XIII

—¿Qué animal tiene el pico bajo tierra? —preguntó Arturo Pecorilla desde el umbral.

Casi todas las tardes hacía el joven Pecorilla su entrada en el casino en medio de un despliegue de chistes, juegos de palabras y ocurrencias de que hacía diligente acopio en almanaques y periódicos y en los espectáculos de variedades a los que asistía en la capital. Cuando estaba su padre, en cambio, su entrada tenía algo triste, doloroso: pues si bien el notario admitía que una persona con agotamiento nervioso, lo que declaraba ser el joven para justificar su faltas de asistencia a la universidad, necesitara estar con gente divertida, no así que se convirtiera en la diversión de la gente. Opinión esta no compartida por los médicos, pero firmemente mantenida por el notario y, por necesidad de vida, respetada por el hijo.

Aquella tarde no estaba el notario y por eso lanzó el joven desde la puerta la chistosa adivinanza del animal que tiene el pico bajo tierra.

Los que más familiarizados estaban con el mundo animal, los cazadores, dijeron la perdiz, el oso hormiguero; los más desavisados dieron en lo exótico contestando grulla, cigüeña, avestruz y cóndor.

El joven Pecorilla dejó que se calentaran los cascos un rato y al fin anunció triunfalmente:

—La viuda.[4]

A las risitas de rigor sucedieron, en este orden, tres reacciones. El coronel Salvaggio saltó de su butaca y con una voz que prometía un inmediato estallido de cólera preguntó:

—¿No lo dirá también por las viudas de guerra?

—Me guardaré mucho de eso —contestó el joven. Y el coronel volvió a sentarse en la butaca.

—Su pregunta contenía una deslealtad lingüística —observó Piranio, contable—. Ha usado el verbo «tener», que en este contexto, en nuestro idioma, es un españolismo, un napolitanismo.

—Lo reconozco —dijo Arturo Pecorilla, que no quería entrar en polémicas por la prisa que tenía de contar otro chiste.

En cambio, la reacción de don Luigi Corvaia fue completamente ajena a la cuestión, quizá distraída, incauta desde luego.

—A saber —dijo como ensimismado— si la viuda del doctor Roscio volverá a casarse.

—¿Porque también tiene el pico bajo tierra? —dijo el joven Pecorilla, con la falta de tacto que lo caracterizaba.

—¡Tú siempre tan chistoso! —exclamó don Luigi, sonrojado. Saber que se había equivocado aumentaba su rabia. Y aquel inútil de Pecorilla no hacía sino subrayar crudamente el desacierto, ponerlo de manifiesto ante todos. Cosas delicadas, cosas peligrosas: y se las tomaba a risa.

—Lo he dicho —explicó procurando no perder la calma— sin pensarlo: he oído la palabra viuda y se me ha ocurrido eso… Pero tú, que no respetas ni a vivos ni a muertos…

—Era una broma —repuso el joven—. ¿Es que no han entendido todos que era una broma? No me permitiría…

—Con ciertas cosas no se bromea… Si yo aquí, entre amigos, me pregunto qué hará la viuda de nuestro pobre amigo Roscio, puedes estar seguro de que lo hago con todo el respeto del mundo… Además, todos conocemos las virtudes de la señora… —Se elevó un coro de «Ya lo creo», «Para qué hablar»…, y prosiguió don Luigi—: Pero la señora es tan joven y, digámoslo también, tan hermosa, que, oye, siente uno cierta pena al pensar que tendrá que quedarse sola con su dolor, con su luto, para siempre…

—Ay, sí —suspiró el coronel Salvaggio—, es una real moza.

—Hombre, a usted ya… —dijo Arturo Pecorilla que, arrepentido de haber cedido en lo de las viudas de guerra, estaba decidido a hacer rabiar al coronel en lo de la potencia viril.

—Yo ya ¿qué…? —dijo el coronel, encogiéndose en la butaca cual pantera pronta a saltar.

—Ya… —repitió el joven, en tono y actitud de lamentarlo mucho. El coronel se puso en pie de un brinco.

—Yo, para su información, a mi edad, a mis setenta y dos años, si al menos una vez al día…

—Pero, coronel, ¡no lo reconozco a usted! —intervino, severo, Piranio, el contable—. ¡Su prestigio, su grado!

Piranio estaba firmemente convencido de que a un coronel cumplía mostrar gran dignidad, solemne continente, y por eso sus amonestaciones surtían un efecto profundo e instantáneo.

—Tiene razón —dijo el coronel—, tiene razón… Pero es que cuando me provocan de manera tan poco noble…

—No haga caso —lo atajó Piranio. Era una escena que se repetía todos los días, y quien quisiera disfrutar plenamente de las cóleras del coronel debía aprovechar la ausencia de Piranio.

Cuando el coronel se hubo sentado, el mismo Piranio prosiguió la conversación sobre la viuda de Roscio.

—Joven, hermosa, de acuerdo… Pero no olvidemos que tiene una hija, y quizá quiera dedicarse por entero a ella.

—¿Dedicarse por entero a ella? —terció el jefe de Correos—. Cuando hay dinero, queridísimo amigo, eso no es problema. La hija está ya apañada con lo que le ha dejado el padre; métala usted en un buen internado y ya tiene usted resuelto el problema de dedicarse a ella.

—Exacto —aprobó don Luigi.

—Pero —dijo Piranio— tengamos en cuenta el otro lado de la cuestión: por desahogada que esté, uno se lo piensa dos veces antes de casarse con una viuda con hija.

