El café Romeris, de puro estilo modernista, con grandes espejos ornados de calcomanías del león de la quina Bisleri y un baiser au serpent que desde la barra en la que estaba tallado parecía prolongar sus tentáculos hasta las patas de sillas y mesas, brazos de lámparas y asas de tazas, vivía ya más en las páginas de cierto escritor de la ciudad, muerto unos treinta años antes, que en la frecuentación de los ciudadanos. La escasa clientela era siempre forastera, gente de la provincia que recordaba su pasado esplendor o personas como Laurana que lo preferían por su tranquilidad y por razones literarias. Y no se sabía por qué el señor Romeris, último vástago de una gloriosa dinastía de pasteleros, lo tenía abierto: quizá también por razones literarias, como homenaje al escritor que lo había frecuentado e inmortalizado.
Laurana llegó a las siete menos diez. Pocas veces había estado en el Romeris a tales horas, pero encontró a las mismas personas que por la mañana y a primeras horas de la tarde: el señor Romeris, en la caja registradora; el barón de Alcozer, medio dormido; su señoría Mosca y su señoría Lumia, magistrados que, habiendo ocupado los más altos cargos, llevaban ya años disfrutando de la jubilación, las partidas de damas, el vaso de marsala y el purito.
Laurana los conocía. Saludó, todos lo reconocieron, incluso el barón, que era el que más tardaba en reconocer a la gente. Su señoría Mosca le preguntó cómo era que venía a una hora tan desacostumbrada. Laurana explicó que había perdido el autobús y debía esperar al tren. Se sentó a una mesa apartada, pidió al señor Romeris que le llevara un coñac. Se levantó trabajosamente el señor Romeris del modernista monumento de latón —tener camarero era un lujo que no podía permitirse—, sirvió el coñac con religiosa parsimonia, se lo llevó a la mesa. Como Laurana había ya sacado un libro de la cartera, quiso el señor Romeris saber cuál era.
—Cartas de amor de Voltaire —dijo Laurana.
—Ji, ji —repuso el barón entre risillas—, las Cartas de amor de Voltaire.
—¿Las conoce? —preguntó Laurana.
—Amigo mío —contestó el barón—, yo de Voltaire lo conozco todo.
—¿Y quién lee hoy a Voltaire? —preguntó su señoría Lumia.
—Yo —dijo su señoría Mosca.
—Bien, lo leemos nosotros; lo lee, no sé hasta qué punto, aquí nuestro profesor… Pero a juzgar por lo que ocurre hoy día no parece que sea un escritor muy leído, o no al menos como se debiera —dijo su señoría Lumia.
—Bien verdad es —suspiró el barón.
Laurana dejó que la conversación decayera. Por lo demás, en aquel café, con aquellos viejos amigos, se hablaba así: con largas pausas en las que cada cual rumiaba el tema en silencio y dos o tres frases de cuando en cuando. En efecto, al cuarto de hora dijo su señoría Mosca:
—Estos perros no leen ya a Voltaire. —Los perros, en el lenguaje del café Romeris, eran los políticos.
—¿A Voltaire? No leen ni la prensa —añadió el barón.
—Hay marxistas que no han leído una sola línea de Marx —dijo el señor Romeris.
—Y populares —como acostumbraba el barón llamar a los democristianos— que no han leído una página de don Sturzo.
—Uf, don Sturzo —dijo su señoría Mosca con un bufido de hastío.
Se hizo de nuevo el silencio. Eran ya las siete y cuarto. Laurana leía, sin enterarse, una carta de Voltaire, que en italiano sonaba doblemente obscena, echando constantes ojeadas a la puerta. Sabido es que un cuarto de hora, media hora de retraso entran dentro de la normal noción del tiempo que tiene una mujer; no estaba por tanto impaciente; estaba sólo inquieto, con esa inquietud en la que llevaba debatiéndose dos días. Una inquietud jubilosa, aunque contrarrestada por un miedo en el que Luisa (como ya la llamaba para sí) se le aparecía en una atmósfera de juicio final: junto a él y frente a la anciana señora Laurana.
A las ocho menos cuarto el barón de Alcozer dijo al señor Romeris, con clara intención provocadora:
—Y tampoco vuestro Luigi lo leía —refiriéndose al escritor que había hecho inmortal el café y a cuya memoria tributaba el señor Romeris un culto férvido, casi fanático.
El señor Romeris sacó pecho y frente por encima de la caja registradora y dijo:
—¿Y a qué viene ahora eso? Don Luigi lo leía todo, lo sabía todo… Que luego Voltaire no formase parte de su visión del mundo, es otra cuestión.
—Pero, mi querido señor Romeris —dijo su señoría Mosca—, convengo, sí, en que la visión del mundo de don Luigi nada tenía que ver con la de Voltaire, pero lo del telegrama a Mussolini, el fez negro que se ponía…
—Perdone su señoría, pero ¿acaso no juró usted fidelidad al fascismo? —dijo el señor Romeris con los ojos inyectados en sangre, conteniéndose a duras penas.
—Yo no —dijo su señoría Lumia alzando la mano.
—No lo sé —dijo su señoría Mosca.
