IX

Volvió al pueblo a fines de septiembre. Y nada nuevo había, como enseguida lo informó el abogado Rosello, en el casino, llevándoselo aparte para que no los oyera el terrible coronel. Pero era Laurana quien tenía novedades que contarle a Rosello: el encuentro con el diputado, la historia de los documentos que Roscio había prometido al político a condición de que promoviese un escándalo.

Rosello estaba asombrado. Lo escuchó diciendo una y otra vez: «¡Vaya!», y luego empezó a calentarse la cabeza haciendo preguntas y esforzándose por recordar una señal, una palabra de Roscio que pudiera tener alguna conexión con aquella increíble historia.

— Yo creía que tú sabías algo —dijo Laurana.

—¿Algo? Si estoy boquiabierto.

—Quizá se explique por el hecho de que pensaba atacar a alguien de tu partido y no quería que tú te metieras e intentaras convencerlo de desistir. Era terco, pero también podía ser muy dócil. Si hubieras sabido algo, habrías intervenido para hacer presión, poner paz: no te habrías quedado indiferente viendo amenazado a un hombre de tu partido y, por tanto, al partido mismo…

—Cuando se trata de la familia, de alguien de la familia, no hay partido que valga. Si se hubiera dirigido a mí, Roscio habría obtenido toda la satisfacción que quería.

—Pero quizá era eso lo que no quería: que tú comprometieras tu posición por algo que era asunto suyo. De hecho dijo que era delicado y personal.

—Delicado y personal… ¿y estás seguro de que no mencionó a nadie, que no dio ningún dato que permita identificar, siquiera de manera aproximada, a ese personaje notable?

—Nada.

—Ya sé. Voy a llamar a mi prima y vamos a hablar con ella. Algo debió de decirle Roscio a su mujer… Ven.

Fueron al teléfono, Rosello habló con la prima: que estaba allí el profesor Laurana, que se había enterado de ciertas cosas, cosas incomprensibles, cosas que quizá sólo ella podía explicar, y que si no le molestaba que se pasaran un momento por su casa, aunque quizá no eran horas.

—Vamos —dijo Rosello tras colgar.

La señora tenía la mano puesta en el pecho, por la ansiedad de saber lo que el profesor tenía que decirle. La sorprendió mucho lo del viaje a Roma de su marido y, mirando a su primo, dijo:

—Sería cuando dijo que iba a Palermo, dos o tres semanas antes de la desgracia.

Pero de lo otro nada sabía. Sí, era posible que de un tiempo a aquella parte su marido estuviera algo preocupado, hablaba menos, sufría frecuentes migrañas.

—También su padre, el viejo profesor Roscio, me ha dicho que lo encontraba cambiado últimamente.

—¿Ha visto usted a mi suegro?

—Ese viejo tremendo —dijo Rosello.

—Sí, le hice una visita… Tendrá sus rarezas, pero es lúcido, diría que despiadado…

—Es un hombre sin fe —dijo la señora—, ¿cómo va a tener piedad un hombre sin fe?

—Despiadado intelectualmente, quiero decir… En cuanto a la fe, creo que sí tiene.

—No tiene —dijo Rosello—. Es un ateo impenitente, de esos que no ceden ni aun en el lecho de muerte.

—Tampoco creo que sea un ateo —dijo Laurana.

—Es anticlerical —dijo la señora—. Una vez fuimos a visitarlo con mi tío arcipreste. Mi marido y yo, y mi tío… ¿y qué dijo? Me daban escalofríos, oiga. —Y cruzando las manos se estrechó los bellos brazos desnudos como si aún los sintiera.

—¿Qué dijo?

—Cosas que no puedo repetir, cosas que no había oído en mi vida… Y mi pobre tío arcipreste con su pequeño crucifijo de plata en la mano hablándole de misericordia, de amor…

—Sí, me dijo que el arcipreste era un hombre muy dulce.

—Bien puede decirlo —dijo la señora.

—El tío arcipreste es un santo —encareció Rosello.

—No, eso no se puede decir, no se debe decir. Los santos —observó la señora— no podemos hacerlos nosotros… El tío arcipreste, esto sí puede decirse, tiene un corazón tan grande que hace pensar en la santidad.

—Su marido —dijo Laurana— físicamente se parecía mucho al padre, y un poco también en la manera de pensar.

—¿A ese viejo demonio? ¡Por Dios!… Mi marido tenía gran respeto por el tío arcipreste, por la Iglesia. Me acompañaba todos los domingos a misa. Observaba el viernes. Y nunca dijo una palabra de burla, de duda, sobre cosas de religión… Y yo, aunque lo quería mucho, ¿cree que me habría casado si hubiera tenido la sospecha, sólo la sospecha, de que pensaba como su padre?

—La verdad —dijo Rosello— es que era un hombre difícil de entender. Qué pensaba de religión, de política, creo que ni tú, su mujer, puede decirlo con seguridad…

—Lo que sé es que era muy respetuoso —repuso la señora.

