El 8 de septiembre, día en que se celebraba en el pueblo la fiesta de la Niña María, con la procesión de la imagen de una niña cubierta de oro y perlas, fuegos de artificio, bandas de música que hacían vibrar como diapasones hasta las paredes, primera matanza de cerdos y último empacho de helados, el arcipreste Rosello reanudó la costumbre de recibir en casa a los amigos, en honor justamente de la Niña María, por cuyo altar, en la iglesia mayor, mostraba particular predilección. Era costumbre de muchos años, si bien el anterior se la saltó por el luto que hubo de guardar por la muerte de Roscio. Ahora, habiéndose cumplido en agosto el primer aniversario del trágico suceso, abría de nuevo a la fiesta las puertas de su casa, tanto más cuanto que debía anunciar la boda de su sobrino, el abogado, con su sobrina Luisa: acontecimiento, decía el arcipreste, al que concurrían la maldad de los hombres y los inescrutables designios de Dios, a los cuales él rendía su voluntad.
—Sí, me resigno… —explicaba a don Luigi Corvaia—. Bien sabe Dios si querría yo que se casaran, habiéndose criado en mi casa como hermanos; pero ahora, después del drama, es una obra piadosa… Para con la familia, se entiende… ¿Se podía permitir que mi pobre sobrina, joven, con una hija, pasara sola el resto de la vida? Y por otra parte, con los tiempos que corren, ¿cómo encontrarle un buen marido, un marido que no se case por dinero y que sea tan bueno, tan caritativo, que acepte por propia a la hija? Cosa difícil, Luigino mío, difícil… Por eso mi sobrino, que, la verdad, tenía poca vocación de marido, se ha decidido no diré a sacrificarse, ¡Dios me libre!, pero sí a hacer esta buena y piadosa acción…
—¡Atiza! —exclamó, bramó casi, el coronel Salvaggio, que estaba detrás del arcipreste y oyó la última frase.
Con susto e indignación se volvió el arcipreste, pero al ver que era el coronel sonrió y lo reprendió con blandura:
—Coronel, coronel, usted siempre igual…
—Usted perdone —replicó el coronel—, pero me explico: usted, por ser quien es, lo considera una acción piadosa; pero yo, que soy pecador viejo, lo veo de otro modo. Digo: la señora Luisa es una real moza, y su sobrino el abogado, Dios santo, un hombre. Y un hombre digno de tal nombre, ante una mujer hermosa, atractiva…
Amenazándolo en broma con la mano, el arcipreste se alejó, y el coronel siguió hablando para don Luigi, más libremente.
—Acción piadosa, dice el clerizonte este; con una mujer por la que yo cometería no sé qué locuras, con una mujer como ésa… —E hizo una seña en dirección a la aludida, que, de elegantísimo medio luto, estaba junto a su primo y prometido; lo advirtió ella, y respondió con una sonrisa, inclinando levemente la cabeza. El coronel sintió un escalofrío, y se acercó a don Luigi para jadearle al oído todo su deseo—. ¿Ve usted qué sonrisa? Sonríe y es como si se desnudase, me entra una cosa… —y alzando repentinamente el brazo, como si enarbolase un sable, exclamó—: ¡A la carga, por Dios, a la carga!
Al ver que salía disparado, creyó don Luigi que se arrojaba sobre la viuda; pero no: el coronel corría hacia el bufé, donde habían empezado a repartir los helados.
También don Luigi se dirigió allí. Estaban el párroco de Santa Ana, el notario Pecorilla y mujer; también la señora Zerillo. Con medias palabras, con cuchicheos, criticaban a los invitados; como no podía ser menos. Pero don Luigi no estaba de humor y se alejó.
El notario Pecorilla despachó pronto su helado y se le acercó. Salieron al balcón: la calle en fiesta bullía. Don Luigi descargó su malhumor contra la fiesta, y de la fiesta pasó a la Caja del Mediodía, a la Fiat, al gobierno, al Vaticano, a las Naciones Unidas.
—Estamos jodidos —concluyó.
—¿Qué mosca te ha picado? —preguntó el notario.
—Todas —contestó don Luigi.
—Y tú y yo tenemos que hablar —dijo el notario.
—Hablar ¿para qué? —dijo don Luigi con tedio—. Lo que tú sabes lo sé yo y lo saben todos. ¿Para qué hablar?
—Curioso que es uno. Además, tengo que desahogarme con alguien, y si no es contigo, que nos conocemos hace sesenta años, ¿con quién iba a hacerlo? De esto no hablo ni con mi mujer.
—Salgamos —dijo don Luigi.
—Vamos a mi despacho —propuso el notario.
El despacho del notario estaba a dos pasos, en una planta baja. Entraron; el notario encendió la luz, cerró la puerta; se sentaron frente a frente, se observaron sin hablar. Al poco dijo don Luigi:
—Me has traído aquí para hablar; habla.
El notario vaciló; luego, conteniendo la respiración, como si fuera a arrancarse una tira de piel, con decisión y dolor, dijo:
—El pobre farmacéutico no tenía nada que ver.
—¡Vaya descubrimiento! —exclamó don Luigi—. Yo descubrí la verdad antes de que acabaran los tres días de luto.
—¿La descubriste o te la dijeron?
—Me dijeron una cosa que me hizo descubrir lo demás.
—¿Y qué te dijeron?
—Que Roscio supo lo de su mujer y el primo; los pilló juntos.
—Sí, de eso mismo me enteré yo, quizá después que tú, pero me enteré.
—Yo lo supe enseguida porque la mujer que sirve en casa de Roscio es la madre de la que sirve en casa de mi tía Clotilde.
—Ah, claro… Pero y digo yo, ¿qué hizo Roscio al ver a su mujer en, digamos, íntimo coloquio con el otro?
