabernero abrió prudentemente una ventana con gablete y atisbó entre la niebla. Tras él, Sparhawk susurró en estirio y liberó un hechizo. Sintió la proximidad de un individuo.
—Con cuidado —avisó en voz baja—. Hay un guardia que se acerca por el parapeto.
—No veo a nadie.
—Lo he oído —replicó Sparhawk, no considerando que aquél fuera momento oportuno para explicaciones.
—Tenéis buen oído, amigo.
Aguardaron en la oscuridad mientras el adormilado guardia pasaba ante ellos hasta desaparecer en la bruma.
—Echadme una mano con esto —indicó el posadero, encorvándose para levantar una punta de una pesada viga hacia el antepecho—. La apoyamos en el parapeto y luego vos camináis sobre ella. Cuando lleguéis allí, os arrojaré el cabo de esta cuerda. Está anclada aquí y podréis deslizaros por ella hasta tocar tierra.
—De acuerdo —convino Sparhawk. Dispusieron la viga a modo de puente—. Gracias, compadre —dijo el pandion. Cruzó la pasarela a horcajadas, salvando el espacio centímetro a centímetro. Ya en el parapeto, se levantó y tomó el cabo surgido entre las húmedas tinieblas y, asido a él, se precipitó en el vacío. Momentos después se hallaba en el suelo. La cuerda se deslizó hacia arriba y luego oyó el sonido de la viga que era retirada de nuevo al desván.
—Un buen sistema —murmuró Sparhawk, alejándose con cautela de la muralla—. Habré de recordar este lugar.
Aun cuando la niebla le dificultara la orientación, podía precisar su ubicación manteniendo a su izquierda los muros de la ciudad. Hollaba el terreno con cuidado, pues en el silencio de la noche una ramita quebrada hubiera resonado con estrépito.
Se detuvo de pronto, con la certidumbre instintiva de ser vigilado. Desenvainó lentamente la espada a fin de evitar el revelador sonido del roce con la funda y, con ella en la mano y la lanza de guerra en la otra, permaneció inmóvil, escrutando la niebla.
Y entonces lo vio. No era más que un tenue resplandor en la oscuridad, tan débil que hubiera pasado inadvertido a la mayoría de la gente. Al aproximarse el destello, percibió un leve matiz verde en él. Sparhawk guardó silencio, esperando.
Aunque imprecisa, era una figura lo que avanzaba en la bruma. Parecía ataviada con hábito y capucha negros, y aquel ligero brillo emanaba, según todos los indicios, de debajo del tocado. Era la silueta de alguien alto y delgado hasta extremos irreales, rayano en lo esquelético. Por alguna razón, aquello produjo un escalofrío en Sparhawk, el cual murmuró en estirio, moviendo los dedos sobre la empuñadura de la espada y el asta de la lanza para luego poner la lanza en alto y liberar el hechizo con su punta. Era un encantamiento relativamente sencillo, que tenía por único objeto identificar el demacrado semblante que velaba la niebla. Sparhawk casi jadeó al sentir las oleadas de malevolencia que emanaban de aquella forma en sombras. Fuera lo que fuere, sin duda no era humana.
Al cabo de un momento, una risa metálica brotó en la noche. La figura se giró y volvió sobre sus pasos. Caminaba espasmódicamente, como si las rodillas, demasiado juntas, no se flexionaran hacia adelante. Sparhawk continuó quieto hasta que dejó de detectar la maldad que irradiaba. Fuera quien fuese aquel ser, ahora ya se había ido.
—Me pregunto si ésa era otra de las sorpresas que me reserva Martel —murmuró para sí Sparhawk.
Martel era un caballero pandion renegado que había sido expulsado de la orden. Sparhawk y él habían sido amigos en un tiempo, pero ya no lo eran. Martel trabajaba ahora para el primado Annias, y había sido él quien le había proporcionado el veneno con que el prelado había llevado a la reina a las puertas de la muerte.
Sparhawk prosiguió su camino lenta y silenciosamente, empuñando todavía la espada y la lanza. Por fin vio las antorchas que revelaban la puerta cerrada del este y se orientó a partir de ellas.
Entonces oyó el quedo sonido de un resuello tras él, semejante al que produciría un perro rastreador. Se volvió, con las armas aprestadas, y otra vez sonó aquella risa metálica. Mentalmente, rectificó la primera apreciación: no era tanto una risa como una especie de chirrido. Una vez más experimentó la misma sensación de abrumadora maldad, que de nuevo se esfumó.
