Laurana pasó los cuatro días de fiesta ordenando y poniendo al día sus apuntes para las clases de literatura italiana y latina. Era apasionado y meticuloso en su trabajo, y por eso aquella tarea le hizo casi olvidar el asunto en el que se había visto complicado; y en los momentos en que pensaba en él, lo consideraba con distancia, como una ficción planteada según la técnica, la forma y en parte también la idea de un Graham Greene. Hasta el encuentro en el cementerio con la señora Luisa Roscio, y los pensamientos que dicho encuentro había provocado, habían pasado a formar parte de un ámbito literario, teñido de un negro y católico romanticismo.
Pero cuando reanudó su vida de todos los días, más pesada después de aquellos cuatro días de descanso, tuvo la sorpresa de encontrarse a la viuda Roscio en el coche de línea.
Iba sentada en primera fila y sus enlutadas piernas casi rozaban la portezuela abierta. El asiento de al lado estaba libre, y ella, al responder a su saludo, con una sonrisa tímida e incitante se lo indicó. Laurana tuvo un momento de vacilación: cierta vergüenza, como si sentarse en primera fila con ella fuera ofrecer a todos la prueba de lo que sabía, del deseo y la repulsión que sentía, lo impulsó en el primer momento a buscar una excusa para rehusar. Miró en los asientos del fondo si había algún amigo al que tuviera algo que decir, pero no vio más que campesinos y estudiantes, y además todos los sitios estaban ocupados. Aceptó, pues, dando las gracias; y le dijo la señora que había sido una suerte que el asiento estuviera libre, porque así tendría al lado a alguien con quien hablar, porque sólo hablando se le pasaba la angustia que le daba viajar en autobús, no en coche, por cierto, ni aun en tren; y habló también del buen día que hacía, y del veranillo de san Martín, que parecía de verdad pleno verano, y de la cosecha de aceituna, que era abundante, y de su tío el arcipreste, que no estaba bien… Hablaba con una locuacidad atolondrada y voluble, que hería los oídos. Y realmente tenía Laurana la sensación de que le dolían los oídos, como cuando se desciende rápidamente de una montaña. Pero no descendía de ninguna montaña: descendía del sueño, del malhumor del despertar, del café demasiado claro que su madre le había preparado. Y de esa sensación era también causa la proximidad de ella, que le encendía la sangre, y cuanto más afilada e implacablemente la juzgaba, y más veía lo miserable, lo perversa que era, más doloroso, más físicamente doloroso era el deseo que le provocaban la exuberante gracia de su cuerpo, el mohín de disgusto y ofrecimiento de sus labios, su mata de pelo, su perfume, que disimulaba mal cierto tufillo a cama, a sueño.
Era curioso que antes de la muerte de Roscio la hubiera visto mil veces, mil veces hubiera hablado con ella. Una mujer hermosa, ni que decir tiene, pero como muchas otras, especialmente hoy día en que los cánones de la belleza femenina, gracias a los mitos del cine, son tan amplios y variados que comprenden tanto la fragilidad como la opulencia, tanto el perfil de Aretusa como el perfil del chucho. «Aquí hace falta el convidado de piedra», pensó, «que celebre el banquete»: pues cuando ella le pareció particularmente hermosa, particularmente deseable, fue al verla vestida de luto al pie del gran retrato de su marido, en aquella salita, con aquellas ventanas entornadas, aquella lámpara encendida, aquellos espejos cubiertos con velos negros, que daban a la muerta presencia de Roscio, por la viva presencia de ella, de su cuerpo joven, pleno, consciente de sí, una tétrica aureola de burla. A alimentar y alambicar su excitación vino luego la revelación del crimen: de la pasión, del adulterio, de la fría crueldad con la que todo fue planeado; el mal, en fin, en su encarnarse, en su hacerse oscura y espléndidamente sexo. En este transporte reconocía Laurana el lastre de una antigua educación en el pecado, en la vuelta de tuerca (en el turn of the screw propiamente), en el miedo al sexo, del que nunca se había librado y que, antes bien, lo asaltaba con tanta mayor violencia cuanto más aplicaba su mente al riguroso ejercicio de la razón. Se sentía así, y especialmente junto a ella, junto a aquel cuerpo que en las curvas bruscamente tomadas se proyectaba sobre el suyo, como desdoblado o demediado, y las historias de desdoblamientos, que tan sugestivas le resultaban en literatura, las vivía ahora en carne propia.
Cuando se apearon del autobús se quedó Laurana sin saber qué hacer, si despedirse o acompañarla. Permanecieron un momento quietos en medio de la plaza; al cabo la señora, que había perdido de pronto ese aire fatuo que había mostrado todo el viaje y cuyo semblante incluso parecía haberse endurecido, le dijo que venía a la capital por una razón que quería confiarle.
