Por lo que sabía, el hombre que fumaba puros Branca tanto podía ser un sicario como un profesor universitario de Dallas que hubiera venido a mamar del pecho, pletórico de doctrina, de su señoría Abello. Tan sólo el instinto, agudizado en él como en todo siciliano por una larga serie de experiencias, de miedos, lo avisaba del peligro; así percibe el perro en el rastro del erizo el lancinar de las púas y gime lastimeramente.
Esa misma tarde tuvo un encuentro con Rosello que trocó su presentimiento en certidumbre.
Ya antes de saludarlo le preguntó Rosello:
—¿Qué te ha parecido el diputado? —y sonreía con complacencia, con orgullo.
Laurana meditó una respuesta ambigua:
—Digno de la admiración de que goza.
—Me alegro de que lo pienses, me alegro mucho. Es un hombre brillante, de mucho entendimiento… Verás como acaban haciéndolo ministro.
—Del Interior —dijo Laurana, trasluciendo ironía sin querer.
—Del Interior, ¿por qué? —preguntó Rosello con recelo.
—¿Dónde mejor, a un hombre así? ¿En Turismo?
—Sí, es verdad; esperemos que en Roma se den cuenta y le den un ministerio importante, clave.
—Se darán cuenta —afirmó Laurana.
—Ojalá… Porque sería una verdadera lástima que, en un momento tan delicado de nuestra vida política, de nuestra historia, no se lo aproveche en lo que vale.
—Pero, si no me equivoco, es más bien de derechas. Y ahora que se va a la izquierda…
—La derecha de su señoría está más a la izquierda que los chinos, para que lo sepa… ¿Derecha, izquierda? Para él son distinciones sin sentido.
—Lo celebro —dijo Laurana, y como de pasada—: ¿Y aquel señor que iba con él?
—Es de Montalmo, un buen hombre. —Pero al punto se puso tenso, su mirada se volvió fija y fría—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada, por curiosidad… Me pareció un tipo interesante.
—Sí, interesante de verdad —con un eco de burla y amenaza.
Laurana sintió un escalofrío de espanto. Quiso cambiar de tema y volvió al diputado:
—¿Y su señoría Abello apoya sin reservas la línea que ahora sigue vuestro partido?
—¿Y por qué no? Llevamos veinte años coqueteando con la derecha, ya es hora de hacerla con la izquierda. Total, lo mismo da.
—¿Y lo de los chinos?
—¿Los chinos?
—Quiero decir, como el diputado está más a la izquierda que los chinos…
—¿Ves? Así sois los comunistas: con una frase hacéis una soga y ahorcáis a un hombre… Lo de la izquierda de los chinos lo digo por decir… Si quieres también te digo que está a la derecha de Franco… Es un hombre extraordinario, con unas ideas tan grandes que esto de derecha e izquierda son para él miserias sin sentido, como te digo… Pero perdona, hablamos otro día, que ahora tengo cosas que hacer, he de volver a casa. —Y se fue, ofuscado, sin despedirse.
Volvió media hora después, completamente cambiado: alegre, expansivo, con ganas de bromear. Pero Laurana notó la tensión, la inquietud, quizás el miedo que lo llevaban a dar vueltas, «como una mariposa», pensó, «como una esfinge de la muerte en torno a la luz», y la imagen, que alzó el vuelo de una página de Crimen y castigo, acabó, por deformación profesional, aplastada en nota a Gozzano, en nota a Montale.
Sacó a colación Rosello a aquel buen hombre de Montalmo por el que Laurana le había preguntado: que quizá de Montalmo no era, que ahora que lo pensaba le parecía que vivía en la capital, que dijo que era de Montalmo porque una vez, una de las dos veces que lo vio, se lo encontró en Montalmo; y que lo de buen hombre era porque el diputado siempre decía que lo era, fiel, leal… Y así acabó Rosello por quemarse las alas en la llama de la sospecha de Laurana. Y casi daba lástima.
Al día siguiente, después de comer, tomó Laurana el autobús para Montalmo. Vivía en este pueblo un compañero de universidad que varias veces lo había invitado a ir para ver ciertas excavaciones en las que acababan de sacar a la luz restos interesantísimos de la Sicilia antigua.