—Eso sí, muy respetuoso… Pero por lo que acaba de decirnos Laurana, está claro que era una persona cerrada, que ni siquiera a ti te confiaba lo que pensaba o tenía en mente.

—Eso es verdad —suspiró la señora. Y a Laurana—: ¿Y a su padre, tampoco le dijo nada a su padre?

—Nada.

—¿Y al diputado le dijo que era algo delicado y personal?

—Sí.

—¿Y le prometió documentos?

—Una carpeta entera.

—¿Y si —propuso Rosello a la prima— mirásemos en sus cajones, en sus papeles?

—Yo quisiera que todo quedara como él lo dejó, no me veo con ánimos de tocar nada.

—Pero es para quitarnos esa preocupación, esa inquietud… Además, si resulta, no sé, que alguien le hizo algún mal, yo, por respeto a su memoria, por el cariño que le tenía, puedo seguir, llegar hasta el final…

—Tienes razón —dijo la señora poniéndose en pie. Alta, de pecho exuberante, desnudos los brazos hasta el tupido vellón de los sobacos, exhalando un aroma en el que un olfato más experimentado (y una naturaleza menos ardiente) habría distinguido el perfume Balenciaga del olor a sudor, por un momento dominó al profesor como la Victoria de Samotracia domina al que sube por las escaleras del Louvre.

Los condujo al despacho, estancia algo sombría o que tal parecía porque la luz daba en el escritorio y dejaba en sombra las estanterías severas, repletas de libros. En el escritorio había un libro abierto.

—Estaba leyéndolo —dijo la señora.

Metiendo en medio dos dedos a modo de señal, Rosello lo cerró, leyó el título:

Cartas a la señora Z… ¿Qué es? —preguntó a Laurana.

—Muy interesante, de un polaco.

—Leía mucho —dijo la señora.

Más delicadamente de como lo cogió, Rosello dejó el libro abierto sobre la mesa.

—Veamos primero los cajones —dijo. Y abrió el primer cajón.

Laurana se inclinó sobre el libro abierto, una frase le saltó a la vista: «Únicamente la acción que toca el orden de un sistema pone al ser humano ante la cruda luz de las leyes», y ampliando la visión de la página, como si abriera un diafragma, sin recorrer las líneas, reconoció el lugar del pasaje, el contexto: el escritor habla de Camus, de El extranjero. «¡El orden de un sistema! ¿Y dónde está aquí el sistema? ¿Lo ha habido, lo habrá algún día? Ser extranjero, en la verdad o en la culpa, y a la vez en la verdad y en la culpa, es un lujo que podemos permitirnos cuando existe el orden de un sistema. Pero si consideramos sistema ése en el que el pobre Roscio ha desaparecido, entonces el ser humano es más extranjero en el papel de verdugo que en el de condenado; está más en la verdad cuando guillotina y menos cuando es guillotinado.»

Se había puesto a buscar también la señora: estaba acuclillada ante el cajón más bajo del escritorio, inmersa en un haz de luz y de sombra: como desnuda, la cara misteriosamente oculta por la oscura mata de pelo. Los pensamientos de Laurana se disolvieron al negro sol del deseo.

La señora cerró el cajón, se levantó ligera, como en un paso de baile.

—Nada —dijo, pero sin decepción, como si hubiera buscado solamente por dar gusto al primo.

—Nada —dijo también Rosello en el mismo tono, ordenando los últimos papeles.

—A lo mejor tenía caja fuerte en el banco —dijo Laurana.

—Eso estaba yo pensando —dijo Rosello—, mañana intentaré averiguarlo.

—Imposible: él sabía que aquí nadie tocaba sus cosas, sus libros, sus papeles; ni siquiera yo… Era muy meticuloso —dijo la señora, en un tono que dejaba traslucir que ella no lo era.

—Desde luego es un misterio —dijo Rosello.

—Pero no creerás que lo del diputado comunista, los documentos, tiene que ver con su muerte, ¿no? —le preguntó la prima.

—Ni por pienso. —Y dirigiéndose a Laurana—: ¿Tú qué crees?

—Cualquiera sabe.

—Oh —dijo la señora, casi con un grito—. Entonces, ¿piensa usted…?

—No, yo no pienso nada… Pero a estas alturas, con la policía siguiendo la pista de unas aventuras galantes del farmacéutico que no existen, cualquier hipótesis vale.

—¿Y el anónimo? ¿El anónimo que recibió el farmacéutico amenazándolo? ¿Cómo se explica? —preguntó Rosello.

—Eso, ¿cómo se explica? —apremió la señora.

—Se explica —dijo Laurana— por la astucia de los asesinos: el farmacéutico como blanco falso, como tapadera…

—¿De verdad lo cree? —preguntó la señora, con estupor, con angustia.

—No, no lo creo.

La señora pareció aliviada. «Se ha aferrado a la idea de que su marido murió por culpa del farmacéutico y piensa que cualquier otra hipótesis empaña su memoria, su culto», se dijo Laurana. Y se reprochó haberla preocupado con aquella hipótesis suya que, en verdad, no creía tan infundada.