—Nada: dio media vuelta y se fue.
—¡Qué me dices! ¿Y no se los cargó? Si soy yo, hago una matanza.
—Menos cuento… Aquí, en la tierra de los celos y el honor, tenemos los más perfectos ejemplares de cornudos… Además, lo bueno es que el pobre doctor amaba perdidamente a su mujer.
—Yo te cuento el resto porque lo sé de primera mano. Me lo refirió el sacristán de la iglesia mayor, pero ni una palabra…
—Ya me conoces, no hablo ni bajo tortura.
—Te cuento: Roscio se estuvo callado un mes, hasta que un día se presentó al arcipreste, le contó lo que había descubierto y le puso un ultimátum: o echaba al sobrino del pueblo para siempre, o entregaba a un amigo suyo, diputado comunista, ciertos documentos que mandarían al amante de su mujer directamente a la cárcel.
—¿Y cómo consiguió esos documentos?
—Al parecer fue al bufete de Rosello un día en que no estaba… El pasante, un joven, le dejó entrar; sabía que el abogado estaba fuera, que no volvería, pero Roscio afirmó que tenía cita. Eran más de las doce, el muchacho tenía que irse a comer, no sabía cómo estaban las relaciones entre el abogado y el doctor Roscio, creía que eran íntimos… En fin, que se fue y lo dejó solo, y Roscio fotografió lo que quiso… Y digo que lo fotografió porque Rosello no advirtió nada, ni supo nada hasta que Roscio habló con el arcipreste. Y entonces, cuando se enteró por el arcipreste de que Roscio tenía documentos, Rosello corrió a preguntarle al pasante. El chico se acordaba de la visita del doctor, le dijo que lo había dejado en el bufete, solo. Rosello tuvo un ataque de nervios, le dio de bofetadas, lo despidió; pero luego recapacitó, fue a buscarlo, le explicó que había perdido los nervios porque Roscio le reprochó haberlo hecho esperar tontamente, y era por un asunto importante; le dio diez mil liras y le dijo que volviera al trabajo…
—¿Esto también te lo ha contado el sacristán?
—No, esto lo he sabido por el padre del chico.
—¿Y cómo es que Rosello tenía así, al alcance de cualquiera, documentos tan importantes?
—Eso no lo sé, a lo mejor Roscio tenía otra llave; además, Rosello lleva tantos años haciendo su real gana sin problemas que quizá se creía seguro, intocable… Por eso cuando el tío le comunicó el chantaje de Roscio, hubiera querido meterse bajo tierra.
—No me extraña —comentó don Luigi—. Pero mi tía Clotilde cree que a Roscio se lo cargaron porque los adúlteros estaban ya cansados de esconderse, de fingir… Un crimen pasional, vamos.
—¿Pasional?, ¡y un cuerno! —exclamó el notario—. Ésos estaban ya acostumbrados, llevaban liados desde que eran críos y venían aquí de vacaciones, y antes se escondían del arcipreste y luego del marido, y hasta puede que eso los divirtiera; el morbo de lo prohibido, del riesgo…
Se interrumpió porque llamaban a la puerta: golpes leves, seguidos.
—¿Quién será? —preguntó el notario extrañado.
—Abre a ver —dijo don Luigi.
El notario abrió. Era el señor Zerillo.
—¿Qué? ¿Os vais de la fiesta para encerraros aquí?
—Eso mismo —dijo el notario con frialdad.
—¿Y de qué estabais hablando?
—Del tiempo —dijo don Luigi.
—Dejemos el tiempo, que de momento es bueno y mejor no hablar… Seré claro: yo si no hablo con alguien reviento, y vosotros hablabais precisamente de lo mismo que llevo yo aquí. —Y se puso la mano abierta sobre la boca del estómago, contrayendo la cara como si le dieran terribles retortijones.
—Si va usted a reventar, adelante, hable; le escuchamos —dijo don Luigi.
—¿Y ustedes no hablarán?
—¿Hablar de qué? —preguntó el notario con aire ingenuo.
—Las cartas boca arriba: ustedes estaban hablando de la boda, de Roscio, del farmacéutico…
—Ni por pienso —dijo el notario.
—… y del pobre profesor Laurana —continuó el señor Zerillo—, que ha desaparecido como Antonio Pato en el Mortorio.
Cincuenta años atrás, durante una de las representaciones del Mortorio —esto es, de la Pasión de Cristo según el Cavalier d’Orioles—, Antonio Pato, que interpretaba a Judas, desapareció por la trampilla que se abrió al efecto, tal como exigía el papel y tal como había ocurrido cientos de veces en anteriores ensayos y representaciones, sólo que desde ese día (y esto no estaba en el papel) nadie volvió a saber de él, y el caso pasó a ser antecedente proverbial de desapariciones misteriosas de personas u objetos. La alusión, pues, a Pato, produjo hilaridad en don Luigi y en el notario; pero al punto, reportándose, pusieron de nuevo cara seria, inocente, preocupada, y evitando mirar a Zerillo preguntaron:
—¿Y qué tiene que ver Laurana?
—Pobres ilusos —repuso con amable ironía el señor Zerillo—, pobres ilusos que no sabéis nada, que no entendéis nada… Tomad, chupad este dedito, chupadlo. —Y acercó primero a la boca del notario y luego a la de don Luigi la mano cerrada con el dedo meñique tieso, como en tiempos menos asépticos que los nuestros hacían las madres a los hijos cuando les salían los dientes.
Rieron los tres. Luego Zerillo dijo:
—He sabido una cosa, pero debe quedar entre nosotros, cuidado… Una cosa sobre Laurana…
—Era un necio —dijo don Luigi.