—Ah, ¿no lo sabes? —dijo su señoría Lumia, ofendido.
—Sí, lo sé; pero fue por casualidad, porque se olvidaron de ti —explicó su señoría Mosca.
—No fue ninguna casualidad, fui yo que me las apañé para no jurar.
—El caso es que para nosotros —dijo su señoría Mosca— era cuestión de vida o muerte: estábamos entre la espada y la pared.
—Don Luigi, en cambio… —dijo el barón con una risilla maliciosa.
—En este país —observó el señor Romeris— nos reconcome la envidia: don Luigi ha escrito cosas que el mundo entero admira, pero para nosotros no es más que el que envió un telegrama a Mussolini y se puso el fez negro… De locos. —Pero nadie recogió la provocación, la ofensa: se conformaban los tres viejos con haber hecho rabiar al amigo.
Laurana se habría divertido mucho en otras circunstancias: ahora la pequeña disputa lo impacientaba, como si fuera la causa del retraso de Luisa. Se levantó, fue a la puerta, la abrió, miró a un lado y otro de la calle. Nada. Volvió a sentarse.
—¿Espera a alguien? —preguntó el señor Romeris.
—No —contestó secamente. «Ya no viene», se dijo, «son casi las ocho.» Pero no perdía la esperanza.
Pidió, con gran sorpresa del señor Romeris, otro coñac.
A las ocho y cuarto le preguntó su señoría Mosca:
—Y el instituto, profesor, ¿cómo va?
—Mal —contestó Laurana.
—¿Y por qué habría de ir bien? —dijo el barón—. Si todo es un desastre, también la educación será un desastre.
—Bien dicho —repuso su señoría Lumia.
A las nueve menos cuarto, la visión de Luisa muerta penetró en el ánimo ansioso de Laurana. Tuvo tentaciones de contarles a aquellos cuatro ancianos, que sin duda tenían más experiencia de la vida, del corazón humano, lo que le ocurría, lo que sentía. Pero el barón de Alcozer, indicando el libro que Laurana había cerrado, dijo:
—Leyendo estas cartas de Voltaire piensa uno en ese refrán nuestro que dice que, en determinadas circunstancias, cierta parte de nuestro cuerpo hace poco caso de los lazos de parentesco… —y explicó que las cartas iban dirigidas a su sobrina. Su señoría Lumia dijo bien alto y claro el refrán, y el barón precisó que Voltaire usaba el mismo término que en el refrán aludía al estado en el que uno es capaz de saltarse la barrera del parentesco, y en italiano. Y pidió el libro a Laurana para leerles a los amigos las cartas en las que tal término aparecía.
Se rieron mucho, para disgusto de Laurana. «¿Cómo voy a contarles a estos viejos verdes y chochos una preocupación, una pena?». Lo mejor era ir a la policía, contárselo todo a un agente serio, comprensivo… Aunque contarle ¿qué? ¿Que una señora había quedado con él en el café Romeris y no se había presentado? Absurdo. ¿Contarle el motivo de sus temores? Eso pondría en marcha un mecanismo imparable, peligroso. Y, por otra parte, ¿qué sabía él de lo que Luisa había averiguado esos dos días? ¿Y si había hallado pruebas que apuntaban en otra dirección? ¿Y si no había hallado ni pruebas ni nada? ¿Y si la habían llamado a casa por alguna indisposición de la hija o algún imprevisto? ¿Y si en la fiebre de las pesquisas hubiera olvidado la cita?
Pero entre estas posibilidades se abría siempre paso la visión de ella en peligro, de ella muerta.
Anduvo con furia entre la puerta y la barra.
—¿Le preocupa algo? —preguntó el barón interrumpiendo la lectura.
—No, es que llevo aquí ya dos horas.
—Nosotros llevamos años —dijo el barón cerrando el libro y devolviéndoselo.
Laurana lo guardó en la cartera. Miró la hora: las nueve y veinte.
—Mejor será que vaya saliendo para la estación.
—Su tren no sale hasta dentro de tres cuartos de hora —observó el señor Romeris.
—Pasearé un poco, hace buena noche —dijo Laurana. Pagó los dos coñacs, se despidió, salió. Cuando tras él se cerraba la puerta, oyó que su señoría Lumia decía:
—Será que se ha citado con alguna mujer y estará impaciente.
Había poca gente en la calle. Hacía buena noche, aunque fría, ventosa. Lentamente se encaminó hacia la estación, sumido en tétricos pensamientos.
Al salir a la plaza de la estación lo adelantó un coche, se detuvo a unos diez metros con un frenazo, dio marcha atrás. Se abrió la ventanilla, el conductor lo llamó, inclinado sobre el asiento:
—¡Profesor, profesor Laurana!
Laurana se acercó, reconoció a uno del pueblo, aunque no recordó su nombre.
—¿Va a la estación? ¿A coger el tren para el pueblo?
—Sí —dijo Laurana.
—Si quiere, lo llevo —se ofreció el otro.
«Bien me viene», pensó Laurana, «así llego antes y puedo llamar a casa de Luisa, informarme.»
—Gracias —dijo.
Subió delante, con el conductor. El coche salió a toda velocidad.