Sparhawk se desvió ligeramente de la muralla y de la velada luz de las dos antorchas de la puerta. Alrededor de un cuarto de hora después, divisó la cuadrada forma del castillo de los pandion.
Se tumbó boca abajo en la hierba humedecida por la niebla y volvió a invocar el hechizo de búsqueda. Lo liberó y aguardó.
Nada.
Se levantó, desenvainó la espada y atravesó con cautela el campo que lo separaba del castillo, el cual se hallaba, como siempre, vigilado. Soldados eclesiásticos, vestidos de obreros, acampaban a corta distancia de la puerta principal, rodeados por pilas de adoquines que ostensiblemente habían colocado alrededor de sus tiendas. Sparhawk, sin embargo, dio un rodeo hasta la parte posterior de la muralla y se abrió camino hacia ella, sorteando con cuidado las estacas que erizaban el foso.
La cuerda que había utilizado para abandonar el edificio aún colgaba en el aire, escondida tras un arbusto. La agitó varias veces para asegurarse de que el gancho del extremo superior estuviera aún firmemente afianzado. Después sujetó la lanza bajo el cinto de la espada, agarró la cuerda y tiró con fuerza de ella.
Oyó cómo encima de él las puntas del gancho rechinaban al arañar las piedras de la almena. Inició rápidamente el ascenso.
—¿Quién anda ahí? —preguntó arriba una voz familiar y enérgica.
Sparhawk juró entre dientes. Luego notó un tirón en la cuerda por la que escalaba.
—Dejadla, Berit —rechinó mientras continuaba subiendo.
—¿Sir Sparhawk? —inquirió, estupefacto, el novicio.
—No mováis la cuerda —le ordenó Sparhawk—. Esas estacas del foso son muy afiladas.
—Permitid que os ayude.
—Puedo hacerlo solo. Limitaos a no desplazar ese gancho.
Exhaló un gruñido al trepar a la almena, y Berit lo agarró del brazo para ayudarlo. Sparhawk sudaba a causa del esfuerzo. Escalar colgado de una cuerda puede ser una actividad agotadora cuando uno lleva el cuerpo cubierto de malla de hierro.
Berit era un novicio pandion, una joven promesa de la orden, alto y enjuto, que llevaba cota de malla y una sencilla capa. Con una mano asía una pesada hacha de guerra. Como era bien educado, no formuló pregunta alguna, a pesar de la curiosidad que traslucía su rostro. Sparhawk bajó la mirada hacia el patio de la fortaleza, donde, a la luz de las antorchas, vio a Kurik y Kalten. Los dos iban armados y el ruido procedente del establo indicaba que alguien estaba ensillándoles los caballos.
—No os vayáis —les avisó.
—¿Qué estás haciendo ahí arriba, Sparhawk? —Kalten parecía sorprendido.
—Me pareció que hacer de ladrón no sería mala alternativa —replicó secamente Sparhawk—. Quedaos ahí. Ahora bajo. Vamos, Berit.
—Se supone que estoy de guardia, sir Sparhawk.
—Enviaremos a alguien para que os releve. Esto es importante. —Sparhawk emprendió la marcha bordeando las almenas hacia las empinadas escaleras de piedra que conducían al patio.
—¿Dónde habéis estado, Sparhawk? —inquirió enojado Kurik cuando ambos se hallaron ante él.
El escudero de Sparhawk llevaba su habitual chaleco de cuero negro, y los potentes músculos de sus brazos y hombros relucían con la anaranjada luz de las antorchas que iluminaban el patio. Hablaba en voz baja, como suelen hacer los hombres al conversar de noche.
—Debía ir a la catedral —contestó con calma Sparhawk.
—¿Ahora tienes experiencias religiosas? —preguntó Kalten, con expresión divertida. El alto caballero rubio, amigo de infancia de Sparhawk, llevaba también cota de malla y una pesada espada de hoja ancha prendida a la correa del pecho.
—No exactamente —repuso Sparhawk—. Tanis ha muerto. Su espectro me ha visitado alrededor de media noche.
—¿Tanis? —La voz de Kalten expresaba asombro.
