—Un personaje que corrompe, roba, intriga… ¿Usted en quién pensaría?
—¿Del pueblo?
—Del pueblo, de la comarca, de la provincia.
—Me plantea usted un problema difícil —dijo el párroco de Santa Ana—. Porque si nos limitamos al pueblo, hasta los niños que aún no han nacido pueden responder… Pero si nos extendemos a la comarca, a la provincia, ya es la confusión, el vértigo…
—Limitémonos al pueblo —dijo Laurana.
—Rosello, el abogado Rosello.
—Imposible.
—Imposible ¿qué?
—Que sea él.
—¿Que sea él quien corrompe, roba, intriga?… Pues entonces, perdone que le diga, vive usted en las nubes.
—No, no … Quiero decir: imposible que la persona con la que he hablado se refiriese a él. Imposible.
—¿Y quién es la persona con la que ha hablado?
—No puedo decírselo —dijo, sonrojado, rehuyendo la mirada del párroco que de pronto se volvió aguda.
—Mi querido profesor: no le ha dicho quién es ese personaje, no le ha dicho de qué pueblo, le ha dado unas señas que, se lo aseguro, corresponden, excluyendo a los señores que ya están entre las patrias rejas, ¿qué sé yo?, a cien mil personas… ¿y entre esta legión pretende usted descubrir a su hombre, a su personaje? —Sonrió con compasión, con indulgencia.
—La verdad es que creía que la persona que me lo dijo se refería a alguien del pueblo… Pero si usted me dice que del pueblo sólo puede ser Rosello…
—Rosello es el más importante, en el que primero piensa uno, y el único que entra en la categoría de personaje, estrictamente hablando. Luego están los personajillos, y no faltará quien me incluya a mí entre ellos…
—Quiá… —protestó, sin convicción, Laurana.
—Sí, sí, y quizá con razón… Pero, repito, Rosello es el más importante… ¿Tiene usted idea de quién es Rosello? ¿De sus intrigas, de sus fuentes de ingresos, de su poder, público y oculto? Porque de quién es como ser humano es fácil hacerse una idea: un necio no carente de astucia, que con tal de conseguir un cargo o de seguir en él (un cargo bien remunerado, se entiende), sería capaz de pasar por encima del cadáver de quien fuera… Menos del de su tío el arcipreste, naturalmente.
—Sé qué clase de persona es, pero no en qué consiste exactamente su poder. Usted estará sin duda más informado que yo.
—¡Lo estoy, ya lo creo! Mire: Rosello es miembro del consejo de administración de Furaris, quinientas mil liras al mes, y también asesor técnico, un par de millones al año; consejero del banco Trinacria, otro par de millones; miembro del comité ejecutivo de Vesceris, quinientas mil al mes; presidente de una compañía de extracción de mármoles preciosos, financiada por Furaris y Trinacria, que, como todos saben, opera en una zona donde no se encontraría un pedazo de mármol ni aunque lo trajeran aposta, porque enseguida desaparecería en la arena; diputado provincial, cargo que, desde el punto de vista económico, no le trae cuenta, porque el sueldo apenas le da para las propinas de los ujieres, pero desde el punto de vista del prestigio… Sabrá usted que fue él quien, en la diputación provincial, convenció a los diputados de su partido para apoyar una alianza con los socialistas en vez de con los fascistas, una de las primeras operaciones de este tipo que se han hecho en Italia. Se ha ganado con eso la estima de los socialistas, y se ganará también la de los comunistas si sabe adelantarse de nuevo a los tiempos dando a su partido otro giro a la izquierda… Es más, puedo decirle que los comunistas de la provincia ya empiezan a poner la mira en él con tímida esperanza… y ahora pasemos a sus asuntos privados, que yo sólo conozco en parte: terrenos edificables en la capital y, se dice, también en Palermo; un par de constructoras, una imprenta que no para de trabajar para organismos y entes públicos, una empresa de transportes… y luego están los asuntos más oscuros, y ahí ya es peligroso meter las narices ni aun por pura y desinteresada curiosidad… Le digo sólo esto: si me dijeran que se dedica a la trata de blancas, lo creería sin que me lo jurasen.
—Parece mentira —dijo Laurana.
—Natural… Pero ¿sabe qué? Una vez, en un libro de filosofía, tratando del relativismo, leí que el hecho de que nosotros no veamos las patas de los gusanos del queso no quiere decir que los gusanos mismos no las vean… Yo soy un gusano de ese queso y veo las patas de los demás gusanos.
—Gracioso.
—No tanto —dijo el párroco, y con una mueca de asco—: Estamos siempre entre gusanos.
Esta amarga reflexión llevó a Laurana al borde de la confidencia. ¿Por qué no contarle al párroco lo que sabía del crimen y de Roscio? Un hombre inteligente, agudo, con experiencia y sin prejuicios, ¿no daría acaso con la clave del problema? Pero pensó que el párroco hablaba demasiado, que se complacía en dar una imagen de hombre libre, independiente, corrompido. Además, se sabía que tenía profunda aversión al arcipreste, y si se enteraba de algo que de algún modo arrojara sombras sobre la familia de éste, no se abstendría de adobarlo y propalarlo. Pero a esta reticencia contribuía asimismo, de manera inconsciente, la repugnancia que sentía por la figura del mal cura, aunque en conciencia pensase también que no los había buenos; la misma repugnancia que su madre no ocultaba por el párroco de Santa Ana, a cuya indecencia, como ella decía, oponía la casta conducta del arcipreste.
—Excluyendo a Rosello, ¿quién más de la provincia cumple, digamos, los requisitos?
—Déjeme pensar —pidió el párroco, y preguntó—: ¿Debemos excluir también a diputados, a senadores?
—Excluyámoslos.
—Pues entonces, el señor Fedeli, el abogado Lavina, el doctor Jacopitto, el abogado Anfosso, el abogado Evangelista, el abogado Boiano, el profesor Camerlato, el abogado Macomer…
—Problema insoluble, parece.
—Eso, insoluble, ya se lo he dicho… Son muchos, muchos, más de lo que puede imaginarse quien no esté en el queso… Pero dígame, ¿qué interés tiene usted en el caso?
—Curiosidad, simple curiosidad… Porque he conocido en el tren a una persona que me ha hablado de alguien de aquí que está prosperando por, digamos, medios ilícitos… —Desde que se interesaba en el crimen mentía Laurana con cierta facilidad; y la cosa lo preocupaba un poco, como si hubiera descubierto en su persona una inclinación oculta.
—Pues entonces… —dijo el párroco, mandando la cuestión al diablo con un ademán. Aunque tampoco parecía muy convencido.
—Lamento haberle hecho perder el tiempo —dijo Laurana.
—Estaba leyendo a Casanova, el texto auténtico de sus memorias… en francés —añadió no sin satisfacción.
—Yo aún no lo he leído —dijo Laurana.
—No es que haya muchas diferencias con el texto que ya conocemos; algo menos florido, quizá… Y reflexionaba en que lo más interesante, si consideramos estas memorias como una especie de manual erótico, lo más verdadero, es esto: que seducir a dos o tres mujeres a la vez es más fácil que seducir a una sola.
—¿En serio? —se maravilló el profesor.
—Se lo digo yo —contestó el párroco llevándose la mano al corazón.