—¿De veras? Aparte de usted, ¿alguno de los aquí presentes se lo pensaría dos veces?… ¿Una mujer como ésa? ¿Quién no se casaría de cabeza, sin pensárselo ni media vez? —dijo el señor Zerillo.

—¡Atiza! —bramó el coronel.

A partir de ese momento el respeto por la señora cayó en picado. Por su cuerpo, entiéndase, no por sus virtudes; las cuales eran por principio cosa rara e intocable. Su cuerpo desnudo, en cambio, y ciertas partes de él, desfilaban y se dilataban en perspectivas como las que sabe plasmar obsesivamente el fotógrafo Brandt. La falta de respeto llegó al extremo de que el coronel se agarró cual niño de teta al seno de la señora y fue precisa toda la autoridad de Piranio, así como apelaciones a hechos históricos gloriosos, para que lo soltara.

Laurana no decía nada. Seguía casi siempre de buen humor todo aquel platicar sobre mujeres tan habitual en el casino. Una velada en el casino era para él como leer un libro de Pirandello o de Brancati, según el tema y el tono de la conversación; más a menudo de Brancati, a decir verdad. Por eso era un asiduo del casino, constituía incluso su rato de asueto diario.

La conversación sobre la señora Roscio, sin embargo, le provocaba malestar, turbación, impulsos encontrados. Lo indignaba y a la vez lo fascinaba. Varias veces estuvo a punto de marcharse o de manifestar su indignación, pero la indecencia y la malignidad, así como un dolor sordo, semejante a los celos, lo atraían y lo retenían.

Concluido el intermedio erótico, volviose al tema que el señor Zerillo denominó de los «papables», esto es, los solteros de entre treinta y cuarenta años con carrera, hermosa planta y buen carácter que con probabilidades de éxito podían aspirar al lecho y los bienes de la viuda. Y uno hubo que, quizá por cumplido más que por convicción, mencionó a Laurana, y Laurana, ruborizándose, como de un cumplido protestó.

Resolvió la cuestión don Luigi Corvaia.

—¿Para qué buscar? Cuando la señora decida casarse, en la familia tiene ya al marido.

—¿Quién? —preguntó el coronel, en un tono tan amenazador que parecía tener ya empuñado el rayo con el que fulminaría al elegido.

—Pues ¿quién va a ser? Su primo, nuestro amigo Rosello. —Porque don Luigi nunca olvidaba, cuando más malévolo era, tratar de amigos a sus víctimas.

—¿Ese ratón de sacristía? —dijo el coronel, y con su tino habitual lanzó todo su desprecio contra la escupidera de esmalte blanco, distante tres metros.

—El mismo —contestó sonriendo don Luigi, complacido de su propia perspicacia—, el mismo…

Era una idea que llevaba varios días preocupando a Laurana; a él se le había ocurrido porque era el único móvil posible del crimen; a don Luigi Corvaia se le ocurría ahora por puro cotilleo, por maledicencia. Sólo que en el cuadro no encajaba (o encajaba en tanto dato indescifrable, oscuro, contradictorio) el hecho de que Roscio, en secreto y por medio del diputado comunista, hubiera querido atacar a Rosello. Porque una de dos: o Roscio sorprendió a su mujer y al primo en flagrante delito de adulterio, como suele decirse en los informes policiales, o, aunque fundadas, solamente tenía sospechas del enredo. En el primer caso había que suponerle un comportamiento de lo más extraño: lo ve, declara fríamente al amante de la mujer su intención de buscarle la ruina, da media vuelta y se va, y luego, mientras prepara su venganza, sigue relacionándose con él en los mismos términos de siempre. En el segundo caso, había que explicar cómo se enteró Rosello de lo que Roscio tramaba contra él. Y había también una tercera posibilidad, a saber, que el primo hubiera pretendido, asediado a la señora; y ésta, inocente, hubiera advertido al marido o el marido se hubiese dado cuenta. Sólo que en tal caso, seguro de la fidelidad de su mujer, Roscio tendría que haberse limitado a cambiar o romper sus relaciones con el otro. Su comprensión y tolerancia hacia las pasiones humanas no podían, ante una ofensa o, mejor dicho, un conato de ofensa no irreparable, invertirse al punto de buscar venganza irreparable.

Ahora bien, había que considerar que al diputado sólo lo tanteó para ver si se prestaría a la denuncia: aún no había decidido vengarse; es más, le dijo que aún debía decidir si decirle todo o nada, dependiendo… ¿de qué? ¿De si Rosello, bajo la amenaza, cambiaba de actitud? ¿Y lo amenazó abiertamente poniéndole una condición? Entonces había que volver a la primera hipótesis: la de una manera bien extraña de comportarse, propia del gran mundo continental, del cine, la del marido engañado pero amante de su mujer, firmemente resuelto a conservarla. Y aunque Laurana era severo juez de un modo de vida gobernado por las pasiones, las del amor propio y del honor particularmente, no dejaba de ver que su hipótesis entrañaba una falta de respeto a la memoria de Roscio; y por eso se empeñaba en negarla, en demolerla. Pero comoquiera que se lo mirase, el caso tenía algo de equívoco, de ambiguo, aunque todavía no aparecieran con total claridad las relaciones de causa y efecto, de los protagonistas entre sí, de los elementos que conocía en el mecanismo del crimen. Y en el equívoco, en la ambigüedad, se sentía moral y sensualmente implicado.