—Era uno de los doce caballeros que estuvieron con Sephrenia cuando rodeó a Ehlana de cristal. Su fantasma me ha dicho que fuera a la cripta de debajo de la catedral antes de ir a entregar su espada a Sephrenia.
—¿Y has ido? ¿De noche?
—Era un asunto de cierta urgencia.
—¿Qué has hecho allí? ¿Violar unas cuantas tumbas? ¿Es así como has conseguido esa lanza?
—De ningún modo —replicó Sparhawk—. El rey Aldreas me la ha dado.
—¡Aldreas!
—Su fantasma, en todo caso. Su anillo desaparecido está oculto en el cubo de la punta. —Sparhawk observó con curiosidad a sus dos amigos—. ¿Adónde ibais ahora?
—Afuera a buscaros —dijo Kurik.
—¿Cómo sabíais que había abandonado el castillo?
—Fui a mirar varias veces en vuestro dormitorio —explicó Kurik—. Creía que sabíais que lo hago de ordinario.
—¿Cada noche?
—En tres ocasiones como mínimo —confirmó Kurik—. Vengo haciéndolo cada noche desde que erais un muchacho…, exceptuando los años que pasasteis en Rendor. Hoy, la primera vez hablabais en sueños. La segunda…, justo después de medianoche, ya no estabais. Os he buscado y, al no encontraros, he despertado a Kalten.
—Me parece que será mejor que vayamos a despertar a los otros —anunció Sparhawk—. Aldreas me ha revelado algunas cosas y hemos de tomar algunas decisiones.
—¿Malas noticias? —inquirió Kalten.
—Es difícil aventurarlo. Berit, decid a esos novicios del establo que vayan a sustituiros en las almenas. Tal vez tardéis en regresar.
Se reunieron en el estudio de alfombras marrones del preceptor Vanion, en la torre sur. Por supuesto, Sparhawk, Berit, Kalten y Kurik se encontraban allí. Sir Bevier, un caballero cirínico, estaba también presente, al igual que sir Tynian, un caballero alcione, y sir Ulath, un corpulento caballero genidio. Los tres eran los paladines de sus órdenes, y habían sumado sus esfuerzos a los de Sparhawk y Kalten cuando los comendadores de las cuatro hermandades habían llegado a la conclusión de que la restauración de la reina Ehlana era una cuestión que a todos concernía. Sephrenia, la menuda mujer estiria de oscuros cabellos que introducía a los pandion en los secretos de la magia estiria, se hallaba sentada junto al fuego con la niña a quien habían puesto por nombre Flauta. El chico, Talen, se hallaba cerca de la ventana, restregándose los ojos con los puños. El muchacho tenía el sueño pesado y no le gustaba nada que lo despertaran. Vanion, el preceptor de los caballeros pandion, estaba sentado al lado de la mesa que usaba como escritorio. Su estudio era una estancia acogedora, de techo bajo con vigas oscuras y una gran chimenea que Sparhawk jamás había visto apagada. Como de costumbre, la tetera de Sephrenia con agua hirviendo se hallaba sobre la repisa.
Vanion no tenía buen aspecto. Levantado de la cama en plena noche, el preceptor de la orden pandion, un severo caballero abrumado por las preocupaciones cuya edad era probablemente superior a la que aparentaba, llevaba un insólito sayo estirio de burda tela tejida a mano. Sparhawk había observado aquel peculiar cambio en Vanion a lo largo de los años. Tomado de improviso, el comendador, uno de los pilares de la Iglesia, en ocasiones casi parecía medio estirio. Como elenio y caballero de la Iglesia, era obligación de Sparhawk informar de sus apreciaciones a las autoridades eclesiásticas. No obstante, había decidido no hacerlo. Su lealtad para con la Iglesia era una cosa…, una orden emanada de Dios. Su fidelidad a Vanion, sin embargo, era más profunda, más personal.