Era un bonito pueblo, amplio, armonioso, de calles rectas que desembocaban en una plaza íntegramente barroca. Y en un edificio de la plaza vivía su amigo, un edificio grande y tan oscuro por dentro como luminoso por fuera, debido a la compacta piedra arenisca cuajada de luz de sol.
Pero su amigo no estaba: había ido precisamente al lugar de las excavaciones, de las que era inspector honorario; la vieja criada se lo dijo por la puerta apenas abierta, con claras prisas de cerrársela en las narices. Pero del interior de la casa, como a través de una profunda perspectiva de puertas abiertas, llegó una voz preguntando imperiosamente:
—¿Quién es?
Siempre con la puerta semiabierta, la criada gritó hacia dentro:
—Nada, uno que busca al profesor.
—Que entre —ordenó la voz.
—Pero busca al profesor y el profesor no está —replicó la vieja criada.
—Que entre te digo.
—¡Jesús! —gimió la criada, como si aquello fuera un desastre. Y abrió la puerta para dejar entrar a Laurana.
Desde una perspectiva de puertas abiertas, en efecto, avanzaba un anciano encorvado, con una manta de vivos colores sobre los hombros.
—¿Busca usted a mi hermano?
—Sí… Soy un viejo amigo, un compañero de universidad… Me ha invitado varias veces a ver las excavaciones, el nuevo museo… Y hoy…
—Pase, pase; no tardará. —Y echó a caminar delante; en cuanto les dio la espalda, la criada hizo a Laurana un gesto de advertencia: movió el dedo a la altura de la frente, como enroscándolo. El inequívoco significado del gesto detuvo a Laurana. Pero el anciano, sin haberse vuelto, y sin volverse, dijo—: Concetta lo avisa de que estoy loco.
Sorprendido, pero también más confiado, Laurana lo siguió.
Al fondo de la perspectiva, en un despacho lleno de libros, de estatuas, de ánforas, el hombre se sentó a un escritorio, lo invitó a hacer lo propio frente a él, del otro lado, apartó una pila de libros, dijo:
—Concetta me cree loco, y no sólo ella, la verdad.
Laurana hizo un vago gesto de incredulidad, de protesta.
—Lo malo es que en algunas cosas lo estoy de verdad… No sé si mi hermano le habrá hablado de mí alguna vez, quizá para contarle que cuando iba a la universidad, yo, según él, le racaneaba el dinero… Me llamo Benito, soy el hermano mayor… El nombre, claro está, no me viene del que usted imagina: éramos casi de la misma edad… Después de la unificación de Italia hubo en mi familia un brote de sentimientos republicanos, revolucionarios: me llamo Benito porque un tío mío, muerto el año en que nací, nació a su vez el año en que Benito Juárez fusiló a Maximiliano; al parecer un rey ajusticiado era para él motivo de gran regocijo. Claro que esto no le impedía seguir fiel a la tradición bonapartista que había en mi familia con los nombres: desde la revolución de 1820 nadie se ha librado de llevar por segundo o tercer nombre Napoleón, si era varón, y Letizia, si era hembra. Así, mi hermano se llama Girolamo Napoleone, mi hermana Letizia y yo, después de Benito Juárez, escondo un Giuseppe Napoleone. Aunque en este caso es posible que el Giuseppe valga a la vez por Bonaparte y por Mazzini… Cuando se puede, mejor matar dos pájaros de un tiro… Durante el fascismo mi nombre causaba cierta impresión: me llamaba Benito y tenía la misma edad del que, como se decía, guiaba los altos destinos de la patria… La gente estaba tan acostumbrada al mito que debían de pensar que habíamos comenzado a marchar juntos sobre Roma desde que echamos el primer diente… ¿Es usted fascista?
—No, al contrario.
—No se ofenda, todos lo somos un poco.
—¿De veras? —dijo Laurana, con buen humor pero irritado.