—He descubierto que es cierto que mi marido fue a Roma a ver a ese amigo suyo diputado, para pedirle lo que usted me dijo la tarde, ¿se acuerda?, en que vino a mi casa con mi primo. —Y dijo «primo» haciendo casi una mueca de asco.
—¿Ah, sí? —dijo Laurana turbadísimo, buscando a toda prisa los motivos de aquella imprevisible confianza.
—Sí, lo descubrí casi por casualidad, cuando menos lo esperaba… Porque pensando en lo que usted me dijo recordé cosas, muchos detalles que, puestos juntos, hacían sospechar que era verdad lo que usted supo casualmente… Conque, buscando, buscando, encontré un diario de mi marido, que él llevaba sin saberlo yo… Lo tenía escondido detrás de una fila de libros… Cuando menos me lo esperaba, aunque siguiera dándole vueltas, y así, por casualidad, al coger un libro que me dieron ganas de leer.
—Un diario, llevaba un diario…
—Era una gruesa agenda de esas que regalan a los médicos los laboratorios farmacéuticos… Cada día tres o cuatro líneas, desde el 1 de junio, con esa letra suya de médico que no se entiende, anotaba lo que le parecía importante, sobre todo cosas relacionadas con nuestra hija. Pero de pronto, a principios de abril, empieza a escribir de una persona a la que no nombra…
—¿A la que no nombra? —preguntó Laurana con incrédula ironía.
—No, no la nombra; pero está claro quién es.
—Ah, está claro… —dijo Laurana en un tono que dejaba ver que condescendía a seguirle la corriente pero no a dejarse engañar.
—Claro como el agua, no cabe duda: mi primo.
Laurana no se lo esperaba. Sintió que se ahogaba, respiró anheloso.
—Se lo digo en confianza —siguió diciendo la señora— porque sé cuánto apreciaba a mi marido y lo muy amigos que eran; esto no lo sabe nadie y nadie debe saberlo hasta que tenga pruebas… Y a eso he venido hoy, a buscarlas: sospecho algo.
—Y entonces… —dijo Laurana.
—¿Qué?
Iba a decir que entonces nada tenía ella que ver, que era inocente, que había sospechado injustamente; pero dijo, enrojeciendo:
—Entonces, ¿ya no piensa que a su marido lo mataron por el farmacéutico?
—Eso, en conciencia, aún no puedo decirlo, pero es posible… ¿y usted?
—¿Yo?
—¿Lo cree usted?
—Creer ¿qué?
—Que el culpable es mi primo, y que el pobre farmacéutico nada pintaba.
—Pues…
—No me oculte nada, por favor; lo necesito a usted tanto… —dijo ella con voz lastimera, clavándole unos ojos luminosos e implorantes.
—Creerlo, lo que se dice creerlo, no, pero hay algunos indicios… vehementes, la verdad… Pero, digo, ¿estaría usted dispuesta a denunciar a su primo?
—¿Y por qué no? Si la muerte de mi marido… Eso sí, necesito su ayuda.
—Me tiene a su disposición —balbució Laurana.
—Para empezar, tiene que prometerme que no dirá a nadie lo que acabo de decirle, ni siquiera a su madre…
—Se lo juro.
—Luego, con lo que usted sabe y lo que yo averigüe hoy, hablamos y acordamos un plan de acción.
—Sí, pero con cuidado, con prudencia, porque una cosa es sospechar…
—Hoy espero saber.
—¿Y cómo?
—No es fácil de explicar, y sería prematuro, además… Yo estaré en la ciudad hasta mañana por la tarde, si no tiene inconveniente podemos vernos entonces… ¿Dónde podríamos quedar?
—Pues… no sé… Vamos, no sé: si a usted no le importa que la vean conmigo…
—No me importa.
—¿En un café?
—En un café, perfecto.
—En el Romeris. No va mucha gente y estaremos más tranquilos.
—¿Como a las siete? ¿A las siete?
—¿No es tarde para usted?
—No, no; además, no creo que termine antes de las siete; entre hoy y mañana me espera una difícil tarea… Pero se lo cuento mañana… A las siete, pues, en el café Romeris… Y después podemos volver juntos al pueblo con el último tren, si no le importa.
—Por mí encantado —dijo Laurana, rojo de felicidad.
—¿Ya su madre qué le dirá?
—Que he tenido que quedarme por cosas del instituto; tampoco es la primera vez.
—¿Me lo promete? —preguntó la señora con una prometedora sonrisa.
—Se lo juro —dijo Laurana inundado de gozo.
—Pues hasta mañana —dijo la otra tendiéndole la mano.
En un arranque de amor y remordimiento se inclinó Laurana como para besársela. Y luego se quedó viéndola alejarse por la plaza llena de azul y de palmeras: estupenda, inocente, valerosa criatura. Y le daban ganas de llorar.