El preceptor tenía la faz cenicienta y le temblaban ligeramente las manos. El peso de las espadas de los tres caballeros muertos que había obligado a Sephrenia a transferirle representaba a todas luces una dura carga para él, superior a lo que estaba dispuesto a admitir. El hechizo que había invocado Sephrenia en la sala del trono y que mantenía con vida a la reina, había contado con el apoyo conjunto de doce caballeros, los cuales irían muriendo uno a uno, y sus espectros confiarían sus espadas a Sephrenia. Cuando el último hubiera fallecido, ella los seguiría a la morada de los muertos. Aquella misma noche, horas antes, Vanion la había compelido a entregarle dichas armas a él. No era sólo el peso físico de las espadas lo que constituía tan debilitante carga. Con ellas iban otras cosas, cosas que Sparhawk no acertaba siquiera a imaginar. Vanion se había mostrado inflexible respecto a hacerse cargo de ellas. Había proporcionado vagas justificaciones a su acción, pero Sparhawk sospechaba secretamente que el principal motivo que había movido al preceptor era el deseo de evitar en lo posible molestias a Sephrenia. A pesar de las estrictas normas que prohibían tales desviaciones, Sparhawk creía que Vanion amaba a la entrañable mujer bajita que había instruido durante generaciones a todos los pandion en los secretos estirios. No había caballero pandion que no amara y venerase a Sephrenia, mas, en el caso de Vanion, Sparhawk conjeturaba que el amor y la veneración llegaban tal vez algo más lejos. Según había advertido, también Sephrenia parecía sentir por el preceptor un afecto especial que de algún modo superaba el cariño de un maestro por su alumno. Aquello era asimismo algo que un caballero de la Iglesia debería revelar a la jerarquía de Chyrellos, algo que, de nuevo, Sparhawk había decidido callar.
—¿Por qué nos hemos reunido a esta hora tan disparatada? —inquirió con fatiga Vanion.
—¿Queréis decírselo? —preguntó Sparhawk a Sephrenia.
La mujer del vestido blanco suspiró y desenvolvió el largo objeto cubierto de tela para mostrar a la luz otra espada de ceremonia pandion.
—Sir Tanis ha ido a la morada de los muertos —comunicó con tristeza a Vanion.
—¿Tanis? —Vanion estaba conmovido—. ¿Cuándo ha ocurrido?
—Hace muy poco, tengo entendido —respondió la mujer.
—¿Es ésa la razón por la que nos hallamos aquí ahora? —preguntó Vanion a Sparhawk.
—No del todo. Antes de ir a entregar su espada a Sephrenia, Tanis me ha visitado… o, al menos, su espectro. Me ha informado de que alguien quería verme en la cripta real. Una vez en la catedral, se me ha aparecido el fantasma de Aldreas. Me ha revelado algunas cosas y me ha dado esto. —Separó el asta de la lanza del hierro y sacó el anillo de rubí del hueco donde se ocultaba.
—De manera que es ahí donde Aldreas lo escondió —comentó Vanion—. Tal vez era más listo de lo que pensábamos. Habéis dicho que os ha revelado algunas cosas. ¿Como cuáles?
—Que lo habían envenenado —repuso Sparhawk—. Probablemente con la misma ponzoña que dieron a Ehlana.
—¿Fue Annias? —inquirió ferozmente Kalten.
—No. Fue la princesa Arissa.
—¿Su propia hermana? —exclamó Bevier—. ¡Eso es monstruoso! —Bevier era un arciano y, como tal, tenía profundas convicciones morales.
—Arissa es bastante monstruosa —convino Kalten—. No es del tipo de mujeres que permiten que le pongan obstáculos en su camino. Pero ¿cómo salió del claustro de Demos para asesinar a Aldreas?
—Annias lo arregló —le refirió Sparhawk—. Ella entretuvo a Aldreas según sus métodos habituales y, cuando éste estuvo exhausto, le dio a beber el vino envenenado.
—No acabo de comprenderlo —declaró Bevier frunciendo el entrecejo.
—La relación entre Arissa y Aldreas superó los límites que suelen ser habituales entre hermano y hermana —le explicó con delicadeza Vanion.
A Bevier se le desorbitaron los ojos y la sangre refluyó de su tez olivácea mientras, lentamente, captaba el sentido de las palabras de Vanion.
—¿Por qué lo mató? —preguntó Kalten—. ¿Para vengarse de haberla encerrado en un convento?
—No, no lo creo —respondió Sparhawk—. Me parece que formaba parte del proyecto que ella y Annias habían elaborado. Primero envenenaron a Aldreas y luego a Ehlana.
—¿Para dejar libre el camino hacia el trono al hijo bastardo de Arissa? —conjeturó Kalten.
—Es bastante lógico —acordó Sparhawk—. Y más aún cuando uno sabe que Lycheas es también el hijo bastardo de Annias.
