XIV

Un proceso que, basado en tres indicios hasta cierto punto válidos y en un móvil atisbado apenas entre los bastidores de la maledicencia, concluyese en condena, no haría sino dar motivos a Laurana para avivar ese sentimiento y esa filosofía de repulsa y de polémica que instintivamente oponía a la administración de justicia y al principio mismo en el que la administración de justicia se fundaba. Pero los tres indicios que en su interior sopesaba y confrontaba, y aquel vago móvil, le parecían ya suficientes para no albergar duda alguna acerca de la culpabilidad de Rosello.

Como decía el párroco de Santa Ana, Rosello era efectivamente un necio no carente de astucia. Y con atroz astucia, conforme a un esquema no enteramente nuevo en la historia del crimen, prepara el crimen. Pero no hace caso del periódico del que recorta las palabras del mensaje de muerte, ya que L’Osservatore Romano es para él un periódico como cualquier otro, por estar habituado a verlo en casa y en los ambientes que frecuenta; es el primer error. Segundo error: deja pasar tiempo, lo que permite a Roscio moverse, hablar con gente; aunque éste era quizá un error inevitable: no se puede concebir y planear un crimen de la noche a la mañana. Y tercer error: cuando aún el puro Branca marcha como un dirigible en la investigación y en la prensa, aparece en público acompañado del sicario.

Se comprende que una cosa es tener la secreta certeza de que un hombre es culpable y otra muy distinta traducir abiertamente esa certeza en denuncia o en sentencia. Aunque, pensaba Laurana, quizás el policía o el juez justifican su convicción, su juicio, en la presencia física del sospechoso o el acusado: en su actitud, miradas, titubeos, sobresaltos, palabras, cosas todas que difícilmente se aprecian en las crónicas periodísticas. Esto era, en definitiva, lo que lo cercioraba de la culpabilidad de Rosello. Ciertamente hay casos, como es sabido, en que los inocentes se comportan como culpables, y así se pierden; es más, se comportan casi siempre como culpables los italianos que se ven ante un guardia municipal, un agente de aduanas, un carabinero, un juez. Pero él, Laurana, estaba lejos de la ley y de quienes ostentaban la autoridad de la ley, más lejos que Marte de la Tierra, y por cierto, que así veía a policías y jueces, como en una fantástica lejanía, como marcianos que de vez en cuando se materializaban en el humano dolor, en la locura.

Desde el día en que Laurana se lo encontró en las escaleras del palacio de Justicia y le preguntó por la persona que lo acompañaba, Rosello estaba cambiado: tan pronto lo evitaba o lo saludaba con una vaga seña cuando no había podido esquivarlo o fingir no verlo, como se le acercaba, le demostraba afecto, le ofrecía su ayuda, su influencia sobre inspectores, subsecretarios y ministros. Y cuando él, tenso y violento ante tales muestras de afecto, contestaba que no necesitaba recomendaciones para los poderosos de la burocracia académica, Rosello reaccionaba con recelo y ofuscación. Creía quizá que Laurana rechazaba sus demostraciones de amistad y los servicios que le ofrecía por ese desprecio, hoy raro, que siente el hombre honrado por el delincuente, o incluso porque pensaba comunicar sus sospechas al sargento, al comisario, hacerlas llegar, en fin, directamente o no, a conocimiento de alguno de los investigadores. Intención que Laurana no tenía, y su inquietud, su preocupación, era precisamente que Rosello se la atribuyera. Más que el miedo, que se insinuaba en su ánimo al recordar cómo habían acabado Roscio y el farmacéutico y le hacía adoptar casi automáticamente precauciones para evitar el mismo fin, era una especie de oscuro amor propio lo que lo llevaba a rechazar la idea de que por él los culpables recibieran justo castigo. Su curiosidad era puramente humana, intelectual, que no podía ni debía confundirse con la de quienes, a sueldo de la sociedad, del Estado, capturan y entregan a la venganza de la ley a aquellos que la transgreden o violan. Y entraban en este oscuro amor propio los siglos de infamia que un pueblo oprimido, un pueblo vencido siempre, hacía pesar sobre la ley y sobre quienes eran instrumento de ella; entraba la idea aún vigente de que el mejor derecho y la justicia más justa, de quererlos de verdad, de no dejarlos en manos del destino o de Dios, solamente pueden salir del cañón de una escopeta.