—Pues claro… Y le pondré ahora mismo un ejemplo, que es también ejemplo de una de mis más recientes y amargas decepciones… Peppino Testaquadra, viejo amigo mío: del año 27 al 40 pasó entre cárceles y destierros los mejores años de su vida, y te desuella vivo o se te ríe en la cara si te oye llamarlo fascista… Pues lo es.
—¿Fascista dice? ¿Testaquadra fascista?
—¿Lo conoce?
—Le he oído algún discurso, leo sus artículos.
—Y claro, conociendo su pasado y lo que dice y escribe, pensará usted que para considerarlo fascista se necesita una buena dosis de locura o mala fe… Pues bueno, de locura quizá sí, si consideramos la locura una especie de puerto franco de la verdad; pero de mala fe no, eso sí que no… Es amigo mío, como le digo, un viejo amigo mío. Pero eso no quita para que sea un fascista. De esos que en cuanto consiguen hacerse un huequecito en el poder, quizá ni cómodo, ya empiezan a distinguir entre el interés del Estado y el de los ciudadanos, entre los derechos de sus electores y los de sus adversarios, entre la conveniencia y la justicia… ¿y no cree que podríamos preguntarle quién lo metió a él en la cárcel y lo mandó al destierro? ¿Y no cree que, con mala intención, podemos también pensar que empezó con mal pie o que si Mussolini lo hubiera llamado…?
—Con mala intención —subrayó Laurana.
—Mi mala intención le da idea del desengaño y la pena que me ha causado Peppino: como persona que lo vota y como amigo.
—¿Vota usted al partido de Testaquadra?
—No al partido… O sea, sí al partido, claro, pero en segundo lugar… Como todos aquí… Hay quienes son partidarios de un político por una subvención, un plato de espaguetis, una licencia de armas o un pasaporte, y otros, como yo, por estima, respeto, amistad… y piense el sacrificio que es para mí salir de casa para votarlo.
—¿No sale de casa?
—Nunca, ya hace años… En cierto momento de mi vida hice cálculos: si salgo de casa con idea de conocer a una persona inteligente, a una persona honrada, corro el riesgo de encontrarme con, de media, doce ladrones y siete imbéciles que están deseando comunicarle a alguien lo que opinan de la humanidad, del gobierno, de la administración municipal, de Moravia… ¿Cree que merece la pena?
—No, desde luego que no.
—Además, yo en mi casa estoy en la gloria, sobre todo aquí. —Y levantó las manos para señalar y abarcar los libros del despacho.
—Buena biblioteca —dijo Laurana.
—No es que aquí deje de encontrar ladrones e imbéciles… Escritores, me refiero, no personajes… Pero me deshago de ellos fácilmente: devuelvo los libros a la estantería o los regalo al primer necio que viene a visitarme.
—Luego tampoco en casa se libra de los necios.
—Tampoco… Pero aquí dentro es distinto: me siento más seguro, más a distancia… Como en el teatro, y hasta lo encuentro divertido… Le diré más: desde aquí, me parece teatro todo lo que pasa en el pueblo, bodas, entierros, peleas, gente que se va, gente que viene… Porque me entero de todo, lo oigo todo, y hasta me llega como multiplicado, como lleno de ecos…
—El otro día conocí a uno de Montalmo… —interrumpió Laurana—. No recuerdo cómo se llamaba; alto, de cara ancha, morena, con gafas tipo americano, una especie de agente electoral del diputado Abello…
—¿Es usted profesor?
—Profesor, sí —contestó Laurana, sonrojándose ante la repentina, fría desconfianza de su interlocutor, que lo miraba como si ocultara su verdadera identidad.
—¿Y dónde conoció a ese de Montalmo del que no recuerda el nombre?
—En las escaleras del palacio de Justicia.
—¿Iba con dos carabineros?
—No, no; con el diputado Abello y un conocido mío, abogado.
—¿Y quiere que yo le diga cómo se llama?
—Tampoco es que me muera por saberlo…
—Pero ¿quiere o no quiere saberlo?
—Sí.
—¿Por qué?
—Por nada, por curiosidad… En fin, porque me causó cierta impresión.
—No me extraña —dijo don Benito echándose a reír.