—¿Un primado de la Iglesia? —se extrañó Tynian, un tanto perplejo—. ¿Acaso aquí en Elenia os guiáis por distintas normas que en el resto de los países?
—No, en realidad no —replicó Vanion—. Al parecer, Annias se siente por encima de las normas y Arissa desvía su camino para violarlas.
—Arissa siempre ha carecido de normas —añadió Kalten—. De dar crédito a los rumores, mantuvo relaciones muy amistosas con casi todos los varones de Cimmura.
—Quizás eso sea algo exagerado —dijo Vanion. Se puso en pie y se acercó a la ventana—. Transmitiré esta información al patriarca Dolmant —anunció, dejando vagar la mirada en la brumosa noche—. Tal vez tenga ocasión de sacarle algún partido llegado el momento de elegir un nuevo archiprelado.
—Y tal vez el conde de Lenda pueda servirse de ella asimismo —sugirió Sephrenia—. El consejo real está corrompido, pero incluso ellos podrían echarse atrás si descubrieran que Annias intenta poner en el trono a su propio bastardo. —Miró a Sparhawk—. ¿Qué más os ha dicho Aldreas? —inquirió.
—Sólo otra cosa. Sabemos que precisamos algún objeto mágico para curar a Ehlana. Me ha revelado cuál es. Es Bhelliom. Es la única cosa en el mundo que alberga suficiente poder.
—¡No! —jadeó Sephrenia, con el rostro demudado—. ¡Bhelliom no!
—Eso es lo que me ha dicho.
—Ello representa un gran problema —declaró Ulath—. Bhelliom ha permanecido perdida desde la guerra con los zemoquianos e, incluso teniendo la buena fortuna de encontrarla, no responderá a menos que dispongamos de los anillos.
—¿Anillos? —preguntó Kalten.
—El troll enano Ghwerig talló Bhelliom —explicó Ulath—. Después creó un par de anillos como llave para acceder a su poder. Sin las sortijas, Bhelliom es inservible.
—Ya tenemos los anillos —afirmó distraídamente Sephrenia, con expresión aún turbada.
—¿De veras? —Sparhawk estaba perplejo.
—Vos lleváis uno de ellos —le comunicó— y Aldreas os acaba de dar el otro esta misma noche.
Sparhawk contempló el anillo con un rubí que lucía en su mano izquierda y de nuevo posó la mirada en su maestra.
—¿Cómo es posible? —preguntó—. ¿Cómo llegaron a poder de mi antepasado y al rey Antor estas joyas precisamente?
—Yo se las di —respondió la mujer.
Sparhawk pestañeó.
—Sephrenia, eso sucedió hace trescientos años.
—Sí —convino—, aproximadamente.
Sparhawk la observó y luego tragó saliva.
—¿Trescientos años? —repitió, incrédulo—. Sephrenia, respondedme sólo a esto: ¿qué edad tenéis?
—Sabéis que no voy a responder a esa pregunta, Sparhawk. Ya os lo he dicho otras veces.
—¿Cómo llegaron a vuestras manos los anillos?
—Mi diosa Aphrael me los dio… junto con algunas instrucciones. Me dijo dónde encontraría a vuestro antepasado y al rey Antor y me indicó que les entregara las sortijas a ellos.
—Pequeña madre… —comenzó a decir Sparhawk. Interrumpió la frase al advertir la tristeza de su semblante.
—Callad, querido —le ordenó—. Únicamente diré esto una vez, caballeros —anunció, dirigiéndose a todos—. Lo que hacemos nos pone en conflicto con los dioses mayores, y ello no es empresa que deba emprenderse a la ligera. Vuestro dios elenio perdona; los dioses menores de Estiria pueden llegar a aplacarse. Pero los dioses mayores exigen una absoluta obediencia a sus caprichos. Contrariar los preceptos de un dios mayor es cortejar algo peor que la muerte. Destruyen a quienes los desafían… por medios que no podéis imaginar. ¿Realmente deseamos sacar de nuevo Bhelliom a la luz?
—¡Sephrenia! ¡Debemos hacerlo! —exclamó Sparhawk—. Es la única manera de salvar a Ehlana… y a vos y a Vanion también.