Pero al mismo tiempo sentía una especie de complicidad, de solidaridad con Rosello y su matón, que, aunque vaga e involuntaria, no lo desasosegaba menos; un sentimiento que, más allá de la indignación moral, de la repugnancia, tendía a concederles impunidad y aun a devolverles aquella seguridad que, por su curiosidad, últimamente habían sin duda perdido. Aunque, por otra parte, ¿podía concederse a Rosello tanta impunidad que le permitiese ocupar el puesto de su víctima al lado de aquella mujer que obscenamente resplandecía en la mente de Laurana como en el centro de un laberinto de pasión y de muerte? Y entonces también la sensualidad, el deseo se volvían ambiguos, y sentía, por una parte, celos, inmotivados, gratuitos, cargados de todas las insatisfacciones, timideces y represiones de su vida, y, por otra, un placer acre, la satisfacción del deseo casi, en una especie de proxenetismo visual. Y todo ello confusamente, como en medio de espejismos alucinados, febriles.

Así transcurrió todo el mes de octubre.

A principios de noviembre, durante los cuatro días de vacaciones que tuvo entre el de Difuntos y el de la Victoria, descubrió Laurana no sólo que todos los problemas le vienen al ser humano por no saber quedarse en casa, sino que quedarse en casa brindaba deliciosas perspectivas de trabajo y relectura. La mañana del 2 de noviembre salió para acompañar a su madre al cementerio; cuando hubieron comprobado que en las tumbas de sus muertos no faltaban flores ni velas, tal como habían encargado y pagado, quiso su madre, como todos los años, dar una vuelta y rezar un responso antes las tumbas de parientes y amigos. Llegaron así al panteón de la familia Rosello, donde encontraron a la señora Luisa Roscio que, vestida de elegante luto y arrodillada sobre un cojín de terciopelo, rezaba ante la lápida de mármol que llevaba el nombre de su marido, «trágicamente arrebatado al amor de los suyos», y en cuyo centro se veía un retrato esmaltado de un Roscio con veinte años menos y un aire entre sufrido y extraviado. La señora se levantó e hizo los honores; explicó que había elegido aquel retrato juvenil del marido por ser el más próximo a la época en que se conocieron, expuso la genealogía y el grado de consanguinidad y parentesco que todos aquellos difuntos enterrados en la capilla tenían con ella, que estaba —añadió— desgraciadamente viva. Suspiró, se enjugó lágrimas invisibles. La anciana señora Laurana recitó su responso. En la despedida tuvo Laurana la impresión de que la señora Luisa Roscio, al estrecharle la mano, se la retenía un momento, al tiempo que lo miraba con expresión de suplicante inteligencia. Supuso que el primo, el amante, se lo había contado todo y que ella, por tanto, le rogaba que guardara silencio. Esto lo turbó, porque confirmaba la directa complicidad de ella.

Pero no hacía falta rogarle que guardara silencio. De hecho, su decisión de quedarse en casa todas las tardes se debía a la voluntad de olvidar y de que lo olvidaran, de devolverle a Rosello aquella seguridad y libertad que de un tiempo a aquella parte le faltaban. Y también a ella, a la señora Luisa Roscio, que debía de tener tanto miedo que se imponía aquel fúnebre celo pasándose horas arrodillada ante la tumba de su marido a la espera de alguna visita que le ofreciera ocasión de levantarse. Acto que, como pudo observar Laurana, esperaron y espiaron atentamente unos cuantos jovenzuelos, pues el ceñido vestido negro, que ya en la inmovilidad que simulaba recogimiento y oración dejaba entrever abundante y lánguida desnudez, como de odalisca de Delacroix, al levantarse ella debía por fuerza dejar al descubierto parte del blanco muslo por encima de la muy tirante media. «Qué gente», pensó con un desprecio mezclado de celos; y pensó también que allí donde una falda subiera unos centímetros por encima de la rodilla, habría de fijo, en un radio de treinta metros, en cualquier parte del mundo, un siciliano, al menos uno, espiando el fenómeno. Y no tenía en cuenta que también él había captado ávidamente el blanco fulgor de la carne entre el negro de la ropa, y que había reparado en aquellos jovenzuelos simplemente porque él era como ellos.