Y rió hasta la convulsión, hasta las lágrimas. Luego se calmó, se enjugó los ojos con un gran pañuelo rojo. «Está loco», pensaba Laurana, «loco de remate.»
—¿Sabe de qué me río? De mí me río, de mi miedo… He tenido miedo, lo confieso. Yo, que me considero un hombre libre en un país que no lo es, por un momento he sentido el antiguo miedo de encontrarme entre el criminal y el policía… Pero aunque de verdad fuera usted policía …
—No lo soy… Se lo he dicho: soy profesor, camarada de su hermano…
—¿Y entonces por qué busca a Ragana? —Rompió de nuevo a reír, explicó—: Pregunta dictada por la prudencia, no por el miedo… Sea como sea, ahí tiene la respuesta.
—Se llama Ragana y es un criminal.
—Exacto: uno de esos criminales limpios, respetados, intocables.
—¿Cree que ahora sigue siendo intocable?
—No lo sé, seguramente también a él lograrán tocarlo… Pero lo cierto, mi querido amigo, es que Italia es un país tan curioso que cuando se empieza a luchar contra las mafias regionales, es porque se ha instalado una nacional… Pasó algo parecido hace cuarenta años, y si bien es verdad que un hecho trágico toma visos de farsa cuando se repite, así en la gran historia como en la pequeña, a mí la cosa me preocupa igual.
—¿Y eso? —replicó Laurana—. Hace cuarenta años, lo reconozco, una mafia grande intentó aplastar a otra más pequeña… Pero hoy…, vamos, ¿le parece que es lo mismo?
—No lo mismo… Pero mire, voy a contarle a modo de parábola un hecho que seguro conoce… Una gran empresa decide construir una presa río arriba de una población. Unos cuantos diputados, valiéndose del parecer de los técnicos, exigen que la presa no se construya por la amenaza que supone para la población. El gobierno da el permiso y la presa se construye. Cuando ya está en funcionamiento, ocurren algunas cosas que anuncian el peligro. Nada. Hasta que un día sobreviene la desgracia que algunos habían previsto. Resultado: dos mil víctimas mortales… Dos mil: los mismos que los Ragana que por aquí prosperan liquidan en diez años… Y podría contarle muchas más historias, que usted conoce bien, por otra parte.
—No veo la relación… Además, francamente, me parece que sus parábolas rayan en la apología… No tiene en cuenta el miedo, el terror…
—¿Cree que los habitantes de Longarone no lo tenían al ver la presa?
—No es lo mismo. De acuerdo, claro, en que fue un hecho gravísimo…
—Que quedará impune, como quedan impunes los mejores crímenes de nuestra tierra, los más típicos.
—Pero a ver: si se lograra tocar a este Ragana, y a cuantos Ragana conocemos y no conocemos, pese a la protección de que gozan, creo que sería dar un buen paso, un paso importante…
—¿De veras lo cree? ¿En la presente situación?
—¿Qué situación?
—Medio millón de emigrantes, es decir, casi toda la población válida; la agricultura abandonada, las azufreras cerradas y las salinas a punto de cerrar; lo del petróleo que da risa, las instituciones regionales que son un cachondeo, el gobierno que con nuestro pan nos lo comamos… Nos hundimos, amigo mío, nos hundimos… Esta especie de barco pirata que ha sido Sicilia, con su hermoso gatopardo rampante en la proa, los colores de Guttuso en su gran empavesado, sus más decorativos pezzi da novanta[3] en quienes los políticos han delegado el honor del sacrificio, sus escritores comprometidos, sus Malavoglia, sus Percolla, sus estudiosos de lógica cornudos, sus locos, sus demonios meridianos y nocturnos, sus naranjas, su azufre y sus cadáveres en la bodega: se hunde, amigo mío, se hunde… Y aquí estamos usted y yo; yo, loco, usted, quizá comprometido, con el agua que nos llega a las rodillas, hablando de Ragana, que si ha saltado detrás de su diputado o se ha quedado a bordo con los que van a morir.
—No estoy de acuerdo —dijo Laurana.
—A fin de cuentas, tampoco yo —dijo don Benito.