—Annias no vivirá eternamente, Sparhawk, y Lycheas apenas pasa de ser un inconveniente. Vanion y yo somos pasajeros, al igual que lo es Ehlana, dicho sea de paso y sin tener en cuenta vuestros sentimientos personales. El mundo no echará tanto de menos a ninguno de nosotros. —El tono de Sephrenia era casi aséptico—. Bhelliom, no obstante, es otra cuestión… y también lo es Azash. Si fracasamos y ponemos la piedra en manos de ese insensato dios, condenaremos el mundo para siempre. ¿Vale la pena correr ese riesgo?
—Soy el paladín de la reina —le recordó Sparhawk—. He de hacer todo cuanto se halle a mi alcance para salvarle la vida. —Se levantó y cruzó la estancia hacia ella—. De manera que, con la ayuda de Dios, Sephrenia —declaró—, abriré las puertas del propio infierno para salvar a esa muchacha.
—Es tan infantil en ocasiones —suspiró Sephrenia, mirando a Vanion—. ¿Se os ocurre algún método para hacer que crezca?
—Casi estaba planteándome acompañarlo —replicó el preceptor, sonriendo—. Puede que Sparhawk me dejara sostenerle la capa mientras propina puntapiés a la puerta. No creo que nadie haya asaltado el infierno últimamente.
—¿Vos también? —Sephrenia se cubrió el rostro con las manos—. Oh, querido. De acuerdo, pues, caballeros —concedió—. Si todos estáis tan decididos, lo intentaremos… pero sólo con una condición. Si encontramos a Bhelliom y ésta restablece la salud de Ehlana, debemos destruirla inmediatamente después de realizada la tarea.
—¿Destruirla? —estalló Ulath—. Sephrenia, ¡es el objeto más preciado del mundo!
—Y el más peligroso asimismo. Si Azash llega a poseerlo, el mundo estará perdido, y toda la humanidad quedará sumida en la más repugnante esclavitud imaginable. Debo insistir en esto, caballeros. De lo contrario, haré cuanto esté en mi poder para impedir que halléis esa maldita piedra.
—No veo que tengamos posibilidad de elección —señaló gravemente Ulath a los demás—. Sin su ayuda, son escasas las expectativas de desenterrar a Bhelliom.
—Oh, alguien la encontrará de todos modos —le aseguró con firmeza Sparhawk—. Una de las cosas que me ha comunicado Aldreas es que ha llegado el tiempo en que Bhelliom vuelva a ver la luz del día, y que ninguna fuerza presente en la tierra será capaz de evitarlo. Lo único que me preocupa es si será uno de nosotros quien la localice o algún zemoquiano, el cual la llevaría a Otha.
—O si se levantará de la tierra por sus propios medios —agregó con malhumor Tynian—. ¿Podría hacer eso, Sephrenia?
—Probablemente, sí.
—¿Cómo has salido del castillo sin que te vieran los espías del primado? —preguntó con curiosidad Kalten a Sparhawk.
—He arrojado una cuerda por la pared posterior y he bajado por ella.
—¿Y qué me dices de la entrada y salida de la ciudad cuando todas las puertas estaban ya cerradas?
—Por pura suerte, la puerta aún estaba abierta cuando me dirigía a la catedral. He utilizado otro camino para salir.
—¿El desván del que os hablé? —aventuró Talen.
Sparhawk asintió.
—¿Cuánto os ha cobrado?
—Media corona de plata.
—Y luego me llaman ladrón a mí —se indignó Talen—. Os ha estafado, Sparhawk.
—Necesitaba salir de la ciudad —arguyó éste, encogiéndose de hombros.
—Se lo contaré a Platime —anunció el chiquillo—. Él recobrará vuestro dinero. ¿Media corona? Es escandaloso. —El muchacho echaba chispas.
—Sephrenia —recordó de pronto Sparhawk—, cuando venía de camino hacia aquí, algo me observaba entre la niebla. No creo que fuera un ser humano.
—¿El damork?
—No estoy seguro, pero no producía la misma sensación. El damork no es la única criatura sometida a Azash, ¿no es cierto?
—No. El damork es la más poderosa, pero es estúpida. Las otras criaturas no disponen de su poder, pero son más inteligentes. En muchos sentidos, pueden resultar más peligrosas.
—Bien, Sephrenia —intervino entonces Vanion—. Me parece que será mejor que me entreguéis la espada de Tanis ahora.