Caminando apoyada en su brazo le susurró su madre la predicción de que la viuda Roscio no tardaría en casarse.

—¿Por qué lo dices?

—Porque así es la vida. Y con lo joven y lo guapa que es…

—¿Es que volviste a casarte tú?

—Yo ya no era tan joven, y guapa no lo fui nunca —dijo la anciana con un suspiro.

Esto causó a Laurana una sensación desagradable, casi de asco. «Es curioso», pensó, «lo brutalmente vivo que se siente uno paseando por un cementerio; será por el día que hace»; día particularmente bueno, cálido, con un grato olor a tierra húmeda, a raíces, mezclado allí, en el cementerio, con la fragancia de los setas de mastranto, de romero, de claveles, de rosas también, cerca de las tumbas más lujosas.

—¿Y con quién se casará, según tú? —preguntó con cierta irritación.

—Pues con su primo Rosello, el abogado —contestó la anciana, y se detuvo y se quedó mirándolo.

—¿Y por qué él?

—Pues porque se criaron juntos, en la misma casa, y se conocen bien, y de casarse reunirían la propiedad.

—¿Y te parecen buenas razones? A mí me resulta casi obsceno, por eso precisamente, por haberse criado juntos.

—Ya sabes lo que se dice: cuanto más primo, más me arrimo. Los peligros son tres: primos, cuñados y padrinos. Los enredos más graves se dan casi siempre entre parientes y padrinos.

—Pero ¿es que estaban liados?

—¡Cualquiera sabe! Antes, de mozos, cuando vivían juntos, se decía que se habían enamorado… Cosas de críos… Pero al parecer al arcipreste no le gustó y puso remedio… Sí, no me acuerdo bien, pero algo así se comentó.

—¿Y por qué puso remedio? Si se querían, podía haber dejado que se casaran.

—Acabas de decir que te parece obsceno; lo mismo le parecía al arcipreste.

—He dicho obsceno porque no me has hablado de amor, has dado como razón de un posible casamiento el hecho de que se criaron juntos, y claro… Pero queriéndose es otra cosa.

—Para que los primos se casen se necesita la dispensa de la Iglesia, luego un poco de pecado sí hay… ¿Crees que el arcipreste podía admitir que un amor no del todo puro naciera en su casa? Sería una vergüenza, el arcipreste es un hombre de lo más escrupuloso.

—¿Y ahora?

—Ahora ¿qué?

—Si se casan ahora, digo, ¿no es lo mismo? Mucha gente pensará lo que tú: que se querían ya de antes, desde que vivían en casa del arcipreste.

—No es lo mismo: ahora es casi una obra de caridad… Casarse con una viuda con hija, juntar la hacienda…

—¿Una obra de caridad juntar la hacienda?

—¡Pues claro! También la hacienda requiere caridad.

«¡Dios, qué religión!», pensó Laurana. Por lo demás, su misma madre practicaba esta religión de la hacienda todos los días, negándose a tirar el pan duro, las sobras de comida, la fruta medio estropeada. «Me da pena», decía la mujer, y se comía el pan duro, las peras pasadas. Y por esta caridad que le inspiraban los restos de comida, como si implorasen la gracia de convertirse en excrementos, corría el peligro de estirar la pata cualquier día.

—¿Y si los primos, que ya se querían cuando vivían con el arcipreste, hubieran seguido queriéndose después de que se casara ella? ¿Y si hubieran decidido deshacerse de Roscio?

—No puede ser —dijo la anciana—. Ya se sabe que el pobre doctor murió por culpa del farmacéutico.

—¿Y si fuera al contrario, que el farmacéutico hubiera muerto por culpa de Roscio?

—No puede ser —dijo de nuevo la anciana.

—Vale, no puede ser. Pero supongámoslo por un momento… ¿Dirías que fue otra obra de caridad?

—Cosas peores se han visto —dijo la anciana sin escandalizarse lo más mínimo; precisamente acababan de llegar a la tumba del farmacéutico Manno, que bajo las alas de un ángel, desde el medallón de esmalte, sonreía como satisfecho de un buen día de caza.