—Querido… —comenzó a protestar con expresión angustiada.
—Ya hemos sostenido la misma discusión esta noche —observó—. No es preciso reproducirla.
La mujer suspiró. Después los dos empezaron a cantar al unísono en la lengua estiria. El semblante de Vanion se tornó más apagado al final, cuando Sephrenia le tendió la espada y sus manos se tocaron.
—Bien —dijo Sparhawk a Ulath cuando la transferencia quedó completada—. ¿Por dónde empezamos? ¿Dónde estaba el rey Sarak cuando perdió su corona?
—Nadie lo sabe a ciencia cierta —respondió el corpulento caballero genidio—. Abandonó Emsat cuando Otha invadió Lamorkand. Se fue con algunos criados y dejó órdenes para que el resto de su ejército lo siguiera al campo de batalla del lago Randera.
—¿Informó alguien de haberlo visto allí? —preguntó Kalten.
—No que yo sepa. El ejército thalesiano resultó seriamente diezmado, sin embargo. Cabe la posibilidad de que Sarak llegara allí antes del inicio de la batalla y de que ninguno de los supervivientes llegara a verlo.
—Supongo que, en ese caso, ése es el lugar por donde debemos comenzar —dedujo Sparhawk.
—Sparhawk —objetó Ulath—, ese campo de batalla es inmenso. Todos los caballeros de la Iglesia podrían dedicar el resto de sus días a cavar allí y aun así no encontrar la corona.
—Existe una alternativa —anunció Tynian, rascándose la barbilla.
—¿Y cuál es, amigo Tynian? —le preguntó Bevier.
—Tengo cierta habilidad para la nigromancia —repuso Tynian—. No es que me agrade, pero sé cómo usarla. Si logramos averiguar dónde están enterrados los thalesianos, puedo preguntarles si alguno de ellos vio al rey Sarak en el campo y si saben dónde está sepultado. Es extenuante, pero la causa bien vale el esfuerzo.
—Yo puedo ayudaros —le dijo Sephrenia—. No practico la nigromancia, pero conozco los hechizos apropiados.
—Será mejor que vaya a recoger las cosas que necesitaremos —anunció Kurik, poniéndose en pie—. Venid, Berit. Tú también, Talen.
—Seremos diez —le comunicó Sephrenia.
—¿Diez?
—Nos llevaremos a Talen y a Flauta.
—¿Es ello realmente necesario?
—Sí, lo es. Iremos en pos de la ayuda de algunos de los dioses menores de Estiria, y a ellos les agrada la simetría. Éramos diez cuando iniciamos esta búsqueda, de manera que deberemos continuar siendo las mismas diez personas durante todo el camino. Los cambios súbitos molestan a los dioses menores.
—Como vos digáis —repuso Kurik con un encogimiento de hombros.
Vanion se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro.
—Será preferible emprender ya el viaje —opinó—. Tal vez sea más seguro abandonar el castillo antes del alba, mientras perdure la niebla. No debemos facilitar la tarea de quienes espían esta casa.
—Estoy totalmente de acuerdo —convino Kalten—. Preferiría no tener que correr delante de los soldados de Annias hasta el lago Randera.
—Convenido pues —aceptó Sparhawk—. Manos a la obra. El tiempo es ciertamente apremiante con nosotros.
—Quedaos un momento, Sparhawk —indicó Vanion cuando todos se disponían a salir.
Sparhawk aguardó a que se hubieran retirado los otros y luego cerró la puerta.
—He recibido un comunicado del conde de Lenda esta tarde —anunció el preceptor a su amigo.
—¡Oh!
—Me ha pedido que os tranquilizase. Annias y Lycheas no van a emprender nuevas acciones contra la reina. Por lo visto el fracaso de su ardid en Arcium puso a Annias en una posición embarazosa y ahora no va a correr el riesgo de volver a quedar en ridículo.
—Es un alivio oírlo.
—Lenda ha añadido algo que no acabo de comprender, no obstante. Me ha encargado de informaros de que las velas siguen encendidas. ¿Tenéis idea de a qué se refería?
—¡El bueno del viejo Lenda! —exclamó afectuosamente Sparhawk—. Le pedí que no dejara a Ehlana sentada en la sala del trono a oscuras.
—No creo que eso suponga alguna diferencia para ella, Sparhawk.
—Para mí, sí —replicó Sparhawk.